sábado, 23 de julio de 2016

miguel iglesias: oficio de narrador

Publicado originalmente en www.srfeliu.es el 30/06/2016
Última edición: 11/10/2023
 

Miguel Iglesias Bonns se ha iniciado en el cine como miembro del Cinematic Club Amateur, un club de aficionados en cuyo seno rueda entre 1933 y 1936 los cortometrajes de ficción Falsedad, T.S.F., Un as per amor y Un pantalón para dos. Al finalizar la Guerra Civil invierte la herencia familiar en financiar algunos cortometrajes musicales realizados en colaboración con el maestro Juan Durán Alemany, animador de combos de jazz en la Barcelona de posguerra, y debuta en la dirección de largometrajes con Su excelencia el mayordomo (1942).

Debido a la desaparición de los negativos y al precario estado de las copias es muy difícil ver hoy en día su obra de los años cuarenta y nos vemos obligados a iniciar esta singladura en el momento en que entra en la órbita de Producciones Acor, una compañía de vida efímera fundada por Mario Roca Romero que respalda el rodaje de Adversidad (1944), financia Las tinieblas quedaron atrás (1947) y, según el propio Iglesias, habría servido de cobertura a Cayetano Hidalgo, amigo íntimo del responsable de Universal Films Española, para producir Ley del mar (1950) sin tener que resucitar su propia marca, Hidalguía Films.

Rodado en el verano de 1949, calificada en 1950, pero no estrenada hasta 1951 en Barcelona sin publicidad y como complemento en un programa doble a pesar de ser distribuida por Universal Films Española, pospuesto su estreno madrileño hasta 1953, el cuarto largometraje de Miguel Iglesias sólo cabe en la historia del cine español por ser el primero rodado en Ibiza. En la del cine europeo figura como una nota al pie, al intervenir como actor en ella Robert Le Vigan, sólido actor francés que había protagonizado varias películas de Julien Duvivier -fue el Cristo de Golgotah (Gólgota, 1935)-, con el que había recalado en Barcelona para el rodaje de La bandera (1935). A una pensión del barrio chino había vuelto a finales de los años cuarenta, huido de Francia tras ser condenado a la confiscación de sus propiedades y a seis años de trabajos forzados por colaborar con las fuerzas alemanas ocupantes. Vestía entonces un gabán mugriento y se alimentaba de cebollas. Tras otro papelito en Correo del rey (Ricardo Gascón, 1951) viaja a Argentina donde acaba sus días como taxista. Le Vigan interpreta al padre de Antonio (el pelotari Román Bilbao), enamorado de Margarida (Isabel de Pomés). El padre pretende que su hijo se case con María (Mercedes Monterrey), futura heredera de un campesino enriquecido. Para él la tierra lo es todo y las gentes del mar nunca tendrán nada. Pero tampoco entre los pescadores hay acuerdo. Lorenzo (Félix de Pomés) está enfrentado con Mariano (Juan Monfort), que esquilma los bancos pescando con dinamita. Durante los ritos del cortejo, fuertemente formalizados según las costumbres isleñas, Antonio desdeña a María y se acerca a Margarida. Una vez celebrada la boda quedan por resolver el desencuentro de Antonio con su padre y la rivalidad entre Mariano Lorenzo, tramas que se resolverán, según la preceptiva aristotélica, en el clímax de la cinta.

Iglesias ha tomado como base argumental una novela de Vicente Blasco Ibáñez, Los muertos mandan, pero como el autor valenciano está mal visto por el régimen debido a su republicanismo a ultranza, le entrega la sinopsis al entonces debutante Rafael J. Salvia sin decirle nada sobre el origen literario del mismo. La intención es rodar en Ibiza, en exteriores naturales, mostrando los paisajes y algunas tradiciones populares al tiempo que se plantea un drama rural a partir de un tema de carácter cuasimitológico: el enfrentamiento entre las gentes de la tierra y las del mar. Las principales carencias de la cinta provienen de un guión en el que las situaciones están mejor planteadas que resueltas y más dialogadas que dramatizadas. No obstante, con la colaboración del operador Jaime Piquer, Iglesias mima los exteriores con abundantes referencias al cine iberoamericano, de Ala-Arriba! (José Leitão de Barros, 1942) al cine indigenista del “Indio” Fernández, y echa el resto en la persecución y enfrentamiento final entre los pescadores. Así que la cinta, breve por demás, “termina arriba”.

Tras colaborar en algunos guiones producidos por Pecsa Films y dirigidos por Gascón, Carreras Planas le cede la marca para el rodaje de El fugitivo de Amberes (1954). Bell Fermer (Howard Vernon) ha robado en París el famoso diamante Woolsey de la princesa Ahmaru. Álex (Luis Induni), un perista residente en Amberes, se ofrece a comprarlo, pero descubre in extremis que Fermer ha pegado el cambiazo y pretende colarle una falsificación. La banda de Álex persigue a Fermer, que consigue escapar con rumbo a Barcelona en el barco de Max (Joan Capri). En la Ciudad Condal su contacto es Montes (Alfonso Estela), propietario del Baile y las Atracciones Apolo, rebautizadas para la ocasión como “La Bola de Oro”. Durante una redada en busca del asesino de un joyero asesinado, el comisario (Manuel Gas) detiene a Fermer. El joven inspector Jordán (José Marco) entra entonces en contacto con la representante de la aseguradora del diamante, Gisele (Anouk Ferjac). Al salir de la comisaría Fermer se reúne de nuevo con Montes y éste le propone asociarse. Montes pone también como cebo a la bella cantante Carmen (Amelia de Castro). En la torre de Jaume I le confiesa que tiene el brillante y le propone huir juntos. Carmen, que está haciendo un doble juego, informa a Montes, que envía a un sicario para que se cargue a Fermer. La trama continúa enrevesándose más y más hasta que tiene lugar la persecución por la Autogruta, en cuyo túnel Álex da caza a Fermer, cuajando una secuencia de voluntarioso expresionismo. Si las locaciones en París y Amberes no ahorran las vistas de lugares emblemáticos, Barcelona no les queda a la zaga. El Barrio Chino, el Tibidabo, el cine Kursaal y la torre del funicular del puerto son escenarios privilegiados. Los decorados se construyeron en los estudios Orphea de Montjuich. Hay aquí una serie de sótanos donde se desarrolla buena parte de la acción y que dan paso a las Atracciones Apolo, ya conocidas del clímax de Apartado de Correos 1001 (Julio Salvador, 1950).

