domingo, 6 de junio de 2021

salvia también dirige

Además de ser uno de los guionistas más prolíficos del cine español en las décadas de los cincuenta y los sesenta, Rafael J. Salvia fue también uno de los más populares cultores de la comedia costumbrista, gracias sobre todo al éxito rotundo del sainete ternurista Manolo guardia urbano (1956) y de la modélica comedia rosa Las chicas de la Cruz Roja (1958). No es éste, sin embargo, el género al que se adscriben las tres primeras cintas que dirige: Concierto mágico (1952), El pórtico de la gloria (1953) y Vuelo 971 (1953).

La primera curiosidad de los periodistas que lo entrevistaban era enterarse de qué demonios significaba la J. "Errejota" Salvia solía explicar que esa segunda inicial le diferenciaba, cuando empezó a escribir, de su homónimo tío, catedrático de Física con algunos tratados en su haber sobre esta especialidad. Crítico de cine en Unidad, de San Sebastián, y de música en La Prensa, de Barcelona, a principios de la década de los cincuenta obtiene cierta resonancia en el campo amateur con el cortometraje Compraventa de ideas, codirigido con Felipe Sagués [Domingo Fernández Barreira: “Directores del cine español otra vez. Turno de hoy: Rafael J. Salvia, en Primer Plano, núm. 636, 21 de diciembre de 1952. ]. Sus primeros guiones llevados a la pantalla se encuadran en la producción de Pecsa Films, una productora de la que ya hemos hablado por cuenta de las filmografías de Ricardo Gascón y Miguel Iglesias.

La vocación transatlántica de Cesáreo González es indiscutible, la galaica viene de serie y la vista para coger las oportunidades al vuelo es consustancial a su condición de productor. Estas tres aptitudes del empresario pontevedrés se dan cita en El pórtico de la gloria, que constituye la segunda incursión de Salvia en la dirección y nuestro punto de acceso a su filmografía, toda vez que Concierto mágico resulta por ahora inaccesible. El protagonista de El pórtico de la gloria es fray José de Guadalupe Mojica, que había sido gran estrella del cine musical hispano de la Fox en el primer lustro de la década de los treinta y que, a la muerte de su madre, renuncia a la pompa mundana y profesa como franciscano. La cinta le proporciona la ocasión de volver a cantar, de ejercer como actor y de catequizar al resto de los personajes por cuenta del año santo compostelano. Hacen el viaje con él desde Ciudad de México a España los muchachos del Orfeón Infantil Mexicano, algunos de los cuales protagonizan las tramas secundarias con una participación destacada en el argumento. Entre los compositores de las canciones nos tropezamos con el nombre de Agustín Lara, vinculado a España, aunque sólo sea por el chotis dedicado a Madrid. También figura en el reparto Otto Sirgo, galán cubano que había viajado a "la madre patria" con el encargo de establecer vínculos entre las cinematografías de ambos países sometidos a dictaduras militares. La catedral compostelana es parte esencial del argumento desde su mismo título, aunque sólo el último tercio del metraje se desarrolle en Galicia, en tanto que el bloque central constituye una suerte de travelogue por las ciudades de España que son las paradas en la gira española del orfeón.

La perspicacia empresarial de Cesáreo González le lleva a aprovechar la celebración del Año Santo Compostelano —siempre que el día del santo cae en domingo— en 1954, para hacer una película de corte religioso en el mismo año en que el régimen firma el Concordato con la Santa Sede, que viene a sancionar la identidad nacional-católica del Nuevo Estado. El argumento proporciona numerosas oportunidades, convertidas en guiños tanto hacia el interior como hacia el exterior, sobre todo durante la secuencia de montaje en la que el orfeón canta una canción cuyo estribillo proclama sin el más mínimo pudor: "España nueva, nación en marcha, madre fecunda de nuevas razas. Mis labios besan tu tierra santa, y grito alegre... ¡Que viva España!". Lo que importa es que la tonada ilustra un montaje de atracciones en las que el Madrid cosmopolita, el Talgo y los embalses, los toros y el fútbol, van de la mano de una parada militar que celebra la victoria del ejército sublevado en 1939. Y aunque el libreto pasa como de puntillas por la Guerra Civil, las separaciones que provocó son cardinales en la trama principal: la madre agnóstica perteneciente al bando vencido (Lina Rosales) que reencuentra a su hijo (Agustín Andrade Torre) perdido en el exilio mexicano. Para que nada quede al azar la anagnórisis aristotélica se produce al pie del altar del santo y al son del repique de las campanas de la catedral.

