Marisol en Un rayo de luz (1960), Rocío Dúrcal en Canción de juventud (1962)
y Ana Belén en Zampo y yo (1965), las tres dirigidas por Luis Lucia
A principios de la década de las setenta las niñas —o adolescentes— prodigio del cine español, que habían debutado a las órdenes de Luis Lucia en la primera mitad de los sesenta, estuvieron un tiempo en barbecho, se casaron o se separaron, e hicieron películas con las que procuraban demostrar que además de una bonita voz y una cara graciosa, eran actrices. Marisol, Rocío Dúrcal y Ana Belén siguieron un patrón similar. Curiosamente, dos miembros del PCE estuvieron detrás de estas operaciones de reconversión.
Marisol (Pepa Flores, 1948) realiza el tránsito hacia la transmutación en Pepa Flores de la mano de Juan Antonio Bardem en La corrupción de Chris Miller (1973).
La lluvia enerva a Chris (Marisol). La lluvia le hace revivir un trauma del pasado que se presenta en forma de flashes en los que se alternan la imagen de un levantador de pesas e insertos de alguna película de las que ha protagonizado durante la década anterior. En el caserón aislado en el que vive con Ruth (Jean Seberg), su madrastra, sólo ésta puede protegerla durante sus crisis, aunque pronto averigüemos que su interés por ella es también sexual. La llegada a la casa de un mochilero llamado Barney (Barry Stokes) romperá el delicado equilibrio de una convivencia hecha de odios soterrados, porque el padre de Chris, un titiritero ambulante con querencia por los cuentos de hadas perversos, abandonó a Ruth hace años. La perversión de Chris será la venganza de Ruth. Esta línea de intriga está cuajada de simbología freudiana de baratillo: la lluvia torrencial, las manadas de caballos, el sótano... Con ella se va entreverando la historia de un asesino en serie, con una iconografía deudora del giallo. Otras referencias manejadas por Bardem remiten a Hitchcock —con Jean Seberg encarnando a ratos a una fría rubia digna protagonista de una cinta del tío Alfred— y a Chabrol, sobre todo en las referencias a una realidad provinciana que aflora con tricornios y hábitos fraileros en los contados momentos en que la acción sucede fuera del entorno claustrofóbico de la casona y sus alrededores.
Con todo, lo más interesante es la focalización del deseo de las mujeres en el cuerpo masculino, en una inversión inusitada de lo que viene sucediendo en el cine español de esta etapa. Un Barry Stokes descamisetado acapara buena parte del metraje, ocupando el vacío que ha dejado la ausencia del amante de Ruth y padre —y acaso también amante, según se apunta en algún momento— de Chris. Por eso, la escena de la muerte de Barney a manos de las dos mujeres, armadas con sendos cuchillos, no deja de ser una violación en toda regla por parte de ellas, que satisface las ansias de venganza de ambas. En cualquier caso, la convivencia de tan diversos registros e influencias frustra la coherencia de una película que, a pesar de venir firmada por Juan Antonio Bardem, cabría calificar de “postmoderna”.
A partir del esquema básico de noir que le proporciona la novela Joc brut, de Manuel de Pedrolo, Bardem y Rafael Azcona utilizan en El poder del deseo (1975) las encuestas entre consumidores de la agencia publicitaria de Sorribes para subrayar la distancia entre la realidad de los espectadores y el mundo idealizado e inalcanzable que refleja la publicidad. Lo mismo ocurre con Juno (Marisol), sus pelucas y sus cambios de aspecto; en esta mujer polimorfa Javier (Murray Head) encuentra a todas las mujeres posibles, pero inalcanzables en virtud de los problemas económicos derivados de su clase social. No obstante, estos apuntes sociales se superponen a la trama policiaca como a brochazos, sin integrarse nunca en ella. Tampoco Azcona consiguió darles forma, ni afinar algunos diálogos explicativos que llevan implícita la firma de Bardem, de modo que el guionista riojano siempre consideré ésta como uno de los puntos más bajos de su filmografía. Si acaso se puede vislumbrar su sentido de la ironía cuando Juno no acude a su encuentro con Javier, seis meses después de cometido el crimen. Han quedado en un cine de barrio donde se proyecta la apócrifa “Un beso de amor”, protagonizada por una tal Pepa Flores y dirigida por Juanito Barlew. La letra del pasodoble El beso en España sirve de contrapunto a la burla de la femme fatale: “La española cuando besa / es que besa de verdad, / y a ninguna le interesa / besar por frivolidad.”