Recuperado poco después gracias a un préstamo personal, Carreras Planas recurrirá a Miguel Iglesias para reflotar Pecsa Films en 1955. A finales de ese año ha confiado al actor Ramón Hernández un proyecto titulado Dulces primaveras. Se trata de un argumento de corte sentimental con protagonista infantil, que los triunfos de Pablito Calvo y Joselito no han caído en saco roto. Carmen, humilde portera de una finca aristocrática, tiene la ilusión de que su hijo Luisito pueda ir al mismo colegio en el que estudian los hijos de los señores de Arqué, las Escuelas Pías de Sarriá. El chico es admitido como interno y comparte habitación con un chaval díscolo criado en Venezuela, cuyo único interés es escapar de allí. Descontento con el resultado de las primeras semanas de rodaje, Carreras Planas recurre a Iglesias, que considera insalvable el proyecto. Carreras le urge a que rehaga el guión y aproveche lo que pueda de Dulces primaveras. El 14 de febrero de 1956, Pecsa Films comunica a la Dirección General de Cinematografía el cambio de título por el de No estamos solos. A pesar de todo Ramón Hernández aparece acreditado como autor de la idea original y con el ambiguo crédito de “Director Artístico”, que nada tiene que ver con el apartado escenográfico de la película. José Antonio de la Loma se encarga de redactar el nuevo libreto. La estructura se resiente de la construcción a salto de mata. Lo que empieza como drama romántico deriva inesperadamente en película sobre la infancia descarriada. Hay un punto de inflexión, la marcha de la madre de la casa de su cuñado, cuya única motivación es soldar el nuevo argumento con las localizaciones planteadas en el libreto primigenio en torno a la estancia del niño en el internado. La cinta tiene a partir de ese momento bastantes similitudes con Sin la sonrisa de Dios (Julio Salvador, 1955), cuyo argumento y guión también eran obra de José Antonio de la Loma y en la que intervinieron como actores Ramón Hernández y Javier Dotú.

Ana (Isabel de Pomés) es una joven viuda que regresa de Venezuela con su hijo César (Javier Dotú) para establecerse en Barcelona, en casa de su cuñado, el doctor Solórzano (José Eslava). Es éste un hombre mayor, dedicado a su profesión, también viudo, con un hijo pequeño de la misma edad que el recién llegado, Jorge (David Vives), y una hija ya crecidita llamada María José (Diana Mayer). Las complicaciones sentimentales surgen cuando Ana se enamora de Pablo (José Marco), un discípulo de su cuñado que mantenía una relación sentimental con María José. Diana Mayer, que en Dulces primaveras iba a hacer el papel protagonista, interpreta a una villana a la altura de la Gene Tirney de Leave Her to Heaven (Que el cielo la juzgue, John M. Stahl, 1945). Intriga ante su padre para que eche a Pablo de la clínica cuando descubre que está enamorado de Ana, argumenta que ésta lo ha seducido con su falta de decencia e incita a César a escapar del internado contándole que su madre no quiere verlo porque ama a Pablo. Pero durante la huida el pequeño Jorge sufre un accidente y Pablo le practica una intervención a vida o muerte.

Cuando el padre Rosendo (Rafael Calvo) le comunica a Ana la concesión de la beca nos enteramos inopinadamente de que el chico tiene tendencias agresivas, algo que hasta ese momento nos había pasado completamente desapercibido. De este modo el melodrama sobre “el derecho de amar” de la madre se convierte, durante las escenas en el internado, en la tragedia del “hijo que debe purgar la culpa de su padre”. César intenta emularlo en todo: el orgullo le lleva a querer volver a poner en marcha los pozos de petróleo en Venezuela. Pero su progenitor ha cometido el más terrible de los pecados: el suicidio. La salvación de Jorge sirve para que César abrace a Pablo como nueva figura paterna bajo atenta mirada del sacerdote. Por fin, los amantes pueden reunirse en el mismo plano, aunque la consumación de su amor no es el clásico beso made in Hollywood sino una mirada al corredor por el que se alejan el sacerdote y el niño y sobre el que aparece la palabra “fin”. Para ello ha sido necesario evacuar de la historia al doctor y a su hija: él estrecha la mano de su discípulo al acabar la operación, ella llora arrepentida y se volatiliza. Iglesias justifica el final moralizante por el imperativo de las especiales circunstancias que se vivían en España, “que nos impedían dar soluciones lógicas a los problemas que planteaban los films”. Al contrario que en otras películas del ciclo el componente religioso es secundario. Algunas escenas tienen lugar en la noche de la llegada del Nuevo Año y en la cabalgata de Reyes, celebraciones apegadas al paganismo en unas fechas que propician la estampa devota. Para Iglesias, las Navidades son un elemento más del decorado, una ocasión para subrayar el sentimentalismo melodramático de ciertas secuencias.

Debido al buen rendimiento económico obtenido por No estamos solos, Carreras Planas solicita a Miguel Iglesias otro argumento. Éste recurre entonces a una idea concebida a partir de la popularidad de Mónaco por la boda de Grace Kelly y el príncipe Rainiero ese mismo año: un variopinto grupo de viajeros realiza en un microbús el viaje desde el principado hasta la frontera española. Carreras Planas encomienda el guión, como en la película anterior, a José Antonio de la Loma y Luis S. Poveda, que facturan una historia de corte sentimental con un fondo policíaco que se va desarrollando según avanza el viaje.