En Vuelo 971, Pedro Zubiri (José Nieto) es un hombre aquejado por una enfermedad incurable que ha decidido acabar con su propia vida. Pero, cuando está a punto de hacerlo, llegan sus compañeros de tripulación. El piloto titular del vuelo 971 de Madrid a La Habana ha sufrido una indisposición y él debe sustituirlo. El destino acaba de jugar sus cartas. Entre los pasajeros: una pareja a punto de divorciarse (Maruchi Fresno y Otto Sirgo), un incisivo periodista radiofónico y el director de la emisora (José Bódalo y Enrique Diosdado), una mexicana y un médico español (Beatriz Aguirre y Adolfo Marsillach), una bailarina que ha debido dejar su carrera por un embarazo no deseado y su secretaria (Doris Duranti y María Dolores Pradera), un importante hombre de negocios (Xan das Bolas)... Y, además, la tripulación, niños, una pareja de ancianos, un músico, la hija del presidente de una innominada república bananera... Todas estas vidas están en las manos del piloto que ha decidido acabar con la suya. Los conflictos se van desarrollando mediante escenas dialogadas entre dos o más personajes. Surgen algunos nuevos: el médico atiende a al embarazo de la bailarina, el propietario de la radio chantajea a la hija del presidente para no emitir un sensacional reportaje sobre corrupción protagonizado por su padre... Y entonces, una tormenta produce una grieta en un ala. Así se lo hace notar un pasajero misterioso (Vicente Parra) a los tripulantes. Enfrentados a la muerte, todos volverán la vista hacia Dios y decidirán reconciliarse, obrar rectamente, resignarse... Así, éste precedente del cine de catástrofes se convierte en un catálogo de lacras morales de la sociedad contemporánea de la que todos los personajes resultan ejemplarmente redimidos gracias a un milagro. Si la resolución resulta edificante para los parámetros del cine religioso de la época, desde el punto de vista dramático no puede resultar más insatisfactoria.

¡Aquí hay petróleo! (1955) forma parte de un pequeño filón que la cinematografía española explotó a partir del éxito en Cannes de Bienvenido, míster Marshall (Luis G. Berlanga, 1953). El argumento aprovecha la propaganda que le dio el Régimen a una exigua bolsa de petróleo que se localizó en La Lora (Burgos) y que sirvió a la fantasía de una España autosuficiente. La riqueza del subsuelo español no trae ya sólo la ayuda económica a cambio de bases militares, sino a inversores e ingenieros, como en la primera versión de Todo es posible en Granada (José Luis Sáenz de Heredia, 1954) o en ésta, poniendo de relieve las diferencias entre una tradición no exenta de cazurrería y picaresca y un progreso aquejado del peligroso virus del materialismo. Aunque tres años después de Míster Marshall los acuerdos de amistad hispano-norteamericanos permean también el argumento y el 4 de julio se celebra con un partido de béisbol a la sombra del castillo de Castilviejo. El pueblecito ha vivido hasta entonces en una siesta permanente, sobre todo en este verano de atroz sequía. Don Fausto (Félix Fernández), el hombre más rico del pueblo, redacta un escrito de protesta para las autoridades, pero el alcalde (Mariano Ozores padre) y el secretario municipal (José Luis Ozores) no se atreven a enviarlo porque eso es "meterse en política". Por si aún le quedaba algo de humor a don Fausto, Zoilo (Manolo Morán), un haragán sablista, agota el remanente. Pero todo cambia súbitamente cuando los expertos de una compañía petrolífera estadounidense empiezan a hacer sondeos en su huerta. Y traen nada menos que a una ingeniera química, miss Viriginia Caulfield (Rosita Palomar), y decenas de trabajadores con gorras de visera y camisas floreadas, que se instalan en el casino a mascar chicle. A pesar de la sustanciosa oferta que le hacen a Zoilo, don Fausto decide montar una sociedad anónima que entra en competencia con los americanos para ver quién encuentra antes el oro negro. Pero lo que encontrarán será otra cosa.

