domingo, 30 de junio de 2024

klimovsky, el estajanovista (12)

La noche de Walpurgis / Nacht der Vampire (León Klimovsky, 1970) es una de las entregas más exitosas de la saga del lobishome Waldemar Daninsky (Paul Naschy): más de un millón de espectadores sólo en el mercado español. No es ajeno a ello el trabajo de estilización que realiza Klimovsky tanto en el terreno del color —una sangre roja que bebe de productos previos de la británica Hammer Films— como mediante la utilización de la cámara lenta en los encuentros con la condesa Wandesa Darvula de Nadasdy (Patty Shepard). El personaje había comparecido por primera vez en La marca del hombre lobo (Enrique L. Eguiluz, 1968), título en el que Juan Manuel Company cifra el nacimiento del fantaterror o, en su terminología, el "subterror español". ["El rito y la sangre: Aproximaciones al subterror hispánico", en Equipo Cartelera Turia: Cine español, cine de subgéneros. Valencia: Fernando Torres, 1974, págs. 17-76.] La noche de Walpurgis constituiría el inicio de la tercera etapa del filón, la de consolidación de las trayectorias de los principales artífices del género: "Jacinto Molina, Javier Aguirre, Amando de Ossorio y el propio Klimovsky". [Ibidem, pág. 26.]

El doctor Hardick (Julio Peña), un decidido racionalista, realiza la autopsia de Waldemar Daninsky, al que se región acusaba de convertirse en hombre-lobo y cometer horrendos crímenes en las noches de plenilunio. Las supersticiones populares en plena carrera espacial le resultan incomprensibles. Por eso decide extraerle las balas de plata del pecho. En cuanto lo hace, Daninsky vuelve a la vida. Dos estudiantes (Gaby Fuchs y Barbara Capell) viajan al norte de Francia para encontrar la tumba de la condesa húngara Wandesa Darvula de Nadasdy. A pesar de que Elvira, una de las estudiantes, está comprometida con un policía (Antonio Resino), no puede evitar enamorarse de Waldemar. Por tanto, si ella empuña la cruz de Mayenza que han arrancado del pecho del cadáver de la condesa y se lo clava en el corazón al hombre-lobo en una noche de plenilunio podrá descansar por fin de su maldición. Pero antes, Daninsky deberá enfrentarse a la condesa-vampiro, que también ha vuelto a la vida con el monje Verdún y que, en la noche de Walpurgis, alcanzará su máximo poder.

El realizador reconoció haberse inspirado en La chute de la maison Usher (El hundimiento de la casa Usher, Jean Epstein, 1928). [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 20.] Sin embargo, estas escenas, plenas de sugerencias, alternan con los largos segmentos expositivos habituales en los guiones de Jacinto Molina, donde este hace gala de su erudición sobre la brujería, la Inquisición y otros temas históricos relacionados con el fantastique. También en la columna del debe, una ambientación que deja bastante que desear: los paisajes estivales de la sierra madrileña casan mal con la ubicación de la acción en Bretaña o Normandía. ¿Qué fue entonces lo que atrajo al público? Sin duda, las decapitaciones, las sugerencias  de lesbianismo, los zarpazos, el apunte de unos desnudos femeninos que sólo se pudieron ver en la doble versión foránea, claro, y un envoltorio decididamente pop en el que Klimovsky busca el correlato de la fantasía de Naschy.


Fruto de su buena relación con Naschy en La noche de Walpurgis, Klimovsky se pone al frente del rodaje de Doctor Jekyll y el hombre lobo (1972), sexta entrega del ciclo licantrópico con una nueva variante: es el doctor Jekyll el encargado de curar al lobishome gracias a un suero que consigue anular temporalmente su alter ego licantrópico, pero sólo para transformarlo en un tipo sádico y entregado a sus más bajas pasiones: míster Hyde. No son las únicas alusiones al género, puesto que la localización transilvana propicia también las referencias a Drácula e, incluso, a los campesinos que queman el castillo de Frankenstein y el mismo nombre de la heroína evoca al divino Marqués. La acción arranca cuando Imre (José Marco) y su joven esposa Justine (Shirley Corrigan) viajan a Transilvania en viaje de novios. Ella no tarda en quedar viuda porque un grupo de lugareños asesina a su marido para robarle el coche. Cuando están a punto de violarla, aparece Waldemar (Naschy), que la salva y la lleva a su castillo. Ella, agradecida, le propone que la acompañe a Londres, donde su amigo Henry Jekyll (Jack Taylor), nieto de aquel que hiciera célebre Robert Louis Stevenson, acaso disponga de un método para curarle. Éste no puede ser más enrevesado: le inoculará el suero que lo convierte en Hyde, de manera que esta segunda personalidad anule la licantrópica, y luego le inyectará un antídoto que desactive al siniestro Hyde. Pero los celos de Sandra (Mirtha Miller), la ayudante del doctor, darán traste con el plan, embarcándose con Hyde en una orgía de sadismo en la que Justine será la víctima inocente. No obstante, ya ha pasado casi una hora de película cuando llega este momento. El largo prólogo y las primeras correrías del hombre lobo transilvano en Londres han servido para que asistamos a la primera transformación en la exótica localización de... un ascensor. No menos sabor bizarro tiene la estampa de Hyde paseándose con capa y sombrero de copa por los clubs de striptease del Soho. Una transformación estroboscópica aporta novedad a los procedimientos habituales en el género y Klimovsky consigue insuflar cierto lirismo en algunas secuencias aisladas, a tenor con el romanticismo enfermizo con el que siempre trató Paul Naschy a su personaje más amado.

La base de un género debe ser siempre el público al que ese género pertenece instintivamente y España es tierra de creencias, fanatismos y supersticiones, un género que respondiera a esas mismas supersticiones y creencias sería, lógicamente, natural. Pero no existe. Si hubiera un género auténtico de cine de terror español, inspirado en lo vernáculo español, ya no existiría este problema de mezclar mitologías de distinto signo en una película. [...] El unir a varios personajes fantásticos en una sola películas es producto un poco de la sociedad de consumo en que vivimos. Se hace una película de éxito con el Hombre Lobo y otra con el Dr. Jekyll que también funciona económicamente y se los junta en un solo film para vender más de lo que vende el vecino. [Juan Manuel Company: Op. cit., pág. 41.]

Las palabras de Klimovsky dejan traslucir cierta desazón con esta cinta. Por entonces, está concentrado en levantar con Naschy un proyecto que no llegará a la pantalla: ¡Yo... vampiro! (La venganza de Drácula). A decir del propio Klimvsky la idea habría surgido de su larga relación con Vampyr (La bruja vampiro, Carl Theodor Dreyer, 1932) en cuya restauración habría trabajado en Alemania en los tiempos de la creación de la Filmoteca y de la que conservaba un guión de rodaje. [Antonio Cervera: "Veremos... Dr. Jekyll y el hombre lobo", en Terror Fantastic, núm. 10, julio de 1972, págs. 37-38.] José Luis Salvador Estébenez ha estudiado el guión registrado por Naschy y lo vincula a la fórmula de coproducción hispano-alemana de La noche de Walpurgis, además de servir de esbozo a algunos temas desarrollados en El gran amor del conde Drácula (Javier Aguirre, 1972). [José Luis Salvador Estébenez: "Naschy invisible: Los guiones no rodados", en Paul Naschy / Jacinto Molina, la dualidad del mito. Vial Books, 2017, págs. 317-320.]

Hablamos de La saga de los Drácula (1972) a raíz de su proyección en Super-8 en la Cada Encendida de Madrid. Toca ahora ubicarla en la filmografía de Klimovsky y, en concreto, en el subgénero fantaterror. Ésta es la primera de las que dirige para firma barcelonesa Profilmes.