Un agente de un país de detrás del telón de acero debe neutralizar a un científico evadido que intenta llegar a España. Para evitarlo, viaja en el microbús un policía español cuya libertad de acción se ve limitada por las leyes internacionales. El resto de los viajeros son un contable de unos grandes almacenes que ha desvalijado la caja de caudales de la empresa, un actor fracasado, un millonario al que su coche ha dejado tirado, una joven embarazada a la que la familia de su novio no acepta... Pequeños dramas que quedarán relegados a un segundo plano cuando el microbús sufra una avería y los pasajeros se vean obligados a aceptar la hospitalidad de un escultor (Rafael Durán) y de una mujer ciega (Isabel de Pomés). El artista mantiene una relación con su modelo (Mercedes Monterrey). El título hace alusión a un incidente melodramático de la trama. La mujer del escultor sabe que éste la engaña al reconocer, gracias al tacto, los rasgos de la otra en las esculturas de su marido. A pesar de ello, las compra en secreto para que él no se dé cuenta de su fracaso como artista. La toma de conciencia sobre el sacrificio de la abnegada esposa hará regresar al escultor al buen camino, como sucederá el resto de viajeros: el contable devuelve el dinero sustraído, el novio viaja hasta la frontera a recoger a la embarazada, el millonario le propone unas vacaciones en España a la modelo abandonada y el agente español detiene al espía comunista. La cinta no se estrena hasta dos años después de su realización en programa doble con All Ashore (Marino al agua, Richard Quine, 1953) en tres salas de la Ciudad Condal. El reseñista de la Hoja del Lunes de Barcelona hace entonces la crítica conjunta de Miguel Iglesias como practicante hisponoscópico:

El mismo día, y protagonizadas por la misma actriz, nos han llegado dos películas de uno de los directores barceloneses que más trabajan y del que, últimamente, recordamos haber visto El fugitivo de Amberes, El cerco, Veraneo en España, Heredero en apuros y Un tesoro en el cielo —para nuestro gusto, la mejor— a las que han venido a unirse ahora Los ojos en las manos y No estamos solos coincidentes también en el sistema de pantalla ancha (Hispanoscope) empleado. Y dejamos constancia de ello porque ésa parece ser la característica calificativa de ambas cintas, en las que destaca la preocupación técnica por una buena fotografía, que se logra casi totalmente, sobre todo en No estantes solos, en que gran parte de la cinta es un auténtico documental de Barcelona, bellamente compuesto, lo que, si actúa en demérito de la calidad argumental, no es gran defecto cuando ésta deja bastante que desear.
Miguel Iglesias se nos muestra, pues, como un hábil director, que no ha contado con los necesarios colaboradores. Los asuntos utilizados carecen de vigor e interés y la interpretación se inclina hacia lo deficiente. Hasta el punto de que los pequeños Javier Dotu y David Vives, más dúctiles en las manos realizadoras y más espontáneos en su labor, parecen dar lecciones a los mayores. [Castell, en la Hoja del Lunes de Barcelona, 21 de abril de 1958, pág. 17.]

Carreras Planas ha producido el debut de José Antonio de la Loma en la dirección: un policial ambientado en el mundo de los camioneros titulado Manos sucias / La norte ha viaggiato con me (José Antonio de la Loma, 1957) cofinanciado por Italia y con Amedeo Nazzari en el papel protagónico. Son los últimos coletazos de un dragón agonizante. En 1958 se declara en bancarrota y la película que está produciendo pasa a manos de sus acreedores. Es ¿Dónde vas, Alfonso XII? (Luis César Amadori, 1958), el gran éxito de la temporada. Mientras tanto, Iglesias no se ha quedado quieto. Durante dos meses se establece en Madrid, intentando levantar algún proyecto ante el declinante panorama de la otrora boyante industria barcelonesa. Antes de que caiga en la desesperación recibe una llamada de José Antonio Martínez de Arévalo, jefe de producción de No estamos solos, para que se incorpore como realizador a una aventura un tanto rocambolesca. Su desconsolada esposa (Miguel Iglesias, 1957) es la adaptación de un juguete cómico de Antonio Paso y Salvador Martínez Cuenca que el público popular barcelonés conocía al dedillo no sólo por la versión de Valeriano León y Aurora Redondo —estrenada en 1924 y repuesta en 1932, 1940 y 1950—, sino por la que Paco Martínez Soria ha repuesto en el teatro Talía de la Ciudad Condal el 13 de julio de 1957. La excusa argumental es la resurrección del industrial cataléptico Antonio Retama Cantueso (Conrado San Martín) lo que provoca el consiguiente enredo a costa del idilio entre “su desconsolada esposa” (Michele Codey) y su amigo César (Antonio Almorós). Éste, a su vez, es el novio de Dora “La Cometa” (Conchita Ortiz), estrella de la canción e hija del señor Domingo (Paco Martínez Soria), que trabaja como vigilante en el camposanto donde reposa el supuesto cadáver. Harto de negocios y de su familia política, Antonio decide dedicarse a su verdadera vocación: el jazzbandismo. Para ello cuenta con la complicidad de Dora, también despechada por la traición de César.

La valoración oficial es bastante pobre, a pesar del color y la pantalla ancha. El propio Miguel Iglesias Bonns reconoce que él la dirigió igual que lo podrían haber hecho Mariano Ozores o Pedro Lazaga. Y lo cierto es que la cinta tiene un cierto aire de familia con Las dos y media y... veneno (Mariano Ozores, 1959) y con las comedias desarrollistas que por aquellos años realizaba Lazaga para Ágata Films. Cintas en color y pantalla ancha, ambientadas en contextos de alta comedia pero con incrustaciones musicales y apuntes costumbristas, ocasionalmente fúnebres. Lo que no queda claro es porqué Iglesias no menciona también a Iquino, a cuya órbita parece adscribirse por la presencia en el reparto de Paco Martínez Soria.