Todos los elementos del sainete tradicional se dan cita en Manolo guardia urbano: el ambiente popular, el protagonismo colectivo, la lección moral que se cuela de matute entre risas y alguna lagrimita, el final en el que todo vuelve a su ser... Y, además, profundamente madrileño. Porque Manolo (Manolo Morán) será guardia de tráfico junto a la fuente de la Cibeles y cuando va a buscar a su hijo perdido se internará en la colonia de El Viso, pero él vive en un barrio popular, el pretendiente (Tony Leblanc) de su hija adoptiva (Luz Márquez) trabaja en unas mantequerías y cuando a Manolo lo sancionan lo envían nada menos que a Vallecas. Sirve de hilo conductor al guión el nacimiento del primer vástago de Manolo y Dolores (Julia Caba Alba) después de veinte años de matrimonio sin descendencia. La pérdida del niño, objeto de un cambio involuntario durante el bautizo, y la búsqueda de la criatura lleva a Manolo, al novio de su hija y al limpiabotas del quiosco de Cibeles (Ángel de Andrés) a conocer distintos ambientes. Algún apunte especilamente negro por cuenta de un violinista alcohólico (Antonio Riquelme), queda compensado con creces por el ternurismo de unas situaciones y la comicidad de otras. La bonhomía de casi todos los personajes favorece una solidaridad interclasista, tutelada en todo momento por la iglesia —una de las productoras es Ariel, ligada al Opus Dei— a pesar de que el bueno de don Andrés (José Isbert) tenga tanta fe en la religión que predica como en las quinielas. La estructura circular del relato se corresponde así con el inmovilismo que, a la chita callando, postula la cinta. El rodaje en exteriores naturales resulta hoy uno de sus principales alicientes.

Para su siguiente película, Pasaje a Venezuela (1956), Salvia se traslada Barcelona y se pone a las órdenes de Iquino. Andrés (José Luis Ozores) tiene un modesto empleo en un banco, que no le da para mantener la casa en la que vive con su padre y su hermana. Su ilusión es marchar a Venezuela, donde está convencido de que atan los perros con longaniza. Pero en el autobús en el que va a trabajar conoce a Carmen (Simone Bach), con la que podría entablar una relación si se quedara en España. Los otros inconvenientes que se le presentan tienen que ver con la incertidumbre de qué hacer si allí le fuera mal, con el precio del pasaje... Esto último podría solucionarse rápidamente gracias a don Tomás (Saza), un asentador del puerto, que le explica cómo ganar esa cantidad comprando unas cajas de pescado. Este trabajo de madrugada le obliga a renunciar a su puesto en el banco. Las cosas parecen marchar bien, pero varios incidentes —alguno cómico, melodramáticos la mayoría— le obligarán a tomar decisiones drásticas. Acaso sea la fotografía al amanecer en el puerto de Barcelona el punto más destacable de Pasaje a Venezuela. Ricardo Albiñana busca el modo de componer equilibradamente el encuadre en pantalla ancha —marca Ifiscope—, pero la consiguiente dilatación de la duración de los planos y un tempo que ni viene dictado desde detrás de la cámara ni se pliega a las cualidades naturales de Peliche Ozores termina proporcionando un ritmo moroso a la cinta. Quizá esto y la indefinición genérica sean los dos principales inconvenientes de un tema al que Gil se enfrentaría con mayor fortuna en Camarote de lujo (Rafael Gil , 1959), cargando la suerte en los aspectos más afines a la tragedia grotesca.

En El puente de la paz (1957) las pequeñas localidades españolas de Morcuende —cultivo de remolacha— y Sanfelices —planta de refinado de azúcar—, separadas por el río Jaramillo, son nada menos que trasunto de un mundo en guerra, según aparece en las imágenes de archivo del conflicto en Suez que sirve de fondo a los títulos de crédito. Luego, una cartela anuncia que cualquier parecido entre la película y la situación "internacional" —no vaya a pensar algún espectador despistado o censor malpensado que la querella entre los dos pueblos alude a una guerra fratricida que parece que no hubiera tenido lugar— es totalmente intencionada... "pero sin mala idea". O sea, la perfecta aplicación de la fórmula Masó-Salvia: un radar para captar cuanto tema de actualidad pueda atraer la atención del público y buenos sentimientos a raudales amparados en un costumbrismo de corte sainetesco. Don Galo (Juan Calvo), el propietario de la fábrica de azúcar, decide hacer un puente entre los dos pueblos que explotará en exclusiva. Los terrenos ideales son los de Benito (Manolo Morán), un holgazán redomado que será el encargado de cobrar el peaje. Su hija Fátima (Elisa Montés), una muchacha criada en estado semisalvaje, está enamorada de Fernando (Ricardo Zamora, el hijo del portero de fútbol), el vástago de don Galo. Pero al mismo tiempo que Nasser decreta la nacionalización del Canal de Suez, después de los abusos de don Galo, Benito decide que el puente pasa por sus tierras y que, a partir de ese momento, sólo pasará por allí quien él diga. Juan, el cartero (José Luis Ozores), actúa como observador de lo que sucede en los dos pueblos y proporciona la moraleja final. En todo este enredo, lo que no se ve por ninguna parte es el talento humorístico de Miguel Mihura, que firma el guión con Salvia y Masó. Probablemente lo notorio de su intervención en Bienvenido, míster Marshall (Luis G. Berlanga, 1953) sirviera para legitimar la enésima alegoría de ruralismo costumbrista que el propio Salvia había practicado en ¡Aquí hay petróleo!