Me hicieron una propuesta económica —recordaba Ricardo Muñoz Suay— y me dieron carta blanca para alternar los rodajes entre Madrid y Barcelona. Como yo había hecho La noche de Walpurgis con León Klimovsky y había ido muy bien, hablé con Paul Naschy con Carlos Aured, que había sido el ayudante de dirección, e hicimos El espanto surge de la tumba y, a continuación, La saga de los Drácula, La noche de las muertas y La noche del terror ciego. Se hacían cuatro películas por año.[Esteve Riambau: Ricardo Muñoz Suay: Una vida en sombras. Barcelona: Tusquets / IVAC la Filmoteca, 2007, pág.471.]

La cinta de Klimovsky parte de un guión de Juan Tébar y Emilio Martínez Lázaro que se esconden bajo el seudónimo comanditario de Lazarus Kaplan. Es probable que las ideas más novedosas de la película procedan de su libreto, en el que José Abad ha apuntado la doble influencia polanskiana de The Fearless Vampire Killers (El baile de los vampiros, 1967) y Rosemary’s Baby (La semilla del diablo, 1968). [Rubén Higueras Flores (ed.): Cine fantástico y de terror español, de los orígenes a la edad de oro (1912-1983). Madrid: T&B Editores, 2014, pág. 219.] De la práctica de Profilmes proceden, en cambio, el apretadísimo plan de trabajo y la práctica de la doble versión con desnudos femeninos para la exportación.

La saga de los Drácula, aclaraba Klimovsky...

es la historia de una familia que debe cuidar de no perder su descendencia porque les falta el elemento fecundo y se trata de la descendencia de una familia de vampiros. Es la lucha por conseguir esta descendencia y posee en cierto modo una especie de humor acre. Y tiene un final que yo creo que es extraordinario, tal vez por la audacia con que fue hecho, que es el nacimiento del nuevo vampiro. [Antonio Gregori: Op. cit., pág. 21.]

En cuanto a la puesta en escena, el rojo se adueña de la mesa durante las comidas familiares, y adquiere pleno sentido en el penúltimo plano de la película, pero una inadecuada colorimetría en la digitalización de la película complica —¿o acaso se debiera a un deficiente tratamiento en el original?— convierten los efectos de noche americana en extraños días, con lo que las incursiones en exteriores de los no muertos comprometen gravemente uno de los códigos del mito vampírico.


El libreto de Paul Naschy para La rebelión de las muertas (1973) es un batiburrillo de referencias, con el asesinato de Sharon Tate como motivo principal de inspiración. En plena fiebre de hippismo y fervor por los gurús de la India, Krisna (Paul Naschy) y su ayudante Kala (Mirta Miller) ofrecen consuelo espiritual a las gentes crédulas de la alta sociedad londinense. Elvire (Romy), cuya prima ha muerto asesinada, es una de ellas. A la cita con el santón le acompaña el escéptico doctor Redgrave (Vic Winner). El gurú les invita a unirse a la comunidad que va a montar en una mansión en el campo. Esa misma noche, un tipo con una máscara grotesca que en el prólogo resucitó a la prima de Elvire mediante un rito vudú entra en su casa con la muerta viviente, asesina a su familia e intenta acabar con su vida. La intervención de la policía la salva en el último instante. Estos sucesos precipitan su marcha a la "casa del diablo", la mansión de Krisna. El jefe de estación (Luis Ciges) le ha informado de la leyenda de satanismo que guarda el lugar y la primera noche Elvire sueña que su anfitrión es el mismísimo Satán, con patas y cuernos de macho cabrío. Semejante cóctel recibe un tratamiento visual por parte de Klimovsky notablemente homogeneizador. El uso continuo de grandes angulares y de la cámara lenta, amén de un humor de cariz grotesco y un evidente regusto a serial, confieren unidad a una producción que se encuentra entre las más imaginativas de Klimovsky y de la productora catalana Profilmes. 

 


 

 No estoy, por tanto, de acuerdo con Adrián Sánchez Esbilla cuando le reprocha a Klimovsky su falta de interés en la película. En cambio, no se me ocurre análisis más acertado de la cinta que el suyo:

Ni Klimovsky ni Naschy eran escrupulosos con el reciclaje, así que recuperan directamente de La noche de Walpurgis a las vampiras que atacan al ralentí; aquí zombis de tradición clásica, pre-Romero, que se mueven al ritmo de la monstruosa banda sonora de Juan Carlos Calderón. Por otro lado, su hibridación (revoltijo) de satanismo, ocultismo y sexy se corresponde con la temática de otras piezas de horror barato. [...] El cine español de géneros, después de todo, estaba plenamente incorporado a la internacional del exploit. [Adrián Sánchez Esbilla: "La rebelión de las muertas", en José Luis Salvador Estébenez (ed.): Paul Naschy / Jacinto Molina, la dualidad del mito. Vial Books, 2017, pág. 80.]

La partitura groove de Juan Carlos Calderón resulta tan ajena a la narración como de costumbre en la filmografía de Klimovsky, aunque en esta ocasión quede justificada por la localización londinense. De todos modos, esto no es nada comparado con la musiquilla de archivo de La orgía nocturna de los vampiros (1973), que no desentonaría en una comedia playera. Una vez más, la evidencia de que las localizaciones donde se desarrolla la acción están en la sierra madrileña y no en los Cárpatos es un hándicap contra el que debe luchar el realizador, a tenor de un presupuesto que se adivina bastante exiguo. La presencia en la pareja de guionistas de Antonio Fos garantiza algunos toques de humor negro genuinamente cafre.

El conductor del autobús que transporta a la servidumbre de un castillo de Transilvania fallece repentinamente. Como aún quedan más de cien kilómetros hasta el castillo, los viajeros deciden desviarse del camino y pasar la noche en un pequeño pueblo llamado Tolnia. Sin embargo, aunque el fuego está encendida y la comida a punto, el pueblo está deshabitado. El viajero que ha sustituido al conductor (Indio González) se queda de guardia y, cuando abandona la posada, es atacado por un grupo de zombis. Pero por la mañana todo parece normal. Boris (José Guardiola) les explica que la noche anterior estaban en el cementerio, despidiéndose de uno de sus paisanos. Cuando ordena al posadero conseguir carne para los viajeros asistimos a otro acto salvaje: un gigante (Fernando Bilbao) armado con un hacha le amputa la pierna al herrero para echarla en el puchero. Los viajeros se ven obligados a aceptar la hospitalidad de una mujer a la que todos llaman la Señora (Helga Liné). Entre ella y los habitantes del pueblo van dando cuenta, uno a uno, de los viajeros. Apenas quedan el viajante, la doncella (Dianik Zurakowska), a la que éste espía por las noches, y la institutriz (Charo Soriano) con su hija pequeña. La presencia de la niña parece orientar la lectura del relato como si fuera un cuento de hadas, con su ogro, su bruja y sus héroes armados de ingenuidad y osadía, pero la inconstancia en la focalización del punto de vista arruina esta posibilidad. Klimovsky trabaja entonces sobre pequeños momentos, confiando el diseño general al ambiente, e intentando resolver algunas escenas mediante recursos de planificación y montaje.

