Brigada
criminal (Ignacio F. Iquino, 1950) se basa en un una
idea de José Santugini, adaptada por Juan Lladó y Manuel Bengoa. En los títulos
de crédito figura como asesor Arturo Roselló, de la Dirección General de
Seguridad. El argumento sigue la peripecia de Fernando Olmos (José Suárez), un
agente recién egresado de la academia de policía, que asiste como testigo
casual a un asalto a un banco. El inspector Lérida (Manuel Gas), su mentor, es
el prototipo del policía avezado y un poco escéptico cuya abnegada esposa le
espera en casa con la cena recalentada. La misión oficial encomendada a
Fernando es vigilar al empleado de un garaje que está distrayendo dinero de la
caja. Pero quiere la casualidad que por allí mismo realice sus trapicheos
automovilísticos Óscar (Alfonso Estela), jefe de la banda que ha perpetrado el
atraco. Siempre a su vera, el sicario Mario (Barta Barri). Fernando se ofrece a
trabajar para ellos a fin de infiltrarse en el grupo. Para probarle, los
malhechores le encomiendan viajar a Barcelona en un coche robado y apiolar a
Celia Albéniz (Soledad Lence), una bailarina que ha sido novia de uno de la
banda y ahora le amenaza con una denuncia si no los abandona.
La figura del policía infiltrado en el cine de
gánsteres —Edward G. Robinson en Balas o votos (Bullets or Ballots,
William Keighley, 1936), por ejemplo— o en el noir más psicótico —Edmond
O'Brien en Al rojo vivo (White Heat, Raoul Walsh, 1949)— siempre
ha dado lugar al desvelamiento de ambigüedades morales. El policía de turno
será seducido por la novia del capo y no sabrá resistirse a la atracción del
lujo y el dinero fácil. Por supuesto, esto no ocurre en la España de 1950. Aquí
el héroe es de una rectitud inequívoca, lo que le aproxima más al protagonista
de un serial, donde cualquier ambivalencia es proscrita pues deriva en
complejidades psicológicas que retardan la acción.
El rótulo inicial no puede dejar más clara —¿de
cara al público? ¿a la Censura?— la plantilla con la que hay que leer la obra:
“Esta película
es un homenaje a la abnegación y heroísmo de los funcionarios de la policía
española que, sin grandes alardes técnicos, y contando con el factor “hombre”
como máximo valor, está considerada como una de las mejores del mundo”.
Evidentemente, hay un abismo entre los
departamentos de identificación de huellas que se nos muestran en las películas
del FBI y el modesto archivo de impresiones digitales de las Brigada de
Investigación Criminal. Iquino aprovecha cualquier ocasión para subrayar el
“mensaje” que la Administración quiere escuchar. Fernando habrá de visitar al
inspector Lérida no en su oficina sino en la Academia de la Policía Armada,
donde asiste al adiestramiento de perros policías. Una vez más la voz en off parece extraída del No-Do: Lérida se
encuentra allí “comprobando los enormes progresos conseguidos en tan poco
tiempo”.
Sin embargo, la fuerza de la película de
Iquino no reside en las circunstancias argumentales sino en su uso sistemático
de la cámara en mano, algo perfectamente anómalo en la estricta dramaturgia del
cine español de su tiempo. Pablo Ripoll, colaborador de estas primeras
producciones de Iquino en su etapa post-Emisora, recurre a contrapicados
enfáticos, a objetos interpuestos y prescinde en exteriores de la iluminación
con resultados desiguales pero siempre novedosos. La película está rodada desde
el interior de los automóviles en marcha, con la cámara oculta en el interior
de un quiosco de bebidas, sorprendiendo a los actores entre la gente de la
calle desde la boca del metro o la ventana de algún piso próximo a la acción.
Justamente célebre es la persecución final en
el edificio en construcción, un tour de force de diez minutos de
duración en el que predomina la acción y los escasos diálogos tienen una
función meramente utilitaria. La crudeza de la luz natural, las panorámicas que
relacionan a perseguidos y perseguidores y la contundencia de las ráfagas de
ametralladora, muestran a un Iquino plenamente convencido del camino
emprendido, aunque su filmografía posterior siguiera por otros derroteros.
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