domingo, 13 de julio de 2025

los cracks

La escena inicial de El crack (José Luis Garci, 1981) logra que asumamos al personaje de Germán Areta (Alfredo Landa) como una suerte de Harry el Sucio castizo: ex-policía metido a detective privado, obsesivo, aficionado al boxeo, conductor de un Simca 1000. En lugar de San Francisco y Los Ángeles, la M-30 y la Gran Vía. Las vistas —casi al modo de los Lumière— de la arteria madrileña nos permiten echar un vistazo a la cartelera en las Navidades de 1980, que es cuando se rodó la película. La cartelera de El divorcio que viene (Pedro Masó, 1980) que muestra a José Sacristán haciendo un corte de mangas a los leones del Congreso tiene peso capital en la trama.

Con la ayuda del Moro (Miguel Rellán), Areta deberá localizar a la hija de un ferretero ponferradino (Raúl Fraire), desaparecida de su domicilio tiempo atrás. Pero el asunto no va a resultar tan sencillo, sobre todo a raíz de la muerte de una niña que convertirá a Areta en un vengador implacable. En la desaparición de la chica estuvo mezclado otro policía corrupto (Manuel Tejada) y hay implicada gente dedicada al tráfico de divisas y al blanqueo de capitales, lo que sirve de excusa al mitómano Garci para alimentar sus sueños cinéfilos y rodar el último acto en Nueva York, al pie del puente de Brooklyn y a la vera del Madison Square Garden.


El razonable resultado de esta cinta —medio millón de espectadores y premios del Círculo de Escritores Cinematográficos para la interpretación de Landa y para Garci por el guión—, el director acomete la realización de una segunda parte, El crack dos (1983), en la que él y su coguionista Horacio Valcárcel profundizan en la personalidad del detective castizo Germán Areta. Y va y se la dedica nada menos que a Raymond Chandler, ya que en la anterior el agraciado había sido Dashiell Hammet. Y luego ambienta una escena en un cine donde se proyecta The Asphalt Jungle (La jungla de asfalto, John Huston, 1950)... Para que no haya dudas sobre cuáles son las referencias, por mucho que nosotros advirtamos en las tramas la actualización y urbanización de los métodos de Plinio (TVE, Antonio Giménez Rico, 1971-1972), de cuya adaptación televisiva fue libretista Garci.

Un maduro homosexual (Rafael de Penagos) encarga a Germán Areta (Landa) que localice a su antiguo amante. Areta le pide al Moro (Rellán) que lo siga y descubre que el amante tiene una caja de seguridad con cien millones de pesetas en sellos antiguos y joyas. Cuando uno aparece asesinado y el otro aparentemente víctima de un suicidio, las cosas se complican. Areta está a punto de descubrir los secretos de la corrupción de la industria farmacéutica.

La devoción de Garci por el doblaje se hace patente en la utilización de Rafael de Penagos en un papel principal. También ironiza sobre la técnica cuando Areta y el Moro siguen a su objetivo hasta el templo de Debod. El Moro argumenta que si tuvieran un micro sabrían lo que están diciendo porque “el futuro de esta profesión está en la electrónica”. Y, sin embargo, Areta hace una “retransmisión” de la conversación punto por punto.

El público que asiste a las salas cinematográficas empieza a menguar y la oralidad garciana, en detrimento de la acción, impacienta a algunos críticos. [Diego Galán, en El País, 3 de agosto de 1983.] Además, tiene la mala suerte de que ese mismo año se estrene El arreglo (José Antonio Zorrilla, 1983). Algunos encuentran que, entre el modelo mimético y nostálgico de Garci y la propuesta incisiva y crítica con la pervivencia de las fuerzas represivas franquistas de Zorrilla, no hay color. Si ha de haber una vía para un neo-noir a la española, mejor ir al tuétano del asunto que quedarse en el caligrafismo.


En la penúltima escena de El crack cero (2019), Garci se disocia en el personaje del detective Germán Areta (Carlos Santos) y el neoyorkófilo Rocky (Luis Varela). Franco acaba de morir, para el país se abre un tiempo nuevo que el Garci de Asignatura pendiente (1977) dice, por boca de Areta, que no puede ser sino mejor, en tanto el Garci contemporáneo asegura por medio de Rocky que nunca quiso pertenecer “a esta época de mierda” y que siempre le ha gustado el pasado, “que es un país distinto, pero tranquilo, donde no te dan la lata”. Para volver a él, el realizador resucita su creación más perdurable y la sitúa en un tiempo de crisis, anterior en el tiempo a los dos primeros títulos de la serie, aunque para ello tenga que buscar rostros nuevos que sustituyan al fallecido Landa y al ya talludito Rellán. También el coguionista cambia: fallecido el fiel Horacio Valcárcel, asume este papel Javier Muñoz. Garci recurre al blanco y negro —fotografía de Luis Ángel Pérez—, pero la música de Jesús Gluck, la estructura dramática e incluso el móvil personal, son idénticos a las de aquéllos. También de allí proceden las vistas de la Gran Vía que sirven de cortinillas —los “planos almohadilla” de Yasuhiro Ozu son la referencia ineludible— entre secuencias. El resto de la acción se desarrolla en interiores y, por mucho que la Historia se cuele a través de la radio, los diarios o las alusiones al “caso Almería” como motivo de la separación del cuerpo policial de Areta, lo cierto es que todo tiene lugar en un limbo aislado del exterior por unas persianas venecianas que, desde los mismos títulos de crédito, se convierten en emblema visual de la cinta.

Por lo demás, la investigación sobre el suicidio de un sastre aficionado al juego, que ha dejado varios seguros de vida a nombre de sus amantes y de otros jugadores que le prestaron dinero, se resuelve siempre mediante remansadas conversaciones a dos o a tres, sin apenas acción, con una confianza un tanto suicida en los resortes de la propia intriga. Ahí, Garci puede regodearse en las citas literarias, los homenajes cinéfilos, las batallitas futboleras, las lecciones magistrales sobre coctelería y en unos diálogos consecuentemente artificiosos que ha registrado, probablemente por primera vez en su filmografía, con sonido directo. Y es que, quiéralo o no el director, los tiempos han cambiado.

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