domingo, 9 de diciembre de 2018

la estafa de la vida: julio coll (3)

En Los cuervos (1961), segunda producción de Juro Films, Coll sortea el género policial para adentrarse en un melodrama con derivaciones sociales, en el que la puesta en escena reclama parte del protagonismo. La organización de las figuras en el plano, la escala y ángulo desde el que están filmadas presentan el subtexto del relato. No contento con ello, Coll planifica numerosas secuencias utilizando puntos de vista subjetivos que propician la utilización de marcos dentro del encuadre. De todos modos, no parece necesitar de tal recurso para reencuadrar la imagen y, ya sea por la utilización de aluminio y cristal en la arquitectura industrial, bien sea por mero juego, los reencuadres se multiplican "ad infinitum", acaso para subrayar el encarcelamiento de los personajes, prisioneros de sus ambiciones.

Don Carlos (Jorge Rigaud) decide someterse a un trasplante de corazón, que deberá donar en vida un trabajador sano y fuerte de una de sus empresas. Se encarga de coordinar tan macabro plan su secretario, César (Arturo Fernández), en tanto que los miembros del consejo de administración se dedican a especular en bolsa para repartirse el botín ante el previsible desenlace. No obstante, don Carlos no está dispuesto a retirarse sin dar la batalla. Por el camino, don Carlos y César se enzarzan en un debate ideológico entre el capitalismo despiadado y el llamado capitalismo "de rostro humano" en el que los tecnócratas del recién aprobado Plan de Estabilización ofrecen como recambio europeísta a la eterna "revolución pendiente" del nacional-sindicalismo. Que las técnicas sean finalmente las mismas forma parte de la parábola sobre el fin y los medios que constituye a la postre la película. La aparición de un médico nazi (Paco Morán), especialista en este tipo de intervenciones, propicia inesperadas conexiones con el mundo más enloquecido de las novelas de a duro en las que se había fogueado el autor del argumento, el historiador Juan Alarcón Benito, que firmó con los nombres de Alar Benet y John Lakewood un buen puñado de novelitas para las editoriales Rollán y Bruguera la ficción popular en la que desarrollará la carrera del debutante argumentista —tiene veintitantos años— Gabriel Moreno-Burgos.

Coll aseguraba que la mala situación en la que quedaba el poder financiero supuso el veto a que rodara en la Bolsa. También, que el final original —los miembros del consejo de administración picoteando como cuervos en torno al cadáver de don Carlos— fue terminantemente prohibido por la censura, lo que acaso haya favorecido con el paso de los años a la película, cuya ambigüedad invita a la interpretación en clave. Por otra parte, en alguna ocasión anterior había reivindicado su condición de creador de películas de personajes, aunque esto provocara cierta distanciación por parte del público:

No hago films argumentales. [...] Si tuviera que cerrar la curva argumental, harta un final argumental. Pero una vez explicado el personaje, lo demás me parece secundario. Que al final se bese o no con su supuesta novia, me tiene sin cuidado. Yo he cerrado ya la síntesis del tipo y termino cuando esa síntesis está lista. Lo lamento por todos aquellos que esperan el final feliz. La vida no tiene ningún cartelito con la palabra fin, salvo en caso de muerte. [M.: "El último film de Julio Coll", en Destino, núm. 1160, 31 de octubre de 1959.]

La cuarta ventana (1962) es un divertimento policial que se presenta como la película de las tres hermanas Penella, esto es: Elisa Montés, Terele Pávez y Emma Penella. Dora, Luisa y Linda, respectivamente, son tres chicas de alterne en el Club La Pachanga y por un quíteme allá usted un tarro de crema lleno de cocaína son detenidas por la policía que las sigue discretamente. Cuando llegan a casa, las pilinguis se encuentran a una pobre muchacha (Gloria Osuna) que ha intentado suicidarse al verse abandonada por un saxofonista (Leo Anchóriz). Las peripecias de las chicas en busca del canalla cubren todo el metraje, cuyo principal aliciente es la complicidad entre las actrices. En su primera y única comedia, escrita una vez más junto a su colaborador habitual José Germán Huici, Coll se muestra poco apto para el género. La misma escena de acción con la que arranca la película —una trifulca en La Pachanga— adolece de una arritmia casi conmovedora.

La cinta debería haberse titulado 365 días de amor, pero según el propio Coll a los censores les pareció demasiado amor y le aconsejaron cambiar el título por el definitivo, que alude a la mala costumbre que tienen las chicas de espiar a los vecinos de la casa de enfrente con unos prismáticos. En realidad, se trata de una escopofilia de carácter lírico porque las tres vigilan a tres familias —unos ancianitos, unos recién casados y una viuda con familia numerosa— que reflejan sus aspiraciones en la vida. Sin embargo, cuando el comisario (el duro Luis Induni en uno de esos policías paternales que Coll suele encomendar a Jorge Rigaud) llega a la casa observa que en la cuarta ventana hay un tipo con un comportamiento harto sospechoso. Como las chicas han dejado fuera de juego a David (Ángel del Pozo), un estudiante de Medicina que ha venido a ayudarlas con la suicida, las sospechas se suman a las sospechas y los misterios a los misterios, manteniendo el relato en un punto de indecisión que termina defraudando las expectativas del espectador. No obstante, la resolución de uno de los enigmas a través de los prismáticos y la larga secuencia de las chicas en busca de una pitonisa, que se resuelve a base de una serie de viñetas surreales en las que el edificio adquiere la condición del tebeístico 13 Rue del Percebe, proporcionan atractivos puntuales a La cuarta ventana.