El estajanovismo da sus frutos. En marzo de 1973 la revista Terror Fantastic anuncia: "Veremos... 3 películas de Klimovsky". Incluye fichas técnico artísticas y los argumentos detallados de sus películas para Profilmes con Ibáñez Menta y Naschy al frente de los respectivos repartos, y la más reciente producción de José Frade. [Antonio Cervera: "Veremos... 3 películas de Klimovsky", en Terror Fantastic, núm. 18, marzo de 1973, págs. 26-31.] Por entonces lo entrevista Augusto Martínez Torres en su libro-encuesta Cine español, años 60. [Madrid: Anagrama, 1973, págs. 67-68.] Klimovsky debe pronunciarse sobre la crisis que afecta al cine español por el impago de las subvenciones automáticas:

Oigo hablar de crisis en el cine desde que estoy en él, hace veinticinco años. Pero si algo debo subrayar en la crisis de estos últimos años son: una censura arbitraria con descarado favoritismo para los films extranjeros, cuya consecuencia es que hacemos un cine rosado para niños tontos, que parece ser la tónica que aplauden nuestras autoridades, Y un incumplimiento absoluto de todas las formas de subvención y apoyo estatal con las que debía contar nuestra industria del cine.

La trama de El mariscal del infierno (1974) es, a grandes rasgos, la siguiente: el mariscal Gilles de Lancré (Paul Naschy), repudiado por el rey, es empujado por su bella amante Georgelle (Norma Sebre) a la práctica de la nigromancia y la alquimia. Gaston de Malebranche (Guillermo Bradeston), un antiguo compañero de armas, llega a su feudo y no tarda en ponerse al frente de una cuadrilla de proscritos para combatir sus tropelías. Se trata de una nueva producción de Klimovsky y Paul Naschy para la casa barcelonesa Profilmes, para la ocasión asociada con la argentina Orbe Producciones. De ahí el doble protagonismo y la esquizofrenia genérica del guión del propio Jacinto Molina. Por un lado, la biografía apócrifa del siniestro Gilles de Rais, los detalles de sadismo y todo lo relativo a la nigromancia y la alquimia. Por otro, la película de capa y espada, deudora argumental de Robin Hood con sus duelos a espada y su lucha contra la tiranía. Si en el primer registro la cinta podría considerarse una más de las producciones de Naschy para Profilmes, en el segundo un excesivo mimetismo no hace sino ahondar el abismo que separa a El mariscal del infierno del modelo hollywoodense.

En El extraño amor de los vampiros (1975) se propone la enésima revisión del mito vampírico a partir de un guión de Carlos Pumares y Juan José Daza: Catherine (Emma Cohen) ve como su hermana (Amparo Climent) muere de consunción. Ella también está afectada por la misteriosa enfermedad, por lo que se traslada a una casona en las afueras del pueblo. Allí vive sumida en el morbo romántico mientras el criado (Rafael Hernández) se entrega a la lujuria. Una noche, se presenta en la casa el conde Rudolf von Wurtermberg (Carlos Ballesteros), un vampiro que se enamora perdidamente de ella. Catherine acepta una invitación a un baile que tendrá lugar en el castillo del conde y asiste al sacrificio de un lugareño con cuya sangre los vampiros sacian su sed ancestral. Al descubrir que su hija ha estado entre vampiros, el padre de Catherine decide profanar las tumbas del cementerio local y acabar con ellos.

Klimovsky opta por un romanticismo sin ambigüedades en el desarrollo de la acción medular. Sin embargo, antes de llegar a ella usa y abusa de escenas anecdóticas —muchas de ellas dedicadas a mostrar la anatomía de los personajes femeninos— que en poco contribuyen a una continuidad argumental ya difícil en el guión. Para colmo, fragmentos musicales de la más diversa condición van encadenándose sin orden ni concierto. Su inveterada maestría para crear ambientes turbadores con materiales de saldo no rinde los oportunos frutos en esta ocasión y, salvo contados momentos entre Emma Cohen y Carlos Ballesteros, la cinta nunca termina de definirse.

El agotamiento del ciclo fantaterrorífico se aprecia claramente en el número decreciente de espectadores que pasan por taquilla. Del millón largo de La noche de Walpurgis a los apenas setenta y cinco mil de El extraño amor de los vampiros; más de medio millón vieron Dr. Jekyll y el hombre lobo, en torno a cuatrocientos mil, La rebelión de las muertas, y algo mas de trescientos mil, La orgía nocturna de los vampiros. Sin embargo, las ventas al exterior y los reducidísimos plazos de rodaje de Profilmes convirtieron estas películas en productos sumamente rentables para la firma.

domingo, 23 de junio de 2024

klimovsky, el estajanovista (11)

Cuando en 1968 se estrenó el drama de Jaime Salom La casa de las Chivas, se mantuvo doce meses en cartel. El carácter desgarrado de las situaciones y la elección de la Guerra Civil Española como marco para las mismas llevo aparejada una considerable polémica y una afluencia masiva de público al teatro. No es de extrañar que la adaptación cinematográfica fuera fulminante. Manuel Villegas López, José Luis Garci y Carlos Pumares se encargaron de airear convenientemente el claustrofóbico drama bélico, que Klimovsky llevó a la pantalla en 1971, y escribieron una declaración de intenciones que un narrador lee tras el prólogo en el que las imágenes de archivo se muestran convenientemente descontextualizadas de cualquier ideología. Mientras la imagen de la casa vira del blanco y negro al color y el zoom se acerca a ella, dice el narrador que los protagonistas —desde el presente— acaso recuerden "con un poco de nostalgia" aquellos tiempos, cuando "sólo los principios elementales de la existencia parecían tener cabida en la casa: la propia vida, la muerte, el odio, el sexo..." Y, en efecto, ante la proximidad de la muerte, la rijosidad de los cinco soldados albergados en casa de un padre apocado (Antonio Casas), con dos hijas tan lozanas como cachondonas, es el motor de la acción. Petra (Charo Soriano), la mayor, se entrega a cuanto hombre le ofrece algo. La pequeña, Trini (María Kosty), siente una pasión impetuosa por Juan (Simón Andreu), el intelectual del grupo, que se pasa el día leyendo los Pensamientos de Pascal. Éste, aspirante en secreto a sacerdote, sabrá mantener a raya el deseo y obrar siempre conforme a unos principios morales estrictos, lo que, a la postre, termina significando la muerte para Trini. Las muchas licencias eróticas y el suicidio final parecen haber sido consentidas por la Junta de Censura por esta redención —la muerte nos redime de todo— final y por el sentido significado religioso del clímax, con Juan postrado de hinojos con los brazos en cruz implorando “perdón para todos”.

Charo Soriano y María Kosty interpretan a los personajes que en escena habían encarnado Terele Pávez y María José Alfonso. Aunque el protagonismo recaiga en mayor medida sobre los personajes masculinos, el hecho de que sus caracteres particulares —salvo en el caso de Juan y el sargento (Ricardo Merino), cuyo será el final— se diluyan en la personalidad del grupo, termina focalizando el relato en Petra. Klimovsky arranca o termina con ella la mayoría de las secuencias del planteamiento y el nudo argumental. Por vestuario y carácter, las referencias para el personaje parecen las películas de Sophia Loren y, en concreto, La ciociara (Dos mujeres, Vittorio De Sica, 1960), con la que comparte ambiente bélico.

Produce Galaxia Films. Según Pérez Giner se trataría de la marca de un judío húngaro apellidado Besi que había conseguido un delante de distribución. No obstante, la película tuvo un presupuesto modesto y Klimovsky la resolvió con su pericia habitual; tanto, que el montador Pablo del Amo sólo se habría encontrado con una toma válida de cada plano y con la medida justa para ensamblar una cinta de hora y media. [Piti Español: Josep Anton Pérez Giner: La veritable historia de l’Innombrable. Barcelona: Portic / Filmoteca de Catalunya, 2008, pág. 91.] La operación resultó rentabilísima: La casa de las Chivas sedujo a millón y medio de espectadores.

