domingo, 16 de diciembre de 2018

la estafa de la vida: julio coll (4)

La noria ha sido el motivo vital de Vance Pierson (Barry Sullivan). Desde que viera una de pequeño se decidió su vocación de ingeniero. Aprovechando el principio de la noria ha diseñado un novedoso sistema que es capaz de multiplicar la producción de electricidad en una de aquellas presas que siempre andaba inaugurando Franco. Por eso vino a España, donde conoció a la bella y perturbada Laura Blanco (Martha Hyer). Su amor adúltero quedó sellado en una boite llamada precisamente “La noria”. Cuando Vance anuncia a su amante que va a regresar junto a su mujer (Sherry Moreland) y su hija, Laura, que ya había dado síntomas de piromanía galopante, prende fuego a la casa. Vance intenta salvar a su familia de las llamas y queda completamente desfigurado. Desde entonces su único objetivo es la venganza. Al fuego, con fuego. La policía (un inspector encarnado por Luis Prendes) y el antiguo compañero de Vance en la presa (Fernando Hilbeck), le buscan. Pero el hombre sin rostro y sin manos parece haberse desvanecido después de escapar del hospital. Una serie de incendios les ponen sobre la pista de la feria que regenta Frade (Carlos Casaravilla). Allí hay, claro, una noria. Y esta noria está regentada por un tal Peter. Peter asegura haber trabajado en los parques de atracciones más famosos de Europa: el Prater de Viena y el Tívoli de Copenhague. Su destino es bastante más prosaico, una aldea costera en la provincia de Lugo, donde vive escondida Laura con su hijita. La noria, la omnipresente noria, será el escenario del acto final de la tragedia.

Fuego / Pyro… The Thing Without A Face (1963) oscila del suspense inicial al terror granguiñolesco —subgénero demente desfigurado: El fantasma de la Ópera, Los crímenes del museo de cera…— del último tramo. En el trayecto, la duda de cómo pasó una coproducción española los trámites de censura previa en 1963 con un adulterio, piromanías varias, doctores (otra vez un inquietante Paco Morán con bata blanca) que opinan que sus pacientes estarían mejor fiambres y sugerencias de incesto. Misterios de una película de misterio, que tampoco termina de desvelar en sus memorias el productor Sidney Pink, a pesar de argumentar que su socio en Esamer, Antonio Recoder, tenía cierta amistad con Gregorio López-Bravo. (Sidney Pink: So You Want to Make Movies: My Life as an Independent Film Producer. Sarasota: Pineapple Press, 1989, pág. 165.] Recuerda el estadounidense, eso sí, a Coll como un director prestigioso, galardonado y solvente en lo profesional durante las cuatro semanas de rodaje en exteriores en Galicia. Todo habría cambiado a partir de que el equipo se trasladase a rodar interiores en estudios madrileños. Según Pink, Coll se habría comportado despóticamente con Martha Hyer y Barry Sullivan, aunque de nuevo esta vez las múltiples causas que aduce para su comportamiento sumen el asunto en una tenebrosa ambigüedad. Por una parte, el realizador se habría sentido empujado a demostrar su poder al mando de un equipo americano ante la multitud de visitantes que en España acudía a los rodajes. Por otra, Pink había firmado con él un acuerdo para que dirigiera dos películas y lo que pretendía era cobrar la segunda sin haber terminado siquiera la primera. El caso es que —siempre según el productor— el operador Manuel Berenguer y el ayudante de dirección Luis García —mano derecha de Coll en los rodajes desde Distrito Quinto (1958)— habrían asumido la realización de la secuencia del incendio, la más complicada de la película. 

Aunque Julio Coll resultó ser un cabrón, debo admitir que hizo un buen trabajo en el rodaje. Al fin comprendí la verdadera razón de su "colapso". Diez días después de recibir mi carta de despido, se presentó en nuestra oficina y dijo que estaba listo para trabajar en su próxima producción. Su contrato estipulaba que el segundo proyecto empezara a prepararse dos semanas después de que terminara Fuego. Como ahora tenía la prueba de que había terminado, requería el pago de la segunda imagen según su contrato. Que él supiera perfectamente que no teníamos guión no valía como argumento ante los tribunales, así que nos vimos obligados a pagarle a Julio sus diez mil dólares sin que se ganara ni un céntimo de los mismos. Pero cuando se ofreció a dirigir la película si le pagábamos cinco mil adicionales, lo eché de la oficina. En aquel momento me di cuenta de que, como en el resto del mundo, en España también había timadores. [Ibidem, pág. 164.]