Rocío Dúrcal (Marieta de las Heras, 1944-2006) da un paso en falso con Marianela (Angelino Fons, 1970), de la que ya hemos hablado aquí. Luego, antes del giro radical y punto final que supone Me siento extraña (Enrique Martí Maqueda, 1977), todavía hace un nuevo intento con Díselo con flores / Dites-le avec des fleurs (Pierre Grimblat, 1974), una coproducción cuyos créditos encabeza aunque en el reparto tengan papeles de peso Fernando Rey, Delphine Seyrig y el entonces en alza John Moulder-Brown, asiduo del cine español desde La residencia (Narciso Ibáñez Serrador, 1969).
Rocío Dúrcal es Úrsula, una au-pair alemana contratada por una familia en la que todos están tocados del ala. El ambiente se va enrareciendo conforme la muchacha seduce al padre (Rey), un hombre amnésico con un pasado nazi que regresa como a ráfagas, y al hijo mayor (Mulder-Brown), traumatizado por una mancha que le cubre la mitad de rostro. La madre (Seyrig) cuida obsesivamente el jardín de la casa y deja que las plantas vayan invadiendo el interior, pero ni esto ni las alucinaciones del padre enrarecen tanto el clima como las extrañas muertes de los niños... sin que por otra parte nadie parezca darse demasiado por aludido. Al final, el espectador tendrá una explicación racional de lo que ha sucedido.
Grimblat rueda la película en San Sebastián y Pasajes de San Juan, aunque la acción se supone que tiene lugar en el sur de Francia y en Alemania. A pesar de algunos subrayados innecesarios, acierta a crear un clima progresivamente desasosegante. Eso sí, que la película sirviera para el lanzamiento internacional de Rocío Dúrcal o que contribuyera a cambiar su imagen en España es más dudoso. En plena fiebre del fantaterror, no llegó a concitar doscientos mil espectadores en su recorrido comercial sudpirenaico.
Mencionaba al principio la militancia de sus artífices. En este caso se trata de Roberto Bodegas, que figura como coautor de la adaptación de la novela del francés Christian Charrière junto al italiano Tonino Guerra. El mismo Bodegas proporcionó su primer papel a Ana Belén (Pilar Cuesta, 1951) como actriz adulta, tras el fracaso en taquilla de Zampo y yo (Luis Lucia, 1965).
La cantante decidió estudiar interpretación y se volcó en el teatro —con alguna incursión televisiva a las órdenes de Josefina Molina y Pilar Miró— hasta que Bodegas y José Luis Dibildos le pidieron que hiciera el papel de una de las emigrantes españolas que prestan sus servicios en casas de burgueses parisinos en Españolas en París (1971). Precisamente el que nos sirve de introducción al ambiente: una recién llegada de Sigüenza que aprenderá —además de boceto sociológico la cinta es un apólogo moral— que en el extranjero tampoco se atan los perros con longaniza. A pesar de las advertencias de la veterana Emilia (Laura Valenzuela), Isabel se queda embarazada de Manolo (Máximo Valverde) y decidirá seguir adelante como madre soltera y trabajadora en Francia.
En Morbo (Gonzalo Suárez, 1971) Ana Belén coincidirá a Víctor Manuel; la pareja contraerá un entonces polémico matrimonio de Gibraltar. Ella repetirá luego con Bodegas y Dibildos en la película programática de la Tercera Vía Vida conyugal sana (1974) y pegará un auténtico pelotazo con El amor del capitán Brando (Jaime de Armiñán, 1974), donde encarnaba a una maestra con el corazón dividido entre uno de sus alumnos adolescentes (José Luis Alonso) y un viejo republicano que ha regresado a España (Fernando Fernán-Gómez).
Definitivamente, las niñas de Luis Lucia se habían convertido en mujeres.
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