Durante la Transición Antonio Ribas -entonces
ya Antoni- se empeñó en la creación de un cine nacional-popular catalán con La
ciutat cremada / La ciudad quemada (1976) y el tríptico Victoria
(1983), complementado por la realización del documental de largo
metraje Catalans universals (1979), producido por No-Do y TVE.
Esto y la propuesta catalanista de Palabras de amor (1968),
desvirtuada por la productora, han dejados siempre en la sombra su película de
exordio: Las salvajes en Puente San Gil (1967).
Se trata de la adaptación de una obra de José
Martín Recuerda estrenada por Luis Escobar en el Teatro Eslava en 1963.
Tanto el tema como su puesta en escena dieron lugar a una encendida polémica,
lo que no impidió, sino que más bien incentivó, sucesivos reestrenos,
convirtiéndose en una de las obras más celebradas del autor hasta el estreno en
1977 de Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipciaca.
No es extraño, por tanto, que el debutante Ribas buscara en ella la seguridad
de una recepción cierta. Así lo debió considerar la multinacional Paramount,
que adquirió los derechos de distribución mundial y presentó la cinta -fuera de
concurso, eso sí- en el Festival de Cannes. La respuesta de público fue
solamente pasable, al menos para lo que se esperaba de la película. El elenco
al completo recibió un premio colectivo de interpretación del Sindicato
Nacional del Espectáculo. La crítica fue condescendiente, cuando no hostil a la
situación planteada y a lo que consideraban resolución titubeante por parte del
realizador novel.
Y, sin embargo, Ribas había recorrido todo el
escalafón profesional de acuerdo con las normas del sindicato vertical:
secretario de dirección, auxiliar y ayudante antes de obtener el carné de
director. En estas funciones había ejercido como meritorio o auxiliar en Plácido
(Luis G. Berlanga, 1961), con la que Las salvajes en Puente San
Gil tiene algunos puntos de contacto al circunscribir la acción a
un ámbito geográfico reducido, a la omnipresencia de las beatas y las fuerzas
vivas en la vida cotidiana y a la llegada de un grupo de artistas que todo lo
revolucionan. Sin embargo, lo que en la película de Berlanga se resuelve como
tragedia grotesca con toques de humor negro, quiere ser en la de Ribas
esperpento sin concesiones. De este modo entronca también genéricamente con el
díptico maldito de Fernán-Gómez compuesto por El mundo sigue
(1963) -el desgarro existencial femenino, la ausencia de horizontes...- y El
extraño viaje (1964) -el pueblo, la violencia latente, el baile,
los personajes de Elvirita y Rosa e, incluso, la bodega con las tinajas-. Sin
embargo, podemos establecer un nexo menos evidente con la escena de Calle
Mayor (Juan Antonio Bardem, 1955) en que la pandilla de gamberros
decide pasar las altas horas de la madrugada en el "Café Moderno",
que no es otra cosa que un burdel regentado por una tal Pepita (Lila Kedrova).
El baile salvaje de Luis Peña y las patadas de Manuel Alexandre a la pianola
averiada convierten esta breve secuencia en un aguafuerte de la frustración
sexual en una comunidad cerrada regida por el fariseísmo y la mojigatería, que
conviene no perder de vista a la hora de abordar las elecciones formales de
Ribas.
