domingo, 19 de agosto de 2018

adolfo arrieta

  Publicada en El camino de Babel el 31 de agosto de 2014
 

Marciano siempre, Adolfo Arrieta se descolgó con un par de obras líricas a mediados de los años sesenta, cuando la experimentación y el cine amateur seguían otras sendas. Luego, se instaló en Francia, ajeno al movimiento Pánico y periférico con respecto al cine del exilio. A principios de los ochenta regresa a España, al menos temporalmente, y amén de algunas realizaciones para televisión y un intento de hacer un largometraje más o menos al uso, programa unas sesiones matutinas de cine insospechado en el Museo Español de Arte Contemporáneo. Luego, se va apartando poco a poco de la creación audiovisual, aunque regresa a ella intermitentemente gracias a los nuevos formatos. En 2006, su mediometraje Vacanza permanente recibe un premio en el ecléctico Festival de Lucca. Más de cuatro décadas de creación que no deben llevarnos a engaño porque lo más sugerente y cuajado de su obra se concentra en una docena de años, entre 1966, cuando rueda El crimen de la pirindola, y 1978 en que se estrena Flammes.

El crimen de la pirindola e Imitación del ángel son dos cortometrajes personales e intransferibles, líricos y vagamente surreales, introspectivos y, al tiempo, un retrato preciso de la España burguesa pre-sesentayochista. La juventud, casi adolescencia, de su protagonista (Javier Grandes) nos invita a acompañarle como traviesos y perversos ángeles de la guarda en su deambular en busca de satisfacción para su desazón. El rodaje con una cámara de 16mm, el montaje como con una macheta de carnicero y el sonido postsincronizado a lo que caiga, lejos de provocar distanciamiento producen una sensación de proximidad casi física.

Con esta doble carta de presentación, Arrieta viaja a París en compañía de Javier Grandes y ruedan una película deudora de las dos anteriores: Le jouet criminel. Pero aquí la filiación se hace explícita. El actor Jean Marais se sitúa en el centro de un relato descentrado, en el que lo que sucede resulta tan oscuro como las intenciones del narrador. Por momentos, parece que lo único que importa es que la cámara registre el perfil de Jean Marais, como en un dibujo Cocteau. Hay, de nuevo, un ángel, pero esta vez es despojado de su túnica y de sus alas. Y hay también juegos de seducción de los que la cámara de Arrieta forma parte activa yque más adelante se repetirán en el inicio de Les intrigues de Sylvia Couski.

Este largometraje, que obtuvo el Gran Premio del Festival de Toulon, es la película más celebrada de Arrieta. Su asunto es la transgresión en el arte y en la vida. La primera circunstancia constituye el mcguffin argumental: la ex mujer de un escultor (Howard Vernon) convence a su amante (Javier Grandes) para que robe la obra que debe ser motivo central de su nueva exposición, pero el artista convence a una amiga (el travesti Marie-France) para que se exhiba ella misma como obra de arte. Sin embargo, el juego que plantea la película –pues de un juego cuyas reglas hay que ir descubriendo sobre la marcha se trata- es la presencia del travestismo en las calles y los cafés de París en 1973, una explosión propulsada por el grupo Les Gazolines. Pero la intriga criminal, deudora del serial, la fotografía en color y el tratamiento de musical kitsch no suponen una fractura en la filmografía de Arrieta. Si acaso ha habido una liberación del clima opresivo que había vivido en España. El carácter familiar de Sylvia Couski permite verla como un álbum familiar en el que podemos ver al español Enrique Vila-Matas y al cubano Severo Sarduy.

Tam-Tam es como una secuencia de la anterior. La fiesta, que en Sylvia Couski era sólo un elemento más del collage, se convierte en motivo central de un Esperando a Godot en clave arrietiana. Los rostros, los cuerpos, las bromas privadas… son el auténtico meollo de una película cuyo carácter claustrofóbico -¿son los personajes también náufragos de la buñueliana calle Providencia?- apenas queda contravenido por un prólogo situado en un Nueva York nevado –rodado por Jonas Mekas- y unos insertos de un viaje a una Andalucía soleada y, probablemente, añorada. Sin embargo, el tam-tam del título retumba repetidamente en la banda sonora, invocando lo irracional y lo salvaje.

La pirindola o la pistola de mentirijillas de Le jouet criminel son los juguetes criminales con los que la inocencia se protege de la agresión del mundo adulto. Al final Sylvia Couski uno de los travestis cruza un puente con una varita mágica recubierta de purpurina. El ámbito angélico de los sesenta deja paso en los setenta al universo feérico. En 1977, a caballo entre Madrid y París, Arrieta escribe Flammes, reelaboración de un mediometraje en blanco y negro de 1972: Le chateau de Pointilly. Como en ésta, hay en Flammes un padre estricto y posesivo que pretende controlar la vida de su hija, princesa encerrada en un castillo. También hay una escapada al mundo exterior, de la que la hija vuelve para cumplir con su destino. El cambio fundamental es el bombero. Porque si en Pointilly hay dibujos de ángeles y alas de ángel recortadas en papel, como en casi todas las películas anteriores de Arrieta, en Flammes hay un bombero que se presenta en los sueños infantiles de Barbara y la aterroriza. Barbara (Carline Loeb), ya adolescente, escapa de casa con la nueva institutriz (Isabel García Lorca). Sin embargo, no pasará mucho tiempo antes de que regrese y llame a los bomberos pretextando un incendio en la casa. En realidad se trata de una excusa para entablar una cita con uno de ellos (Javier Grandes), que deberá cumplir su fantasía de ir a visitarla por la noche y entrar por la ventana. Como en Le chateau de Pointilly, el incesto planea sobre el argumento. Al contrario que en aquélla, Flammes tiene un final feliz. Después de haberse asomado a la locura Barbara se reconcilia con sus pesadillas que, al fin y al cabo, no eran más que sueños en los que uno puede habitar.

Flammes está producida por el Institut National de l'Audiovisuel y cuenta con la colaboración como iluminador de Thierry Arbogast, que entonces contaba veinte años. Aunque Arrieta se sigue encargando, como siempre, de llevar la cámara, del montaje y demás aspectos táctiles de la película, se nota un cambio de registro que hace de ésta su cinta más sugerente y más turbadora. Podemos advertir la influencia de Cocteau –Les enfants terribles- y de Jacques Rivette –Celine et Julie vont en bateau-, pero la capacidad para captar el mundo onírico con los sencillos mecanismos de una cámara de 16mm es cien por cien arretiana.

Luego, de vuelta a España, no encuentra el modo de realizar el cine sin mediadores que es el único que sabe o quiere hacer. KIki adapta para la serie de TVE Delirios de amor el relato “La gata”, de Colette, que ya Rossellini había llevado a la pantalla en su episodio de Les sept péchés capitaux.
Los sinsabores de la producción de Merlín, basada en una obra de Cocteau en la que él mismo se ve obligado a interpretar el papel del mago, le llevan a abandonar el cine durante doce años.

Aunque Eco y Narciso esté rodada de nuevo en 16mm, el tratamiento de la imagen –al menos, en la copia que podemos ver- obedece a las reglas del vídeo. La nueva tecnología provocará la vuelta a la actividad de Arrieta. En Vacanza permanente graba su pie, su mano en un espejo… El objetivo, todavía pudibundo, se vuelve hacia sí mismo.

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