La década de los cincuenta ha tocado a su fin.
La eclosión del desarrollismo —vía consumo, binomio turismo/emigración y
política económica opusdeísta— hace saltar al centro del escenario a los
jóvenes. Juventud a la intemperie
(Ignacio F. Iquino, 1961) comienza, nada menos, que con una cita de José
Antonio Primo de Rivera. Pero es que su guionista es el falangista Federico de
Urrutia. El asunto es exponer del modo más sensacionalista posible los vicios —básicamente
gamberrismo, alcohol, drogas, homosexualidad, proxenetismo y rock’n’roll— de la
juventud contemporánea. Todo ello se da cita en una cave barcelonesa con
la actuación en el escenario del vasco José Luis Bolívar y el holandés Tony
Ronald, que por entonces se hacían llamar “Kroners Dúo”. Sigue así Iquino la
senda de otros reyes de la exploitation, Roger Corman.
domingo, 22 de enero de 2017
panorama del cine criminal barcelonés (16)
La inercia lleva a Iquino a producir la
fallida Los cobardes
(Juan Carlos Thorry, 1959). Inercia de cine criminal a la barcelonesa, de
juventudes descarriadas, de glorificación de las fuerzas de seguridad del
estado… Nada que Iquino como director y/o productor no hubiera visitado una y
otra vez a lo largo de la década —Brigada
criminal (Ignacio F. Iquino, 1950), Los gamberros (Juan Lladó, 1954), Los agentes del Quinto Grupo
(Ricardo Gascón, 1955)…— para prolongarse en la siguiente —Juventud a la intemperie
(Ignacio F. Iquino, 1961) o El
precio de un asesino (Miguel Lluch, 1963)—.
Los
gamberros (Juan Lladó, 1954), por ejemplo, es un
melodrama sobre la delincuencia juvenil en el que el humorista Miguel Gila interpreta
a un macarra de buen corazón, desvalido por carecer de madre. Tanto es así, que
a la que saluda como tal cada mañana en una fotografía es una que compró en una
tienda de viejo, simplemente por eso, porque le daba el tipo de madre. Porque
en la visión redentorista de Iquino y Lladó lo que se reivindica es la necesidad de cariño. No
en balde la película tiene un prólogo antológico: un anciano, retirado en su
villa de Beverly Hills, ve cómo unos gamberros destrozan su jardín. El locutor
nos informa de que “así murió Lewis Stone, el
inolvidable juez Harvey. Esta película quiere ser un homenaje a la noble figura
de la cinematografía que sucumbió víctima de... LOS GAMBERROS”.
Lo que diferencia a Los cobardes es su errada construcción a base de flashbacks a los que una
machacona voz en off da un sentido
moralizante. Los cobardes del título serían los jóvenes desarraigados que terminan
deslizándose por la pendiente de la delincuencia. En esta ocasión la
institución cuya exaltación de pretende es la Escuela de Reforma, o sea, los
reformatorios en los que el Estado recluye a los menores. Si se supone que
Juan (Vicente Parra) ha recibido allí una formación laboral bajo la tutela
espiritual de un sacerdote comprensivo, lo cierto es que sus futuros pasos una
vez ganada la libertad no dejan adivinar su huella. Juan, que ha conseguido
un trabajo como lavacoches de una categoría inferior a su capacitación como
mecánico, pronto se deja camelar por Irene (María Martín), la amante del
cabecilla de una banda de atracadores. Será el amor de una chica honesta y
trabajadora lo que le pondrá en el camino recto. Pero el mismo día en que va a
nacer su hijo, el cabecilla reclama su complicidad para dar un gran golpe en la
empresa en la que trabaja. Las escenas de atracos, más en la línea del
policial estadounidense de serie B que de otros productos del ciclo criminal
catalán, apenas sirven para proporcionar interés a una trama que vuelve una y
otra vez al presente, en el que Carlos, herido, aguarda el nacimiento de su
hijo vigilado por el cabecilla de la banda, desactivando cualquier atisbo de
progresión dramática.
