domingo, 29 de septiembre de 2024

la segunda estancia de jardiel en hollywood

A Gurutz Albisu

Enrique Jardiel Poncela estuvo dos veces en Hollywood contratado por Fox Film: la primera de septiembre de 1932 a mayo de 1933, la segunda entre julio de 1934 y abril de 1935. El objetivo último de este segundo viaje será la adaptación de su comedia Angelina o el honor de un brigadier que había de protagonizar Rosita Díaz Gimeno. Escribe entonces a su amigo José López Rubio, establecido permanentemente en el célebre barrio angelino:

Querido Pepe: Ya estarás enterado de que vuelvo. Me ofreció Sol Wurtzel 150 dólares; yo he pedido 250; por fin todo se ha quedado en los doscientos. [...] Total, que he aceptado y que cuando recibas esta carta ya estaré en el barco. [...] No dejes de hacer que salgan a buscarme al barco en Nueva York, que luego todo son líos con inmigración. [José María Torrijos (ed.): José López Rubio: La otra generación del 27. Discurso y cartas. Madrid: Centro de Documentación Teatral, 2003, págs. 200-201.]

Pero, como en su primera estadía, John Stone, el responsable de las producciones multilingües de la Fox, le hizo trabajar en otras películas hispanas de la casa: Nada más que una mujer (Harry Lachman, 1934), Señora casada necesita marido (James Tinling, 1935) y Asegure a su mujer (Lewis Seiler, 1935).

Nada más que una mujer era la versión hispana de Pursued (Louis King, 1934), un melodrama ambientado en Borneo en el que los propietarios de sendas plantaciones —David Landeen (Russell Hardie) y Beauregard (Victor Jory)— se disputan el amor de una cabaretera llamada Mona (Rosemary Ames). Ésta es la tercera ocasión en la que Fox Films lleva a la pantalla The Painted Lady, de Larry Evans; la cuarta, en español, tendrá un giro ciertamente original: dado que el estudio acaba de incorporar a su escudería hispana a la recitadora argentina Berta Singerman, la protagonista, en lugar de tontear con los marineros con tórridas baladas románticas, lo hará a base de poemas de Sor Juana Inés de la Cruz y Gabriela Mistral. Y como el meollo del asunto es la pasión que Mona despierta en los dos hombres (Juan Torena y Alfredo del Diestro), la cosa no puede resultar más insólita. Cierto es que su presentación en La rumba de José Zacarías Tallet, la musicalidad del poema y su expresividad corporal, apuntan a un cierto exotismo, pero ni la sofisticación de la actriz ni el material que ofrece pueden suscitar la supuesta admiración del rudo público de la taberna. Mucho menos, el deseo que despierta en cuanto hombre se cruza con ella.

Carente totalmente de acción durante el largo segundo acto, bastante precipitada en el tercero, el único valor que encontramos hoy en Nada más que una mujer es su carácter de registro de los recitales que hicieron célebre en Latinoamérica y en España a Berta Singerman. La rumba y Pregones de Buenos Aires, de Alberto Vaccaro, son el perfecto ejemplo de una forma de expresión absolutamente trasnochada hoy en día, pero que entonces levantaba pasiones entre el público.

A pesar de que se anunció repetidamente que la actriz haría otras películas en Fox Film y en Argentina, sólo volvió a ponerse ante las cámaras en Ceniza al viento (Luis Saslavsky, 1942). Aunque Jardiel, en su correspondencia con José López Rubio, daba por improbable su estreno en España, lo cierto es que llegó a las pantallas barcelonesas en febrero de 1935. Unos meses antes se había proyectado en el neoyorquino Teatro Campoamor y el crítico del New York Times se había rendido ante la maestría de la diseuse:

En esta cinta de romance y tragedia ambientada en Filipinas, la señorita Singerman es una artista errante obligada a aceptar un trabajo como recitadora de poemas en un cabaret de baja estofa. Aunque la historia de su amor desinteresado por un joven estadounidense que se ha quedado temporalmente ciego debido al ataque de dos "bravos" apenas resulta relevante, su presentación de "Pregones de Buenos Aires" es tan realista que el espectador sólo tiene que cerrar los ojos para imaginarse escuchando los variados y seductores reclamos en las calles de la metrópoli argentina. La actuación de la señorita Singerman es excelente, con cierta manga ancha para el sentimentalismo del tema, y podemos calificarla sin desdoro como "muy simpática". [H.T.S.: "Nada mas que una mujer, a dialogue film in Spanish", en New York Times, 29 de noviembre de 1934.]

La acción, como bien indica el reseñista, se traslada de Borneo a Filipinas, lo que permite justificar la utilización de nuestro idioma sin merma del exotismo, y el malvado, en lugar un remoto origen francés parece oriundo de Italia, a juzgar por el cambio de Beauregard a Franchoni. 

Para concluir, el único rasgo jardielesco que encontramos a lo largo todo el metraje es el tono de una escena farsesca en la que Gilda (Luana Alcañiz), una compañera de Mona, le saca los cuartos a un marinero contándole la trágica historia de sus siete hermanitos huérfanos, uno de los cuales se tragó el único dólar que le quedaba a la familia. No es extraño que Jardiel le cediera el dudoso honor de firmar la adaptación al todoterreno Miguel de Zárraga. Ninguna gloria iba a aportarle este trabajo hollywoodense y, en todo caso, sólo podía traerle descrédito en su condición de humorista originalísimo, a la espera de que le llegase el turno de poner en pie su gran película americana: Angelina o el honor de un brigadier (Louis King, 1935).