Con éste ya había colaborado antes en Veraneo en España (1956). Como tantas otras españoladas, la cinta se postula como parodia y burla del filón para terminar asumiendo todos sus elementos constitutivos. La película adopta la estructura de una revista musical a la española, alternando una serie de actuaciones musicales del “Príncipe Gitano” y su hermana Dolores Vargas “La Terremoto” con la anécdota de un industrial británico llamado Kerrigan (Emilio Fábregas) que viaja a España para disfrutar de su sol y de la belleza de sus mujeres. Los interludios cómicos corren por cuenta de Mary Santpere en el papel de la señora Kerrigan, empeñada en bailar flamenco como una gitana, y de Paco Martínez Soria, un taxista apodado “Gasolina”, que sirve de guía al inglés y le salva de la celada que pretende tenderle una banda de delincuentes encabezada por un tal “Carioca” (Carlos Otero). Resuelta la trama policiaca mediado el metraje, queda el camino expedito para la inserción de varios números más de la pareja protagonista y de un gran final burlesco con todos los participantes. Una extraña coda acumula en los últimos dos minutos postales en movimiento de Montserrat, la basílica del Pilar, la fuente de la Cibeles y la Giralda. Carentes de cualquier sentido dramático y ajenas a la trama cómica protagonizada por el taxista y la pareja de ingleses, su sentido parece deberse únicamente a un capricho del productor, distribuidor y argumentista, Juan Arajol. La labor de Miguel Iglesias debió de verse reducida a marcar las posiciones de cámara y a que se cumplieran unos plazos de rodaje seguro exiguos, habida cuenta de que, además, rodaba el mismo tiempo El cerco en los Estudios Orphea. Sin solución de continuidad, aún tiene el humor de embarcarse en la realización de Heredero en apuros (1956), en la que de nuevo tienen protagonismo los números musicales protagonizados por El Príncipe Gitano. Sobre un esquema argumental de Juan Bosch se alternan los números musicales exentos -acaso con la idea por parte de Arajol de distribuirlos como complementos musicales- y las escenas dialogadas por Ramos de Castro, que ya ha ejercido con anterioridad en varias ocasiones como émulo de Muñoz Seca en estas lides de confrontar las esencias españolas con el esnobismo europeísta. Ni que decir tiene que la españolada triunfa en el enfrentamiento. Miguel Iglesias cumple con su cometido de rodar en los plazos estipulados, sin mayores alardes.

Tras sus comedias turístico-musicales para Arajol, Miguel Iglesias realiza para Este Films una "dramedia" de tesis a partir de un argumento de Juan Bosch. Como muchas películas de la época, Un tesoro en el cielo (1956) plantea un dilema moral. El empresario Ernesto Aguilar (Alberto Closas) está dispuesto a arruinarse con tal de que su mujer, Isabel (Susanne Lévesy), salve la vida durante su primer parto. Pero todo parece aliarse en su contra: el eminente cardiólogo que estaba en Barcelona ha regresado urgentemente a Madrid, está a punto de atropellar a un mendigo, el coche se estropea... Pero el vagabundo resulta ser una de esas encarnaciones del destino de las que tan querenciosos son los autores de dramas de tesis... y de fábulas morales. Él es quien le conduce a una iglesia en la cual hará una promesa ante Cristo crucificado: si su mujer se salva, entregará toda su fortuna a los necesitados. La encrucijada moral ha pasado a convertirse en un dilema religioso, de acuerdo con los gustos de la administración española de la época, que, aún insatisfecha con este giro, obligó a la productora a incluir una larga escena en el último acto en la que un sacerdote subrayaba el recto sentido de la moraleja conforme a la ortodoxia. El problema es que este desenlace le sienta a la película como a un Cristo una pistola, puesto que el desarrollo planteado por Juan Bosch en el argumento apostaba por una línea humorística, deudora del Frank Capra de It's a Wonderful Life! (¡Qué bello es vivir!, 1946) y de Mr. Deeds Goes to Town (El secreto de vivir, 1936), cintas ambas que le sirven de inspiración directa. Por el camino, el protagonista ha visto su vida y la de su hijo en peligro en una serie de situaciones que no hacen sino resaltar el carácter fantástico –y humorístico- de un planteamiento que se ve boicoteado desde la propia narración por la necesidad de amoldar lo que se presenta como chifladura a una doctrina que postula la caridad como una de las virtudes teologales. El modo en que el protagonista se habría enriquecido durante la posguerra queda reducido a un somero apunte, dejando de lado uno de los motores dramáticos de su comportamiento –la culpabilidad- pero allanando también el paso por la censura de un guión que podría haber sufrido contratiempos de haber sido más incisivo. Parece que el voto vinculante del representante de la Iglesia en el comité censor resultó, en esta ocasión, decisivo.

En otras ocasiones Iglesias ha sido artífice de policiales estimables, como El fugitivo de Amberes y, sobre todo, El cerco, que recrea hechos protagonizados por el maquis en Cataluña, con el grupo de Quico Sabaté a la cabeza. Las acciones anarquistas, brutalmente reprimidas y que culminaron en Barcelona con tiroteos en plena calle, llegaban a las secciones de sucesos de los periódicos convenientemente podadas de cualquier matiz político. El cerco arranca con un bloque de secuencias modélico en el que cinco hombres atracan una fundición. Pero los trabajadores les sorprenden, hieren a uno de ellos y todo se tuerce. La policía está tras su pista y el más joven decide quedarse con el botín. Aparte del brillantísimo atraco inicial, prodigio de planificación y ambiente, las escenas de cómo van cayendo uno a uno los delincuentes hacen gala de una violencia digna de un Phil Karlson. A pesar de ello, la crítica cinematográfica insistía en lo ajeno de aquellas ficciones a la realidad española. El historiador del cine español Fernando Méndez Leite propugna que a pesar “de la buena voluntad del realizador, sólo ha podido crear personajes falsos, de reacciones que nos recuerdan a los auténticos gángsteres de Chicago”.