Frente a la modulación de dúos y tríos con los
que orquesta sus escenas Fernán-Gómez y a la ordenada polifonía mediante la
cual Berlanga resuelve las suyas, a pesar de la coralidad de las acciones y
gracias al plano-secuencia, el director catalán plantea el puro grito. Esta
elección formal ya había molestado a algunos críticos de la versión teatral
estrenada en el Eslava. Enrique Llovet escribía en ABC:
"La dirección
de Luis Escobar, admirable en la composición de la escena y el movimiento de la
copiosa nómina de personajes. El tono de la representación gritada, desde la
primera frase, era, para mis oídos, insoportable. Admiro con toda mi alma a ese
extensísimo reparto (...) que bregó derrochando fortaleza física. ¡Qué
gargantas! Pero no me gusta, en absoluto, la deliberación con que se intenta, por
procedimientos físicos, aplastar a la sala bajo una ventolera
folletinesca". (ABC, 31 de mayo de 1963)
De lo que no cabe duda es de que el
procedimiento llegó al público y de que Ribas lo hace suyo en la adaptación, a
pesar de contar tan sólo con Vicky Lagos de entre las integrantes del reparto
original. Especial relevancia adquiere el personaje de Rosa, la chica del
pueblo, lenguaraz y provocadora, al ser interpretada por Elena María Tejeiro,
la mujer del director. Grita ella enseñándoles las piernas a los mozos rijosos
que se encaraman a los ventanucos y grita Marisa Paredes a la noche, sentada en
la barandilla de un puente, en el papel de una vedette borracha. El único que
habla en voz queda es el curita de Puente San Gil (Adolfo Marsillach) y termina
con la cabeza abierta cuando las bailarinas se enteren de que los mozos del
pueblo, excitados por la suspensión de la función, han violado a la primera
vedette (Rosanna Yanni). Entonces toma cartas en el asunto la Guardia Civil,
como antes las habían tomado el cura y las beatas. Brilla por su ausencia la
autoridad civil. ¿Por motivos de censura? ¿Por qué se considera que la misma
está deslegitimada en una España militarizada y nacional-católica? El
empresario del teatro (Valentín Tornos) no deja de argumentar una y otra vez
que la revista ha sido "autorizada en Madrid", a lo que no cabe
apelación más allá de las presiones de una burguesía hipócrita que terminará
suscitando una sublevación popular que culmina con la agresión a las mujeres
encerradas en el teatro.
Durante el primer acto -el trayecto de la
estación hasta el pueblo en diferentes medios de transporte, a cada cual más
denigrante- esta maniobra nos permite ir caracterizando a las chicas, porque al
actor cómico (Jesús Guzmán) y al galán (Jesús Aristu) es fácil identificarlos
dada su condición casi única de hombres en un entorno netamente femenino
comandado por la ex-vedette Palmira Imperio (Trini Alonso): la quejica rubia
Asunción (Carmen de Lirio), la resignada Tere (Charo Soriano), la vengativa
morenita apodada "La Limonera" (María Silva), la racista Magda (Vicky
Lagos), la ingenua Manolita (Fernanda Hurtado)...Arquetipos, al cabo, de una feminidad
polimórfica y avasalladora que pone en guardia y al tiempo excita al varón en
celo.
Y luego, un poco ajena al grupo, está Maruja
(Nuria Torray), a la que se acusa de haber promovido en Pozo Verde el escándalo
que ha dado con el propietario del hotel en la cárcel, y que le costará el
despido de la compañía. Rosa es el recambio natural y la función dramática de
sus personajes parece construida a partir de un eje de simetría.
Aquí todavía tiene su peso el escalafón, las
envidias y rencillas por el camerino que debe ocupar cada cual. Luego, según
avanza el día y se hace evidente que no va a haber lugar donde comer ni dormir,
que la función se suspende y, por tanto, no se cobra, los ánimos se encrespan y
la situación sube de tono. En cambio, en el tercer acto, la escisión en varios
grupos -quienes se quedan en el teatro contando cuentos de miedo, quienes se
van a unas bodegas a cenar de gorra, quienes confraternizan y se emborrachan en
el baile popular, quienes van a buscar queso y colchón...- disipa la tensión.
Puede que éste sea el verdadero desacierto de Ribas. La necesidad de
"airear" la obra teatral a fin de que resulte cinematográfica,
funciona en contra de la tensión dramática que generaba la reclusión en un
decorado único y la presión que esto iba generando en torno a la figura de la
mujer liberada y promiscua, que en el imaginario rural adquieren las chicas del
cuerpo de baile de la compañía de revistas.
La exacerbación del modelo lorquiano
-subyacente en la obra teatral y orillado en la película al trasladar la acción
de Andalucía a Castilla- deja paso a la esperpentización de la realidad social.
Los espejos cóncavos devuelven esta imagen deformada de una tragedia cuyos aspectos
grotescos no se subrayan, como ocurre con los guiones en los que intervienen
Rafael Azcona y Pedro Beltrán, mediante el humor. El chafarrinón corrido en que
se convierte el rostro de Charo Soriano en la parte final de la cinta es el
correlato de la propuesta estética de Las salvajes en Puente San
Gil.
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