Puente del diablo (1955) es el primero de los dos títulos que Javier Setó dirigió para una productora de vida efímera denominada Malvís Films, cuyo titular era José Figueroa d’Oliveira. El otro es Ha pasado un hombre (1955). El equipo técnico es idéntico, las dos están protagonizadas por Lina Rosales y el brasileño Alberto Ruschel y Primer Plano [núm. 752, 13 de marzo de 1955] anunciaba que los rodajes iban a comenzar “a la vez” lo que invita a pensar en sendas producciones back to back. Sin embargo, cuando las películas se presentan en los cines, en septiembre de 1956, figuran como producciones de Planeta Films, compañía propiedad de José Carreras Planas y Francisco Fernández de Rojas. En junio de 1955, Malvís Films les ha cedido los permisos de rodaje y la titularidad de amos proyectos.
Freixas y Bassa escriben de Puente del diablo que tiene “un sesgo misógino” ya que las protagonistas son dos criminales...
que imputan el asesinato del marido de una de ellas a una joven, amante de la víctima, y no paran hasta lograr sus propósitos (evidentemente no conseguidos: la verdad resplandecerá). Ninguna es lo que parece: la presunta vamp es una ingenua y las dos casadas unas arteras arpías. [Ramón Freixas y Joan Bassa: Diccionario personal y transferible de directores del cine español. Madrid, Ediciones Jaguar, 2006, pág. 431.]
La adaptación de Faustino González-Aller de su obra teatral Menta no termina de esquivar la dependencia del escenario único. Es precisamente en las escenas en las que la acción se sitúa en otras localizaciones donde Setó parece sentirse más libre para devanar el relato valiéndose de medios puramente visuales; es entonces cuando la iluminación contrastada, las sombras, los contrapicados y la ausencia de diálogo se enseñorean de la película. En cambio, en la casa de Pablo y Tania (Alberto Ruschel y Trini Montero) reina un tono de thriller cómico no demasiado logrado y se acumulan situaciones que pudieran colar en el escenario, pero nunca en un argumento cinematográfico. Si los dos encuentros de Isabel (Lina Rosales), la vamp, con la ambiciosa Tania, se desmoronan de puro absurdo, la llegada de Gloria (María Luisa Ponte) al chalet de sus sobrinos con la máquina de escribir con la que se ha escrito la nota exculpatoria del crimen es casi una provocación al espectador. La cinta no es un whodunit porque desde el principio sabemos quién es el asesino, así que se trata simplemente de ver cómo lo descubrirá la policía y, sobre todo, de la descripción del carácter progresivamente sórdido de dos de las protagonistas.
Ha pasado un hombre (1955) tiene algunos puntos de contacto con la más o menos coetánea Orgullo (Manuel Mur Oti, 1955), como el protagonismo del brasileño Ruschel y sus hechuras de wéstern, pero las implicaciones políticas del guión de —otra vez— González-Aller parece aconsejar deslocalizar la acción, que tiene lugar en Montequebrado, villorrio de un país indeterminado de Latinoamérica en la segunda década del siglo XX. Sin embargo, Setó sí que tiene claros sus modelos: el cine indigenista del mexicano Emilio Fernández y el reciente éxito de Viva Zapata! (¡Viva Zapata!, Elia Kazan, 1952). Los contrapicados de las pobres gentes contra el cielo anubarronado remiten al trabajo seminal de Eisenstein en México y a la fotografía de Gabriel Figueroa en la cintas del “Indio” Fernández. El problema de la película no es, por tanto, de composición, sino de la aglomeración de personajes que pactan y se traicionan entre sí sin que ninguno de ellos alcance auténtico protagonismo. Roque (Ruschel) es el brazo armado del amo del pueblo, Kramer (Carlos Casaravilla), que debería ostentar la condición de protagonista, pero su situación en el relato se ve opacada por la presencia de un antagonista (Héctor Sánchez) que es el auténtico héroe positivo de la historia. La mujer de la que está enamorado, Laura (Lina Rosales) —ataviada y fotografiada como si fuera otra Perla Chávez de Duel in the Sun (Duelo al sol, King Vidor, 1946)—, toma la iniciativa en más de una ocasión y el repulsivo Kramer, el hombre que explota a los montequebradinos a cambio de un puñado de higos secos, alcanzará dignidad trágica al enfrentarse a un juicio popular manipulado.
Setó se defiende en algunas secuencias gracias a un buen trabajo de encuadre y a la composición en profundidad, pero marra otras y, sobre todo, carga con la cruz de que las escenas del panchovillístico ejército revolucionario y el par de incendios y explosiones que han de constituir el clímax espectacular proceden de material de archivo y no guardan el más mínimo raccord con el material rodado ex profeso para la película.
