domingo, 2 de diciembre de 2018

la estafa de la vida: julio coll (2)


La primera película como director de Coll, Nunca es demasiado tarde (1956), le llega de rebote. Debería de haber supuesto el debut de Alfonso Balcázar, pero éste se echó finalmente atrás y el guionista decidió aprovechar la oportunidad, a pesar de que no estaba del todo conforme con el material. Sin embargo, el resultado muestra ya algunas características de su cine: cierta tendencia al formalismo, esmero compositivo y diálogos eminentemente teatrales, un tanto rígidos para el medio cinematográfico. También la presencia en un papel secundario de un primerizo Arturo Fernández, que terminará por convertirse en protagonista de varias películas de Coll, con papeles destacadísimos en Un vaso de whisky (1959), Los cuervos (1961) y Jandro (1965). Otro colaborador de peso en esta primera etapa es el gerundense Xavier Montsalvatge, compañero de Coll en Destino y músico de formación clásica.

El saldo crítico tiene su principal “haber” en el terreno de lo futurible. Así lo destacan sus compañeros de Destino y lo resume el recensionista de ABC después de darle un buen varapalo por lo convencional del argumento y las arritmias del relato:
No es precisamente talento lo que a Julio Coll le falta, y ya lo ha demostrado como escritor de artículos y de guiones. Quizá a ha tenido que luchar con una pobreza de medios que se evidencia en su empresa, y con un instrumento que esperamos domine, con la práctica, en futuras realizaciones. [Donald, en ABC, 25 de enero de 1956. pág. 47.]
No obstante, según atestigua Ramón Espelt, el mayor elogio proviene del diario francés Le Figaro, que nombra a Coll, tras Berlanga y Bardem, “el tercer hombre del cine español”. [Ramón Espelt: Ficció criminal a Barcelona (1950-1963). Barcelona, Laertes, 1998. pág. 187.]

Coll conocía de primera mano los entresijos del mundillo que retrata en La cárcel de cristal (1956). Lo hace con una confianza en los recursos cinematográficos que sólo queda empañada por cierta grandilocuencia en los diálogos, no siempre justificada por el ambiente en el que se desarrolla el drama. Verónica Larios (Josefina Güell) acaba de conseguir su primer gran éxito como primera actriz. Su marido, el primer actor y director Julio Togores (Adolfo Marsillach), intenta que, una vez conseguido este éxito, ella se retire y se dedique al hogar. Pero justo ahora les ofrecen un contrato con la televisión hispanoamericana y otro para interpretar Medea en el teatro griego de Montjuic. Sin embargo, al regresar el coche en el que viaja la pareja Julio sufre un accidente. En el hospital descubren que ella tiene un problema en el oído y que está abocada a quedarse sorda. Irene (Montserrat Julió), eterna segundona, ve entonces llegada la ocasión para sustituirla en la representación de Medea. Contará para ello con lo ayuda de otro fracasado, el alcohólico y lúcido Araújo (Carlos Mendy).

Para su primera producción con la marca Juro Films -las síilabas iniciales de su nombre y el de su mujer, Rosa-, Distrito Quinto (1957), Coll adapta libremente una obra teatral de José María Espinàs titulada Es perillós fer-se esperar, que, a su vez, adapta la novela de Manuel de Pedrolo Es vessa una sang fácil. El relato es un prototipo de literatura hard-boiled en catalán, por cuenta de un grupo de atracadores que intenta averiguar el paradero del jefe de la banda, que ha escapado con el botín y no se presenta en el punto de encuentro. En cambio, el drama escénico pivota en torno a la situación dramática expuesta en el título: más que actuar los personajes elucubran sobre lo que ha podido pasar y, a partir de esas fantasías, las sospechas se convierten en la certeza de una traición que ni siquiera ha tenido lugar. La espera ha sido el motor del drama. Aunque Coll crea un nuevo pasado para cada uno de los personajes, en lugar de “airearlo”, que es lo que tradicionalmente se hace con cuanta comedia y drama de ponen a tiro del adaptador, opta sabiamente por circunscribir la acción al piso, jugando con el ritmo obsesivo de los relojes hasta crear una pieza claustrofóbica y enfermiza. El exterior, las calles del Distrito Quinto del título, apenas se vislumbran desde una terraza donde uno de los personajes cría palomas: uno de esos rasgos simbólicos a los que tan aficionado es el director.

