domingo, 9 de septiembre de 2018

klimovsky en argentina



La trayectoria de León Klimovsky fue insólita. De creador de la Cinemateca Argentina y crítico de jazz a manufacturador de títulos de éxito para Paul Naschy. Hombre culto, ameno conversador y estajanovista de la cámara, Klimovsky es un poco el Ulmer hispano-argentino. También él fue un cineasta errante, se tuvo que fajar con presupuestos de risa y procuró dejar su sello en cuanta obra realizó, por mucho que frecuentara los subgéneros y filones que constituían la base industrial del cine español desde los primeros años sesenta hasta la muerte de Franco. Entre estos figuran con especial frecuencia westerns mediterráneos y películas de terror. Probablemente, su mayor éxito fuera La noche de Walpurgis / Nacht der Vampyr (1970).

El periodo de cineasta en activo en Argentina de Klimovsky abarca casi una década, con un interludio español. Debuta nada menos que con una adaptación de El jugador (1946), según Dostoyevski, plena de las audacias que había admirado en los cineastas de vanguardia franceses. Suburbio (1951) se pone bajo la advocación de Vittorio De Sica, aunque el propio Klimovsky aseguraba que la prohibición y posterior censura de la misma por parte del último gobierno de Perón, fueron, en parte, causa de su exilio. Guardaba grato recuerdo, en cambio de su versión de El túnel (1947), según la novela de Ernesto Sábato. Como no hemos podido ver ni Se llamaba Carlos Gardel (1949) ni La vida color de rosa (1951), ambas se encuentran ausentes del presente repaso.

Como apuntábamos, Klimovsky debuta en el cine como director de una adaptación de la novela de Dostoyevski realizada por Manuel Villegas López, escritor e historiador cinematográfico español exiliado en Argentina al finalizar la Guerra Civil.

Andrés (Roberto Escalada) ha caído en lo más bajo que puede caer un jugador: "levantar muertos" en el casino. O sea, robarle las fichas a quien ha ganado. Tres años atrás, cuando conoció a Paulina (Judith Sulián), apenas sabía que existía el juego. Entonces era un estudiante que luchaba por abrirse paso en la vida. Es así como entra a trabajar de secretario del doctor Guerrero (Alberto Bello) y se aloja en una modesta habitación en el mismo hotel que él, frente al casino. Paulina, la hija del doctor, le pide que apueste por ella. A partir de ese momento se establece entre ellos una turbia relación, porque el dinero que ha ganado es para pagar a un prestamista, el barón de Segal (Florindo Ferrario), que pretende casarse con Paulina. Al tiempo, el doctor cifra su supervivencia en la muerte de una acaudalada tía (la española Amalia Sánchez Ariño), a la que espera heredar. La irrupción de ésta en el hotel, vivita y coleando, provoca una crisis en todos los personajes –y un largo paréntesis cómico en el relato- que Andrés aprovechará para intentar alcanzar el amor de Paulina, sin comprender que ya la pasión amorosa y la del juego son indisociables. El encadenado en perpetuo giro de un remolino de agua, la ruleta y la pareja abrazada son la traducción visual de este tema.

El guión refuerza los aspectos inherentes a la diferencia de clases en las relaciones entre los personajes, acentuando el orgullo del entorno del doctor y el arribismo de Andrés. En paralelo, la formación cineclubista de Klimovsky le lleva a cargar la suerte en los aspectos formales, con angulaciones enfáticas en muchas ocasiones -un plano general picado seguido de planos medios contrapicados de los personajes- y movimientos que llaman la atención sobre sí mismos, como una discusión en la que la cámara, al tiempo que avanza, realiza barridos a derecha y a izquierda para recoger la réplica de cada personaje, o el punto de vista de la fortuna encarnada en la ruleta alrededor de la cual giran los jugadores como en un carrusel.