A pesar de algunas cautelas de los lectores del organismo censor previa por el carácter “desagradable y pretencioso” del guión [AGA, 36/04756], la opinión de los censores que ven la película terminada es prácticamente unánime. A pesar de sus aristas sociales, se trataría de una “excelente realización técnica, buenos actores, buena fotografía, buena composición” afeada por alguna “truculencia, aspereza y cierto sadismo cruel” que piensan que le restará comercialidad”. [AGA, 36/03534] No obstante, dejan su veredicto en suspenso hasta que “la productora no haga en lo posible un nuevo montaje que se ajuste a las observaciones que en su día se marcaron en el guión” además de aligerar en el rollo 8 “la escena de violencia entre Kramer y sus compañeros”. [ibidem]
Al finalizar la relación de Setó con Planeta Films, su titular Francisco Fernández de Rojas firma un contrato con Manuel Mur Oti, quien se encargará del resto de las películas de la productora hasta 1960.
Cuando el productor Eduardo Manzanos pone en marcha el proyecto Saeta rubia (1956), el futbolista argentino Alfredo Di Stéfano vive el ápice de su popularidad en España, tras ser fichado por el Real Madrid en 1953. La promoción asegura que el madridista ha recibido en concepto honorarios medio millón de pesetas, la misma cantidad que Ladislao Kubala por Los ases buscan la paz (Arturo Ruiz Castillo, 1954). Si en ésta el argumento dramático de la fuga del futbolista de Hungría y la reunión con su familia en España proporciona un armazón dramático en el que insertar el abundante metraje futbolístico procedente de No-Do, el guión de Jesús María de Arozamena y Antonio Mas Guindal para Saeta rubia se articula de muy distinto modo. Para empezar, los partidos de fútbol se emplean sólo en tres escenas, aunque de cierta envergadura. Luego, la ilación del relato se centra en un grupo de niños y jóvenes suburbiales abocados a la delincuencia a los que el madridista buscará trabajo y, sobre todo, entrenará, logrando que tengan un objetivo en la vida. Sigue así el modelo de las cintas de la Warner protagonizadas por los Dead End Kids y la derivación redentorista del neorrealismo italiano. La tesis parece ser que no hay problema que no tenga solución a base de caridad cristiana y buenos sentimientos. Todo es tan sencillo que, alcanzado el ecuador de la película, ya nos hemos quedado sin asunto que desarrollar. Entra entonces en escena Julia (Donatella Marrosu), una cantante que fuera novia de Di Stéfano en Buenos Aires y que ahora pretende recuperar su relación y hacer una película con él. Los chicos se organizan para poner en evidencia ante su ídolo las verdaderas intenciones de esta femme fatale y salvar su matrimonio.
Aunque Di Stéfano ya había debutado en la pantalla con anterioridad —Con los mismos colores (Carlos Torres Ríos, 1949), Once pares de botas (Francisco Rovira Beleta, 1954)— se le nota incómodo ante la cámara. Otra cosa es el veterano Jacinto Quincoces en el papel de un viejo futbolista alcoholizado a consecuencia de una lesión, un “juguete roto” en cuyo patetismo no se ahonda demasiado, probablemente para bien.
Setó resuelve de oficio, sin el más mínimo alarde. En todo caso, se le puede reprochar que la puesta en escena no ayude a caracterizar a los chicos, que la mayoría de las veces quedan confundidos en una masa indiferenciada.
En su plan de adaptaciones en color del género lírico Benito Perojo recala en Maravilla, una zarzuela con música de Federico Moreno Torroba y libro de Antonio Quintero y Jesús María de Arozamena estrenada en el teatro Fontalba en 1941. Los propios libretistas se encargan del la adaptación dirigirá en 1957, para la que apenas toman los mimbres argumentales del original y prescinden completamente del primer acto. Salvo algún apunte de la partitura original utilizada como fondo, todas las canciones son de nueva planta, adaptadas al repertorio de Carmen Morell y Pepe Blanco, que cargan con los papeles protagonísiticos. Ella es Manuela “Maravilla”, una cantante que se ha hecho en América y regresa a España después de quince años de no ver a su hija Elvira (María Mahor). Él, un chulángano que trae de cabeza a la chica y tiene un bar en el que embauca a los turistas. Porque según los libretistas el alma de Madrid permanece incólume a pesar de que los aviones de la TWA aterricen en el aeropuerto internacional de Barajas, los rascacielos madrileños no tengan nada que envidiar a los de Nueva York y Dalí lleve casi una década paseando su bigote por España. Cambian, eso sí, los modos y las modas: Maravilla actúa para las cámaras de una televisora cubana; apenas llegada al aeropuerto, su primera canción es grabada en cinta magnetofónica y una hora después está siendo radiada; Elvira es figurinista en una sastrería teatral... La autorreflexividad no termina ahí: en un momento, el personaje de Pepe Blanco le dice al de Carmen Morell que si se dedicara a la canción profesionalmente, le quitaba el sitio a... Carmen Morell.
