domingo, 15 de julio de 2018

ramón torrado (15)


Encuadrada en el ciclo de películas dedicadas a la Guerra Civil que se produjeron entre mediada la década de los sesenta y la muerte de Franco, La montaña rebelde (1971) presenta una vez más a un pueblo adherido sin fisuras a la causa de los sublevados, a unos republicanos convencidos de su derrota a fuerza de bonhomía y, como únicos antagonistas, a cuatro anarquistas rijosos, cortos de entendederas y amigos del aguardiente.

Abel (Tamy Saad), joven médico recién titulado, llega a la aldea donde nacieron su abuelo y su padre, en las agrestes tierras de los vaqueiros de alzada. Mingo (Gonzalo Cañas), que ha quedado al cuidado de las propiedades durante el invierno, le salva de morir despeñado al perderse en la niebla. A raíz de este hecho se establece entre ellos una amistad, sólo empañada por el amor que ambos sienten por Rita (María Elena Arpón), la hija del molinero. Pero ella sólo tiene ojos para Mingo y la maestra del pueblo (María Mahor) está interesada en Abel. Pero al estallar la guerra, un grupo de anarquistas se instala en el pueblo. El cura (Ángel Álvarez) se esconde en las montañas y casa a Mingo y a Rita. El capitán de la cuadrilla anarquista, intenta violarla y Mingo acaba con su vida. Durante el traslado de presos, el camión en el que viaja se estrella. De este modo, al acabar la contienda, Abel encuentra el camino expedito al corazón de Rita. Sin embrago, las cosas no van a resultar tan fáciles.

La ambientación de cartón-piedra de los interiores, la almibarada partitura de Alfonso Santisteban, una fotografía equivocada y las torpes interpretaciones de los actores jóvenes, empañan sin remedio los escasos apuntes folklóricos -llamarlos antropológicos sería pecar de exceso- sobre un mundo, el de los vaqueiros de alzada, tan desconocido al finalizar la cinta como antes de verla.

Guerreras verdes (1976) retrocede sólo un poco más en el tiempo. Este canto a la labor de la Guardia Civil está ambientado en los años de la II República, donde no resulta difícil mezclar churras con merinas, contrabando con caciquismo, revueltas sociales con bandidaje, gamberrismo con delincuencia. En mitad de este totum revolutum se yergue la figura heroica del sargento Sáez (Sancho Gracia), ejemplo de gallardía, valor y sentido del deber. Enfrentado por igual a un alcalde corrupto (Luis Induni) y a las intrigas del administrador del cortijo Campo Bajo (Agustín González), deberá resolver el misterioso asesinato del capataz de la finca, que se pretende hacer pasar por muerte accidental. Campo Bajo es propiedad de la señorita Dolores (Carmen Sevilla), secuestrada cuando viaje a Barcelona a pedir consejo a su primo (Daniel Martín). Y es que éste está conchabado con la hermana gemela de la secuestrada.

A partir de este punto la película asume a ratos las claves genéricas del folletín, en tanto que en otros momentos busca la adecuación casticista del modelo implantado por el western, en cuya vertiente mediterránea Torrado se ha entrenado durante la década de los sesenta. La referencia, desde el mismo título sería la policía montada del Canadá, cuyas aventuras ya había glosado en La carga de la policía montada (1964).

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