Miguel Tavares (Rodolfo de Anda) regresa a España después de varios años de gira por el extranjero en los que ha ganado la fama como pianista interpretando a Chopin. A su concierto acude Adela (Ágata Lys), que mantuvo con él una relación hace veinte años y que ahora está casada con un anciano y prestigioso médico, el doctor Iradier (Carlos Casaravilla). Irene (Patricia Rivera), la hija de ambos, regresa del internado estadounidense donde estudia poco y liga mucho. El reencuentro reaviva la llama del amor, ahora clandestino. Pero Irene se ha encaprichado del músico y no duda en seguirlo a Nueva York para acostarse con él.
El melodrama, que había marcado las cartas al final del flashback, cuando Adela no pueda viajar con Miguel a Barcelona y esto la aboque a un matrimonio con el eminente doctor junto al que trabaja como enfermera, acciona uno tras otro sus mecanismos, de un sadismo refinadísimo. Adela olvida en el coche la carta que prueba su adulterio. Irene no es hija del médico, sino del músico, con el que acaba de yacer en un hotel neoyorquino. La ausencia del amado impulsa a las compañeras de internado a una relación lésbica. La acumulación de tabúes quebrantados sólo puede quedar redimida mediante la muerte, en un doble final trágico.
La inadecuación del reparto, más allá del improbable galán interpretado por el mexicano Rodolfo de Anda, atañe sobre todo a la elección de Ágata Lys para un papel en el que debe aparentar cuarenta y pico años, de los cuales la mitad han estado dedicados a un matrimonio insatisfactorio.
Conmueve ver a Torrado lidiando con las escenas de cama –contadas, por otra parte- e intentando instilar una atmósfera highbrow en este melodrama a base de nocturnos de Chopin. Las escenas rodadas en Manhattan –probablemente por una segunda unidad y sin permisos- están “robadas”, cámara al hombro y resueltas en una única jornada de trabajo, o en dos, todo lo más.
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