El enrevesado argumento se ocupa de un asunto
que Iquino ya había tratado como productor: el gamberrismo. Esta vez el drama
afecta a un inspector de Policía (Adriano Rimoldi), cuyo hijo (Manuel Gil) es
sospechoso de asesinato. Para resolver el asunto, el policía contará con la
colaboración de un camarada ex-legionario que argumenta que en los viejos
tiempos —léase la República— pudieron arreglar las cosas a tiros, pero ahora
eso es imposible porque “el mundo está en manos de cuatro científicos
paranoicos”. Algunos habituales de las producciones IFI,
como Alady o Gustavo Re, de “Los Vieneses”, tienen papeles que son poco más que
figuraciones. La muy publicitada Rita Cadillac, nacida en París en 1936 con el
nombre de Nicole Yasterbelsky, fue bailarina del Crazy Horse y apareció en una
decena de películas —casi siempre policíacas— entre mediados de los años
cincuenta y principios de los sesenta. Grabó también algunos discos con
canciones de sugerentes títulos como “Ne comptez pas sur moi (pour me montrer
toute nue )” o “J'ai peur de coucher toute seule”. En esta película se limita a
cantar un chachachá en “La Barra Roja” y otra canción en francés en el garito
de Mauricio (el comediante Joan Capri, en un papel anómalo en su carrera).
Olvidemos el compromiso con la realidad de títulos
como Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, Luchino Visconti,
1960). Aquí se trata de cine de género sin paliativos, filones que hay que
exprimir porque han producido un modesto retorno económico de la taquilla más
allá del sistema de licencias. Las aspiraciones, al menos por parte de los
productores, son mínimas.
Si a algún título del ciclo se le pueden
achacar pretensiones contrarias es a Los
atracadores (Francisco Rovira Beleta, 1961). Basada en una novela del escritor y policía
Tomás Salvador, la película es un alegato, todo lo suavizado que se quiera,
contra la pena de muerte. La historia se estructura en una serie de flashbacks
divididos en tres capítulos: “Inquietud”, “Violencia” y “Muerte”. Finaliza —en
este caso no es necesario que uno mantenga la discreción porque figura en todas
las historias del cine español— con una ejecución en el garrote vil. La trama se basa en hechos reales: una serie
de atracos cometidos en Barcelona por una banda de jóvenes atracadores. Carne
de exploitation, aunque Rovira Beleta y su coguionista, Manuel María
Saló, se decantan por el apólogo moral como se puede constatar por la
caracterización de los tres protagonistas. “El Compare Cachas” (Julián Mateos):
charnego, paria sin oficio ni beneficio, fascinado por las armas y por el cine
americano. “El Señorito” (Pierre Brice): estudiante de derecho, hijo de un
eminente abogado, influido por la lectura de Nietzsche, que lidera el grupo en
venganza contra su propia clase, cuya hipocresía vive en el seno de su familia.
Y “El Chico” (Manuel Gil): trabajador, que aspira a un futuro mejor gracias al
fútbol. Según nos informa al principio la inevitable voz admonitoria de José
María Oviés se trata de un día cualquiera en la vida de un muchacho cualquiera.
Los títulos aparecen sobre la carrera de Ramón “El Chico” por un suburbio
fabril y por el puerto de Barcelona. Una carrera que no conduce a ningún sitio. Es el
único que no se manchará las manos de sangre. Mientras él afronta una larga
condena, “El Señorito” muere durante uno de los atracos y “El Compare Cachas”
se enfrenta a su ejecución. Julián Mateos se lleva, como intérprete, la parte
del león (ganó el premio de ese año del Sindicato Nacional del Espectáculo). Si
los comisarios solían recaer en Jorge Rigaud, los villanos en Barta Barri y
Luis Induni, los inevitables perdedores en Carlos Mendy o Fernando Sancho, a
aquella generación de los Conrado San Martín y los José Suárez, le sucede una
de jóvenes desnortados a los que se suman, como hemos ido viendo, Manuel Gil,
Carlos Larrañaga, Víctor Valverde o Ángel Aranda
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