No era la primera incursión de Klimovsky en el conflicto bélico español. En 1960 ya había dirigido La paz empieza nunca, a partir de una novela del siempre polémico Emilio Romero que había ganado el premio Planeta en 1957. El director del diario sindical Pueblo volvía así al primer plano de la actualidad por partida doble, puesto que recuperaba también su puesto al frente del diálogo después de dos años de exilio profesional por desavenencias con la cúpula del estado donde contaba con buenos apoyos en sectores falangistas pero su afán de protagonismo no era bien visto por otros. Por ello su novela se adscribe a cierta forma de "tremendismo" ahormada a un falangismo que promueve la reconciliación de boquilla pero que clama venganza contra los derrotados. La peripecia vital del anónimo Juan López le lleva a abandonar su pueblo de La Mancha para estudiar en Madrid, su afiliación a las escuadras de pistoleros falangistas, su paso al bando rebelde en Guadarrama durante la Guerra Civil y a aceptar, finalmente, la comisión de infiltrarse en el maquis asturiano para acabar el solo con el comunismo infiltrado en España. La negociación con la Censura de la adaptación cinematográfica no debió ser tarea fácil como demuestra la acumulación de créditos en este apartado, legitimado además por la "supervisión" del propio Emilio Romero.

La película arranca en el momento en que un grupo de falangistas entra en la Casa del Pueblo de una localidad rural y reparte unas octavillas a los atemorizados lugareños. Cuando escapan, un hombre dispara contra el coche. López (Adolfo Marsillach) se siente abrumado por la inquietud de que su objetivo sea el mismo de quienes les han disparado: la justicia social. Pero pronto habrá de tomar partido porque sus compañeros de filas (Manolo Zarzo, Mario Berriatúa...) van cayendo acribillados en la primavera de 1936. Son siempre héroes solitarios, figuras crísticas incluso, que caen bajo las balas de unos cobardes que disparan desde un coche o de un tropel de fusiles... Además, la novia de López (Conchita Velasco) se lía con un miliciano apenas dan a López por muerto. El protagonista no puede tener más claro cuál es su bando. Sin embargo, la posguerra le produce una vaga insatisfacción, con su empleo burocrático y su familia numerosa. Todo eso cambia cuando se encuentra con Mencía (Jesús Puente) un viejo compañero que se infiltre en una partida de maquis comandada por Dóriga (Carlos Casaravilla), amante actual de su antigua novia, dedicada ahora a la prostitución. López acepta la misión porque, según aduce Mencía, para ellos "la paz empieza nunca".

La paz empieza nunca se convierte así en un producto fuera de tiempo, de un anticomunismo extemporáneo en pleno desarrollismo, que Klimovsky adecúa a sus intereses insertándolo en discursos genéricos como el bélico, el melodramático o el de fugas carcelarias, como bien apunta Carlos Aguilar en el único ítem de su filmografía que Klimovsky logra colar en la Antología crítica del cine español. [Julio Pérez Perucha (ed.). Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1997. págs. 489-491.]

domingo, 16 de junio de 2024

klimovsky, el estajanovista (10)

 

Juan Vaccaro ha censado una veintena de películas ambientadas en conflictos bélicos ajenos con participación española entre 1963 y 1975. ["El cine bélico español de la Segunda Guerra Mundial a Vietnam: Comandos suicidas, misiones imposibles", en Juan Vaccaro y Francesc Sánchez Barba (eds.): El largo camino a la Europa comunitaria I: Cine comercial español. Barcelona: Laertes, 2023, págs. 193-206.] Como el país de origen de casi todas ellas era Italia, los sajones han bautizado el subgénero como Macaroni Combat o Euro War. Que entre 1968 y 1970 Klimovsky dirigiera cuatro de ellas —firmando algunas como Henry Mankiewicz— habla bien a las claras de su versatilidad y de su disponibilidad para meterse en cualquier fregado:

Tuve que trabajar con actores norteamericanos hablando inglés, naturalmente... en fin..., rejuveneciendo mis conocimientos anteriores del idioma. Fue una experiencia muy interesante, muy dura también, llena de complicaciones, con grandes masas de figurantes, tanques, efectos espaciales, pero que me dejó en mi balance personal experiencias muy interesantes. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 19.]

Klimovsky se pone a las órdenes de José Frade —por la parte española— para facturar tres de ellas. Los títulos son Junio 44: Desembarcaremos en Normandía / Giugno '44 - Sbarcheremo in Normandia (1968) y Hora cero, Operación Rommel / L'urlo dei giganti (1969) y No importa morir / Quel maledetto ponte sull'Elba (1969), en la que asume la dirección con su propio nombre. Las tres encabezan sus repartos con nombres señeros del cine estadounidense: Michael Rennie, Jack Palance, Tab Hunter...

Junio 44 es la enésima consecuencia de The Guns of Navarone (Los cañones de Navarone, J. Lee Thompson, 1961) y, sobre todo, de The Dirty Dozen (Doce del patíbulo, Robert Aldrich, 1967). La excusa argumental es la neutralización de una emisora alemana tres días antes del desembarco aliado en Normandía. El comando del sargento Blynn (Michael Rennie) es trasladado hasta la costa francesa por un submarino. Allí debe entrar en contacto con la Resistencia y cumplir su misión. Los miembros del comando no pueden ser más variopintos: el hijo de un millonario con ganas de correr aventuras (Juan Luis Galiardo), un raterillo con pocas luces (Álvaro de Luna), un exlegionario experto con la gumía (Aldo Sambrell), un lugarteniente de Lucky Luciano aficionado a la metralleta (José Manuel Martín), un tahúr depredador de mujeres (Guido Lollobrigida) y un jovenzuelo inexperto (Bob Sullivan). En el grupo la Resistencia controlado por Duvalier (José Bódalo) destacan dos mujeres con atuendos bastante sucintos —Jacqueline (Verónica Luján) e Yvonne (Mónica Randall)— cuya presencia provocará las consiguientes tensiones en el grupo. La certeza de que entre los resistentes hay un traidor es otro lugar común del filón. Anómala, en cambio, la presencia de un niño (Manuel de Benito) que asegura haber matado más alemanes que el mismísimo sargento. Las pausas en el camino para esbozar la psicología elemental de los miembros del comando van desapareciendo según avanza el metraje y, llegado a su mitad, las escenas de acción se encadenan sin solución de continuidad. Klimovsky prima la eficacia sobre cualquier alarde de estilo y se concentra en contar la historia con claridad, aunque para ello deba prescindir de la verosimilitud en más de una ocasión.

Tiene mala prensa Hora cero: Operación Rommel y, sin embargo, cumple con creces con su cometido, que no es otro que el de ofrecer un tebeo de hazañas bélicas mimético al de la poderosa industria estadounidense a partir de materiales de derribo. Por eso, parece un poco de más meterse con los mil anacronismos e inexactitudes del guión, la uniformidad o el tren eléctrico de Guadarrama que debe pasar como convoy alemán de la II Guerra Mundial a fuerza de cruces gamadas. El comando está formado por el coronel Heston (Jack Palance), el capitán Gibbs (Andrea Bosic), oficial médico "al que la guerra convirtió en carnicero", el piloto Stephen Bloom (John Gramc), el ingeniero militar Latimore (Carlos Estrada) y el temerario Thomas Mulligan (Antonio Pica), jugador de beisbol y amante de la aventura. Cada uno conoce sólo sus propias instrucciones y, una vez leídas, no pueden echarse atrás. De modo que, tras unas duras pruebas de supervivencia, ya están los cinco en el avión camino de Alemania. A última hora, cuando ya están en vuelo, se enteran de que el tercer componente del equipo es el comandante Traniger de las SS (Alberto de Mendoza), lo que provoca la suspicacia del resto del grupo. El hecho de que cada uno sólo conozca su parte del plan general para rescatar al mariscal Rommel (Manuel Collado) después de un atentado fallido contra Hitler y que esté obligado a cumplir con extrañas consignas que los ponen en evidencia ante los demás, aumentan el clima de suspense. Una vez descubierto el comando en territorio alemán, el coronel Wolf (Jesús Puente) debe convencer al general von Gruber (Gerard Tichy) de que retire parte de sus tropas del punto por el que piensa atacar el general Moore (Giuseppe Addobbati). Todo ha sido una maniobra de distracción en la que los hombres del comando deben inmolarse. Entonces el coronel Heston grita al cielo preguntándole al general si esto era lo que quería. Este es "el grito de los gigantes" al que se refiere el título italiano. Se supone que este reproche al superior —que no está allí para recibirlo— sería el grito de protesta de la humanidad entera contra la guerra y de la juventud y los intelectuales contra la Guerra de Vietnam. Claro, que tras peligrosos entrenamientos, asaltos a convoyes alemanes, granadas contra tanques y escabechinas sin cuento de soldados de la Wehrmacht, esta declaración de antibelicismo está un poco de más. 

