Senda torcida (Antonio Santillán,
1963) es una debilidad personal. Su director procede del doblaje y es todo un
especialista en el género. Primero en la productora de Iquino y luego en
la cooperativa Constelación, Santillán fue uno de los más conspicuos
cultivadores del criminal a la barcelonesa: procedimentales, películas de
suspense, noirs tardíos... A él se deben algunos títulos canónicos y otros que
se salían de los cauces genéricos más trillados como El ojo de cristal (Antonio
Santillán, 1955), inopinada versión de un cuento de William Irish en el que
Armando Moreno hace el papel de un policía en crisis y el mexicano Carlos López
Moctezuma de criminal, pero cuya acción está llevada por unos niños aficionados
a la investigación, según el patrón del clásico Emilio y los detectives.
Menos refractarias a la normativa del filón
resultan Almas en peligro (Antonio Santillán, 1952) y El presidio (Antonio
Santillán, 1954). Se trata de dos de aquellas producciones en serie de Iquino
que glorificaban las excelencias de las fuerzas del orden en España. La primera producción de Iquino dedicada a la
delincuencia juvenil se abre con el ya habitual aviso moralizante:
"Muchachos sin experiencia, lanzados a la vida en inferioridad de
condiciones, caen, víctimas de instinto, del mal ejemplo o del abandono
familiar, para convertirse en pequeños delicuentes". La cinta pretende
la exaltación del Tribunal Tutelar de Menores, que ejerce sus funciones,
según reza el mismo rótulo, entre la indiferencia general, el exceso de
trabajo y la falta de medios. Tampoco parece demasiado elogio para una
institución pública. Los actos primero y tercero injertan Almas en peligro en el filón del cine criminal. Ahí están los delincuentes interpretados por el húngaro Barta Barri y el portugués Carlos Otero y el comisario -que se apellida Lérida, como en Brigada Criminal (Ignacio F. Iquino, 1950)- interpretado por Manolo Gas, menos paternal que otras veces porque de cumplir este papel ya se va a encargar el sacerdote encarnado por Manuel Monroy. Hay también abundancia de exteriores naturales con el clímax en el puerto de Barcelona y el tiroteo en la golondrina. Como responsable final, Iquino inserta en el metraje un reportaje sobre la final del campeonato de hockey sobre patines que tuvo lugar en junio de 1951 en el Pabellón del Deporte y en la que España venció a Portugal. Es sólo un ejemplo de su voluntad de dejar un registro de la actualidad que a nosotros, hoy, nos permite asomarnos a una realidad que transciende la mera ambientación. Como las alusiones a la actividad clandestina del PCE en España o el hecho de que el protagonista tilde a los curas de “cuervos negros”, algo bastante insólito a pesar de su segura redención. Poco importa entonces la adopción de códigos propios del género gangsteril estadounidense o el publirreportaje sobre la labor de reinserción que se realiza en la institución patrocinadora de la cinta y que ocupa el cuerpo central del relato
En El presidio le toca el turno al sistema penitenciario y, de nuevo, a la benéfica (y preeminente) supervisión de la iglesia católica en la función regeneradora de dicha institución. De este modo, después de un arranque fulgurante, con fuga y flashback a una historia con femme fatale, la cinta termina convirtiéndose en melodrama redentorista con niño y sacerdote (Manuel Gas). Pablo (Carlos Otero) se fuga de la Cárcel Modelo de Barcelona donde ha sido recluido por una serie de hechos que serán relatados en sucesivos flashbacks. Nos enteramos así de su despido de una empresa y de la atracción que siente por Ana (Isabel de Castro), quien le pondrá en contacto con el jefe de una banda de atracadores conocido como “El Abogado” (Barta Barri). Las sucesivas delaciones y traiciones entre los miembros de la banda culminan con la regeneración de los que escogieron el mal camino y la muerte de los villanos congénitos.
En El presidio le toca el turno al sistema penitenciario y, de nuevo, a la benéfica (y preeminente) supervisión de la iglesia católica en la función regeneradora de dicha institución. De este modo, después de un arranque fulgurante, con fuga y flashback a una historia con femme fatale, la cinta termina convirtiéndose en melodrama redentorista con niño y sacerdote (Manuel Gas). Pablo (Carlos Otero) se fuga de la Cárcel Modelo de Barcelona donde ha sido recluido por una serie de hechos que serán relatados en sucesivos flashbacks. Nos enteramos así de su despido de una empresa y de la atracción que siente por Ana (Isabel de Castro), quien le pondrá en contacto con el jefe de una banda de atracadores conocido como “El Abogado” (Barta Barri). Las sucesivas delaciones y traiciones entre los miembros de la banda culminan con la regeneración de los que escogieron el mal camino y la muerte de los villanos congénitos.
