domingo, 17 de octubre de 2021

la amargura de luis lucia (7)

Marisol, sol, sol

Marisol, la estrella Marisol, el producto Marisol... fue lanzado al mercado por Benito Perojo y Manuel J. Goyanes, para los que Luis Lucia había trabajado ya en ocasiones anteriores. Hemos de deducir que a satisfacción de ambos ya que recaban su colaboración para realizar Un rayo de luz (1960). La película es un prototipo a partir de un argumento de Manuel y Félix Atalaya —que ni se apellidaban así ni tenían relación familiar directa— guionizado por Jaime García Herranz, que ya había colaborado con Lucia en este cometido en Un ángel tuvo la culpa y Molokai, la isla maldita. Tras la presentación del conflicto en clave más o menos humorística —Marisol canta la italianísima Santa Lucia y, de pronto, se le escapa un jipío flamenco—, un flashback nos proporciona las claves de su posición en casa de su abuelo en Italia, el conde D’Angelo (Julio Sanjuán). Elena (María Mahor), su madre, es una española dedicada a las variedades folklóricas, su padre murió en un accidente de aviación y ella renunció a su hija para que tuviera la educación esmerada que podía proporcionarle la familia paterna. Una vez al año, a fin de curso, va al internado de Málaga disfrazada de señora pudiente para que su hija no sospeche su miseria, porque ha prometido a Pablo (Anselmo Duarte), el hermano de su marido, que no arrastrará su apellido por teatros de mala muerte. O sea, un melodrama en toda regla.

La llegada de Marisol a Italia retoma el rumbo fijado por un ilustre precedente, según recordaba el propio Lucia: Little Lord Fauntleroy (El pequeño lord, John Cromwell, 1936). Eso sí, en la batalla infantil contra los Barbarroja, él recicla la primera escena de Jeromín. El melodrama prístino vuelve a primer plano en la escena en que, en el día de su cumpleaños, Marisol escucha la voz de su madre cantando en un magnetofón. Que la institutriz inglesa (María Isbert) haga un comentario despectivo sobre “such a kind of sentimental situation!” es una de esas puyas autoirónicas sin las que Lucia era incapaz de pasar.

El éxito de la operación invita a Goyanes y a Perojo a repetir la jugada con Ha llegado un ángel (1961), esta vez con participación de Cesáreo González. La base literaria es más complicada: un argumento de Manuel Sebares sobre el que Alfonso Paso elabora un primer guión que convierte en libreto definitivo y dialoga José Luis Colina. Acaso por ello los intríngulis intertextuales resultan bastante más sofisticados que en la película anterior. El punto de partida es más o menos el mismo: Marisol llega a un hogar en el que reina la infelicidad y lo soluciona todo en los noventa minutos de metraje. Viaja de Cádiz a Madrid porque se ha quedado huérfana, pero al llegar a casa de su tío (José Marco Davó) se la encuentra patas arriba: su mujer (Ana María Custodio) es una beata preocupada únicamente por el que dirán; el hijo mayor (Carlos Larrañaga), un golfo que debe una abultada suma de dinero; la siguiente (Ángeles Macua), una frívola colgada todo el día del teléfono y en busca de un marido rico que le resuelva la papeleta; el mediano (Francisco Vázquez), un chico que ha dejado los estudios para cultivar su musculatura; y la pequeña (Pilarín Sanclemente), una cinematófila irredimible que se cree que el mundo es como aparece en la pantalla. Menos mal, que la criada gallega (Isabel Garcés) lo pone todo de sí para sacar adelante la casa. Bueno, ella y Marisol, que se ha traído veinticinco mil pesetas de la venta de los muebles familiares sobre las que se abalanzan todos como lobos. Parte del dinero sirve para comprar el electrodoméstico de moda: una televisión. Y así se pone en marcha unos de los mecanismos intermediales de los que hablábamos al principio. El concurso Salto a la fama, emitido por TVE entre 1961 y 1965, tiene un papel relevante en la trama y sirve de base a un gag cuando el sonido se pierde y Marisol lo soluciona “doblando” al gesticulante cantante. En el tercer acto, los estudiantes de Derecho a los que ha conocido en el tren la invitan a cantar con ellos y gracias al premio pueden liquidar las cuentas pendientes del hijo mayor. Además, ve la emisión televisiva un productor (Santiago Ontañón) y pretende contratarla como sea sin saber que la niña ya ha hecho una prueba cinematográfica. La aspirante anterior ha puesto en evidencia que lo cañí es un tópico y que las niñas gitanas no cantan como niñas. En cambio, Marisol, con su cabello rubio y sus bulerías, hace que hasta los eléctricos y los maquinistas del estudio se arranquen por palmas. La escena final funde de nuevo realidad y ficción al entremeterse los miembros de la familia en un plano de la película que está rodando Marisol y al incorporarse los estudiantes a la apoteosis por indicación de la criada convertida en demiurga: “¿No quería usted terminar su película con una escena de mucha emoción? ¡Pues enchufen las cámaras hacia aquí! ¡Y vosotros, a cantar!”.

