domingo, 15 de noviembre de 2020

cámaras españolas en guinea (3)


En una de las escenas retrospectivas anidadas en el interior del largo flashback mediante el que se estructura Misión blanca (Juan de Orduña, 1946) el padre Urcola (Jesús Tordesillas) recuerda un momento de heroísmo patriótico-religioso. A fin de dejar clara la nacionalidad de la misión frente al invasor extranjero, tomó el manto rojo de la virgen para confeccionar con él una bandera de España. La imagen del misionero enarbolando la enseña supone, recién finalizada la II Guerra Mundial y con el régimen acosado desde el exterior, un auténtico icono del nacional-catolicismo. Frente a la imagen monolítica del español como monje y guerrero, la película de Orduña deja al aire las contradicciones de su propia formulación. La intención del padre Javier (Julio Peña) cuando llega a la Guinea española no es la del apostolado, sino redimir a un colono lujurioso y cruel llamado Brisko (Miguel Luna). Éste desea a toda costa poseer a Souka (Elva de Bethancourt), quien quiere con un amor ingenuo y limpio a Minoa (Jorge Mistral). La labor evangelizadora de las misiones españolas en África, que el propio Orduña recita durante el prólogo, se convierte así en un duelo entre la civilización y lo salvaje en el que la anagnórisis trágica juega un papel capital.

Misión blanca es el primer título del cine colonial español que surge con vocación de obtener el premio de Interés Nacional, cosa que, por supuesto, logró. No se puede decir que los productores no conocieran el terreno que pisaban. La empresa Colonial AJE estaba constituida por Jesús Rubiera, Eladio Alonso y Antonio de Miguel, empleados los tres de Cegui - Compañía del Golfo de Guinea. Es más, buena parte de la financiación de la cinta —que inicialmente se titulaba Souka e iba a dirigir Carlos Fernández Cuenca— y las facilidades para su rodaje procedían de los contactos que los tres tenían a traves de esta empresa. [Guido Cortell: "Colonial AJE (1944-1950): de albas misiones y aguas oscuras", en Javier Marzal Felici y Francisco Javier Gómez-Tarín (eds.): El productor y la producción en la industria cinematográfica. Madrid, Editorial Complutense, 2009, págs. 166-167.]

Alfredo Mayo y Raúl Cancio, los protagonistas de Afan-Evu (José Neches, 1945), repiten en Obsesión (Arturo Ruiz Castillo, 1947). Se trata de un drama psicológico de ambiente colonial en la línea de los entonces popularísimos relatos de William Somerset Maugham, sólo que trocando el Océano Índico por el Golfo de Guinea. No obstante, la película se rueda en estudio con una localización en exteriores que se repite hasta la saciedad, a pesar de que el decorado o jardín botánico del prólogo y del clímax resulta de lo más eficaz. Eso sí, los planos documentales proceden de nuevo de los documentales de Hermic Films y, sobre todo, de Balele (Manuel Hernández Sanjuán, 1946), Los gigantes del bosque (Manuel Hernández Sanjuán, 1945) y Maderas de Guinea (Manuel Hernández Sanjuán, 1945).

Lo más sorprendente del argumento de Obsesión no es el tratamiento racial, obviado más allá de unos cuantos comentarios despectivos hacia una mano de obra indígena infantilizada, irresponsable y propensa a la haraganería, sino el modo de presentar el adulterio —entre españoles, no interracial, claro—, invisible en el cine español de estos años.

También Fiebre / Febbre (Primo Zeglio, 1943) participa de este clima morboso, aunque al parecer sólo el preámbulo tiene lugar en una explotación maderera de la Guinea española. Javier (Carlo Tamberlani) viaja a Barcelona para firmar un contrato, pero al llegar se entera de que su socio le ha estafado y se ha liado con su novia. A juzgar por las sinopsis publicadas, la venganza en la Ciudad Condal constituye el grueso de un relato de tintes decididamente noir y urbanos, bien poco coloniales. Tampoco hemos podido ver A dos grados del Ecuador (Ángel Vilches, 1951) —con sus extranjeros que pervierten a los nativos, desmantelando de este modo la obra civilizadora de empresarios y religiosos españoles, así que tenemos que fiarnos de la crítica de Primer Plano, que encontraba bien poco de reseñable en la cinta:
En esta película lo único aceptable es el argumento, que ofrece sugestiones para mejores cosas. La Guinea española es, en efecto, un tema que podría ofrecer al cine español grandes oportunidades. Pero A dos grados del Ecuador, a pesar del buen propósito de enaltecer la labor colonizadora allí realizada, no contribuye precisamente a aumentar el acervo de nuestras cintas exóticas. Una dirección ramplona, una interpretación de la que sólo se salva Rosita Yarza, y una bien visible limitación de medios, han frustrado por completo el film de Ángel Vilches, en el que hay algunas secuencias estimables del documental de danzas negras Balele. [Gómez Tello: "La crítica es libre", en Primer Plano, núm. 560, 29 de marzo de 1953.]

O sea, que una vez más el archivo de Hermic Films sirve de comodín para dar autenticidad a una película rodada en estudio. Ángel Vilches Criado, hijo de la actriz Társila Criado, tuvo escasa relación con el cine: algunos cometidos periféricos en la órbita de Joé María Elorrieta y su ingreso en la primera promoción del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas en 1947, junto a Berlanga, Bardem, Soria y Maesso. No se diplomó. Su oficio era el de periodista y a él se dedicó durante toda su vida como redactor jefe del diario falangista almeriense Yugo o como director de La Provincia, de Las Palmas.