Cuatro
en la frontera (Antonio Santillán, 1957) es una cinta
sobre contrabando en la frontera hispano-francesa. Un agente de la Interpol
(Frank Latimore) y otro de la policía española (Armando Moreno) se emplean como
temporeros en la explotación forestal de don Rafael (Adriano Rimoldi), pues es
en las proximidades de su masía donde se efectúa el tráfico ilícito. La mujer
del propietario (Claudine Dupuis) y su hermana (Danielle Godet) se sienten
atraídas por el infiltrado. El capataz (Juan de Landa) lleva a los hombres con
mano de hierro y rechaza a un viejo contrabandista de medio pelo que vive en la
montaña (Miguel Ligero).Todos estos personajes y aún otros encarnados por
Gerard Tichy y Estanis González tienen su parte en un argumento cuajado de
incidentes, que, a ratos pierde el foco a base de complicaciones cuya
dosificación resulta engorrosa. Sin embargo, Santillán rueda con convicción el
endeble guión y aprovecha las oportunidades que le ofrecen las localizaciones
naturales en los Pirineos. Por momentos —la vida en la masía, el mercado de
caballos... —, parece que éstas le condujeran por los derroteros del western.
Referencias, en fin, a las convenciones de la serie B a la americana que
Santillán adopta sin vergüenza, ahormándolas al entorno catalán sin apenas
forzarlas. La presencia de intérpretes franceses delata la coproducción encubierta a la que tan dado era Marius Lesoeur. En Francia se presentó como De l’or dans la vallée.
También Cita imposible (Antonio Santillán, 1959) se financió mediante el mismo procedimiento, pero en doble versión, con Claudine Dupuis en el papel de la mujer excarcelada que en la española interpretaba Josefina Güell. Santillán afrancesa su nombre —Antoine— en los carteles de Panique au music-hall.
Situada en el ambiente teatral del Paralelo, Cita imposible inmortaliza la revista musical Leyendas del Danubio, que había sido un gran éxito de la compañía de Los Vieneses. La Censura cinematográfica era bastante más estricta que la teatral así que los pudorosos responsables de velar por la moral colectiva, decidieron que había que cortar un número completo de Mercedes (Mercedes Monterry) y varios planos de las bailarinas que acompañaban al payaso Juanón (Francisco Piquer). Éste, imitador de voces, tiene un importante papel en la alambicada trama policíaca. Un abogado novato (Philippe Lemaire) y un inspector de policía (Arturo Fernández), que además resultan ser primos, compiten por el amor de una guapa chica (Luz Márquez) y por llevarse el gato al agua en la resolución del misterio.
También Cita imposible (Antonio Santillán, 1959) se financió mediante el mismo procedimiento, pero en doble versión, con Claudine Dupuis en el papel de la mujer excarcelada que en la española interpretaba Josefina Güell. Santillán afrancesa su nombre —Antoine— en los carteles de Panique au music-hall.
Situada en el ambiente teatral del Paralelo, Cita imposible inmortaliza la revista musical Leyendas del Danubio, que había sido un gran éxito de la compañía de Los Vieneses. La Censura cinematográfica era bastante más estricta que la teatral así que los pudorosos responsables de velar por la moral colectiva, decidieron que había que cortar un número completo de Mercedes (Mercedes Monterry) y varios planos de las bailarinas que acompañaban al payaso Juanón (Francisco Piquer). Éste, imitador de voces, tiene un importante papel en la alambicada trama policíaca. Un abogado novato (Philippe Lemaire) y un inspector de policía (Arturo Fernández), que además resultan ser primos, compiten por el amor de una guapa chica (Luz Márquez) y por llevarse el gato al agua en la resolución del misterio.
A principios de la década de los sesenta, tras
el incendio de los estudios Orphea, los primeros que habían servido para los
rodajes sonoros en España, algunos profesionales se asociaron en la Cooperativa
Cinematográfica Constelación. Entre ellos están Santillán y el operador Torres
Garriga. Su primera producción es Trampa mortal (Antonio Santillán,
1962), protagonizada por Marta Padován y Víctor Valverde. El guión se basa en
un argumento de José María Lliró, autor de novelas de a duro en Bruguera con el
seudónimo de Burton Hare y en la colección “Bang” de Ferma como Max Cameron.