En Ensayo general para la muerte (1962) Jean (Carlos Estrada) es un dramaturgo en crisis interesado, al parecer de un modo teórico, en el crimen perfecto. Arlette (Susana Campos), su mujer y primera actriz de la compañía, le engaña con otro hombre. Ella desaparece y el comisario Dupont (Roberto Camardiel) encuentra un vaso con restos de cianuro y una fosa con cal viva en el jardín. Sin embargo, no hay cadáver ni móvil, los dos hilos de los que siempre tira para resolver una investigación. ¿Es posible que Jean haya ideado el crimen perfecto?

La filiación hitchcokiana sirve al crítico de La Vanguardia Española para elogiar la obra de Coll sin tasa ni medida:

En este caso, realizador y argumentista han llegado a un perfecto entendimiento, del que se ha beneficiado grandemente el film. Su “suspense” es uno de los más sostenidos y apasionantes que ha producido el cine español en mucho tiempo. Probablemente nunca.
Nos complace señalar este meritorio acierto de Julio Coll, que es un director hábil, por quien no pasan en balde las enseñanzas del tiempo. En el espacio de unas horas hemos visto —o “visionado”— un par de films suyos. En ambos se advierte la garra de un realizador que se moderniza y perfecciona a grandes pasos. [A. Martínez Tomás, en La Vanguardia Española, 27 de marzo de 1963. pág. 32.]
A partir de un alambicado —e ingenuo, al menos para los estándares actuales— guión de Pedro Mario Herrero, Julio Coll decide ejecutar un trabajo caligráfico en el que su única preocupación son las luces y las penumbras coreografiadas por Pepín Aguayo, los encuadres en profundidad, la disposición de los personajes en el encuadre, los planos de detalle, los expresivos movimientos de cámara. Sin personajes a los que hincarles el diente, los actores van a la deriva, poniendo cara de circunstancias y resolviendo con profesionalidad —salvo Carlos Ballesteros, aún demasiado verde— sus inexistentes papeles. A pesar de todo ello, o precisamente por eso, el Círculo de Escritores Cinematográficos y el Sindicato Nacional del Espectáculo otorgan a la película un puñado de galardones.

Coll viaja entonces a Chile con la delegación encargada de inaugurar oficialmente una sala de cine bautizada con el nombre de España y dedicada a la proyección exclusiva de cine nacional:
Íbamos a abrir mercado para nuestras producciones, en un país en donde se proyectaban filmes de todo el mundo, sin censura, sin un solo corte. Nuestra tarea, pues, no era fácil Les íbamos a ofrecer todo lo contrario, un cine chico, censurable precisamente por censurado. [Julio Coll: “Chile”, en La Vanguardia, 25 de febrero de 1988. pág. 6.]
¿Intriga policiaca o divulgación de la parapsicología? Coll intenta conciliar ambos registros en Los muertos no perdonan (1963) mediante la historia de Javier Alcaraz (Javier Escrivá), estudiante de Medicina y alumno aventajado del profesor León (Alberto Dalbés), responsable de un seminario sobre esta nueva disciplina. Cuando Javier presiente la muerte de su padre en una inaccesible cordillera andina, el profesor recurre a la ayuda de su amigo, el inspector Solandes (Antonio Molino Rojo). Las escenas de los tres en el interior de un apócrifo Instituto de Investigaciones Parapsicológicas se alternan así con la aventura de otros tres exiliados españoles en busca de un yacimiento de uranio en Perú: Luis Alcaraz (Antonio Casas), Pablo Láinez (Luis Prendes) y Gálvez (Paco Morán) cuando el primero de ellos se despeña y muere. Así concluye el primer acto. En el segundo la acción se traslada a un castillo en España donde Láinez —nuevo rey del uranio— y su recién estrenada esposa (May Heatherly) se trasladan en compañía de Gálvez. Mientras tanto, Javier se ha instalado en el pueblo como médico, dispuesto a esclarecer lo que presiente asesinato de su padre por parte de Láinez. Ha obtenido un permiso para estudiar en el castillo viejos legajos relativos a una antigua leyenda local. La historia no puede ser más oportuna: un asesino se vio obligado a transportar el cadáver en descomposición de su víctima atado a la espalda, lo que le ocasionó la muerte: “los muertos no perdonan”. A ilustrar esta máxima están dedicados los cinco o seis giros inesperados más que acumula una trama cuyo principal sentido parece ser crear momentos dramáticos fuertes, independientemente de la hilazón argumental o de la lógica de los personajes.

La partitura de José Solá, alterna en esta ocasión piezas que subrayan el ambiente de misterio de las escenas de transmisión del pensamiento, con temas querenciosos de los ritmos del momento, como la bossa nova, reservando los habituales motivos jazzísticos para las escenas de acción.

Con Los muertos no perdonan Coll da fin a su trayectoria como productor independiente. A partir de este momento sus películas estarán producidas por otras compañías y, para empezar, nada mejor que el pintoresco empresario estadounidense afincado en España durante la década de los sesenta, Sidney W. Pink, para el que rueda Fuego / Pyro… The Thing Without A Face (1963).

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