domingo, 23 de octubre de 2016

panorama del cine criminal barcelonés (3)


El asesinato de un joven en plena Vía Layetana pone en marcha el dispositivo policial de Apartado de Correos 1001. También aquí hay un policía novato, Miguel (Conrado San Martín), y un inspector veterano (Manuel de Juan). El registro de la habitación del fallecido les conduce a un anuncio publicado en La Vanguardia donde se cita como dirección de contacto el apartado de correos 1001. Siguiendo esta pista dan con Carmen (Elena Espejo), jugadora de pelota profesional y correo de los misteriosos mensajes. Finalmente, será un empleado de Correos (Tomás Blanco) conchabado con los delincuentes quien les conduzca hasta el asesino del joven, complicado en un asunto de tráfico de estupefacientes. La policía le pone cerco en las Atracciones Apolo, donde se produce el enfrentamiento final. Este complejo recreativo se inauguró en el Paralelo barcelonés allá por 1935 y permaneció en activo hasta finales de los años sesenta, cuando el local se transformó en una sala de juegos recreativos. Tomaron entonces los juegos electrónicos el lugar que hasta entonces habían ocupado el Río Misterioso, la Ciudad Encantada, el tiovivo, la Casa de la Risa y la Autogruta. En las Atracciones Apolo se dan la mano lo siniestro y lo ridículo: las calaveras que nos invitan a ingresar en el reino de la muerte, las puertas que conducen al laberinto sin salida, las pasarelas que hacen que el mundo a nuestro alrededor se tambalee... No se pretende ocultar la deuda de esta escena con The Lady from Shanghai (La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947), que se había estrenado en Barcelona en octubre de 1948. Pero el barroquismo visual de Welles deriva en manos de Julio Salvador en una escena grotesca, lo que, en lugar de aliviar la tensión, la incrementa. El tiroteo en la Casa de la Risa se resuelve con una imagen memorable y sólo la actuación envarada del inexperto Conrado San Martín resta coherencia al conjunto.

El interrogatorio de los testigos, las largas sesiones de vigilancia a sospechosos, la visita al diario para localizar el anuncio recortado... Todo tiene en Apartado de Correos 1001 un tono más directo, menos dramatizado, que la película de Iquino. Julio Salvador aprueba con nota en su segundo título como director.

El éxito de la película propició que Emisora se embarcase de inmediato en el rodaje de otro policial, esta vez de corte psicológico, Duda (Julio Salvador, 1951), en el que repitió prácticamente todo el equipo. Julio Salvador vuelve a ponerse al frente, Conrado San Martín y Elena Espejo son la pareja protagonista, Federico G. Larraya se encarga de la fotografía, Isisi del montaje y Ramón Farrés de la partitura musical. La película es la adaptación de un drama de Emilio Hernández Pino que Rafael Rivelles había estrenado en Barcelona en enero de 1949. No se había mostrado entonces muy entusiasta Julio Coll, crítico de la revista Destino, con el cóctel genérico que sostenía el drama y, sobre todo, con algunos recursos dramatúrgicos en el segundo acto que pudieron parecer modernos veinte años antes pero que entonces sonaban un poco trasnochados. Seguramente por eso se aplica, en compañía de Manuel Tamayo, su cómplice habitual en estos años, a buscar soluciones cinematográficas que mantengan la intriga y eviten el escollo “teatral”.

No se puede decir que los guionistas no pongan todos los medios para atrapar la atención del espectador. Los sospechosos se multiplican, los giros argumentales proliferan, las escenas dedicadas a la descripción de la rutina policial —pruebas forenses, identificaciones, interrogatorios…— puntúan la narración. Todo desemboca en la persecución final en la Estación de Francia… Sin embargo, por el camino, el foco se pierde. La relación triangular que debería de provocar la empatía del espectador —Conrado San Martin y Elena Espejo como la pareja protagonista y un primerizo Paco Rabal como atormentado hermano de ella— queda diluida, de modo que el motivo presente en el mismísimo título sólo constituye el meollo del conflicto dramático durante los primeros compases del segundo acto. Contabilicemos, entonces, en la columna del haber: la descripción del ambiente lumpen barcelonés —con algunas escenas situadas en el Barrio Chino—; algunas notas de un machismo tan atroz como impremeditado y otras de brutalidad policial —protagonizadas casi siempre por Luis Induni, en esta ocasión a este lado de la ley— que pasaron el filtro censorial; puntuales hallazgos fotográficos no tan evidentes, como el claroscuro de la escena en la que el protagonista descubre el veveno entre las pertenecías de su mujer, el dinamismo del que Julio Salvador dota en todo momento a la narración con especial atención a las transiciones entre secuencias y el el evidente interés de la intriga. No es mal saldo.