Después de una larga temporada en paro tras salir de la cárcel, Raúl (Víctor Valverde) recibe en una misma noche dos ofertas de trabajo. Una consiste en conducir un camión entre Barcelona y Sevilla, lo que le alejará de Clara (Marta Padován) y dejaría el camino bastante despejado al propietario del cabaret donde ella se ve obligada a trabajar (Gustavo Re). La otra procede de su ex–jefe (Enrique Diosdado), que le entregará cien mil pesetas a cambio de que le mate. Raúl acepta la primera, pero al llegar a Sevilla lee en el periódico la noticia del fallecimiento del empresario. En Barcelona, le espera un tenaz inspector de policía (Ismael Merlo). Los sospechosos se multiplican al tiempo que las tramas secundarias y el relato va perdiendo foco, derivando en tramas secundarias, como la de la celosa mujer del inspector, tan reiterativa como chusca en su planteamiento humorístico.
Las estrecheces presupuestarias confinan las escenas en interiores durante la mayor parte del metraje y Santillán resuelve muchas de ellas con los intérpretes de perfil, uno frente a otro, eludiendo así el plano-contraplano, pero confiriendo a la planificación un estatismo que ayuda bien poco a mantener el pulso narrativo.
Después de una larga temporada en paro tras salir de la cárcel, Raúl (Víctor Valverde) recibe en una misma noche dos ofertas de trabajo. Una consiste en conducir un camión entre Barcelona y Sevilla, lo que le alejará de Clara (Marta Padován) y dejaría el camino bastante despejado al propietario del cabaret donde ella se ve obligada a trabajar (Gustavo Re). La otra procede de su ex–jefe (Enrique Diosdado), que le entregará cien mil pesetas a cambio de que le mate. Raúl acepta la primera, pero al llegar a Sevilla lee en el periódico la noticia del fallecimiento del empresario. En Barcelona, le espera un tenaz inspector de policía (Ismael Merlo). Los sospechosos se multiplican al tiempo que las tramas secundarias y el relato va perdiendo foco, derivando en tramas secundarias, como la de la celosa mujer del inspector, tan reiterativa como chusca en su planteamiento humorístico.
Las estrecheces presupuestarias confinan las escenas en interiores durante la mayor parte del metraje y Santillán resuelve muchas de ellas con los intérpretes de perfil, uno frente a otro, eludiendo así el plano-contraplano, pero confiriendo a la planificación un estatismo que ayuda bien poco a mantener el pulso narrativo.
El segundo intento de la cooperativa es la
mentada Senda torcida,
con guión original del propio Santillán y de su colaborador habitual Enrique
Josa. La partitura percusiva en su mayor parte corre a cargo de Martínez Tudó,
que también compone la banda sonora para Los atracadores y la de estilo jazzístico para saxo, trompeta
y caja tocada con escobillas de A
tiro limpio.
La cinta arranca con una salida de una
fábrica, como si volviéramos al universo primigenio de los hermanos Lumière,
trabajador en bicicleta incluido. Sin embargo, la tortilla no tarda un segundo
en voltearse: Rafael (Víctor Valverde) es un fugitivo de este mundo de horas
extraordinarias y salarios de miseria. Su novia, Marcela (Marta Padován),
trabaja en una casa de modas. Se quejaba Fernán-Gómez en otra película de tener
toda “la vida por delante”, Rafael no está dispuesto a esperar. Roba el arma a
un sereno y comete un atraco. Entrega el fruto de su crimen a Marcela y queda
con ella en Barcelona. Pero cuando llega allí, la chica no se presenta.
Traicionado, Rafael entra en contacto con un curtido delincuente llamado
Silvestre (Gerard Tichy) que le propone el asalto a una joyería. Su tapadera es
la pensión del “Abuelito” (un muy acertado Miguel Ligero, fuera de su registro
de don Hilarión), pero la policía está sobre su pista e intentan alcanzar la
frontera.
La película propone un itinerario que va de
Madrid a la frontera francesa y arranca y culmina en sendas salas de cine, en
un guiño de Santillán que es toda una declaración de principios. En el cine de
barrio que atraca Rafael en Madrid se proyecta La banda del terror (Die
bande des schreckens, Harald Reinl, 1960) y en el que se enfrentan
finalmente con la policía Sangre en el rancho (Man in the Shadow,
Jack Arnold, 1957). Esta trama itinerante otorga a la película una linealidad —y
su correlato en claridad expositiva— de la que carecía Trampa mortal.
Los asesinatos brutales e injustificados de Silvestre hacen recapacitar a
Rafael. Sin embargo, no hay ocasión para la soflama moralista. Después de haber
plantado las correspondientes pistas sobre la responsabilidad de los padres en
el camino tomado por los hijos y presentarnos a un policía con un complejo de
Edipo que tira de espaladas, Senda
torcida finaliza con una sequedad y una contundencia ejemplares.
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