Epítome de la comedia desarrollista, Las chicas de la Cruz Roja muestra en flamante Eastmancolor la convivencia pacífica de los barrios populares y el hipódromo de la Zarzuela, del parque del Retiro con el Edificio España y el cruce de la calle Alcalá con la Gran Vía como crisol de madrileñismo. Durante el día de la cuestación pro-Cruz Roja cuatro chicas de distinta condición social van a encontrar el amor. La acaudalada Julia (Luz Márquez), a la que su novio ha abandonado, en el psiquiatra (Antonio Casal) que su madre ha contratado para que cure su neurosis, la estudiosa Isabel (Mabel Karr) con el popularísimo guardameta León (Ricardo Zamora), la pizpireta y castiza Paloma (Concha Velasco) con el fresco y celoso Pepe (Tony Leblanc) y la sofisticadísima Marion (Katia Loritz) con el maduro bolsista Ernesto (Arturo Fernández). La solidaridad femenina interclasista vencerá todos los obstáculos hasta el amor... previo paso por los Jerónimos.

José Isbert es el director del grupo folklórico del pueblo castellano de Serejuela, cuyos músicos no llegan a tiempo al certamen de música regional que va a tener lugar en la Feria del Campo de Madrid. Hay concurso de ordeño con Ángel Álvarez como secretario, Jesús Puente y López Vázquez son sendos presentadores de la incipiente televisión, y Tony Leblanc hace de tartaja. Con tan escuetos mimbres monta Salvia Días de feria (1959), un publirreportaje de hora y media en Eastmancolor sobre el gran evento bienal de la Organización Sindical.

A finales de los cincuenta, con España en plena expansión turística, las sinergias estaban a la orden del día. La Red de Emisoras del Movimiento —cuya emisora principal era La Voz de Madrid— sirvió de plataforma organizativa a la creación en Benidorm de un Festival de la Canción a imagen de semejanza del que durante toda la década anterior había publicitado la música ligera italiana en todo el mundo. El éxito de El telegrama, tema interpretado por la cantante chilena Monna Bell supuso la continuidad del Festival para cuya segunda edición, además de la promoción radiofónica y la participación de los locutores Antolín García, Chelo Romero e Isidoro Fernández, se organiza la realización de una película. Festival en Benidorm (1960) aprovecha una trama sentimental para ir hilvanando los temas que han resultado premiados en la segunda edición del concurso y bellas postales en Agfacolor de la localidad mediterránea. La primera mitad del metraje está dedicado a presentar el tremendo conflicto que provoca que tres chicas idénticas (Conchita Velasco triplicada), la timorata Lía, la dicharachera María y la bebedora Estefanía concurran con idéntica canción que dicen haber compuesto los aspirantes a ganar sus respectivos corazones: el orquestal don Félix (Ángel Picazo), el guitarrista moderno Luis Vidal (Manolo Gómez Bur) y Martín Martínez (Arturo López), director de un combo jazzístico que actúa en una sala de fiestas. Mientras tanto la cantante internacional Silvia Flavia (Carmen de Lirio) está indecisa sobre qué canción cantar, así que la solución es presentarse en un manicomio y consultar con un egregio y joven músico apellidado Quijano (Jesús Aristu). Quijano está allí recluido por su aversión a la música moderna y es el auténtico autor del tema, inspirado por aquella chica que se asomaba al patio de su buhardilla y que unos días se mostraba dulce y soñadora, otros inquieta y dinámica, y aún otros coqueta y alegre. Las actuaciones musicales de Elia Fleta, Los Cinco Latinos y Lolita Garrido se concentran en el último acto, en tanto que el apoteósico Comunicando queda encomendado a las trillizas, previo triple paso por el altar, claro.