Contrabando / Contraband Spain (Julio Salvador / Lawrence Huntington, 1955) es la primera coproducción en la que se embarcan los hermanos Balcázar. En realidad, se trata de prestar los servicios logísticos para el rodaje en Barcelona y alrededores de los exteriores de una película británica escrita y dirigida por Lawrence Huntington. Para obtener la nacionalidad española los créditos de la versión para el mercado patrio se engordan hasta lo inverosímil. Para empezar, se crea la figura del director adjunto ejercida nominalmente por el especialista Julio Salvador, que en estos años trabaja codo con codo con Conrado San Martín, que también figura en el reparto como estrella invitada. Del resto de los actores españoles, sólo José Nieto tiene un papel de relevancia. Luis Trías de Bes figura a igual tamaño que el guionista por la “adaptación de los diálogos al español” y en todos los equipos figura un nombre español junto al británico, aunque es difícil discernir si alguno de ellos intervino en la película más allá del testimonio de José María Forn, que asegura haber realizado funciones de ayudante de dirección. Es probable que Enrique Bronchalo interviniera en la escenografía de las escenas rodadas en España. Ramón Biadiú, al que se acredita como montador, debió encargarse de la sincronización española, porque el negativo de la película —una de las primeras en rodarse en Eastmancolor en España— se procesó en laboratorios londinenses y allí se cortó el negativo. Es posible que Federico G. Larraya, ligado también al equipo de Julio Salvador y Conrado san Martín, actuara de oyente junto al operador inglés Harry Waxman; lo cierto es que la película no suele constar en su filmografía.

¿Y la película? Pues un policial con un tema típico de novela de quiosco. Un agente del tesoro norteamericano debe viajar a España para resolver un caso de contrabando en el que ha muerto su hermano descarriado. El difunto tenía una novia que actúa como cantante en un cabaret. La utilización del narrador y algunos exteriores barceloneses remiten a Apartado de Correos 1001, pero incluir la película en el ciclo de policiales catalanes resultaría temerario.

Ha desaparecido un pasajero (Alejandro Perla, 1953) está emparentada con el primer cine criminal catalán, antes que las escasas escenas ambientadas en Barcelona —la detención de Regina en el Gran Hotel y la de Sánchez cuando intentaba escapar a Italia con el dinero del desfalco, con apenas un par de secuencias de transición en exteriores—,  por su carácter procedimental, su loa explícita a la labor heroica de los miembros de la Brigada de Investigación Criminal y por la relación paterno-filial que se establece entre el policía veterano (Rafael Durán) y el recién egresado de la academia (Mario Berriatúa).

También Iquino exprimió el filón. Tras figurar como ayudante de dirección en la fundacional Apartado de Correos 1001, Javier Setó se incorpora a la factoría IFI como director con apenas veintiséis años. Mercado prohibido (Javier Setó, 1952) supone su debut, aunque Julio Coll, coguionista de la cinta, figura también como “asesor artístico” de la misma. El resultado es un producto industrial perfectamente facturado. Un tema de actualidad —el mercado negro de antibióticos— sirve de excusa a uno de los pocos ejemplos de cine negro puro que se facturan en estos años. Germán (Manuel Monroy) tiene una empresa frigorífica en el puerto de Barcelona, pero sus actividades no se limitan a la congelación de pescado. En las cámaras guarda además antibióticos de contrabando. En esta empresa está secundado por Daniel (Carlos Otero) y Luis (Miguel Ángel Valdivieso), un chico ambicioso que pretende pasarse al negocio de la medicina adulterada. La banda se reúne habitualmente en casa de Lola (Isabel de Castro), enamorada de Germán. Dos impedimentos interfieren en el floreciente negocio. Uno es un inspector de policía (Manuel Gas), que tiene fundadas sospechas sobre las actividades de Germán. El otro es una partida de antibióticos legales a precio tasado que el gobierno va a suministrar a las farmacias. El millón de pesetas que Germán ha invertido en este comercio clandestino peligra y urge colocar el último cargamento. Menos abundancia de exteriores que en otras películas del ciclo, aunque bien seleccionados, y una fotografía de Foriscot rica en claroscuros, es el complemento a una planificación en la que hay abundantes movimientos cámara en mano y correcciones de encuadre con intención simbólica.