Muy distinto tipo de intriga es El mensaje, un drama de Jaime Salom que Iglesias dirige en su estreno teatral en 1951 y que, posteriormente adapta al cine con el título de Carta a una mujer (1961). El asunto, rico en incidencias para una obra escénica, cuenta con un personaje “símbolo”, viable en el escenario pero muy complicado de sostener en la pantalla. Se trata del hombre (José Guardiola) que llega a la casa en la que Augusto (Luis Prendes) y Flora (Emma Penella) cohabitan, para comunicarle a la mujer que su marido, voluntario de la División Azul al que creía fallecido en las estepas rusas, sigue vivo. Por eso el pasado del personaje interpretado por José Guardiola, “El Asturias”, lo vincula con la película anterior. Se supone que es un disidente comunista y que por ello coincidió con Carlos en el campo de trabajo. Ahora ha entrado en España formando parte del maquis. La acción se sitúa en la Barcelona de 1954 y, como La espera (Vicente Lluch, 1956), toma el atraque del buque Semíramis en el puerto de Barcelona –ampliamente publicitado por la prensa y el No-Do- como punto álgido de la trama. Aunque el núcleo de la cinta es la duda instalada en la mente de Flora a raíz de su encuentro con “El Asturias” y la fragilidad de su relación con Augusto, el golpe planeado por el comando da lugar a un bloque narrativo autónomo que, de nuevo, vincula a esta película con El cerco, aunque, apeado el tratamiento behaviorista de aquélla, los personajes se convierten en meros portavoces del autor.

Roma de mis amores / Fontana di Trevi (Carlo Campogalliani, 1960) es una coproducción ítalo-española, rodada en Eastmancolor y SuperTotalScope, que toma elementos de otras comedias rosáceo-turísticas de aquella época de boom económico y canzonissima en Italia y desarrollismo en España. Actúa como director asociado o productor ejecutivo, según qué créditos se consulten, Miguel Iglesias. El enredo sentimental tiene como protagonistas al galán mexicano-español Rubén Rojo y al popularísimo cantante melódico Claudio Villa como guías de la agencia turística ETIB. Aparte de enseñar Roma y la Fontana de Trevi a los –y, sobre todo, a “las”- turistas tienen que organizar un viaje a Barcelona. Un trauma pretérito impide a Claudio (Claudio Villa) cantar y el pasado de tenorio de Roberto (Rubén Rojo) obstaculiza sus avances hacia el amor verdadero. Las historias secundarias, relacionadas de nuevo con enredos sentimentales entre los personajes más maduros, atañen al ya talludito galán español Alfredo Mayo y a un pícaro romano (Mario Carotenuto), que se gana la vida como vidente. La visita a Barcelona es ocasión idónea para mostrar el tópico cuadro de baile flamenco, algunos ensayos de unas bailarinas a las que instruye un coreógrafo afeminado (el veterano Miguel Ligero) y para utilizar como telón de fondo de una conversación las magníficas vistas de Barcelona desde el parque de atracciones del Tibidabo, en el que Iglesias ya había rodado en más de una ocasión.

También se ve involucrado en otra coproducción hispano-italiana de carácter turístico-musical, Cómo te amo / Dio, come ti amo! (1965) y de nuevo surgen complicaciones. A decir del director hubo algún problema con el que figuraba como titular español en la dirección y él terminó aceptando hacerse cargo de la película cuando ya había comenzado el rodaje. Para terminar de complicar las cosas, la financiación italiana correría por cuenta de la Camorra napolitana. Nada de ello se trasluce en esta comedia juvenil, tan lánguida como las dos canciones que interpreta Gigliola Cinquetti y que son el busilis de la cinta: Non ho l’età per amarti, vencedora del Festival de Eurovisión de 1964 y la que da tíulo a la película, ganadora del Festival de San Remo de 1966. El enredo para colocar los temas musicales, urdido nada menos que por Ennio De Concini, es una comedia romántica interclasista por cuenta de dos nadadoras, una napolitana (Cinquetti) y otra barcelonesa (Micaela Cendali-Pignatelli) y el novio de ésta (Mark Damon). Durante su estancia en España, la italiana no se atreve a contar a sus amigos que procede de una familia humilde. Cuando estos la visitan, todos se alían para que parezca que es una princesa. Entre recorridos turísticos –el parque de atracciones del Tibidabo y el Pueblo Español en Barcelona, Pompeya y la bahía de Nápoles- la italiana y el español se enamoran y la española encuentra a su media naranja en el hermano de su amiga (Antonio Mayans), que ha ejercido de chófer de los amigos. Ni las barreras nacionales ni las diferencias sociales importan cuando el amor es verdadero. Para completar el baño de almíbar, la institutriz española termina en brazos de un taxista napolitano y el príncipe napolitano se aviene a casarse con su amante de toda la vida.

Miguel Iglesias se aplica a intentar que los números musicales no descuajaringuen demasiado la continuidad argumental y a dar ocasión de lucimiento a los comediantes veteranos que asumen los papeles secundarios. El ensayo de ofrecer un atisbo documental de la vida de los gitanos del Somorrostro como atracción para turistas produce más sonrojo que interés en esta producción destinada a la fanaticada juvenil.

