Los culpables
(José María Forn, 1962) adapta un drama de Jaime Salom. Sirva como ejemplo de
películas de suspense con crímenes perfectos y coartadas, en la que asesino y
comisario juegan al ratón y al gato del mismo modo que lo hacen los autores con
el espectador, que se pasa el tiempo esperando giros inesperados. El doctor
(Yves Massard) amante de una esposa adúltera (Susana Campos) debe firmar el
falso parte de defunción del marido (Tomás Blanco), a quien unos negocios
fraudulentos le aconsejan desaparecer y que todo el mundo lo dé por muerto.
Chantajes, cadáveres escamoteados, sospechas mutuas, difuntos resucitados y
adulterios son los ingredientes básicos.
Forn ya se había probado en el género en la
producción de los hermanos Balcázar Yo
maté (José María Forn, 1957). La línea moralista se ciñe a lo que parece una
preocupación de la época: la nefasta influencia que las lecturas de tebeos y
novelas de crímenes pueda tener sobre las mentes poco formadas de los tiernos
infantes. Jorge (Pepito Moratalla) vive inmerso en un mundo de sirenas de policía,
tableteo de ametralladoras y chirridos de neumáticos… un universo acústico al
que le conduce la lectura de las novelitas de la apócrifa “Colección Huella”. Como
en un cuento de hadas, su madre (Nora Samsó) le envía con unos pasteles recién
hechos al caserón en el que habita el usurero don Matías (Emilio Fábregas),
cuyos apremios los ahogan en tanto no cobren la pensión de viudedad, pendiente
de inacabables trámites administrativos. Don Matías se convierte así en
abuelita y lobo feroz en una misma persona. El hijo del farmacéutico será su
aliado para suministrarle una dosis letal de Veronal. Para escapar de la escena
del crimen, Jorge huye a Barcelona, en cuyo puerto se encuentra con el
pintoresco Capitán Cinco Duros (Eugenio Testa), un tipo que afirma que el robo
no es un delito, sino un deporte. Suerte de Fagin de la Barceloneta, el viejo
pone en evidencia el carácter dickensiano del relato. Si uno obvia la
sobredosis de moralina —tan estupefaciente como la de Veronal suministrada a
don Matías— la película resulta satisfactoria desde el punto de vista del
suspense y en la descripción de los ambientes del subempleo infantil. Manuel Gas hace una de sus sempiternas encarnaciones
de una autoridad bonachona y comprensiva, para la ocasión, con tricornio, que en
cuanto llegue a Barcelona cambiará por su sombrero flexible, y partidario de
meter en la cárcel a los padres que no se preocupan de las novelas que leen sus
hijos y las películas que ven.
Menos interesante resulta ¿Pena de muerte? (José María Forn, 1961), un whodunit cuyos antecedentes se nos dan en la secuencia de precréditos mediante una serie de reportajes periodísticos. Estos relatan el crimen del señor Arnáez por el hijo de los propietarios de la fonda de Monistrol (Marcos Martí): el testimonio de un sobrino y de la criada del finado, el hecho de que la letra en que se reconocía la deuda por la que se originó la disputa se encontrara en posesión del sospechoso cuando se disponía a huir, todo le inculpa… Pablo Hinojosa (Fernando León), guionista de películas de misterio e hijo de un eminente abogado, decide realizar una nueva investigación por su cuenta. Si no fuera por un puñado de planos en exteriores en Monistrol, en las estribaciones de Montserrat, la trama se podría haber desarrollado, con la misma exasperante trivialidad, en una mansión de Surrey con Hércules Poirot a cargo de las pesquisas.
En 1961 se estrena una producción de la marca
del propio Forn, Teide P.C.: Muerte al amanecer (José María Forn,
1960). Virgilio Delise (Antonio Vilar) acepta sin vacilaciones su detención como sospechoso de homicidio por la muerte de su padrastro Montevidei (Félix de Pomés). Afectado por unas nebulosas secuelas psicológicas a consecuencia de la Guerra Civil, no cree que haya cometido el crimen del que se le acusa, pero odiaba al fallecido con todas sus fuerzas, de modo que aunque fuera inocente, él se sabe culpable. Sin embargo, la proximidad de la policía le produce un rechazo casi físico, así que salta del coche y escapa. Busca el consejo de su cuñado, el abogado Costa (José María Caffarel) y de un amigo periodista (Antonio Almorós)... Se refugia en la sesión golfa de un cine y en el apartamento de una prostituta llamada Lina (Sun de Sanders). Pero mientras tanto, Doria (José María Rodero), un ambicioso agente de seguros residente en Tarragona, le toma la delantera a la policía a la hora de esclarecer el crimen y amoldarlo a sus propios intereses, aunque para ello tenga que falsificar pruebas en contra de Delise. Lo cierto es que Montevidei ha fallecido de muerte natural cuando fue a pedirle dinero prestado a su hijastro y todo el complicado enredo ha sido organizado por el chantajista que le seguía (Rafael Navarro). Perseguido por su sentido de culpa, Delise pretende abandonar la ciudad, y la verdad se esclarece cuando para él es demasiado tarde. Ahora, todos son culpables.