Las filmografías no terminan de ponerse de acuerdo sobre la datación de Suburbio, que si se fecha en 1948 tendría un carácter de precursora del que carecería en 1950 o 1951. No obstante, lo que es seguro es que no se estrenó en Buenos Aires hasta marzo de 1951. La historia, de corte melodramático, está ambientada en un barrio periférico de la gran ciudad. Allí purga su disipada vida juvenil la doctora Amelia (Zoe Ducós), quien, tras un homicidio involuntario, ha decidido dedicar su vida a quienes nada tienen. No es el caso de Fabián Moreno (Pedro López Lagar), el amo del lugar, que exprime hasta la última gota de sangre de los desposeídos, proporcionándoles trabajos clandestinos a cambio del material de construcción para que puedan levantar sus chabolas. Cierra el triángulo Laura (Fanny Navarro), que se convertirá en su amante con tal de salir del suburbio. Todo lo demás es ambiente de billares de barriada, mercado de la carne con la excusa de una escuela de baile para caballeros, fútbol en los descampados como preludio de la vida criminal, carnaval que sirve de contrapunto paradójico al drama de la peste que, como las ratas, se enseñorea del suburbio. Desesperación, en fin, y diálogos tan literarios como los personajes principales, que, no obstante, ofrecen una visión inusitada de una realidad que a nadie interesaba reflejar.

El inicio de Marihuana (1948) no puede ser más espectacular. Tras un prólogo ilustrado en el que se nos cuenta la historia del Viejo de la Montaña y su sanguinaria hueste de fumadores de cáñamo, nos trasladamos a un garito bonaerense en el que la mujer del doctor Pablo Urioste (Pedro López Lagar) aparece brutalmente asesinada. El doctor Urioste es un cirujano devoto de su trabajo al que nunca le ha fallado el pulso. Sin embargo, al conocer la degradación que ha conducido a su esposa a la muerte y el sentido de culpa por haberla echado en brazos de las drogas para paliar sus dolores le hacen embarcarse en un viaje al fondo del abismo. Su guía será otra mujer en busca de redención (Fanny Navarro). Marihuana recibió el premio de la Academia Cinematográfica Argentina y fue seleccionada para representar a su país en el Festival de Cannes.

Su siguiente película, El pendiente (1951), es una historia de intriga basada en el cuento The Earring, de William Irish, en un momento en el que varios de sus relatos son adaptados en Argentina. Al material original, de puro suspense, el guión añade capas de melodrama que sirven para iluminar la felicidad del matrimonio Vélez. El largo flashback que constituye el cuerpo central de la película sitúa hacia el minuto veintitantos la llamada fatal que, desde el primer momento, sabemos que va a llegar. Hace falta una actriz como Mirtha Legrand -con su rostro perfecto- para creer la ingenuidad de sus primeros movimientos. A pesar de estar más o menos comprometida con Roberto Vélez (José Cibrián), Hilda comienza un idilio en un hotel de montaña con el atractivo pero siniestro Luciano Varela (Francisco de Paula). Y sólo ella puede dedicarle unas cartas de amor apasionado antes de descubrir que es un canalla y romper con él sin advertir que esas cartas van a dar un vuelco a su vida justo cuando más feliz sea. Hilda se casa con Roberto, viven en la opulencia y la unión queda bendecida por la llegada de un hijo... La fatalidad se ceba entonces en ellos. El hijo nace muerto. Sin embargo, juntos salen adelante. Cada aniversario celebran una fiesta infantil a la que invitan a cuántos niños conocen. Es como si en cada uno de ellos viviese un poco el hijo que no han podido tener. En una de estas fiestas, Roberto le regala unos costosos pendientes. Están en la cúspide de la felicidad. Ahora, por fin, Hilda puede caer desde lo más alto. El chantajista exige cincuenta mil pesos que Hilda deberá llevarle a su casa esa misma noche. Volvemos al prólogo de la película, al momento en que la mujer regresa a casa y quema en la chimenea las cartas comprometedoras. Sólo entonces, mediado el metraje, el guión vuelve a sujetarse al relato de William Irish. Durante el forcejeo para evitar que Luciano la besara, Hilda ha perdido un pendiente. Tiene que volver allí y, cuando lo hace, descubre que Luciano está muerto y que el hombre al que debía entregar el dinero la encañona con una pistola. A partir de aquí, Klimovsky recrea continuamente el clima de paranoia en el que vive Hilda a base de sombras expresionistas, escaleras y corredores con fugas amenazantes, angulaciones violentas y movimientos de cámara que suelen terminar en el rostro de Mirtha Legrand con los ojos desmesuradamente abiertos. Al contrario que la heroína hitchcockiana –rubia, gélida-, que, en principio, parecía servirle de modelo, Klimovsky y su estrella optan por una interpretación que más parece la ilustración de la portada de una novelita pulp.