En Muerte en primavera (1965) vuelve a contar con Salom y con su viejo conocido Durán Alemany. Miguel (Paco Morán) se autoinculpa de la muerte de su amigo Carlos (Óscar Pellicer) en el yate de su propiedad. Interrogado por la policía del puerto, Miguel rememora las circunstancias que le han conducido al asesinato. Acaba de casarse con Isabel (Mónica Randall) y los tres coinciden en la finca que Carlos le vendió a su amigo. Desde entonces, vive vagabundeando de puerto en puerto. En el yate los recién casados se encuentran con Sandra (Yelena Samarina) una mujer rica, casada y alcohólica de la que, evidentemente, vive Carlos. Con una realización plenamente funcional, el intríngulis se basa más en el juego establecido con el espectador que en una auténtica intriga psicológica. Coadyuva a ello la estructura de un guión en el que colabora el dramaturgo Jaime Salom y en el cual, una vez finalizada la declaración de Miguel y apenas mediado el metraje, comparece Isabel para declarar que fue ella quien mató a Carlos. Seguimos entonces la historia desde su punto de vista, accediendo a algunos datos que antes se nos habían ocultado. El careo entre ambos esposos debería servir para dilucidar quién es el verdadero culpable… aunque el comandante del puerto (Carlos Lemos) ya ha advertido que hay otros móviles en juego.

A juzgar por el argumento, el título internacional de La spada del Cid se le antoja a uno mucho más acertado que el español Las hijas del Cid (1962). Cierto es que el punto de partida es la afrenta del robledo de Corpes tal cual se relata en la tercera parte del Cantar del Mío Cid, pero una vez utilizada esta anécdota para plantear el conflicto, la cinta deriva hacia las aventuras de capa y espada. Y ésta es la "Colada", hermana de la más célebre "Tizona", y arrebatada por lo que dice el Cantar a Ramón Berenguer II, conde de Barcelona. Como quiera que éste fuera asesinado por su hermano Berenguer Ramón, al que llaman "El Fratricida", y que a su ayuda recurren los cobardes infantes de Carrión para pagar la multa que les ha impuesto el rey Alfonso, ya tenemos montada una intriga política con sus usurpadores y sus herederos legítimos, al estilo de The Adventures of Robin Hood (Robín de los bosques, Michael Curtiz y William Keighley, 1938). Claro que el insulso Roland Carey no es Erroll Flynn, pero de lo que se trata es de facturar una película aseadita que aproveche el revuelo mediático provocado por El Cid (Anhony Mann, 1961). Rodrigo Díaz de Vivar -que no aparece en la película- gobierna Valencia. Los infantes de Carrión deben devolver las espadas que El Cid les entrego cuando desposaron a sus hijas y enfrentarse en un duelo con los paladines de doña Sol (Chantal Deberg) y doña Elvira (Daniel Bianchi). Pero Félix Muñoz (José Luis Pellicena), su sobrino, ha sido herido durante una emboscada y cede su puesto en el duelo al joven Ramón (Carey). Sólo más tarde nos enteraremos de que es el hijo de Ramón Berenguer y que el condado de Barcelona le pertenece por derecho de sangre. La flagelación de las hermanas, las persecuciones a caballo, los duelos a maza y espada y el ineludible asalto al castillo son las piedras miliares de esta película de género realizada con razonable solvencia y sólo insalvable en el capítulo interpretativo. En este apartado destaca el shakespereano fratricida interpretado por Andrés Mejuto y el forzudo cómico encomendado a Luis Induni, a medio caballo entre el Little John de Robin Hood y el Goliat de El capitán Trueno.

Signo de los tiempos, Destino: Estambul 68 / Occhio per occhio, dente per dente (1967) está rodada en Techniscope. Al parecer, Anónima de asesinos / Jerry Land, cacciatore di spie (Juan de Orduña, 1966) debería ser haber sido dirigida por Igleisas conforme a los acuerdos de coproducción que Fortunato Bernal, el socio de Orduña, tenía establecidos para la coproducción. La intrincada genealogía del proyecto parece tener como origen una novela de la colección "Servicio Secreto" de Bruguera publicada en 1952 con el título de Morir es muy fácil y firmada por Mark Halloran, uno de los seudónimos habituales de Jorge Gubern. En qué momento este guión conoció una nueva versión titulada Operación Vietnam: La muerte espera en Tonkín resulta por ahora imposible de desentrañar. Sobre todo porque aparece un nuevo autor de la base literaria: el ignoto Rex Haulson. Ante la inminencia del acuerdo para rodar en Líbano, es el propio Orduña quien asume el proyecto apenas unos días antes de que comience la filmación.

Iglesias se desquitará con Destino: Estambul 68, en la que un grupo de falsificadores internacionales ha inundado Estados Unidos con dólares falsos, haciendo peligrar la economía internacional. El ejército y el FBI andan despistadísimos pero el periodista Jeff Gordon (Jack Stuart) ha publicado que a la solapa de la chaqueta de Lincoln le falta un ribete, por lo que el pingüe negocio se tambalea. Los maleantes han secuestrado al profesor Sheldon y a su hija (Gilda Geoffrey), a la que dejan a merced del sanguinario doctor Alex (Víctor Israel). Pero el intrépido Gordon recibe la ayuda de Mike Harris (Tomás Torres), un miembro de la sección británica de Interpol, y de una aventurera aliada con los mafiosos (Mónica Randall), que ha caído rendida ante sus muchos encantos. Como se puede comprobar el argumento no es más que una colección de tópicos bondianos hilvanados con desigual pericia.Si hemos de creer al director, el proyecto se fue armando sobre la marcha, a tenor de las necesidades de la coproducción entre los hermanos Balcázar y la productora italiana de los hermanos Maggi que iban a rodar en Estambul simultáneamente El hombre del puño de oro / L’uomo dal pugno d’oro (Jaime Jesús Balcázar, 1967). Tiroteos en el puerto, persecuciones por el Bósforo, dardos envenenados, combates de lucha libre... Cine bis sin complicaciones, tebeo de acción resuelto de oficio, en el que si algo destaca es la crueldad de algunas palizas rodadas con cámara subjetiva que toma la posición de la víctima. La propia improvisación del rodaje propicia que la planificación sea mucho menos rígida que en anteriores ocasiones, ateniéndose a las exigencias de la acción y de las localizaciones naturales.