Rossana Yanni hace un papel de enfermera alemana antinazi puramente decorativo. La veterana Maruchi Fresno es la esposa de Rommel, y en su gesto trágico tras el suicidio del mariscal hay toda una escuela de interpretación que no desentona en una película concebida por encima de sus posibilidades, pero resuelta con habilidad por Klimovsky, que afirmaba que esta cinta “llegó a compararse con las películas bélicas de mayor enjundia que se hayan hecho en el cine norteamericano”. [Ibidem]

Mientras sus dos primeras películas ambientadas en la II Guerra Mundial están enfocadas hacia el espectáculo y las escenas de acción, la tercera, No importa morir, está concebida como una obra de cámara, centrada en un pequeño comando que debe volar un puente sobre el río Elba. En esto, tiene mucho en común con su wéstern coetáneo, El valor de un cobarde / Quinto: Non ammazzare (1969), lo que viene a demostrar que al final el género es cosa bastante circunstancial cuando de cine (y literatura) popular hablamos.

A las órdenes del encallecido sargento Richard (Hunter) están: el pardillo Johnny (Claudio Trionfi), atemorizado por su reacción ante el bautismo de fuego; Doyle (Gaspar Indio González), siempre con su pollo a cuestas; Hinds (Howard Ross), con sus problemas de estómago; Rod (Ángel del Pozo) y Stiles (Óscar Pellicer). Lanzados en paracaídas tras las líneas alemanas para cumplir su misión, encuentran a dos mujeres polacas, Erika (Erika Wallner) y Christina (Rosanna Yanni), y a un comandante del ejército alemán, al que hacen prisionero. Hay, claro, emboscadas, tiros, lanzamiento de granadas y el largo viaje hasta llegar al puente, como en cualquier tebeo de "Hazañas Bélicas" o en The Dirty Dozen, modelo evidente a la hora de poner en marcha una producción cien por cien exploit. Pero también hay largos periodos de sosiego en los que se discute sobre el miedo, el heroísmo inútil y el sinsentido de seguir combatiendo contra un enemigo que ya ha sido derrotado. Cuando se detienen en un cementerio, queda perfectamente claro que Klimovsky tiene en mente a Sam Fuller. No en vano, el argumento procede de un bolsilibro publicado en 1962 por Lou Carrigan en la colección "Casco de Acero" de la barcelonesa Ediciones Manhattan.

Lo más curioso es que la misión tiene como objetivo que los soviéticos no alcancen la Europa occidental, como si la acción no tuviera lugar en 1944 sino diez años después, en plena Guerra Fría, lo que propicia el irónico giro final: esta acción bélica ha propiciado la división de Alemania tal como se entendía en la década de los sesenta.

El hombre que vino del odio / Quello sporco disertore (1970) resulta una pequeña anomalía dentro del ciclo porque está producida por la Copercines de Eduardo Manzanos y no la Atlántida Films de José Frade, y porque ahora el escenario no es una ya remota II Guerra Mundial, sino la muy presente guerra de Vietnam. El sargento Scott (Dennis Safren) es condenado en Vietnam a diez años de prisión por negarse a participar en una misión. El ataque de los guerrilleros del Vietcong le facilita la escapada. Logra así llegar hasta Pakistán, pero para conseguir un pasaporte y un billete con los que viajar a Europa acepta la propuesta de un contrabandista llamado Dan (Lang Jeffries). La operación sale bien y Scott se ofrece a seguir trabajando con Dan y con el receptador de la mercancía (Barta Barri) a fin de reunir el dinero para trasladarse a Canadá con una nueva identidad. En Roma se enamora de Theresa (Luciana Paluzzi), antigua novia de dan, que le exhorta a entregarse y volver a empezar de cero. Pero entonces lo aborda un tipo misterioso (Julio Peña) que le encarga que rescate a una bailarina (Bedy Moratti) que va a actuar en la ciudad con el Ballet Nacional de Albania. Dan y el receptador intentan timar a Scott en el precio de una sortija que ha de servir para pagar el pasaje clandestino de la bailarina hasta Gran Bretaña, pero el desertor logra sacarles cuarenta mil dólares que le entrega a ella. Vuelve entonces junto a Theresa, pero la han asesinado. Scott decide finalmente presentarse en la embajada estadounidense.

La lectura de la sinopsis proporciona las pistas necesarias para intuir lo que nos vamos a encontrar: una película rutinaria de intriga, realizada sin demasiados medios —escasos exteriores, prevalencia de los interiores, planificación estática resuelta a base de planos y contraplanos— realizada en el momento en que el cine de superagentes derivaba hacia los subfilones de atracos perfectos o intrigas internacionales. Si por algo destaca es por esa afinidad de Klimovsky con un romanticismo trasnochado que nunca duda en llevar hasta sus últimas consecuencias. He ahí la clave de la redención de Scott, sacrificio de Theresa mediante. También por una curiosidad: la película sufrió un remontaje en Estados Unidos hasta convertirla en una muestra más del filón blaxploitation con el título de Mean Mother (Albert Victor y León Klimovsky, 1972). Un par de secuencias en las que Safren —con el pelo visiblemente más largo— interactúa con Clifton Brown, que es el protagonista negro de la nueva subtrama, facilita la alternancia entre ambas y la eliminación de muchas de las escenas dialogadas de la película de Klimovsky.

domingo, 9 de junio de 2024

klimovsky, el estajanovista (9)

En este recorrido por la filmografía de Klimovsky se nos ha quedado huérfana En Ghentar se muere fácil / A Ghentar si muore facile (1967). A pesar de algunos estilemas del ciclo euroespionístico —la bondiana canción de los títulos de créditos, las escenas submarinas, el héroe indestructible…—, la cinta es un tebeo de aventuras en el que las carencias presupuestaria se suplen con grandes dosis de autoironía y variedad de decorados que se corresponden con otras tantas adscripciones genéricas: películas de comandos, de campos de trabajo, de aventuras orientales e, incluso, de piratas con la pareja compuesta por George Hilton y Venancio Muro a imagen y semejanza de la de Burt Lancaster y Nick Cravat en The Crimson Pirate (El temible burlón, Robert Siodmak, 1952).

Aunque tanto ésta como Alambradas de violencia / Pochi dollari per Django aparecen acreditadas a Klimovsky, algunas fuentes [Roberto Curti: Italian Crime Filmography (1968-1980). Jefferson, McFarland, 2013, pág. 290.] aseguran que buena parte de sus metrajes fue filmada en realidad por Enzo G. Castellari. En cualquier caso las localizaciones melillenses están bien aprovechadas y la fotografía en Techniscope es en la mayor parte de las ocasiones imaginativa. 