Tras una exitosa carrera en su Argentina natal como músico de películas y de espectáculos de revista, Alberto Soifer se traslada a España a finales de los años cuarenta. De su asociación con el cantante Agustín Irusta parece surgir La guitarra de Gardel (1949) cuya dirección se encomienda a otro argentino recién llegado a España: Klimovsky. La operación está avalada por Lais, una pequeña productora que es en realidad una filial de Chamartín Producción y Distribución, parte del conglomerado de empresas que orbitan alrededor de los estudios Chamartín y en las que participa como socio financiero el Banco de Vizcaya

¿El argumento? Pues Raúl Armada (Irusta) es un pícaro que, a pesar de sus aptitudes como cantante, sólo se sube al escenario para "enamorar a las pibas que me gustan, que son todas". Para que se centre en su carrera como cantante, su padrino le aconseja que recupere la guitarra de Carlos Gardel, lo que supondría una publicidad extraordinaria. Raúl acepta el reto y, a partir de ese momento, se verá involucrado en un viaje que cambiará su vida. El rodaje en Buenos Aires, Ciudad de México, Cádiz y Madrid se reduce a un puñado de exteriores, porque la mayoría de las escenas están rodadas en interiores. Antonio Casal, que había sido uno de los primeros galanes de principios de la década, ya aquí se ve relegado al papel cómico de amigo del protagonista. Carmen Sevilla cuenta con diecinueve años cuando interviene en el principal papel femenino, en un nuevo enredo transatlántico tras su debut oficial en la pantalla junto a Jorge Negrete en Jalisco canta en Sevilla (Fernando de Fuentes, 1949).

El reconocimiento de los popes del existencialismo galo de la novela de Ernesto Sábato supuso un importante respaldo para el escritor cuando El túnel se editó en 1948. Argentina Sono Films encontró que el éxito editorial la convertía en una adaptación interesante de cara a la taquilla y que podía servir como trampolín a la carrera emergente de Laura Hidalgo. Pero Sábato había estado trabajando en su propia adaptación con Leopoldo Torre Nilsson, cuya bisoñez no convencía a los productores. De este modo se incorporó al frente del equipo León Klimovsky, que ya contaba en su haber con algunos títulos estimables y se había atrevido a filmar El jugador. Lo más reseñable del guión es que abandona el punto de vista único de Juan Pablo Castell para proponer una justificación de su crimen desde los dos puntos de vista, aunque finalmente sólo el de él, alucinado y delirante, resulte narrativamente relevante.

La novela relata la carrera hacia el homicidio del pintor, que revive los hechos desde la celda en la que ha sido recluido. Capítulo a capítulo, va desgranando su encuentro con María en una exposición y el presentimiento de que es un alma gemela, su búsqueda febril, el reencuentro y la carta de amor que ella le entrega a través de Allende, su marido ciego. Luego, la obsesión, los celos, el alcoholismo y el descenso a los infernos de la propia psique... La convicción de que cada cual vive en un túnel, incomunicado del resto de la humanidad. La película arranca precisamente con la visualización de esta idea: un fragmento de cine impresionista influido por Spellbound (Recuerda, Alfred Hitchcock, 1945) y por Jean Epstein: señales de la formación cineclubística de Klimovsky. Entonces, en un intento de esclarecer los hechos, dos psiquiatras conversan sobre el caso y leen, alternativamente, las declaraciones de Castell (Carlos Thompson) y el diario íntimo de María (Laura Hidalgo). Por lo demás, la anécdota se sigue con bastante fidelidad. Klimovsky saca la cámara a las calles para reforzar la idea de que la búsqueda de Castell constituye una empresa quimérica en el hervidero de la ciudad de Buenos Aires y utiliza el mar y la playa como decorados simbólicos, de carácter casi metafísico. Otras localizaciones, como el Luna-Park o el circo sirven para colorear el contraste entre la felicidad artificial y los celos, que son como una fiera capaz de desgarrar una relación de un zarpazo. Lo que queda son unas interpretaciones cuajadas de excesos por parte de la pareja protagonista y la solvencia de Klimovsky en los pasajes en los que se puede desenvolver con autonomía: las escenas de puro suspense y las alucinaciones de Castell.