Isidro el labrador (1963) forma parte del reverdecido ciclo hagiográfico de principios de la década de los sesenta, junto con Fray Escoba (Ramón Torrado, 1961), Teresa de Jesús (Juan de Orduña, 1963) o El señor de la Salle (Luis César Amadori, 1964). En algunas de ellas, como en ésta, figura Jaime G. Herranz como guionista. La primera secuencia narra de manera bastante torpe el nacimiento del santo madrileño. La segunda lo muestro con los rasgos de Javier Escrivá —que ya ha sido el padre Damián en Molokai, la isla maldita (Luis Lucia, 1959)— y obrando ya milagros como pocero. Esta es la pauta que rige el resto del metraje: prodigo va, prodigio viene, entre Magerit y Torrelaguna, se desenvuelve la biografía milagrera del patrono de la capital, acompañado desde mediado el metraje por la María de la Cabeza encarnada por otra María, Mahor. Ésta realiza también sus propios milagros y al del pozo, uno de los más conocidos, le dedica Salvia una escena construida sobre el suspense de lo que el espectador sabe que va a ocurrir y la partitura de Salvador Ruiz de Luna subraya con tono afnosamente dramático. Tampoco parece que la fotografía en blanco y negro sea lo que más conviene a los decorados del veterano Sigfrido Burmann y los estilizados figurines de Peris.

También del año 1963 es Una tal Dulcinea, adaptación de la comedia homónima de Alfonso Paso. Como todas las que el comediógrafo estrenó aquel año pasó largamente de las cien representaciones. El público burgués del teatro de entonces debió reconocerse en la crisis de este matrimonio cuyo amor se va diluyendo entre compromisos sociales y especulación inmobiliaria. Sin embargo, la última adquisición del marido —profesor de historia y gerente de una multinacional petrolífera— es un castillo del siglo XVI en la Mancha. Y allí, durante una noche de tormenta, por la mera sugestión del entorno, él y un amigo, antiguo novio de su mujer, se trasladan a la época cervantina y se reencuentran con el ideal femenino al que ambos aman, “una tal Dulcinea”. El contraste entre modernidad y pasado proporciona situaciones cómicas y diálogos ad hoc que proporcionan continuidad al cóctel genérico en el que se entremezclan la comedia de costumbres, el pastiche cervantino, la intriga policiaca y la comedia con fantasmas. Las dos parejas protagonistas, al modo del teatro clásico, están interpretadas por la actriz argentina Susana Campos, el actor mexicano César del Campo y los comediantes españoles Juanjo Menéndez y Lina Morgan.

La penúltima estación de nuestro recorrido por el cine dirigido por Salvia es La cesta (1963). Don Carmelo (Antonio Garisa), el usurero de un pequeño pueblo, y Pascual (José Sepúlveda), el herrero, son enemigos acérrimos. Todo se remonta a viejas rencillas familiares por motivos políticos, pero como recién cumplidos los "25 Años de Paz" no parecía apropiado remitirse a las elecciones de 1931 y 1936, las referencias aluden a unos ya muy lejano "comicios del 98". No importa: el espectador sabía perfectamente de qué se estaba hablando. Buena parte de las fuerzas vivas del pueblo, encabezadas por don Carlos (Rafael Durán), forman parte de la cofradía de los Clavarios. A estos se les ocurre financiar las fiestas de San Roque del año siguiente rifando una cesta de Navidad en la que, a fin de que siva de acicate para la compra de boletos, incluyen un número completo del sorteo extraordinario de lotería. El billete resulta premiado con "el gordo" —treinta y siete millones de pesetas, nada menos— pero hasta el día de Reyes no se sabe quién será el afortunado ganador. Don Carmelo tiene dos semanas para hacerse con todos los boletos. Embauca a la ingenua Lolín (Lina Morgan), perdona sus deudas al Mellao (Antonio Vico), al que había amenazado con el desahucio, y hasta hace las paces con Pascual. El único que se le resiste Crescencio (Paco Camoiras), el tonto del pueblo, lo que mantiene el suspense en vilo hasta el día del sorteo. La redención le llegará a don Carmelo gracias al amor de Teresa (Ana Esmeralda), cuyo padre le había negado su mano cuando apenas era una adolescente. Su amor provoca la conversión milagrosa del usurero, proporcionándole a la fábula navideña un final feliz en el que ninguno de los conflictos en juego encuentra en realidad resolución. Salvo el del tonto Crescencio, claro.

