domingo, 28 de mayo de 2023

la buena caligrafía de josé maría forqué (8)

Durante las décadas de los cincuenta y los sesenta proliferan en Italia y Francia las películas de episodios. Los hay encadenados —Los motorizados / I motorizzati (Camillo Mastrocinque, 1962)— y autónomos —I complessi (Los complejos, Dino Risi et al., 1965)—, plurinacionales —Las cuatro verdades / Les quatre vérités / Le quattro verità (Luis G. Berlanga et al., 1962)— y cien por cien locales —Ieri, oggi, domani (Ayer, hoy y mañana, Vittorio De Sica, 1964)—, con uno —Se permettete... Parliamo di donne (Ettore Scola, 1965)— o varios —Boccaccio ‘70 (Boccaccio ‘70, Vittorio De Sica et al., 1960)— directores, hilvanados por el protagonismo de determinados intérpretes —I mostri (Los monstruos, Dino Risi, 1963)—, un tema —Les sept péchés capitaux (Los siete pecados capitales, Claude Chabrol et al., 1962)—, un lugar —Paris vu par... (Eric Rohmer et al., 1965) — o un género —Histoires extraordinaires / Tre passi nel delirio (Historias extraordinarias, Federico Fellini et al., 1968)—... En España se dan algunos casos aislados a principios de los cincuenta —El cerco del diablo (Edgar Neville et al., 1950-1952) o Tres eran tres (Eduardo García Maroto, 1954)—, pero su mejor baza comercial estará en las comedias corales de episodios encadenados cuyo detonante es el éxito de Las chicas de la Cruz Roja (Rafael J. Salvia, 1958).

Forqué se apunta en tres ocasiones a la fórmula, acaso por distintos motivos, pero con la constante de la muerte como tema central de todas ellas.

El episodio que dirige de los tres de que consta La muerte viaja demasiado / Humour noir / Umorismo in nero (1965) es un juego de cajas chinas, un divertimento en el que el propio director y Jaime de Armiñán, su colaborador en el guión, no se plantean la construcción policíaca —que la hay— con demasiado rigor. Lo que importa es el ambiente circense y los efectos... En 1935, en el Circo Estrella, fue asesinado el augusto Marius. Se lo cargó su señora que, al parecer, era un poco celosilla. Han pasado treinta años y Marius vuelve a aparecer asesinado. Y no una… sino tres veces. El pobre diablo que tiene que hacerse cargo del cadáver es Jacinto Villajos (José Luis López Vázquez), contratado como asistente de la bella tiradora de ballesta Miss Wilma (Emma Penella). Y es que ante las armas de seducción de Miss Wilma, Jacinto es un auténtico pastelillo. Soporta estoicamente la manzana sobre su cabeza para el número de Guillermo Tell, a pesar de que su antecesor en el puesto lleva un aparatoso cabestrillo. Cuando ella le espeta: “Tiene usted el temple de un Corona, de un Kurt... Triunfará en el circo”, Jacinto no se lo piensa dos veces y acepta la oferta de cuarenta duros por servir de blanco humano. Pero cada vez que intenta meterse entre los brazos más mórbidos que musculados de Miss Wilma… ¡Zas! Allí está el cadáver del augusto Marius. Y, claro, eso le baja la libido a cualquiera.
El problema de este episodio —que se deja ver, sobre todo, por su estupendo reparto— es de desequilibrio entre lo policíaco y lo cómico. La persecución final tiene lugar durante la actuación del mago chino Chin-Wu (Agustín González) y su coqueta ayudante Lolita (Alicia Hermida). “¡Un misterio por minuto!”, repite una y otra vez la maestra de ceremonias, mientras madame Wu se empeña en no desaparecer cuando debe y en regresar en los momentos más inoportunos. Chin-Wu tiene montados dos pabelloncitos orientales para ejecutar su número, pero en ellos se materializan perseguidores y perseguidos, como en una película de dibujos animados. Finalmente, los culpables caerán en la red desde un baúl atravesado por sables suspendido en lo alto de la carpa.

Las viudas (1966) se decanta por la modalidad de los episodios independientes encomendado cada uno a un director distinto, lo que propicia ciertas modulaciones en el tono a las que se suelen achacar el fracaso de esta modalidad de películas. Pedro Lazaga dirige el primero, “Luna de miel”, y Julio Coll el segundo, “El aniversario”.