Es la cosa que el submarinista y aventurero americano Terry Grayson (el uruguayo Jorge Hill Acosta, en arte George Hilton) está dispuesto a ayudar a la guerrilla que se opone a la tiranía del general Lorme (Alfonso Rojas) en un pequeño país del norte de África. Su contacto es la propietaria del bar Los Claveles (Marta Padován) y su compañero de aventuras el pescador Botul (Venancio Muro), a pesar de que el comisario Sirdar (Luis Marín) no les quita ojo de encima. Terry debe rescatar, antes de que lo hagan las fuerzas gubernamentales, una caja con documentos que viajaba en un avión hundido frente a la costa. Sin embargo, cuando consiga encontrarla descubrirá que su auténtico contenido son piedras preciosas. Y aquí entran en juego las lealtades. ¿Servirán las gemas para financiar a la guerrilla o aprovechará Terry la ocasión para enriquecerse y retirarse de tan azarosa vida? Claro que para ello deberá escapar antes de la mina del Paraíso a la que le han enviado como penado.

La censura italiana ordenó cortar los golpes que un militar ghentarí le pega al protagonista durante el interrogatorio y el estrangulamiento de un vigilante cuando escapa de la mina. Demasiada violencia para un espectáculo familiar destinado a salas de programa doble.

domingo, 2 de junio de 2024

klimovsky, el estajanovista (8)

 
Con ser uno de sus precursores y más constantes cultivadores, Klimovsky no destacó nunca en el wéstern mediterráneo. Los estudiosos del subgénero apenas prestan atención a sus películas si no es para denostarlas. Cierto es que casi ninguna sobresale por la originalidad de su planteamiento ni por grandes hallazgos de puesta en escena, pero diez títulos canónicos, más la parodia Torrejón City (1962), conforman una aportación al filón más que notable. Ítem más, los wésterns de Klimovsky se encuentran entre las producciones más rentables de su filmografía, independientemente de que se financiaran como coproducciones, de las empresas que las respaldaran o de sus repartos. Alambradas de violencia / Pochi dollari per Django (1966) vendió, sólo en España, un millón seiscientas mil entradas.
 
El primero de ellos, Fuera de la ley (1964), una producción íntegramente española anterior a la eclosión del fenómeno Sergio Leone, buscaba un camino carente de tradición más allá de las aportaciones de Joaquín Luis Romero Marchent. Años después explicaría Klimovsky que lo que pretendía era trascender la leyenda de Billy el Niño que servía de base a este primer intento:

Creo que la solución que encontré estaba en darle profundidad a la película, es decir, en hacer olvidar el mito para niños, el wéstern para niños grandes, y hacer un film profundo que remitiera no sólo al wéstern norteamericano, sino que pudiera suceder igualmente entre los negros de África. Y creo que, en este sentido, lo conseguí. Es decir, universalizando el tema, el problema. Creo que era una buena película de acción. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 18.]

No podemos estar de acuerdo. Si por algo ha pasado a la historia Fuera de la ley es porque sirvió de excusa a la construcción del poblado del Oeste Lega-Michelena en la Dehesa de Navalvillar, en el término municipal de Colmenar Viejo. Carter (Tomás Blanco) es asesinado por Black (Jack Taylor), el sicario de Price (Luis Induni). Billy Carter (George Martin) incendia un almacén perteneciente a Price. El sheriff a sueldo de Price, que ha exculpado a éste de la muerte de su padre, lo detiene. Billy escapa de la cárcel y se refugia en la montaña. Entretanto, llega a Rockwell un capitán del ejército (Alberto Dalbes) que había comprado unos caballos a Carter y decide que el procedimiento ha sido muy poco claro, por lo que va a investigar por su cuenta. Los tópicos se acumulan: rancheros que ponen alambre de espino para proteger sus tierras, villanos que asesinan a sangre fría a quien se les ponga por delante, sheriffs venales, cabalgadas dignas de un serial... La desafortunada partitura de Daniel J. White refuerza el tono paródico del conjunto. Y, sin embargo, no se trata de una parodia, como lo fuera Torrejón City. Esta vez Klimovsky se ciñe a la falsilla sin ironía alguna... y la película se resiente, claro.

El wéstern es un mito y nosotros hicimos en España un wéstern de segunda mano, porque no era un mito nuestro, como podía ser el de los bandidos españoles, sino un mito que existía en otro país, donde tampoco era verdad. A pesar de todo, la dificultad estaba en que era un mito de segunda mano que se basaba en un personaje real. Y, si no era así, si era el centro de una gran cantidad de leyendas, poemas, novelas y libros. [Ibidem]

Eso sí, ven la película casi un millón de espectadores, así que no es raro que, a partir de entonces, Klimovsky reincida, aprovechando la veta de las coproducciones con Italia. Allí, Fuera de la ley ha tenido sus más y sus menos con la censura. Fida Cinematografica la presenta a calificación el 23 mayo de 1964 con el título de L’uomo dell’O.K. Corral. La comisión considera que las escenas de violencia, la venganza como motivación fundamental del protagonista y el que no haya un castigo ejemplar para el mismo desaconsejan su visión a los menores de catorce años. Fida Cinematografica recurre esta calificación hasta en tres ocasiones. La segunda, con un nuevo título, cortes, doblaje suavizado y un nuevo final, pero la comisión constata el 29 de julio que en Alle frontiere del Texas sólo se ha modificado el título. Finalmente, el 2 de septiembre emite un nuevo dictamen en los siguientes términos:

La Comisión, por mayoría, si bien observa que en la nueva edición de la película todavía hay algunas escenas de violencia, por demás connaturales al género cinematográfico, considera que no representan una intensidad tal que puedan considerarse peligrosas para la sensibilidad el desarrollo de los menores de catorce años; por lo que, contrariamente a la opinión expresada por la Comisión de primer grado, considera que la película puede proyectarse en público sin restricciones de edad. [https://www.italiataglia.it/]

Aunque en algunas fuentes se cita la participación transalpina en Dos mil dólares por coyote (1965), lo cierto es que tal aportación no consta en ningún registro oficial.

Sam Foster (James Philbrook) es un cazador de recompensas que recorre la frontera a la caza de la banda de Sonora (Vidal Molina), un bandido mexicano que comete sus fechorías al norte de Río Grande y gasta el fruto de sus rapiñas al sur, junto a Rita (Perla Cristal), la propietaria de una cantina. Durante un robo en Hot Springs, Sonora se aprovecha de la ingenuidad de Jimmy Patterson (Julio Pérez Tabernero), cuya hermana Mary (Nuria Torray) regenta una parada de postas en la frontera. Enamorado de ella, Foster deja escapar a su hermano, pero la banda de Sonora incendia el lugar. Foster consigue del sheriff de Hot Springs (Alfonso Rojas) cinco días para capturar a los ladrones y recuperar el dinero. Cuando por fin los atrapa, el jefe indio Águila Blanca acude en ayuda de los bandidos. Trae como rehén al hijo adolescente de Foster (Rafael F. Rosas), que sobrevivió a la matanza y pretendía reunirse con él. ¿Se rendirá el justiciero, que no ha aceptado el soborno de Sonora, resistir este chantaje? Ha llegado la hora de que Jimmy demuestre de qué lado está.

A partir de un guión de Federico de Urrutia y Manuel Sebares, dirigentes del Sindicato vertical de Guionistas, Klimovsky elabora una película ajena a los esquemas del filón mediterráneo. El protagonista no actúa por venganza, sino impulsado por la muerte de su mujer y su hijo durante la Guerra de Secesión. El incendio de su rancho le dejó sin raíces y desde entonces vagabundea convertido en un justiciero con su propio código de conducta, ajeno a la ley que debe imponer un sheriff elegido democráticamente, lo que ocasiona las burlas de su hermana (Lola Lemos).