Proceso a una estrella (1966) es una película dirigida y escrita en solitario por Salvia. Y sin embargo, no puede estar más alejada del cine de autor. Es la primera cinta protagonizada íntegramente por la chipionera Rocío Jurado tras su debut junto a Manolo Escobar en Los guerrilleros (Pedro L. Ramírez, 1962) y una aparición estelar en En Andalucía nació el amor (Enrique López Eguiluz, 1966). Agotado en la década anterior el filón del cine con folklórica —con argumento transatlántico o no—, Salvia tira del modelo patentado por los artífices de las producciones de la Sara Montiel post-Cuplé. El bastidor para las canciones interpretadas por Rocío Jurado es el clásico relato de intriga a partir de la aparición del cadáver del primer bailarín (José Toledano) en la sala de fiestas en la que ambos actúan. Todas las pruebas parecen acusarla del crimen. El repaso del sumario por parte de un magistrado a punto de jubilarse es la espoleta de un flashback en el que las coplas de Quintero, León, Valverde y el maestro Quiroga puntúan una serie de escenas tan morosas como inanes. La solidaridad llega a las lágrimas entre el grupo de emigrantes que pasan las Navidades en Düsseldorf y a los que Rosa Lucena (la Jurado) dedica España, madre querida, pero el espectador se debate entre la vergüenza ajena y la risa. Ni siquiera las secuencias protagonizadas por la familia del médico enamorado pero contrario a que su mujer trabaje (Giancarlo Del Duca), con la madre manipuladora (Tota Alba) y el hermano lisiado y resentido (Carlos Ballesteros), consiguen alzar el vuelo melodramático que reclaman a gritos. El Salvia director parece incapaz de poner en escena convincentemente lo que el Salvia guionista ha concebido.

Después de esto, su labor como directorial se circunscribirá al campo documentalístico y a una incursión televisiva en un episodio de la serie de TVE Cuentos y leyendas, cuyos guiones coordina junto a Rafael García Serrano. Fallece en Madrid el 21 de enero de 1976, a los sesenta y un años.

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Addenda del 9 de junio de 2021: Como parece que Concierto mágico resulta inaccesible, reproduzco el anuncio del proyecto en Revista [28 de agosto de 1952, pág. 11] a fin de que podamos hacernos una idea del debut de Salvia como realizador:

La primera película de Salvia será Concierto Mágico, un tema de gran hondura dramática y musical para el que el maestro Ricardo Lamote de Grignon ha compuesto un concierto que será el "leit-motiv" del film, en el que aparecerán personalmente Leopoldo Queral y Juan Pich Santasusana junto a un escogido reparto integrado, entre otros artistas, por José María Rodero, Rafael Luis Calvo, Elvira Quintillá, Pepe Calvo y Juan Capri. La cámara estará a cargo de Federico Larraya (seguramente el mejor de nuestros jóvenes operadores) y los interiores se rodarán en los estudios de Orphea de Montjuich.

 

Filmografía como director:

Concierto mágico (1952)
El pórtico de la gloria (1953)
Vuelo 971 (1953)
¡Aquí hay petróleo! (1955)
Rapto en la ciudad (1956)
Manolo, guardia urbano (1956)
Pasaje a Venezuela (1956)
La estrella de África / Der Stern von Afrika (Alfred Weidenmann, 1957) Director adjunto: Rafael J. Salvia
El puente de la paz (1957)
Las chicas de la Cruz Roja (1958)
Nacido para la música (1959)
Vida sin risas (1959)
Días de feria (1960)
Festival en Benidorm (1960)
Una tal Dulcinea (1963)
Isidro el labrador (1963)
La cesta (1963)
Cuatro bodas... y pico (Feliciano Catalán, 1964) Supervisión: Rafael J. Salvia
Proceso a una estrella (1966)
I.Q.S. (1966) Documental
El químico y el alquimista (1967) Documental
Goya (1973) Documental
Un hombre honrado, episodio de la serie de TV Cuentos y leyendas (1975)

Actualizado el 25 de febrero de 1964

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