Cierra la película el sketch de Forqué, “El retrato de Regino”, el más proclive al humor negro. Tanto, que empieza la empleada de una floristería cruzando la Castellana a la carrera con una corona fúnebre a cuestas y llevándola hasta casa del difunto en el carricoche de un ciclista compasivo. Lo que pasa es que la corona llega con retraso y al pobre Regino (José Luis López Vázquez) lo han enterrado el día anterior. Paola (Gabriella Pallotta), la joven viuda, descubre que ha llevado una vida de privaciones en tanto que su marido siempre fue un hipócrita que mantenía a una amante (Doris Coll) en un apartamento de la calle López de Hoyos. Los buitres que rondan en torno al cadáver (Antonio Ferrandis, Alfredo Landa y Saza) comienzan el asedio de la viuda en cuanto se enteran de que ha quedado heredera única de una gran fortuna amasada a base de préstamos usurarios.

Mi episodio —recordaba Forqué— era muy divertido, muy satírico y estaba muy próximo a lo que después ha marcado mi carrera profesional, en la que no hago comedia pura, sino que la aderezo con elementos grotescos o, para decirlo más claro, valleinclanescos, es en ese tipo de comedia, marcadamente española, donde trabajo más a gusto. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid, Alianza Editorial, 2009, pág 223.]

Aunque en la misma entrevista aseguraba que las películas de sketches nunca han tenido gran aceptación en España, Las viudas llevó a los cines a casi millón y medio de espectadores.
Yo he visto a la muerte (1965) surgió con intención de convertirse en serie televisiva de tema taurino, fruto de la colaboración de Forqué con Armiñán. Las dificultades de sacar el proyecto adelante en este formato convencieron a Forqué de reunir los cuatro episodios rodados en un largometraje:

Jaime de Armiñán conocía muy bien el tema desde antiguo pues su padre había sido un prestigioso crítico de toros. Nos interesaba reflejar, en forma de docudrama, una realidad, sin las deformaciones habituales. [...] La película fue un experimento notable pero no funcionó comercialmente. Aprendí la lección: los toros, como el circo o el fútbol, son espectáculos en sí y el público quiere ver en ellos al héroe. [Florentino Soria: José María Forqué. Murcia: Editora Regional de Murcia, 1990, págs. 90-91.]

Aunque asumiera la producción Memsa P.C., la compañía de Armando Moreno y Nuria Espert, en los títulos de crédito ésta aparece como coproductora junto a Orfeo P.C. Es la primera ver que nos encontramos con la marca con la que Forqué va a realizar todas sus películas a partir de 1968. En cuanto a la marcha comercial de la película, el control de taquilla instaurado en 1966 por la Dirección General de Cinematografía y Teatro cifraba los espectadores en 731.383, cifra nada desdeñable, aunque seguramente inferior a las expectativas de Forqué, que había conseguido presentar en la pantalla a Luis Miguel Dominguín y congregar en torno a aspectos menos evidentes de la “fiesta nacional” —cómo sobreponerse a una cogida, la dureza de las capeas el sacrificio de la yegua de un rejoneador— a primeras figuras como Antonio Bienvenida, Andrés Vázquez o los Domecq, padre e hijo.

Más allá de la rigurosa puesta en escena, la construcción melodramática de los episodios y el obligado doblaje, que ponen en cuestión el carácter declarado de “docudrama” de la cinta, Yo he visto a la muerte encuentra sus mejores momentos cuando se enfrenta al propio dispositivo.
En el primer segmento, Antonio Bienvenida revive una y otra vez su cogida gracias a la película que le ha facilitado No-Do. Durante su convalecencia en el cortijo, la proyecta obsesivamente buscando la respuesta al error que cometió en la plaza. El retroceso de unos fotogramas le permite retrotraerse al instante anterior a la tragedia: “Mientras no sea capaz de terminar este muletazo seguiré muerto”. Su único empeño es volver a ese momento rebobinado gracias al cine —el mismo traje, la misma ganadería, la misma plaza— y tomar la decisión correcta.

En el último, Dominguín recuerda, también a partir del material de archivo, el toreo de Manuel Rodríguez “Manolete”, con quien compartía cartel la tarde de su muerte en la plaza de Linares. Sin embargo, el dispositivo de la memoria no va a ser en este caso el documento cinematográfico, sino la reproducción de la cogida con figuras de cera en una barraca de feria. El charlatán hace una descripción colorida y ad hoc de aquella tarde construyendo un relato que desmienten los recuerdos de Dominguín. Al final, el feriante le pregunta si no quiere aproximarse y ver de cerca el pitón penetrando en el muslo, colocándonos como espectadores en el lugar que el espectáculo nos tiene reservado de voyeurs de la tragedia.

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