El trabajo en Señora casada necesita marido, escrita oficialmente por López Rubio para Catalina Bárcena y Antonio Moreno, no debió de ser demasiado extenuante. Al parecer, sugirió el título, compuso la letra de la canción ¿Qué sabes tú? [Juan Carlos Pueo: Como un motor de avión: Biografía literaria de Enrique Jardiel Poncela. Madrid: Verbum, 2016, pág. 405.] y tradujo otra: A Guy What Takes His Time.

La crítica del New York Times resulta elocuente sobre el alcance de la operación:

A pesar de que no hay absolutamente nada original en la historia del joven matrimonio (la señora Bárcena y el señor Moreno) que no se soporta mutuamente y necesita un tratamiento a base de celos para recobrar la felicidad, la acción se mueve a tal velocidad y el charloteo y las ingeniosidades de la señora Bárcena son tan entretenidos que los espectadores se divierten de todos modos. Una de sus piruetas consiste en una imitación europea de Mae West en una de sus escenas de seducción.
El resto del reparto contribuye a mantener la interpretación en un plano de alta comedia, sin el más mínimo atisbo de seriedad. [Harry T. Smith, en The New York Times, 14 de marzo de 1935.]

Asegure a su mujer es la adaptación de una comedia del argentino Julio Escobar que Miguel de Zárraga ya había definido como digna de Jardiel y a la que el humorista realiza unos cuantos ajustes. “La adaptación cinematográfica exigió que se rehiciese por completo la obra primitiva, comenzándose por trasladar la acción de Buenos Aires a Nueva York, ampliándose las escenas, modificándose los tipos, cambiándose el lenguaje y salpicándose todo ello con el ingenio característico de Enrique Jardiel Poncela”. [Miguel de Zárraga: “Ahora en Hollywood: Asegure a su mujer”, en Ahora, 21 de febrero de 1935, pág. 34.]

Jardiel es por lo tanto artífice en la sombra de la película al servicio de la pareja del momento en el Hollywood hispano: Conchita Montenegro y Raul Roulien. Además del texto, Jardiel supervisa la realización y especialmente la labor de los actores, pues considera que el director adjudicado al proyecto, el neoyorquino Lewis Seiler, no puede gobernar sus chispeantes diálogos al no dominar el castellano. El 25 de octubre de 1934 le escribe a su familia:

La cinta de Roulien que estamos haciendo podía haber quedado bien, pero se han metido a cortar y a "arreglar" el script después que yo lo arreglé y, como siempre, han quitado lo bueno y han dejado lo malo, reforzándolo con cosas peores que malas. Por si eso fuera poco, el reparto es asqueroso; nadie habla español en la película y está resultando una ensalada anglo-brasileño-chileno-mexicano-argentino [sic] que da grima. La torpeza de lengua de los intérpretes le quita espontaneidad y gracia al diálogo y, en fin —como siempre— estará mal pudiendo estar bien. [Evangelina Jardiel Poncela: Enrique Jardiel Poncela, mi padre. Madrid: Biblioteca Nueva, 1999, pág. 106.]

En esto de la “ensalada” es en lo único que podemos dar la razón a Jardiel. Antonio Moreno lleva afincado en Estados Unidos varios años, el acento argentino-brasileño de Raul Roulien es, como poco, pintoresco, y uno de los papeles principales es encomendado a la políglota californiana Barbara Leonard. Pero ahí se acaban los problemas de una cinta en la que no se echan de menos decorados, exteriores o una planificación más elaborada. Seguimos ante una producción de serie B, pero solvente. En cuanto a Lewis Seiler, su realizador, ha tenido amplia experiencia en comedias de dos rollos en la década de los veinte y ya ha dirigido a Conchita Montenegro en Hay que casar al príncipe (1931).

Estamos ante una comedia organizada en tres bloques de vodevil teatral —maridos engañados, llegadas inesperadas, amantes escondidas en los dormitorios que estornudan inoportunamente…—, de los que Jardiel ha parodiado inmisericorde en artículos como “La puerta se abre y entra el marido. [La Pantalla, núm. 28, 8 de julio de 1928.] El argumento es, en efecto, un vodevil en toda regla. Ricardo Randall (Roulien) es un “perito en ideas” cuyo cerebro no descansa jamás, pero lo vemos en la cama descolgando el teléfono, estampando el reloj contra la pared y, a pesar de todo, escuchando un timbre insistentemente. Es el de la puerta, porque harta de intentar despertarle por otros medios, Camila (Conchita Montenegro), su secretaria y novia se ha presentado en el piso a fin de que no llegue tarde a una reunión de negocios en la compañía de seguros La Fidelidad. Allí están esperando sus ideas como agua de mayo porque, según su presidente (Carlos Villarias), la empresa cuenta sólo “con un pasivo líquido de trece mil dólares y en ese líquido acabaremos ahogándonos todos”. Ricardo es un tenorio redomado y, aunque le ha jurado a Camelia que ella es “la única mujer del mundo”, aún no se lo ha comunicado a Elena Perry (Barbara Leonard), cuyo marido (Luis Alberni) intenta asesinarlo durante la celebración del consejo de administración. Y es así como a Ricardo se le ocurre la idea genial: La Fidelidad se convertirá en La Infidelidad, una aseguradora que pagará suculentas primas a los maridos víctimas de esposas adúlteras. Si este seguro hubiera existido antes otro gallo les hubiera cantado a Helena de Troya, Mesalina, Catalina de Rusia… y a la señora Perry, que, para consolarse del abandono de Ricardo, se refugia en los brazos de Ernesto Martín (Antonio Moreno), famoso cosechero con el que, a su vez, se ha casado Rita (Mona Maris), otra antigua amante de Ricardo.

—Me olvide de decírtelo, