El cine (más o menos) negro a la española, aquél que se desarrolló fundamentalmente en Barcelona a lo largo de los años cincuenta del pasado siglo y coleó hasta los primeros sesenta, para emerger, cual guadiana genérico, durante la Transición en los subciclos del thriller político y el cine quinqui… esa corriente de cine más o menos negro, decía, corre paralela a un torrente que, mejor que policial, llamaré criminal. Criminal y español.
Criminal porque, frente a la exaltación de la labor policial que sirvió como excusa obligada para el desarrollo del género en España, suele buscar la inspiración en la crónica negra. Y no precisamente en los delitos de altos vuelos, sino en lo que los pregones de ciego solían denominar “horrendo crimen” o cosa similar: parricidios, envenenamientos, y homicidios atroces que terminan en descuartizamiento y amor prohibido. Criminal porque no importa tanto la resolución del crimen y el consiguiente castigo del delincuente -indiscutible por otra parte debido al modelo censorial imperante en España-, como el crimen en sí y sus circunstancias.
Y español, porque el germen estilístico que remontamos a los pliegos de cordel y al nacimiento del “amarillismo” periodístico en la España del XIX, ha tenido en España cultores tan insignes como Francisco de Goya y José Gutiérrez Solana. Español de esa España negra, tan denostada durante el franquismo como negada en la democracia, por aquello de que en la Europa del cambio de siglo no caben atavismos.
Y sin embargo, el cine criminal español sigue ahí, correoso, pertinaz, con sus raíces fuertemente hundidas en la tierra. El ciclo del mes mariano en el CICA presenta alterna varios ejemplos de esta corriente con otros más canónicos o excéntricos. Los dos extremos del arco del policial castizo podrían ser, separados por casi medio siglo, Domingo de carnaval (1945) y Todo por la pasta (1991). La primera es una vuelta de tuerca al mundo del folletín y el serial. Edgar Neville no quería otra cosa que retratar el Madrid del pintor José Solana y de su maestro Ramón Gómez de la Serna, de cuya tertulia en Pombo fue asiduo en los años veinte. Madrid del Rastro y los barrios bajos, de prenderas y serenos sentenciosos, del incipiente tráfico de cocaína y de los ecos lejanos de la Gran Guerra, que resuenan en sordina en un arnichesco patio de corrala. La segunda, la de Enrique Urbizu, es una cinta insultantemente joven, totalmente desprejuiciada, que demuestra un conocimiento apasionado del cine de acción norteamericano cuya forma se acopla insospechadamente a los modos de la comedia negra y coral que Marco Ferreri y Luis G. Berlanga hicieron internacional con la ayuda imprescindible del libretista Rafael Azcona.
El arco se desborda por delante en algún apunte de los seriales barceloneses de los años diez del pasado siglo y cobra inusitada fuerza en querencia por la revisitación del pasado de los miembros de la generación de La Codorniz. La trilogía criminal de Neville se completa con La torre de los siete jorobados (1944) y El crimen de la calle de Bordadores (1946); Tono y Enrique Llovet escriben una adaptación de Les Fiançailles de M. Hire, de Simenon, en Barrio / Viela, rua sem sol (1947) y el dibujante Enrique Herreros debuta en la dirección con María Fernanda, la Jerezana (1946), ejemplar muestra de expresionismo castizo.
En tiempos de realismo literario, Francisco García Pavón le da la vuelta a la tortilla al dar a luz a una criatura llamada Plinio, policía municipal de Tomelloso. Este cachazudo Sherlock Holmes manchego se las tiene que ver con crímenes oscuros, cuyos orígenes se remontan a rencores sólo aparentemente enterrados y fraguados tantas veces en un pasado que no puede ser otro que el de la Guerra Civil. De los relatos y novelas del ciclo se hizo una serie de televisión (1971) que protagonizó el gran Antonio Casal y cuyas adaptaciones escribía el primerizo José Luis Garci; así que El Crack (1981) y su continuación no surgen por generación espontánea.
Pero dejémonos de digresiones y volvamos a lo que íbamos: al policiaco rural ambientado en poblachones construidos sobre la maledicencia, la envidia y la venganza. Manuel Ruiz Castillo y el bohemio impenitente Perico Beltrán tomaron la solución propuesta por Berlanga a un hecho de sangre conocido como “el crimen de Mazarrón” para escribir El extraño viaje (1964). Se puso tras la cámara Fernando Fernán-Gómez. El resultado: una película repudiada oficialmente, estrenada en Madrid en un cine de barrio tras varios años de espera y sólo tardíamente recuperada como la obra maestra del cine criminal y español que es. Violencia familiar, oscurantismo, terror sin ambages, hipocresía y travestismo, son sólo algunos mimbres con los que Fernán-Gómez y sus guionistas construyen una cinta tan intrigante como perturbadora. La veta sainetesca ha dejado paso al esperpento.
Joaquín Jordá con Un cuerpo en el bosque / Un cos al bosc (1996) o Carlos Saura con El 7º día (2004) han seguido profundizando en esta línea en clave contemporánea. Juan Antonio Bardem y Sancho Gracia habían vuelto al Madrid de los años cincuenta para recrear la noche roja de José María Jarabo, en la serie La huella del crimen (1985).
En tiempos de globalización y de Murder Inc. conviene no olvidar quiénes somos ni de dónde venimos. Igual que los pliegos de cordel, las películas de este ciclo policial castizo están fotografiadas como al aguafuerte; si en blanco y negro, duras y contrastadas; si en color, feístas y virulentas. Como nosotros mismos ante el espejo deformante del crimen.
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