domingo, 15 de septiembre de 2019

lazaga 101 (15)


En el prólogo a Fin de semana (1963) el actor Fernando Rey entrevista a unos transeúntes sobre el significado del fin de semana en una sociedad en la que hombres y mujeres están condenados a ganarse el pan con el sudor de su frente. Aunque su impostado tono cómico nos pone sobre aviso de la intención de la encuesta, no deja de haber en este planteamiento una apuesta por la crítica de costumbres. Y se sigue para ello un modelo que en Italia ha dado estupendos resultados -recuérdese a Luciano Emmer y su Domenica d'agosto (1950)- el de los episodios encadenados, otro de los filones explotados por Lazaga en los sesenta.

Protagonizan los mismos los empleados de una oficina... Don Alberto (José Luis López Vázquez), el director, pega el esquinazo a su mujer (Laly Soldevila) con la excusa de una visita del director general para poder irse a cenar con su amante (Vicky Lagos), pero resulta que el director general (Ismael Merlo) se presenta de verdad en la oficina dando al traste con sus planes. Su secretaria es Ángela (Elvira Quintillá), una chica romántica que el domingo se encuentra con un viejo amigo (Jesús Puente) que ha decidido disfrutar de la soltería y de la vida. Ramírez, Luis y Tomás (Manolo Gómez Bur, Ángel Ter y Venancio Muro) andan locos por ligar con las camareras del bar de la esquina. Bernardo (Antonio Ozores) es un soñador irredimible que pretende pasar el domingo en el campo con una chica preciosa (Soledad Miranda). Antonio (Enrique Ávila) espera reunir el dinero para poder casarse con Pilar (Ángela Bravo). Don Joaquín (José Orjas) es un ogro en la oficina, pero en su casa vive sojuzgado por su mujer. Paco (Manuel Manzaneque), el botones, ha falsificado un cheque para hacerse con seiscientas pesetas con las que espera descubrir el mundo durante el fin de semana, escapando a la tutela de su madre.

Desde el punto de vista formal, lo más interesante de Fin de semana es el modo en que Lazaga da cuerpo a las fantasías de sus personajes. Cuando Ángela pide a la orquesta que toque "Bésame mucho", ella y su pretendiente se quedan solos en la boite y el mismísimo Antonio Marchín se materializa en el escenario, cantando sólo para ellos. Al lado de Sonsoles, Bernardo se sueña astronauta en misión espacial o el mismísimo Tarzán de los monos. Antonio y Pilar se extasían ante los escaparates de una tienda de muebles que les ofrecen la imitación de la vida que sería su vida de casados si tuvieran dinero para acceder al consumo en el que se cifra toda su felicidad, aunque al llegar al dormitorio se cierra la persiana del establecimiento... en un guiño a la censura. Apoyada la lectura en clave romántica de estas fantasías por la partitura de Antón García Abril, lo que la película termina mostrando es la sublimación del deseo que absolutamente ninguno de los personajes es capaz de satisfacer fuera del matrimonio. Ni siquiera dentro de él, como en el caso de don Joaquín o don Alberto, lo que preludia un final muy poco feliz para el resto de las historias.

Lazaga explotará grotescamente y con mucha menos fortuna la misma idea de partida en Tres suecas para tres Rodríguez (1975), en la que tres compañeros de oficina -encarnados por Tony Leblanc, Antonio Ozores y Rafael Alonso-, cuyas mujeres están en Benidorm, corren tras sendas nórdicas –interpretadas por Helga Liné, Marisa Medina y Erika Wallner-. Capeas, parque de atracciones y juergas en el apartamento de estas avispadas extranjeras que utilizan a los machos hispánicos en celo para encubrir un negocio de tráfico de drogas. Cuando las legítimas regresan inesperadamente a Madrid hay garrotazos para todos, como en un teatrito de guiñol, cuya ambición artística sea probablemente mayor que la de Lazaga en esta ocasión, una de las más lamentables de su carrera.

Protagonizan Novios 68 (1967) cinco parejas en las que Masó y Salvia pretenden cristalizar el espíritu de su tiempo… Por supuesto, las cinco historias terminan en matrimonio canónico y con el hombre ejerciendo todas las potestades a las que le da derecho el patriarcado. O sea, que los cambios en las costumbres -la minifalda, el trabajo femenino, la publicidad...- carecen de relevancia en cuanto a los roles que cada cual asume en la pareja, como queríamos demostrar. Emilio (Arturo Fernández) es un vendedor de coches que reparte su amor entre la azafata Susana (Mari Francis), la farmacéutica Teresa (Irán Eory) y la poliglota Gela (Sonia Bruno). Lolita (María José Goyanes), la hermana de ésta, sufre porque su novio Pepe (Alfredo Landa) no es nada más que fontanero, aunque “es de los que se casan”, según una compañera de ella. Conchita (Diana Lorys), que atiende al público en una floristería, ve cómo sus mejores años se marchitan al lado de Marcelino (José Luis López Vázquez), que se dedica a aporrear la batería por las noches en boites de moda y por el día a ensayar como percusionista con una gran orquesta. Julia (Teresa Gimpera), que trabaja en una agencia de publicidad, ha intentado colocar allí a Antonio (Juan Luis Galiardo), pero él se resiste a asumir cualquier tipo de compromiso, pero cuando Federico (Juanjo Menéndez), un fabricante de persianas supersticiosísimo, la atropella se le ofrece una nueva posibilidad de encontrar el amor en Barcelona.

