El arranque es fulgurante. Unos disparos resuenan en un paisaje montañoso. Un hombre con una cartera y una pistola (Antonio Puga) se esconde tras una roca. Un inspector de policía (Adriano Rimoldi) y dos guardiaciviles le ordenan que se entregue. Disparan contra él. Lo atrapan. Como está herido, deciden pasar la noche en un refugio de montaña, en tanto regresa el número destacado al pueblo en busca de socorros. Allí se establece una discusión sobre la predestinación, a partir de un accidente ocurrido durante una escalada que podría ser un homicidio. El resto de historias tienen un carácter más o menos fantástico —las protagonizadas por Francisco Piquer y Paco Martínez Soria, inspiradas probablemente por el éxito en España de Jennie (Portrait of Jennie, Robert Siodmak, 1948)— o de burla del destino —un contable que ha cometido un desfalco se hace pasar por un hombre de negocios con el que tiene un sorprendente parecido… para ser detenido por un asesinato perpetrado por éste—. De modo que el relato estrictamente criminal es el que sirve de marco a la película: el detenido ha llegado hasta un pueblo del Pirineo, próximo a la frontera, donde espera recibir el pago por un alijo de drogas que acaba de pasar desde Francia. A la fonda llegan el inspector y una mujer policía (Montserrat Julió), que se hace pasar por su esposa. Mientras él juega con los delincuentes al póquer, ella registra sus equipajes y confirma sus sospechas. Sin embargo, es sorprendida cuando escucha a los malhechores arreglar el pago de la mercancía con su contacto marsellés y su vida corre serio peligro. Abandonando a su cómplice (Carlos Otero), el narcotraficante intenta alcanzar la frontera a pie. El círculo se cierra.
Además de la proximidad de la frontera con
Francia, desde donde el mal entra siempre a la pacífica España del general
Franco, la ambientación de ésta y de otras películas del ciclo en el Pirineo
nos recuerda el origen amateur de muchos de los cineastas catalanes y su
integración en grupos excursionistas con potentes secciones dedicadas a la
fotografía y al cine.
Urania Films participa también en la
financiación de A sangre fría junto a
la marca de Enrique Esteban y es plenamente responsable de dos títulos más
dirigidos por especialistas del género aunque un tanto periféricos: Han matado a un cadáver (Julio
Salvador, 1961) y Muerte en
primavera (Miguel Iglesias, 1965).
La sombra de Laura (Laura,
Otto Preminger, 1944) planea de forma explícita sobre la primera. Ahí
está el retrato de Teresa Montes (Colette Ripert) ante el que el joven
inspector Martín (José Campos) se queda embobado mientras el veterano comisario
Rivera (Ángel Picazo) le advierte que no debe enamorarse de un fantasma; ahí,
los testimonios de quienes conocieron su ambición y sobre quienes recaen las
sospechas de que pudieran haberla asesinado; y ahí, Teresa rediviva, en la
puerta de su apartamento, ante el asombro de los policías, aunque...
Se nota que el comisario Rivera es consumidor
habitual de cine negro y novelas policiacas. Sólo así se le puede ocurrir
saltarse todos los protocolos y hacer pasar por agonizante a la cantante muerta
a fin de que la persona que la envenenó antes de que se despeñara hasta el mar
en su 600 se delate o intente silenciarla definitivamente. Y todo, porque en el
bolso de la fallecida se han encontrado unos billetes falsos que traen al
comisario de cabeza. Un turista de Kansas (José María Cafarell) ha denunciado
que ha cambiado mil dólares en un anticuario del Pueblo Español (Marcel
Portier) y le han estafado con estos billetes. En lugar de preocuparse por su
problema, el comisario le dice que ha sido por pasarse de listo y que la
próxima vez cambie en un banco al precio oficial. Su compañera de piso, el
guitarrista que le consiguió el primer trabajo, el acaudalado hombre de
negocios que se enamoró de ella y al que chantajeaba, el hijo de éste... Todos
tenían motivos para hacerla desaparecer. La historia dará un viraje
insospechado cuando se presente en Barcelona la hermana de la fallecida y el
joven inspector se encargue de convertirla en la doble perfecta del fantasma
del que se ha enamorado.
Muerte
en primavera arranca con la autoinculpación de Miguel
(Paco Morán) por la muerte de su amigo Carlos (Óscar Pellicer) en el yate de su
propiedad. Interrogado por la policía del puerto, Miguel rememora las
circunstancias que le han conducido al asesinato. Acaba de casarse con Isabel
(Mónica Randall) y los tres coinciden en la finca que Carlos le vendió a su
amigo. Desde entonces, vive vagabundeando de puerto en puerto. En el yate los
recién casados se encuentran con Sandra (Yelena Samarina) una mujer rica,
casada y alcohólica de la que, evidentemente, vive Carlos. Con una realización
plenamente funcional, el intríngulis de se basa más en el juego establecido con
el espectador que en una auténtica intriga psicológica. Coadyuva a ello la
estructura de un guión en el que colabora el dramaturgo Jaime Salom y en el
cual, una vez finalizada la declaración de Miguel y apenas mediado el metraje,
comparece Isabel para declarar que fue ella quien mató a Carlos. Seguimos
entonces la historia desde su punto de vista, accediendo a algunos datos que
antes se nos habían ocultado. El careo entre ambos esposos debería servir para
dilucidar quién es el verdadero culpable… aunque el comandante del puerto
(Carlos Lemos) ya ha advertido que hay otros móviles en juego.
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