De “cine-puñetazo” califica a la película el crítico de Destino, quien también destaca la labor del equipo técnico:
Salvador Torres Garriga, a cuyo cargo ha corrido la iluminación; Milton Steffani, cuya cámara ha logrado la alta calidad de la fotografía, y principalmente, Xavier Montsalvatge, que ha llegado a poseer un sentido vivísimo de lo que ha de ser la música de un film, y que ha compuesto para Distrito Quinto una partitura de muchísimo carácter, que se adapta a la atmósfera crapulosa que rodea el relato como la espada a la vaina, y que, cual martillazos, oprime, atormenta, en los momentos de mayor tensión. [S. G.: “El sábado en la butaca – Astoria y Cristina: Distrito Quinto”, en Destino, núm. 1069, 1 de febrero de 1958. pág. 35.]
En Un vaso de whisky Coll cuenta con el mismo equipo que había colaborado con él en la cinta anterior para confeccionar no ya un policial, sino un ambicioso drama sobre las consecuencias de nuestros actos a partir de un envoltorio de noir. Las escenas en el hotel de la costa prefiguran el ciclo de dramas playeros que Este Films —una de las productoras de esta cinta— va a emprender con protagonismo de Arturo Fernández, aunque la realización se encomienda a Juan Bosch. La otra premonición es el alcoholismo del personaje interpretado por Yelena Samarina que discurre por el mismo camino que transitará Piper Laurie en The Hustler (El buscavidas, Robert Rossen, 1961).

En una entrevista concedida a la revista Film Ideal, el propio Coll bosqueja los rasgos “autorales” de su filmografía:
La estafa de la vida, en el sentido que el hombre educado en un ambiente de nobleza, de valores positivos, se encuentra que la vida le estafa continuamente, que no le sirven para nada, en la lucha diaria, todas esas cosas que ha aprendido. […]
El segundo es que todo hombre, por muy hundido que esté, tiene cinco minutos de reflexión, de luz, de arrepentimiento. Esto creo haberlo reflejado en el protagonista de Distrito Quinto.
Y el tercero es la libertad de ideas. A un hombre no se le puede eliminar por lo que piensa. En esto, mi parecer es libre. Son los actos los que pueden ser encaminados por unas leyes, coartados, limitados. Las ideas están sobre eso. Creo que éste ha sido, según decía, mi propósito, conseguido o no, de Un vaso de whisky. [Julio Coll, en Film Ideal, núm. 37, noviembre de 1959.]

Ya como guionista Coll había demostrado su interés por mostrar la otra cara de una corrida en Tarde de toros (Ladislao Vajda, 1956). Un lustro después vuelve al planeta taurino, ahora como realizador. En El traje de oro (1960) se aplica a seguir meticulosamente los trayectos del coche hasta que llega a cada plaza, con una voluntad casi notarial de dejar constancia de la fisicidad de los viajes y el cansancio que provocan.