Todo lo contario que Primavera mortal / Smartno prolece (1973), una extraña coproducción yugoslavo-española de 1971, cuando no había relaciones diplomáticas entre ambos países. La parte rodada en España está dirigida por Miguel Iglesias, en tanto que la yugoslava recae en Stevan Petrovic, que ha desarrollado su carrera habitualmente como ayudante de dirección o responsable de la segunda unidad de películas de acción paneuropeas. En cualquier caso, se supone que la fuerza unificadora del proyecto –figura como productor y guionista-  es el novelista Lajos Zilahy, que adapta su novela de 1922. Las injerencias en el rodaje del escrito –denunciadas por Iglesias- debieron de tener, en efecto, enorme fuerza niveladora, porque, aparte del recurso al zoom y al gran angular, más acusados en el equipo yugoslavo, el conjunto mantiene una continuidad notable. También contribuyen a ello una partitura omnipresente y la interpretación -harto plana- de Bruce Pecheur. En la cuenta de Miguel Iglesias hemos de consignar una gran capacidad para el mimetismo. Recursos del cine romántico-literario de esta época -Doctor Zhivago (David Lean, 1965), Metello (Mauro Bolognini, 1970) o Il giardino dei Finzi-Contini (El jardín de los Finzi-Contini, Vittorio De Sica, 1971)…- como la fotografía suave o la incorporación de la naturaleza y la música a la peripecia de los amantes datan el producto, lo que no debió de resultar muy favorecedor durante su fugaz paso por las pantallas españolas, en su tardío estreno comercial ya en la década de los ochenta.

Cine XX, productora personal de Iglesias y cobertura administrativa para el rodaje en España de Primavera mortal, ya había producido Presagio (1970). La acción arranca en un hospital de Nápoles, donde el doctor Paul Ascott (Gil Vidal) sufre un desfallecimiento durante una intervención quirúrgica. En una fiesta conoce a Berta Reinaldi (María Silva), una mujer con poderes psíquicos que realiza algunas experiencias con el doctor Bruno Walker (Antonio Durán). Carla (Marta May), la anfitriona, propone que realicen una demostración para vencer el escepticismo de Paul. El broche que Carla le entrega para hacer la experiencia perteneció a su hermana Renata, recientemente fallecida y paciente de Paul. Pero a raíz de esta experiencia parapsicológica Berta está convencida de que la muerte no ha sido por causas naturales, como todo el mundo piensa, y Paul necesita confirmar sus sospechas para recuperar la tranquilidad. La trama toma un giro inesperado cuando Berta se ofrece a cuidar a la hija de la fallecida y entra en colisión con Sofía (Marta Padován), antigua institutriz de la niña y amante del viudo. Estos giros pretenden dosificar el interés, pero Miguel Iglesias se concentra en las escenas de crisis, donde conjuga planificación, iluminación con colores primarios saturados y montaje sincopado para ofrecer al espectador una experiencia próxima a la que perciben los personajes. Además, los elementos de suspense -y la presencia de Marta Padován en el reparto, claro- remiten a su trabajo en las películas criminales de quince años atrás. Es en estos segmentos donde Iglesias hace valer su oficio.

A mediados de los setenta Iglesias recala en Profilmes, la Hammer a la española, con Paul Naschy en el ápice de su fama como actor y guionista exclusivo. Hasta cinco películas dirige Iglesias para la productora de Pérez Giner, aunque hubo algunos otros guiones que nunca se pudieron realizar. Son producciones modestas, realizadas con urgencia y dobladas al inglés para cubrir el cupo de ventas a los circuitos B foráneos, que constituyen su principal fuente de financiación. A cambio de un sueldo que rondaría el cuarto de millón de pesetas por título, Iglesias toma el relevo de León Klimovsky en las producciones que éste no tiene tiempo material de sacar adelante. Las cuatro primeras son una serie de aventuras selváticas protagonizadas por el forzudo vallecano Richard Yestaran y por la artista circense Eva Miller. Las cuatro utilizan recursos del tebeo de aventuras y de la novela popular: trafico de armas o de diamantes, aviones estrellados en la selva, tribus salvajes en constante lucha con la supuesta civilización... De vez en cuando, un quiebro irónico: en La diosa salvaje (1975), la hija del jefe de la tribu ha estudiado en Europa y espera la llegada de un reportero (Ricardo Merino) para que le traiga las últimas novedades bibliográficas. Naschy; en un papel secundario, es el tío de la muchacha criada en la jungla, que ha emprendido la expedición no para devolvérsela a su madre sana y salva, sino para hacerse con los diamantes que se perdieron en el accidente, quince años atrás. En Kilma, la reina de las amazonas (1975). Dan Robinson (Frank Braña) arriba a una isla del Pacífico donde presencia la lucha entre una tribu de una isla vecina compuesta por hombres y un grupo de amazonas comandadas por Kilma (Miller) y la bella Tiyu (Claudia Gravy), que terminarán enfrentándose por el varón. El guión está construido con retales de Ayesha y Antinea, de Robinson Crusoe y del ciclo de mujeres prehistóricas en bikini. Carente de ángel, supone el nadir como narrador de oficio de Miguel Iglesias.