Muerte al amanecer es la adaptación de El inocente, la novela de Mario Lacruz que
figura en los anales como uno de los principales antecedentes de la novela
negra española, a pesar de su rotunda deslocalización. Esta falta de
antecedentes pareció, en cambio, desorientar a los críticos contemporáneos:
José María Forn ha realizado el film con una considerable habilidad técnica que en muchas ocasiones logra hacernos olvidar las oscuridades y complejidades de un guión demasiado oscuro. Incluso ha logrado momentos de indudable interés y ha dado vigor a la creación de algunos de los tipos que participan en la cinta. [La Vanguardia Española, 25 de mayo de 1961.]Con una excelente fotografía de Ricardo Albiñana, La ruta de los narcóticos (José María Forn, 1962) hace uso de los decorados naturales barceloneses —Zona Franca, estación de Francia, aeropuerto del Prat…— con la eficacia habitual en el ciclo criminal barcelonés. El policial procedimental chez Iquino ha sufrido la lógica evolución desde la fundacional Brigada criminal. Sobre un argumento de José Antonio de la Loma y con la dirección de José María Forn, Iquino sigue ensalzando en 1962 el trabajo de las fuerzas de seguridad del Estado. Ahora le toca el turno a la Brigada de Narcóticos. En la escena de apertura, el comisario Mendoza (José María Oviés) se encarga de aclarar que en España sólo hay mil tres cientos toxicómanos —de los cuales, curiosamente, el porcentaje más elevado corresponde a las mujeres—. Una gota de agua en el océano de los trescientos mil que vagan por las ciudades estadounidenses en busca de su dosis de heroína cual ejército de muertos vivientes. Aún así, España colabora eficazmente con la Interpol en la represión del tráfico que, procedente de Oriente Próximo, toca en el puerto de Barcelona para seguir su ruta transatlántica.
El inspector Andrés Bellido (Víctor Valverde)
arranca su investigación a raíz del asesinato de un emigrante gallego que iba a
partir hacia América con un paquete cuyo contenido ignora. Ha recibido por ello
una buena paga en dólares. La voz en off
nos invita a seguir entonces a su asesino, un italiano registrado en varios
hoteles de Roma, para despistar a sus rivales de la Banda de las Muñecas,
llamada así porque éste es el método que utilizan para camuflar la heroína.
Antes de morir el italiano, miembro del clan de “Lucky” Luciano, pide ayuda a
su amante, Monique (Patricia Luján), modelo en un taller de alta costura.
Gisela (Sonia Bruno con su auténtico nombre de Antonia Oyamburu), otra modelo,
hija de un toxicómano, investiga por su cuenta a fin de vengar la muerte de su
padre.
¡Qué diferencia con Razzia (La redada) (José Antonio de la Loma, 1972), rodada sólo una
década después! Ahora Barcelona se ha convertido en punto de consumo de heroína
procedente de Oriente Próximo y el mercado está controlado por argelinos,
italianos, franceses, algún personaje español de alto copete (Eduardo Fajardo)
y los gitanos del Campo de la Bota, un barrio chabolista dedicado al menudeo en
el que la policía no se atreve a entrar; sólo lo hará cuando allí se refugie un
criminal conocido como “El Dandy” (Máximo Valverde) y tome como rehén a una
fotorreportera (Linda Hayden). El narcotráfico vuelve a primer plano en El último viaje (José Antonio de la Loma, 1974) en un aggiornamiento del ciclo criminal barcelonés filtrado por el modelo poliziottesco
cultivado por Umberto Lenzi. José Antonio de la Loma demuestra así que
la producción nacional puede competir en igualdad de condiciones con
productos foráneos, aunque para ello haya que forzar un poco la máquina y
mostrar el antebrazo de un yonqui con no menos de veinte pinchazos
distribuidos a lo largo de toda la superficie útil.
De la Loma volverá a los escenarios marginales de Razzia en Yo, El Vaquilla (José Antonio de la
Loma, 1985).
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