Todos los prontuarios sobre el spaghetti-western atribuyen la paternidad —o, al menos, buena parte de la misma— de Alambradas de violencia a Enzo G. Castellari. Éste es uno de los siete títulos que R.M. Films —cuyo titular es Rafael Marina Soraiz— coproduce con Italia entre 1966 y 1970. Cuatro de ellos están dirigidos por Klimovsky. Además, cinco están escritos por el poeta Manuel Martínez Remis. Aquí, figura como guionista por la parte española Manuel Sebares Caso. Como el crédito también figura en las copias italianas podemos dar el dato por bueno. En connivencia con Tito Carpi conciben una historia de regusto clásico —el conflicto entre colonos y ganaderos por las cercas de alambre de espino— y la ponen al día con el protagonismo de un antihéroe: un cazador de recompensas llamado Regan (Anthony Steffen) que se hace pasar por sheriff al encontrarse al titular muerto en las afueras de Mile City. Como en Rio Bravo (Río Bravo, Howard Hawks, 1959) contará con la ayuda de un viejo cascarrabias (Sandalio Hernández) para hacer justicia. Pero no es el falso sheriff el único personaje con doblez; busca a un pistolero y bandido llamado Jim Norton que ahora se hace pasar por su hermano gemelo, Trevor. El hecho de que la hija del primero (Gloria Osuna) conviva con el segundo sin darse cuenta de que es su padre es uno de tantos desafíos a la suspensión de incredulidad del espectador, por mucho que se repita que la chica pasó varios años en un colegio del Este. Y Brownsberg (Alfonso Rojas), el cacique del pueblo, se vale de pistoleros a sueldo para mantener su imagen de hombre honrado. Lo que ocurre es que todas estas duplicidades se desarrollan en un esquema de novela de a duro y mediante el diálogo: no hay ni una sola idea de planificación que las apoye. Quizá la bicefalia a la que aludíamos al principio pueda explicar el prólogo netamente leoniano —poncho, encuadres enfáticos, puritos, primerísimos planos— que poco tiene que ver con el resto del metraje.

En Un hombre vino a matar / L’uomo venuto per uccidere (1967) Klimovsky hace lo que buenamente puede con un guión imposible y unos actores poco más allá. El argumento de Eduardo Manzanos arranca en tres o cuatro ocasiones antes de centrar el tiro. Todo para presentar la caída en la ignominia moral por parte del sargento Garnett (Richard Wyler), hijo de un oficial del ejército, cuando le acusan falsamente de haber asesinado al teniente para robar la caja de caudales de Fort Jackson. Gracias a la ayuda de un sacerdote logrará escapar de la ejecución, pero se dedicará sistemáticamente a eliminar a los que cometieron el crimen, lo que le vale el sobrenombre de “Rattler Kid” y que pongan precio a su cabeza. Pero, ay, aunque haya localizado a los ladrones sin apenas pistas, no sabe quién es el jefe de la banda. No pasa nada porque éste es nada menos que su hermanastro —o su hermano, este punto no queda demasiado claro— Riff (Guglielmo Spoletini), que precisamente va a buscarle para atracar el banco de un pequeño pueblo llamado Aquila. Cuando la historia está arrancando por tercera vez, aparece el maestro (Jesús Puente) del pueblo en el que se criaron Kid y Riff. Con su ascendiente moral sobre el primero intacto, le convence de que debe volver al buen camino. Ahora el sheriff de Aquila (Brad Harris) y Rattler Kid siguen a los malhechores, cada uno por su cuenta. Y además hay un tres de chicas (Femi Benussi, Conny Caracciolo y Aurora de Alba) enredadas en el asunto y un duelo entre los hermanastros armados con espinosas hojas de agave.

La regeneración del protagonista gracias a la firmeza de su antiguo maestro —que le hizo copiar de niño quinientas veces la fecha de la muerte de Julio César— resulta tan inopinada como la espiral de venganza en la que se ha abismado el joven y sorprende aún hoy que la censura española le dejara irse de rositas con un puñado de asesinatos a sus espaldas. Pero el libreto parece más un recosido de situaciones de novelita del Oeste, a las que Klimovsky parece rendir homenaje en la escena de la muerte de Ellen. Después de haberse acostado con Kid, busca un collar en su joyero, que resulta ser la caja de caudales de Fort Jackson. Kid le exige entonces que le diga quién se la regaló. Ella confiesa, al tiempo que descubre a través de la ventana la llegada de Riff y su secuaz. Ellen abraza a Kid. Fuera, Riff desenfunda. Ellen maniobra para interponerse en la trayectoria de la bala. Las cuentas del collar ruedan por la colcha y caen al suelo. Los ladrones huyen. Kid deposita a la mujer en la cama, que todavía tiene tiempo a pronunciar unas palabras en las que le explica que su sacrificio ha sido voluntario. Kid de acerca a la ventana y mira a través del cristal roto mientras, una vez más, jura vengarse... 

Diálogos imposibles pero una muy eficaz resolución formal. Materiales de derribo que sutura Klimovsky con un plano evocador de tantas y tantas portadas de novelas de Silver Kane, Fidel Prado o Marcial Lafuente Estefanía. 

En Pagó cara su muerte / E intorno a lui fu morte (1968) el marshal Johnny Silver (Wayde Preston) llega a un pueblo de Nuevo México buscando al proscrito Martín Rojas (Guglielmo Spoletini), pero lo único que encuentra allí es un reguero de muertos y a Yuma (Fernando Sánchez Polack), un amigo del forajido al que los del pueblo pretenden linchar. Silver lo encierra en el calabozo y escucha el relato de cómo un puñado de pacíficos agricultores mexicanos se convirtieron en bandidos cuando los estadounidenses que se habían anexionado el territorio los echaron de sus tierras.

Aunque en el núcleo del guión del italiano Odoardo Fiory, a partir de un argumento del español Miguel Cussó, hay un botín escondido y una venganza —o sea, los motivos de un wéstern mediterráneo al uso—, Klimovsky deja que los personajes respiren y que sus avatares se rijan antes por las reglas del melodrama que por las de la acción. Y así, fallecida la mujer de Rojas (Pilar Cansino) y acogido su hijo (Fabrizio Mondello) por el hombre que le ha dado caza (Sydney Chaplin), la historia se centra en el reencuentro de padre e hijo y en la renuncia final del primero. Por supuesto, hay un villano de tomo y lomo (inevitable Eduardo Fajardo), un sádico capaz de apagar su puro en el pecho de la criatura para que su padre confiese dónde guardó el dinero, pero también apuntes sobre los cambios que el telégrafo ha traído a la frontera como trasunto de la obsolescencia del viejo revolucionario. Es en estos momentos cuando Klimovsky deja entrever lo que podría haber llegado a ser Pagó cara su muerte.