En La maldición de la bestia (1975) se enfrenta por fin al mito de Waldemar Daninsky, el hombre-lobo con denominación de origen hispánica. Para la ocasión el guión de Naschy sitúa a su personaje-emblema en el mundo contemporáneo, como eminente psicólogo y antropólogo, conocedor del Tibet y fluente en nepalí. No sabemos para qué le pueda servir su poliglotismo porque en la versión española los nepalíes hablan español y suponemos que en la inglesa lo harán en la lengua de sir Henry Rider Haggard sin ninguna dificultad. Pero es un detalle de caracterización que nos satisface como amantes del serial y las novelas de aventuras y decisivo para que acompañe al profesor Lacombe (Castillo Escalona) y a su hija (Grace Mills) en su viaje al Tíbet con el objetivo de capturar a un ejemplar del yeti. Al intentar localizar un paso en la montaña, Waldemar accede a un templo subterráneo donde habitan dos bellas hermanas antropófagas, adoradoras del dios Moloch y ansiosas de saciar otros apetitos con un macho como él. Antes de que pueda acabar con ellas, una le muerde y lo convierte en licántropo. La única cura es la flor del acónito, pero antes de hacerse con ella deberá luchar contra los bandidos y la temible nigromante Wandesa (Sylvia Solar). La imaginería del ciclo licantrópico de Naschy se recicla de nuevo –los saltos prodigiosos en sus ataques, el encadenamiento en las noches de plenilunio, la mujer que le ama y que es la única que podría salvarle de la maldición…-, aunque para la ocasión mezclada con toda clase de incrustaciones del tebeo de aventuras. Iglesias cumplió con la obligación de rodar una doble versión para el mercado internacional en la que Sylvia Solar, Grace Mills, Verónica Miriel y alguna figurante aparecían más o menos en cueros y más o menos torturadas. Con desnudos o sin ellos, la cinta cumple con su cometido de proporcionar hora y media de entretenimiento a un público amante de las variaciones sobre el estándar seriado y pedirle rasgos de autoría al realizador sería tan descabellado como incoherente.

En la etapa declinante de Profilmes, cuando la Transición propicia una breve etapa dedicada al cine de autor, Miguel Iglesias se hace cargo de uno de los proyectos más delirantes de la empresa, una historia fantástica sobre la resurrección de la hija de Moctezuma en el Pirineo catalán. Desnuda inquietud (1976) retoma algunos elementos de Presagio. La historia comienza en París, donde dos amigos Roger y Frank (Ramiro Oliveros y Gil Vidal) han acudido al entierro de Jean. Según abandonan el cementerio una carcajada sobrenatural de mujer sobrecoge a los enterradores. La presencia de lo que podría ser un espectro en algunas fotografías tomadas por el difunto Jean en el pueblo del Pirineo donde residió antes de volver a Paría a morir sin causa aparente convence a Roger de viajar al Pirineo. Frank le acompaña. Allí se enteran de que mantuvo una relación con María (Nadiuska), una extraña joven a la que la gente del pueblo acusa de estar poseída. En la casa en la que vivió Jean se producen extrañas psicofonías y las nuevas fotografías revelan imágenes en las paredes que no están allí. Así que los amigos deciden ir a visitar a María en la casa de la montaña en la que vive con su padre (Luis Induni). La sanación de un niño con la pierna gangrenada -un efecto conseguido mediante una serie de encadenados, como las conversiones de Valdemar Daninsky en licántropo- y los sucesos paranormales remiten a una de las corrientes del cine fantástico contemporáneo. Los desnudos de Nadiuska son el resultado estricto de la situación de la industria en España, previa a la desaparición de la censura a finales de 1977. Por tanto, ni la regresión de María a la época de su antepasada, lograda por Roger mediante la hipnosis con un amuleto azteca, ni las alusiones al filón paranormal pesaban tanto en el ánimo del público que asistía a las salas de programa doble a ver la película como el reclamo del cuerpo de su protagonista femenina. Iglesias consigue un par de escenas inquietantes gracias a la certera utilización de los efectos de sonido o algunos raccords de montaje y cumple sin complicarse la vida en las escaramuzas entre los soldados de Cortés y los indígenas.

En la temporada 1978-79 Miguel Iglesias cambia el registro cinematográfico por el televisivo. Realiza entonces varios episodios de la serie de TVE en Barcelona D'un temps, d'un país, titulada como aquella vieja canción de Raimon. Los programas, coordinados por Francisco Rovira Beleta y con guiones de Enrique Josa, pretenden mostrar el paisaje y el paisanaje de Cataluña en tiempos de cambio. Tradición y modernidad se dan la mano en los espacios dedicados a las Ramblas de Barcelona o a las representaciones populares de la Pasión en el Bajo Llobregat, que ya habían servido a Iquino como escenario y macguffin de El Judas (1952). Miguel I. Bonns, según se firma, realiza más de la mitad de los programas y, entre ellos, el dedicado al Tibidabo, cuyo Parque de Atracciones le ha servido como escenario en media docena de películas. Alguna vez habíamos subido con la cámara a la Atalaya, pero nunca la habíamos visto, hasta ahora, situada en el interior del Avión, ofreciéndonos perspectivas inéditas del parque. La locución puede resultar un tanto convencional, pero la emoción y el mareo que provocan las atracciones son auténticos y la incursión en el templo del Sagrado Corazón se nos antoja un peaje inoportuno en nuestro recorrido por la diversión más profana.

Aunque no fuera un especialista en el género Miguel Iglesias ha dirigido dos de los mejores exponentes del cine criminal barcelonés. A los 73 años y para cerrar su filmografía vuelve al género en una producción de José Antonio Pérez Giner, con el que había colaborado en la etapa de Profilmes. El punto de partida de Barcelona Connection (1988) es un hecho de crónica novelado por Andreu Martín: el asesinato en la Cárcel Modelo de Barcelona de un delincuente que cumple condena por tráfico de drogas. Para atraerlo a la reja en la que le disparará un francotirador utilizan como cebo a una yonqui dedicada a la prostitución (Maribel Verdú). A través de ella el juez que lleva la investigación (Fernando Guillén) entra en contacto con la propietaria de un top-less (Claudia Gravy) que atiende a clientes importantes. Paco Huertas (Sergi Mateu), un policía íntegro, es el encargado de devanar la madeja a pesar de que sus superiores empiezan a presionarle para que deje el caso, recurriendo incluso a las amenazas a su familia. Porque según va avanzando la investigación las ramificaciones alcanzan al crimen organizado y a las altas esferas de la política. De este modo, Barcelona Connection intenta adscribirse al modelo del cine de denuncia italiano sin lograrlo por culpa de una realización deudora de la explotación más evidente, un terreno en el que Miguel Iglesias hubo de moverse a lo largo de toda su carrera como director al servicio de cuanta productora requiriera sus servicios

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