El principal interés de Bella, la salvaje (Raúl Medina, 1953) es su carácter anómalo. Por una parte, se trata de una de las escasísimas coproducciones entre España y Cuba en la década de los cincuenta, consecuencia, probablemente de una producción previa hispano-cubano-argentina protagonizada también por Blanquita Amaro: Una cubana en España (Luis Bayón Herrera, 1951). Por otra, y a fin de evidenciar el origen africano de la música cubana, la cinta plantea un estrambótico primer acto en África que, a juzgar por los títulos de crédito, se habría rodado en las colonias españolas de Guinea con la colaboración de las tribus pamúes, bujebas y combes, aunque buena parte proviene del archivo de Hermic Films. Lo curioso es que resulta absolutamente ajena al ciclo colonial español, en el que primaban los valores religiosos, castrenses o civilizadores, para optar por una dericación chusca de las aventuras exóticas al estilo Trader Horn (W. S. Van Dyke, 1931).

La acción arranca, pues, en el corazón de África. Ramón (Roberto Rey) ha viajado hasta allí, no para cazar, sino para olvidarse por unos días de las mujeres de su familia. Le acompaña su sobrino Julio (Néstor de Barbosa), un acaudalado playboy cubano sediento de aventuras. Éstas no tardan en presentarse: una tribu de antropófagos los hace prisioneros para sacrificarlos. Sin embargo, la reina blanca de la tribu, Bella (Blanquita Amaro), cree que Ramón es el padre que perdió cuando era niña. Dispuesto a salvar el pellejo como sea, Ramón le sigue la corriente y los jóvenes se enamoran. Dispuestos a devolverla a la civilización, la raptan y se la llevan a La Habana. A pesar de los esfuerzos de Julio por presentarla como su futura esposa, tanto su madre como su cuñada Isabel (Silvia Morgan) se empeñan en que "la salvaje" no entre en su selecto círculo de relaciones. Después de educar convenientemente a Bella -que ya no habla sólo con infinitivos, sino con un deje cubanísimo-, Julio organiza una fiesta, pero Silvia quema las invitaciones. El ágape resulta un fracaso y Bella, humillada, pretende regresar a África, como quien se va al Malecón. El tío Ramón se la lleva al bohío, lejos de la hipocresía de la ciudad, donde ella echará raíces junto a los guajiros Celina y Reutilio. De este modo, el ritmo popular, "la sandunga", que concilia la guaracha y el compás africano, supone la síntesis de dos mundos incontaminados por el fariseísmo de la civilización. En Madrid no se estrena hasta 1956 en una sala de segunda y en pleno verano.

En las décadas de los cincuenta y los sesenta, el noticiario oficial No-Do tomará el relevo de Hermic Films en la facturación de propaganda colonial. Ocasionalmente, parece que reciclando materiales no utilizados o sólo usados parcialmente en otros montajes, como en el caso de Misión en Guinea: La labor sanitaria de España (Manuel Hernández Sanjuán, 1953), que vuelve a centrarse en la lucha contra la lepra en el lazareto de Mikomeseng, como Los enfermos del Mikomeseng (Manuel Hernández Sanjuán, 1946).

La edición número 316 de la revista Imágenes, titulada En tierras de Guinea: Vida y trabajo (No-Do, 1951) hace un resumen de la explotación agrícola y forestal de la colonia para terminar con un canto al comercio de mercancías como la madera, el aceite de palma, la yuca o el café. El tono paternalista de la locución, a ratos humorística, resulta hoy tan vejatoria que crea malestar en el espectador: "La ley considera a los negros como menores de edad y los somete a protección, amparo y tutela", proclama en un mercado en el que se procede a la compraventa interracial de algunos productos. En otras ocasiones se expone el pintoresquismo de las mujeres preparando la comida para obsequiar al equipo cinematográfico, pero se tranquiliza al público al afirmar que nadie piensa probarla. En lo tocante a la industria maderera, los oriundos ponen la fuerza y la metrópoli el progreso:

Los tractores, expresión de la moderna técnica, contrastan con el panorama primitivo de la selva, a la que llegan como un adelanto de la civilización mecánica. Alegremente, los morenos se entregan a la tarea, poniendo en juego sus dotes de habilidad y el hábito de un trabajo constante, manejando con fuerza y soltura las pértigas. Modernos medios de tracción entran en juego. Las plataformas rodantes circulan como una expresión de vida, de riqueza y de vida cada vez más creciente.

Pero, sin duda, el mayor esfuerzo propagandístico de No-Do en este terreno es Las provincias españolas de África (No-Do, 1962), un reportaje de casi una hora de duración que documenta las etapas del viaje que el ministro subsecretario de la Presidencia Luis Carrero Blanco realiza en 1962 a Guinea, Fernando Poo y Marruecos. Este amplio reportaje se acompaña con tres entregas de la revista imágenes obtenidas seguramente durante el mismo viaje: Fernando Poo (No-Do, 1962), En el golfo de Guinea (No-Do, 1962) e Imágenes de la provincia española de Río Muni (No-Do, 1962). La provincialización promovida por el almirante en contra de la ONU y de la opinión de ministro de Asuntos Exteriores, tendría una vida efímera y llegaría a su fin con la promulgación de la Ley de Bases del Régimen Autónomo, aprobada  en referéndum por  los  guineanos en diciembre de 1963.

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