Otra producción IFI, Los agentes del Quinto Grupo (Ricardo Gascón, 1954) y Pleito de sangre (Ricardo Gascón, 1956) -fuera ya de la órbita industrial de Iquino- reinciden en el procedimental salpimentado con loas a las fuerzas de orden público, pero como ya las hemos comentado en la entrada dedicada a Ricardo Gascón citamos lo dicho allí...
El ejemplo más representativo de la adscripción de Gascón a este ciclo es Los agentes del Quinto Grupo. El reparto es el habitual en producciones de este tipo, con el paternal inspector encarnado por Manolo Gas a la cabeza. En una intervención cómica estelar, José Sazatornil “Saza”. Los agentes son los hombres del inspector Peña (Manolo Gas): Pablo Durán (Armando Moreno), enamorado de la hermana de un compañero con la que le gustaría emprender una nueva vida, alejada de los sinsabores del servicio; Martín (Miguel Fleta), escritor aficionado de novelas policiacas y con un complejo de Edipo que tira de espaladas; Lozón (José María Marco), rico por casa y con una carrera brillante en el cuerpo; y Morales (Arsenio Freignac), el más joven y también el más impulsivo. Su misión es acabar con la banda de Barrière (Barta Barri), un tipo despiadado e implacable, que lo mismo roba a un contable en un garaje que planea el asalto a una factoría el día del pago de las nóminas, dejando un reguero de cadáveres a su paso.
Ignacio Iquino, coinventor del género criminal barcelonés, produce y pone en manos de Ricardo Gascón una película que vuelve a glorificar el trabajo de la Brigada de Investigación Criminal. Dos son las diferencias fundamentales con otras entregas de la serie:
a) que salvo el prólogo y el epílogo -sendos atracos resueltos a tiros- se siguen los pequeños dramas familiares de cada uno de los hombres del grupo, reduciendo la investigación al mínimo; y
b) que empiezan a aparecer en los argumentos tramas asociadas al maquis urbano, convenientemente maquilladas de delincuencia común.
La siguiente película de Gascón, Pleito de sangre es una historia plenamente transmedial, fruto de las hibridaciones que se producen en la cultura popular en la posguerra. El material de origen es un serial radiofónico original de Manuel R. Cabello. La adaptación se ciñe al canon del cine criminal barcelonés –exaltación de las fuerzas del orden, intriga policiaca adscrita al género procedimental, ambientes populares como escenario de la acción…- pero se deja contaminar por los elementos folletinescos de la trama seriada. Como muy bien indica Ramón Espelt en Ficció criminal a Barcelona (1950-1963), las historias de hermanos enfrentados menudearon en nuestro cine como consecuencia de la Guerra Civil sin que el relato debiera hacer referencia explícita a la contienda. El descubrimiento de que el hombre al que acaba de mandar al patíbulo es su hermano constituye una anagnórisis aristotélica en toda regla, que impulsará al buen hermano a descender al submundo en el que habitaba Caín. Esta idea, acaso la más sugerente de la película, queda lógicamente invalidada por el sometimiento del argumento a la rígida moral que debía imperar en el cine español, mucho más tratándose de un representante de la justicia. La modestia del apartado actoral y el escaso presupuesto con el que debía contar la ignota productora Amílcar obligan a Gascón a trabajar bajo mínimos, echando el resto en un par de persecuciones en las que todavía es posible constatar su pulso como narrador en imágenes -Don Juan de Serrallonga (1948)- o creador de ambientes -Ha entrado un ladrón (1949)-. La historia de Caín y Abel ya había conformado el meollo de El hijo de la noche (1950), pero es la película inmediatamente anterior Los agentes del Quinto Grupo (1954) con la que más concomitancias guarda. He aquí de nuevo a Manolo Gas como cachazudo comisario y la relación edípica entre hijo y madre –encarnada en ambos casos por Carmen López Lagar- en tanto que Miguel Fleta, que en aquélla era el policía enmadrado ejerce en ésta de abogado defensor.
Ángel Comas (Ignacio F. Iquino, hombre de cine. Barcelona, Laertes, 2003) cifra en veinticuatro las producciones criminales de Iquino, de las cuales cinco fueron firmadas directamente por él. Del resto, sabemos que la supervisión de guiones, copiones diarios y montaje, era férrea por su parte. 

Veinte años después encomendó a Juan Bosch la dirección de un remake apócrifo de Brigada criminal titulado Investigación criminal (Juan Bosch, 1970), cuyo libreto aparece firmado por Iquino y una tal Jackie Kelly, que no era otra que su compañera Juliana S. de la Fuente. La comparación entre ambas versiones resulta ilustrativa del devenir del productor. Permanece el meollo argumental: un policía veterano (Luis Prendes), otro novato (Ángel Aranda), el encargo de investigar unos robos rutinarios en un taller automovilístico y el descubrimiento de la gran trama delictiva a partir del encuentro accidental con el jefe de la banda (Fernando Cebrián). También la persecución final, que ya tiene estatus de fragmento antológico del cine español. ¿Cuáles son los cambios? Para empezar, la desaparición de toda la parafernalia dedicada a la vindicación de la labor de las fuerzas del orden; la voz en off institucional queda desbancada por un irónico comentarista extradiegético que se inmiscuye en el relato, interpela a los personajes y es interpelado por ellos, que miran descaradamente a cámara para contestarle. Luego, la lógica puesta al día de la fotografía, firmada en Eastmancolor por Antonio L. Ballesteros jr. La intención verista aportada por la cámara en mano y el rodaje de extranjis del original se suple en la réplica por un nervioso juego juego de zooms que dejan de lado el entorno —la gran baza estética de Brigada criminal— para privilegiar los planos cerrados y los insertos. La elección no es baladí, porque la trama del robo y tráfico de automóviles queda reemplazada por otra mucho más rentable de trata de blancas; rentable porque esto permite montar una doble versión con varias escenas que incluyen desnudos femeninos, lo que convierte a la cinta en un nudie al modo europeo, al estilo de la coetánea Man of Violence (Pete Walker, 1971). Las películas en súper-8 que los delincuentes graban subrepticiamente en las casetas de baño de la playa traen a primer plano el objetivo voyeurístico de toda la operación.

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