En La Parda Flora (1952) el personaje titular (Amelia Bence) es una leyenda de vicio y pecado en el ambiente canalla porteño de principios del siglo. La conocemos actuando en un cafetín de tango y alterne, en cuyo piso superior hay también juego. José María Menéndez (Carlos Cores), el hijo de don Fortunato Menéndez (Bernardo Perrone), cree que la fortuna de su padre le abrirá la puerta de la timba, pero la parda Flora se muestra muy cauta con la gente a la que no conoce. Para cuidar del joven, el padre envía al Mocho Laguna (Jacinto Herrera), un tipo peligroso con el cuchillo empeñado en poseer a la mujer, como la han poseído tantos. El chico hace trampas en el juego y todos terminan en comisaría, donde la mujer se libra del cierre local gracias a que tiene un misterioso protector en el mundo de la política. No tardaremos en descubrir que el avalista y propietario de estas casas de mala nota no es otro que don Fortunato. Una vez al mes, Flora va a visitar a sus hijas a las que tiene internas en un colegio de monjas. Pero en esta ocasión las niñas quieren ir con una compañera y con su madre a un salón del centro donde se proyectan películas. Flora no tiene más remedio que ceder y allí se encuentra de nuevo con José María, que está en un tris de ponerla en un aprieto, pero que termina pegándose por ella cuando un cliente la crítica. Su amor les lleva a alejarse de Buenos Aires e intentar emprender una nueva vida, pero hasta allí les alcanza el rencor de don Fortunato, como en La dama de las camelias. Los giros argumentales se suceden: José María cae una y otra vez en el juego y uno de los modestos conventillos de los que es propietario Menéndez, pero Flora se hace cargo, se derrumba. El pueblo quiere lincharla. Un diputado de la oposición le ofrece el dinero que necesita para que sus hijas se independicen a cambio de las pruebas que incriminan a su rival. El asesinato del diputado significa la caída política de don Fortunato. La misma noche en que el pueblo celebra las primeras elecciones sin amañar se producirá el desenlace redentor.

Con un guión sobretramado del actor Nathán Pinzón, repleto de frases lapidarias, como entresacadas de un tango, la cinta gana enteros en los momentos en los que puede excusar este recurso y se arroja sin rebozo en brazos del melodrama de la maternidad negada. La proyección de un primitivo drama sirve para dar rienda suelta a la pasión cinéfila de Klimovsky, pero también para reforzar las claves de interpretación de la propia película como melodrama tanguero.

Tres citas con el destino (1953) es una película internacional de sketches a tres bandas en la que el productor español mantiene un tira y afloja con la administración al declarar sin ningún rubor un abultadísimo presupuesto de tres millones largos por el segmento de 32 minutos rodado en España. La dirección de Florián Rey y el protagonismo de Antonio Vilar, Amparo Rivelles y Lolita Sevilla no daban para tanto.

El argumento del episodio español con el que abre la cinta, se centra en Antonio, maquinista en un barco que fondea en Cádiz. Acude al Café Zapico mientras su compañero se queda en el camarote leyendo una novela policiaca –“La muerte fabrica dólares”–. Allí Antonio se encuentra con una bailarina, Chelo, que le confiesa que acaba de matar a uno de sus pretendientes, don Pedro. Antonio la acompaña al lugar del crimen, pero el cadáver ha desaparecido. La sortija que ha servido de "macguffin" a este primer episodio viaja luego a una joyería de México, donde Jorge Mistral desea hacerse con ella. En tanto llega el dinero para pagarla, el joyero le cuenta la historia de lo ocurrido en Argentina, donde el matrimonio mal avenido formado por Narciso Ibáñez Menta y Olga Zubarry planean eliminarse mutuamente. Ella está decidida a envenenarlo y él propone a un preso que se le parece extraordinariamente que le sustituya. Éste fue el autor de un crimen cuyo botín es la sortija, así que el intercambio de destinos no le va a salir gratis. Se trata de un argumento de una complicación un tanto convencional al servicio del histrionismo de Ibáñez Menta, redimido en cierta medida por la preocupación formal de Klimovsky, que recurre a los claroscuros y no renuncia a los brochazos expresionistas. De vuelta en México, donde el supuesto comprador de la sortija resulta ser un ladrón de guante blanco, asistimos al trágico fin de la historia antes de que la sortija desaparezca por una alcantarilla. Es evidente que este episodio mexicano debía servir de marco a los otros dos y abrir y cerrar la cinta. La reordenación de última hora resalta aún más la inanidad del segmento protagonizado por Jorge Mistral y expulsa del cuerpo central al de Antonio Vilar y Amparo Rivelles, acentuando su carácter extrínseco. De rebote, queda reforzada la autonomía del episodio que Narciso Ibáñez Menta protagoniza por partida doble.