El rótulo que sirve de pórtico a Jandro (1965), tras los títulos de crédito, pretende constituirse en clave de interpretación de la misma: "A todos los españoles que con su trabajo y tesón crearon una riqueza y supieron conservarla". Otro rótulo sobre una amplia perspectiva de prados verdes entre montañas sitúa la acción en Asturias en 1912. La diferencia con la película de Sáenz de Heredia, ambientada durante las guerras carlistas del XIX es, por tanto, evidente. El paso del mundo rural a la industrialización ya ha tenido lugar y nos encontramos ante las duras condiciones de trabajo de una familia compuesta por un padre (Luis Induni) y cuatro hijos. Estos quedan caracterizados con unos pocos brochazos: Jandro (Arturo Fernández) es mujeriego, juerguista y trasnochador; Juan (Pepe Martín) el profesional concienzudo, mano derecha de su padre con los cartuchos de dinamita; Pedro (Alfredo Alcón) el estudiante, deseoso de un futuro mejor; y Manolín (Manuel Miranda), el benjamín de la familia, cuya vida adulta comienza el primer día que baja a la mina. El padre tiene un sueño, excavar una mina bajo el mar que explote la veta submarina que corre desde Gales hasta Asturias. Pero cuando Pedro regresa de la ciudad, de obtener el título como capataz, se encuentra con que la galería se ha derrumbado y su padre y Juan han quedado allí. Dumont (Jorge Rigaud), el patrón, decide que es imposible recuperar los cadáveres y que el trabajo debe continuar. Así que cuando los tres hermanos Ordieres supervivientes se presentan en la oficina de la compañía a cobrar su mesada exigen también la del padre y el hermano que nunca han salido de la galería. Es la ley de la mina. Con el dinero obtenido los tres hermanos compran una vieja mina abandonada y comienzan a hacerle la competencia a Dumont, porque son capaces de vender a bajo precio grandes cantidades de carbón a un especulador (Agustín González) en el momento en que toda Europa huele ya la pólvora de la Gran Guerra.Pedro termina casándose con Laura (María Mahor), la hija de su rival comercial y poniendo en marcha la mina submarina. Jandro aprovecha la bonanza para engañar una vez más Gloria (María de los Ángeles Hortelano) y cumplir en el mismo Gijón sus sueños parisinos de champán y mujeres fáciles. Es el momento en que los hermanos pueden poner por fin en pie el sueño de su padre: excavar la mina submarina. Pero precisamente este proyecto terminará enfrentando a Jandro y a Pedro en una lucha en la que el primero optará por el sacrificio. Hasta el regreso al interior de la mina para el clímax, las escenas en las que la financiación, la solicitud de préstamos y la intrincada red familiar y sentimental de intereses cobran protagonismo, nos devuelven al universo de Los cuervos (1962).

Todo en Jandro tiene la apariencia de un relato del XIX, con su largo arco temporal, sus intrigas familiares, sus locos shakespearianos y sus efectos melodramáticos. Sin embargo, Julio Coll no fuerza nunca este último apartado, so pena incluso de dejar de exprimir el relato hasta sus últimas consecuencias. El retrato de un nuevo capitalismo, atrevido y visionario, frente al conservadurismo de los viejos empresarios permite que, durante su primera mitad, la trama se nutra sin miramientos de los conflictos surgido de la lucha de clases en una industria cinematográfica tutelada, como la española, poco dada a estas gollerías. Es en esas estampas viriles donde Coll busca la veta espectacular de la épica del trabajo.

No fueron tan frecuentes en España como en Italia las películas de sketches. Ni siquiera en la producción de Pedro Masó, que cultivó, sin embargo, la veta de las subtramas entrelazadas con parecido peso en el argumento y repartos corales. Las viudas (Pedro Lazaga / Julio Coll / José María Forqué, 1966), a pesar de partir de un guión que escribe él mismo con Rafael J. Salvia se decanta por la modalidad de los episodios independientes encomendado cada uno a un director distinto, lo que propicia ciertas modulaciones en el tono a las que se suelen achacar el fracaso de esta modalidad de películas. Coll dirige "El aniversario" que narra el décimo séptimo que celebran Alberto y Ana (Alberto Closas y Julia Gutiérrez Caba), un matrimonio en permanente luna de miel, con dos hijos ya mayorcitos y sólo una leve afección coronaria en la parte masculina de la pareja debido al estrés provocado por los negocios… Claro que Alberto no palia el estrés únicamente con la medicación, sino que tiene una amante treinta años más joven que él (Aida Power) con la que hace escapaditas a la sierra mientras hace creer a Ana que está en viaje de negocios en Londres. Cuando la fatalidad alcance a Alberto en el hotel de Navacerrada, Ana deberá demostrar de qué pasta estaba hecho su matrimonio. Coll realiza este episodio de un modo funcional, sin cargar las tintas en los ribetes esperpénticos que podría haber sugerido la historia, sobre todo en los personajes de las amigas de Ana. Pero es precisamente esta tibieza lo que parece condenarlo a la condición de sketch bisagra.

Escribe entonces junto a su inseparable José Germán Huici un libreto titulado El huracán, que, a pesar de recibir un premio del Sindicato Nacional del Espectáculo, no encuentra productor. Se trata de un nuevo fin de etapa, cuya valoración crítica empieza a bascular hacia el polo opuesto. Antes de que llegue el olvido, Coll sentirá en carne propia la paradoja de sentirse vilipendiado por lo que antes se elogiaba:

Julio Coll intenta un cine internacional, basándose en presupuestos intelectuales insuficientes que dan como resultado último Los cuervos o La cuarta ventana, films donde más que una voluntad de búsqueda y enfrentamiento cabe encontrar un deseo de explotar “el gran tema”. [Ramón Moix: “Entre un cine de Barcelona y un cine catalán”, en Nuestro Cine, núm. 61, 1967. pág. 11.]

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