El valor de un cobarde / Quinto: Non ammazzare (1969) arranca con una idea bizarra de las que solía prodigar el wéstern mediterráneo. Un grupo de jinetes encapuchados y con campanillas llega a un poblado del Oeste. Los paisanos creen que son leprosos y huyen despavoridos. Los encapuchados aprovechan para asaltar el banco local. Pero cuando salen con el dinero, uno de ellos dispara sobre el que llevaba los sacos con el botín y se queda con él. ¿Quién ha sido? Con los capuchones, imposible saberlo. ¿La solución? Encerrarse todos en una parada de postas del desierto, donde hay mujeres fáciles (una de ellas, Charo Soriano), un cocinero al que dejan viudo (Roberto Camardiel) y un joven cobardica (Steven Tedd), y esperar a que el traidor se delate. Por supuesto, las bajas se irán acumulando conforme las sospechas y las envidias se multiplican. Sólo logrará escapar de allí Navajo (José Marco), un piel roja que ha recogido a una moribunda en el desierto. Sucre (Germán Cobos), un mexicano al que no le queda mucho de vida y busca venganza, enseñará a disparar al joven cobarde, quien, como su maestro, también esconde un secreto. Y luego están Blackie (Alfonso Rojas), el sanguinario jefe de la banda, y su amante, Katie (Sarah Ross), igual de sádica que él y, además, dispuesta a seducir a cuanto hombre se le ponga a tiro, y otros secuaces, y una chica buenecita (Diana Sorel), que se arrima al joven para que no se la lleve al catre alguno de los bandidos... O sea, un huis clos en toda regla, con recurso a los flashbacks para ir esclareciendo dónde estaba cada cuál durante el asalto al banco y quién puede haber escondido el botín. La inconsistencia de los personajes propicia que la historia se vaya desenvolviendo a trompicones.

Un dólar y una tumba / La sfida dei MacKenna (1970) es, sin duda, el wéstern más ambicioso de Klimovsky. Apenas hay contaminación del filón al modo Leone y, en cambio, se toman como modelos la tragedia clásica y el wéstern estilizado, con Johnny Guitar (Johnny Guitar, Nicholas Ray, 1954) en lugar preeminente. Los créditos españoles dicen que se trata de un argumento del magistrado y autor de bolsilibros Antonio Viader, desarrollado por Pedro Gil Paradela y León Klimovsky, con la colaboración del italiano Edoardo Mulargia. James Prickette [Actors of the Spaghetti Westerns. Xlibris, 2012, pág. 244] asegura que el actor John Ireland, el protagonista, habría estado trabajando en el libreto durante toda la producción. Quizá fuera durante este proceso que la sinopsis inicial —Jonas MacKenna vuelve al lugar donde se crio para recuperar las tierras de las que expulsó a su familia el mexicano don Diego— perdió el hálito vengativo y se convirtió en algo mucho más sofisticado. En un trayecto inverso al del Reverendo Colt —al que conoceremos en el siguiente párrafo—, Jonas (Ireland) colgó los hábitos para poder casarse con una mujer que le engañó con otro. Despachó a ambos y ahora vaga por el Oeste en busca de perdón. Cuando descubre a un hombre ahorcado y a una mujer desvanecida a sus pies, decide enterrar al joven y devolver a la chica a su casa. En un prólogo tan efectista —contraluces, encuadres enfáticos, sin apenas diálogo — como eficaz, ya hemos visto que los responsables de esta muerte son don Diego (Roberto Camardiel) y su hijo (Robert Wood), el sádico Chris. Aparte de esta escena y de alguna otra de inusitada crueldad, la cinta reposa más en la reiteración de las vueltas al lugar del linchamiento que en las grandes escenas de acción. Tiroteos y pelas aparte, apenas la escena de la huida de Jonas del pueblo en una carreta puede calificarse de este modo. El atormentado protagonista masculino tiene su contraparte en Maggie (Annabella Incontrera), la dueña del saloon, capaz de entregarse a don Diego para salvarle la vida. Será un sacrificio inútil porque Jonas es un hombre condenado a la soledad por su pasado. Desde el punto de vista plástico lo más que llama la atención es el llamativo colorido del vestuario, que permite identificar a los personajes en los amplios planos generales en pantalla ancha en el inevitable Techniscope.

La sinopsis de Reverendo Colt / Reverendo Colt (1971) que la productora italiana presenta a censura no puede ser más sucinta: “Las hazañas heroicas de un pastor protestante del viejo Oeste que derrota a una banda de terroristas, trae la paz a la ciudad de Tuckson [sic] y devuelve muchas almas al redil. ¡Los caminos del Señor son infinitos!”. Los terroristas son una banda de malhechores comunes liderada por Mestizo (Pedro Sánchez), en Tucson el Reverendo Colt (Guy Madison) apenas hace otra cosa que ser detenido porque los ciudadanos deciden —sin el más mínimo motivo, a juzgar por el desenvolvimiento de la historia— que es el autor de un asesinato cometido durante el asalto al banco local y apenas se puede decir que salve el alma de un tahúr (Germán Cobos). Por lo demás, la historia urdida por Martínez Remis y desarrollada junto a su cómplice habitual, Tito Carpi, abunda en el tema del grupo aislado y la obligada convivencia entre “buenos” y “malos” con la mínima dosis de ambigüedad moral en algunos personajes sin demasiado desarrollo. También se repiten aquí, como en Alambradas de violencia / Pochi dollari per Django, las caracterizaciones a brochazos. Y si no, que se lo pregunten a Chris Huerta que encarna a un colono escocés de los de kilt y gaita.

En cuanto a los flashbacks a cámara lenta que buscan justificar el cambio del cazarrecompensas en pastor son un recurso rutinario a estas alturas. El desnudo femenino en la secuencia de créditos de la copia italiana habla a las claras de una doble versión. Por otra parte, Klimovsky no se moja. Cuando Antonio Gregori le pregunta por este lote de spaghetti-westerns contesta que simplemente que se rodó en los estudios Tirrenia. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 19.]

Richard Harrison, que encarna al recto sheriff Donovan, aseguraba que la cinta habría sido dirigida por Marino Girolami; o sea, que también en este punto se repiten los rasgos fundamentales de Alambradas de violencia. En resumidas cuentas, estamos ante un producto estándar, en el que apenas podemos encontrar algún rasgo autoral —no es ni mejor ni peor que Entre Dios, el diablo y un arma / Anche nel West c’era una volta Dio (1968), una cinta del mismo equipo que sí que firma Girolami— por mucho que alguno lo reivindique como el mejor wéstern de los que llevaran la firma de Klimovsky. [Thomas Weisser: Spaghetti Westerns: The Good, the Bad and the Violent. McFarland, 2005.]

Un dólar para Sartana / Su le mani, cadavere! Sei in arresto (1971), el último wéstern de Klimovsky, es también uno de los más flojos. Ni las situaciones ni el tono terminan de empastarse nunca. Bueno, pues a pesar de eso, vende 561.392 entradas. La cosa empieza con una escena de tremenda brutalidad: acabada la Guerra de Secesión, un militar nordista (Aldo Sambrell) al frente de una partida recorre el frente cargándose fríamente a los heridos. Hay un enfermero cobarde (Peter Lee Lawrence), que apenas superados los títulos de crédito se ha convertido en un experto tirador e ingresa en los Rangers de Texas a fin de tener un aval para su venganza. Pronto su camino se cruza con el de un cínico cazarrecompensas apodado Dólar (Espartaco Santoni), que ejerce como una suerte de hado padrino, aunque el joven no parece necesitarlo para frustrar los planes del nordista, que ahora pretende quedarse con las tierras de los pequeños rancheros para pegar un pelotazo cuando se construya el ferrocarril. Klimovsky —que también hace un papelito como ingeniero del ferrocarril— juguetea con las angulaciones sin mucho acierto, permite que los montadores hagan algunos ejercicios de síncopa un tanto truquistas y no termina de tomarse el material en serio ni siquiera. O en broma, que también hubiera valido en plena eclosión del filón Trinidad. Aunque a lo mejor tampoco podemos echarle la culpa, porque una vez más algunos de los implicados aseguran que buena parte fue rodado por el productor y coguionista de la cinta Sergio Bergonzelli. Por supuesto, Sartana no aparece por ninguna parte.