De nuevo en la disciplina de Argentina Sono Film, Klimovsky adapta la célebre novela de Alejandro Dumas El conde de Montecristo (1954). Si la segunda parte abraza sin ambages el folletín literario, la primera se incardina en el esquema del cine de aventuras. Klimovsky recurre a la imaginería estadounidense del género, pero también a las adaptaciones literarias europeas llevadas a cabo sobre todo en Francia e Italia, para conseguir un acabado solvente con un acabado industrial más que encomiable. Jorge Mistral tiene la gallardía precisa para afrontar el papel y Santiago Gómez Cou dibuja un villano según la plantilla de Basil Rathbone. Los papeles femeninos, en cambio, están servidos con muchísima menos convicción. Señalemos como curiosidad la presencia en el elenco de Margot Cottens, que desarrollaría la mayor parte de su carrera en España, en el papel de Valentina.

No debió funcionar mal porque, ya con un pie en España, Klimovsky reincide en el género en Argentina con esta adaptación de la novela de Paul Feval hijo sobre las aventuras del hijo del caballero de Lagardère. El juramento de Lagardere (1955) relata cómo el duque de Gonzaga (Andrés Mejuto) ambiciona la fortuna de su primo el duque de Nevers, al que heredará si es que antes no tiene un hijo. Éste está casado en secreto con María de Caillou (Elsa Daniel). Pero ahora, el rey y su padre le ordenan que se case con Gonzaga. Enrique de Lagardere (Carlos Cores), el mejor espadachín de Francia y un tenorio irredimible cruza una apuesta inconveniente en una posada sobre la seducción de la dama y Nevers se cita con él en el foso del castillo para un duelo a la misma hora en que Gonzaga planea asesinarlo. Y así, de rivales, pasan a ser aliados en un combate desigual en el que Nevers es apuñalado a traición. Lagardere jura vengarle y proteger a su hija. El rey pone precio a su cabeza y Gonzaga ve expedito el camino hacia el ducado de Nevers, pero el rey establece un plazo de quince años para que la niña pueda recuperar su herencia. El segundo acto arranca con el caballero de Lagardere establecido en Pamplona como maestro de armas. Los quince años pasan en un soplo entre ejercicios de esgrima. Aurora de Nevers (Golde Flami), no sólo se ha convertido en una bella joven, sino que está enamorada de Lagardere. Vuelven a París en secreto y un misterioso jorobado se ofrece a Gonzaga para falsificar una partida de nacimiento para uno de sus planes maléficos. Los secuestros y las falsas identidades se multiplican. Mucho más que los duelos a espada y las cabalgadas, severamente racionados en este folletín en el que el juego de las apariencias y lo que esconden siempre le lleva ventaja a la pura aventura.

Tras culminar este díptico, Klimovsky se instala definitivamente en España, donde su carrera arranca con una producción pintoresca –como poco-, la adaptación de un poema de Ramón de Campoamor, que en algunas filmografías figura como una coproducción hispano-argentina, aunque el registro oficial español la acredita como producción exclusiva de la productora nacional Unión Films, en la que Laura Hidalgo –actriz afincada en Argentina y recién separada de Narciso Ibañez Menta- repite su papel de hermosa esfinge, émula de María Félix.

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