Lucía (Gracita Morales) es empleada doméstica y su novio, Saturnino (José Sacristán) está haciendo la mili en Madrid y al licenciarse, se coloca en la construcción. De la comedia de enredo al sainete, del vodevil a la comedia cómica, la película va lanzando temas al espectador sin profundizar en ninguno. Saturnino terminará camino de la emigración en lo que podría ser el antecedente directo de Vente a Alemania, Pepe (1972), y en esa crónica subterránea de la motorización en España que constituyen las películas de Lazaga para Masó, Pepe compra un utilitario con su sueldo de fontanero para que a Lolita no le metan mano en el autobús. Lo que ocurre es que a estas alturas, el coche ya no es el sufrido 600, sino un flamante 850.

Verano 70 (1969) representa la guerra de sexos según Masó al filo de la década: matrimonios motorizados, con hijos y suegras, que acuden a Benidorm todos los años para que las mujeres hagan lo que les venga en gana y los maridos se excusen con el trabajo que han dejado en Madrid pendiente para echar una canita al aire. Las cuatro parejas -el calozonazos de Juan (Juanjo Menéndez) y la temible Luisa (Diana Lorys), el nuevo rico Enrique y la tiránica Lula (Trini Alonso), el atlético Mario (Luis Dávila) y la eternamente embarazada Julia (Marisol Ayudo) y el doctor Valverde (Jesús Puente) y la desatendida Merche (Mónica Randall)- responden más o menos al mismo patrón. La incursión de los hombres en Madrid con dos nórdicas no tendrá éxito, pero les costará una soberana paliza a cada cual cuando las dos jovencitas aparezcan casualmente por Benidorm. Lazaga utiliza entonces la cámara rápida -como ya ha hecho en la secuencia de precréditos, al modo de La ciudad no es para mí (1965)- e ilustra esta especie de colofón slapstick con unas aleluyas como las que Pedro Llabrés solía utilizar para la sonorización de los cortometrajes mudos de Larry Semon y Charles Chaplin. Un largo travelling por las sillas que ocupan las cuatro familias en el cine de verano para ver un western completa la mirada autorreferencial en un una nueva colaboración de Lazaga con Masó que, a estas alturas, parece mirarse más a sí misma que otra cosa. La colaboración estelar de La Polaca y las dos cancioncillas ñoñas de Marta Baizán van en esta línea.

Como colofón a este ciclo de películas de episodios enlazados, trae uno aquí a colación la única participación de Lazaga en una película de sketchs, que no fueron tan frecuentes en España como en Italia. Ni siquiera en la producción de Pedro Masó, que cultivó, sin embargo, la veta de las subtramas entrelazadas con parecido peso en el argumento y repartos corales. Las viudas (1966), a pesar de partir de un guión que escribe él mismo con Rafael J. Salvia se decanta por la modalidad de los episodios independientes encomendado cada uno a un director ditinto, lo que propicia ciertas modulaciones en el tono a las que se suelen achacar el fracaso de esta modalidad de películas. "Luna de miel", de que se responsabiliza Lazaga, narra el intensísimo viaje de novios de Enrique y Sofía (Arturo Fernández e Irán Eory), tan intenso que en el hotel de Roma se acumulan en la puerta de su habitación del hotel los carritos con la comida de varios días en un gag de inspiración lubitschiana bien resuelto por Lazaga con un tavelling en lugar de unos de sus recursivos zooms. La insaciabilidad de Sofía va minando poco a poco la salud de Enrique, que, de joven pletórico de vigor se convierte en apenas un año en un cadáver que camina. Sin embargo, el episodio flojea cuando queda confiado a la capacidad histriónica de Artuto Fernández, en tanto que sube de interés en las escenas que comparte con su mujer o sus socios en la inmobiliaria (Juanjo Menéndez, Antonio Garisa y el sempiterno lazaguista Arroitia-Jáuregui). El epílogo muestra a uno de ellos (Menéndez) dispuesto a inmolarse en el ara del amor, al contraer matrimonio con la viudita.

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