Don Pablo (Alberto Closas) apodera a dos matadores, amigos y rivales a un tiempo. Antonio Romero (Antonio Borrero "Chamaco") ha triunfado rápido, se ha enriquecido y empieza a tener miedo, pero no del toro, sino del público, que cada tarde le exige que se juegue la vida. Miguel Carranza "El Lagartero" (Rogelio Madrid) quiere una oportunidad a pesar de que se ha lesionado una muñeca en su última corrida, en la que ha obtenido un gran triunfo. Carmen (Marisa de Leza) está enamorada de Antonio y por ello desatiende el cortejo de Miguel, que es quien de verdad la quiere. En cambio, Antonio aprovecha el asedio de una millonaria (Marisa Prado) para renunciar a la corrida que debe torear en su ciudad. Miguel aprovecha la oportunidad al vuelo. Si el destino le había preparado una encerrona a Antonio esta tarde, Miguel ocupará su puesto. Antonio quema entonces todos los puentes a fin de recuperar su dignidad. Tópico como puedan resultar el argumento y algunas de las situaciones, Coll se aplica a resolverlas con su habitual rigor caligráfico. En plena posesión de su oficio, juega con los planos subjetivos, con las distancias entre los personajes en el cuadro, con los reencuadres, con los contrastes violentos de los colores primarios... Sólo hay dos faenas en la película e incompletas, fragmentadas por el montaje paralelo o elididas mediante medidas elipsis. Una vez más la voluntad del narrador se impone sobre lo que se supone que el público espera de una película protagonizada por una estrella emergente del mundo taurino, como lo era entonces "Chamaco".

Por entonces, Coll se defiende de las acusaciones de formalista e, incluso, manierista:

Soy un hombre impulsivo, lanzado, español en una palabra, con todo lo que esto entraña de improvisador, desordenado, descuidado... Y esto me horroriza, me repele. Creo que una gran cantidad de los males que nos han azotado a los españoles de todos los tiempos se debe, precisamente, a gran parte de estos defectos de temperamento. Defectos, o más bien excesos, de los que intento huir con toda mi inteligencia, poniendo toda la meticulosidad, cuidado, orden... Para ello, como les decía, cuido sobre manera lo forma, como cuido el guión, la interpretación y el mero trabajo manual de los estudios. Pienso que ésta es la única forma posible de que a los españoles nos salgan las cosas bien; tanto al fabricante de cerraduras de maletas —y señala la suya— como a los directores de cine. Todo mi cuidado al hacer los encuadres, al cuidar la foto-rafía, o cada una de las partes y trabajos que entraña una película, todo el freno intelectual que yo pongo, forzosamente tiene que traducirse en el cuidado de la obra terminada. [Julio Coll, en Film Ideal, núm. 37, noviembre de 1959.]

La feria, protagonista absoluta en Fuego / Pyro… The Thing Without A Face (1963), supone aquí la única ocasión de mostrar el amor ilusorio de Carmen por Antonio. Un recorrido exhaustivo nos conduce por las casetas de tiro y la rueda de la fortuna, tiovivos y norias, autos de choque y trenes de la bruja... O sea, la excitación del griterío, la música machacona y los besos robados, una moratoria de vida ante la angustia de la muerte que espera en la corrida de la tarde. Precisamente, éste es uno de los puntos que le parecen un demérito al crítico de Destino:

Coll no ha conseguido aún libertarse de algunos de sus “tiques”: la ostentación de un oficio solidísimo a través del virtuosismo deslumbrante con que han sido montadas las escenas de la feria, demasiado insistentes —Soledad [Lonesome, 1928], de Paul Fejos, ya peina canas—, cierto exceso también de frases sentenciosas por las que Coll tiene una enfadosa predilección. Pero, salvo por estos leves lunares que en nada alteran la gran calidad de film, al asistir a la proyección de El traje de oro, uno siente vehementes deseos de ignorar a todo el mundo, al realizador, al fotógrafo, a los protagonistas. Es que la expresión alcanza aquí el punto de perfección que ensombrece el oficio y a la composición. El traje de oro es una confesión en voz baja y ronca, que uno escucha con una especie de incomodidad secretamente arrobada. [S. G., en Destino, núm. 1167, 19 de diciembre de 1959. pág. 107.]

Al terminar el rodaje de El traje de oro, Coll tiene un compromiso para realizar otra película más para Este Films, Asesinato de un títere, y planea viajar a Israel para dirigir una producción internacional en Israel titulada The Battle of Sinai. [Destino, núm. 1160, 31 de diciembre de 1959] De ninguna de las dos se vuelve a saber nada. Juan Bosch tomará el relevo en las producciones de Este Films y Coll optará finalmente por un nuevo proyecto en el seno de Juro Films.

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