El abanico de temas musicales se ensancha con algunos números regionales ajenos al folklore andaluz —jotas de Aragón y Navarra ante un catedrático hueso interpretado por Julio Sanjuán, con lo que se hace un guiño a la película anterior—, pero, sobre todo, la incorporación de Augusto Algueró supone la ampliación del repertorio de Marisol hacia el pop —o la música ligera, como se llamaba entonces—, con canciones como Ola, ola, ola o Estando contigo. El proceso se consumará con el tema central de Tómbola (1962), la tercera película de Marisol con Lucia siempre detrás de la cámara. La adolescente Marisol es en esta ocasión alumna del exclusivo Liceo Studio, “con ese líquida”, según se encarga de recalcar siempre la directora. Los movimientos de liberación en África tienen eco en las aulas porque Marisol siente una amistad entrañable por María Belén (Joëlle Rivero), hija del secretario de la embajada en España de un innominado país africano. La exaltada imaginación de Marisol la lleva a pensar que su amiga ha sido secuestrada durante una excursión a caballo, lo que pone en marcha a la policía, el servicio diplomático y hasta el ejército. De este modo, una Marisol cada vez más amanerada como actriz, queda evacuada momentáneamente del centro de la pantalla y Lucia se puede dedicar a planificar secuencias de acción cómica, en las que tan a gusto se siente. Eso sí, durante el paseo a caballo aparecen ya las panorámicas —a veces interrumpidas en el montaje para que el espectador no se pierda un solo instante de playback— a las nubes o a las copas de los árboles que se van a convertir en un artificio retórico de transición entre tomas tan recursivo y molesto como los zooms de Pedro Lazaga.

De todos modos, el primer acto ha tenido una función meramente expositiva. El segundo arranca con la visita de las niñas al Museo Collantes y el descubrimiento por parte de Marisol de que tres ladrones (Roberto Camardiel, José María Caffarel y Enrique Ávila) están robado La madonna de las rosas disfrazados de frailes. Sospecha de ellos porque el jefe de la banda lleva calcetines de cuadros. Una vez más la televisión juega un papel en la trama —desde el programa de Jesús Álvarez Marisol hace un llamamiento a los delincuentes para que devuelvan el cuadro— y el secuestro de Marisol nos sitúa de nuevo en terreno conocido: el rayo de luz que ilumina unas vidas sumidas en la oscuridad de las conductas inmorales o asociales. Un cura rural (José Marco Davó) echa una mano en los asuntos del espíritu, pero Marisol conduce un camión y realiza una operación quirúrgica. ¡Ahí es nada! Por el camino, algunos hallazgos, como el del “ventrílocuo tragicómico” que embauca a Marisol con su voz de niña.

Tras el paso de Marisol por las manos de directores más internacionales, como George Sherman o Mel Ferrer, en 1967 vuelve a trabajar con Lucia en Las cuatro bodas de Marisol (1967) y Solos los dos (1968). De la primera ya hablamos con motivo del rodaje en Guinea Ecuatorial de uno de sus episodios: http://documentitosdeunindocumentado.blogspot.com/2020/11/camaras-espanolas-en-guinea-y-4.html. Con Solos los dos Marisol sigue hacia el encuentro con Pepa Flores. Se apoya para ello en un guión de Jaime de Armiñán, que la dirigirá al año siguiente en Carola de día, Carola de noche y una banda sonora compuesta por Juan y Junior. La continuidad viene dada por la realización de Luis Lucia, artífice de sus primeros éxitos, y la presencia en el reparto de Isabel Garcés. Y, para que no falte de nada, coprotagoniza el popular torero Sebastián Palomo Linares. A partir de aquí, todo se vuelve convencional. Marisol es una chica yeyé, rica por su casa, aficionada al deporte y amante de la velocidad. Sebastián es un muchacho que se lo debe todo al toreo. El Mini Morris de Marisol y el “haiga” en el que viaja Sebastián entablan una competición en la carretera. Es sólo una de las metáforas sobre la sofisticación y modernidad de ella y la humildad y el apego a las tradiciones de él. La actuación de Sebastián en la plaza de Málaga, alterna en la planificación con el partido de tenis que juega Marisol. Un juego del ratón y el gato que hará crisis en el momento en que ambos se enamoren y Marisol deba asumir la condición de “novia de torero” porque él “se debe a la afición”. El tópico se instala entonces en el argumento y Sebastián sigue la senda de los matadores “atorados”, dados a la bebida y proclives a la cogida mortal. El juego de contrastes se traslada también a la realización. La brillante fotografía en color de Antonio L. Ballesteros sirve a una realización que parece prisionera de la misma contradicción que viven los personajes. En su última película “para” Marisol, Lucia segmenta la pantalla, intenta el montaje paralelo, conjuga secuencias oníricas... pero choca una y otra vez con lo convencional de la historia.

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