Pero si por algo destaca la película en la trayectoria de Setó es porque se trata de su segunda en color tras la tentativa de Bronce y luna (1952). Para ello, cuenta de nuevo con la colaboración del operador Emilio Foriscot, aunque en esta ocasión el procedimiento sea el ya afianzado Eastmancolor. Los escenarios están elegidos en función del color. Tanto el vestuario de las modistillas como la ropa que cosen supone un amplio despliegue cromático. En su taller, Elvira alinea los botes con los que dibuja sus bocetos, en una especie de muestrario cromático cuyo destinatario es el espectador. El aeropuerto está plagado de coloridos carteles turísticos y de líneas aéreas. En el mesón hay farolillos de colores y el chico para todo maneja durante las actuaciones musicales un foco con filtros, aunque no veamos su efecto sobre los personajes. El vestuario y el resto de localizaciones están tratados en tonos tenues: especial relevancia tienen los malvas y azules celestes que viste María Mahor y que hacen resaltar su cabello pelirrojo. La reciente digitalización ha saturado el contraste, de acuerdo con los estándares actuales, de modo que en determinados planos los rostros de los personajes —que siempre fueron el valor de referencia a la hora de etalonar— han perdido su tono natural. Probablemente tenga también que ver con esta distorsión el amarillo limón que podemos ver en la habitación de hotel de Maravilla.
Pan, amor y... Andalucía / Pane, amore e Andalusia (Javier Setó, 1958) es la última entrega de la serie que había arrancado cinco años antes con Pane, amore e fantasia (Pan, amor y fantasía, Luigi Comencini, 1953). En las dos primeras el protagonismo femenino había recaído en Gina Lollobrigida, en tanto que en la tercera se había encargado de este rol Sophia Loren. En la cinta postrera, trasladada la acción de Nápoles a Sevilla, asumirá el papel principal Carmen Sevilla, secundada por la mexicana Columba Domínguez y la italiana Lea Padovani que ya había aparecido en la anterior cinta del ciclo. En cualquier caso, el personaje de Vittorio De Sica, el maresciallo Carotenuto, es siempre el motor de la acción. Los intentos de seducción de cuanta hija del pueblo se le pone a tiro van modelando, a lo largo de los cuatro títulos, un galán otoñal progresivamente patético y caricaturesco.
El personaje interpretado por De Sica quiere ser el Escamillo de Carmen y termina convirtiéndose en el pelele de Pierre Louÿs. El humor en esta cinta epigonal surge, sobre todo, en las escenas que comparte con Peppino De Filippo, ya que la vitalidad que debía encarnar Carmen Sevilla resulta demasiado alicorta por culpa de una virtud que es santo y seña del carácter de la mujer española. [Aguilar y Cabrerizo: Vittorio De Sica. Madrid: Cátedra, 2015.]
Sus bufonadas, asistidas en esta ocasión por Peppino De Filippo, están perfectamente calculadas porque, a pesar de que en los títulos de crédito de las anteriores entregas de la serie Pane, amore e... De Sica no figure más que como actor y Comencini y Dino Risi ostenten el crédito de dirección, se compromete con los productores a supervisar la realización y a dirigir a las actrices. Visto el panorama y considerando que estamos ante una coproducción del propio Vittorio De Sica con Benito Perojo; ítem más, el rodaje se lleva a cabo mediante el sistema de tomas alternas, que más adelante se doblan en cada idioma.
Todo ello nos lleva a plantear la hipótesis de que De Sica montara el plano, lo ensayara, marcara la posición de la cámara, y decidiera qué tomas se positivaban, en tanto que Setó se hiciera cargo de dar el visto bueno desde detrás de la cámara y proporcionar algunas indicaciones a los intérpretes españoles. Eso sí, la versión española incluye dos escenas entre De Sica y Columba Domínguez, que ponen en solfa el papel de prometida maternal de la mexicana, y un zapateado de Antonio en la secuencia del tablao. Ninguno de estos tres momentos figura en la versión italiana.
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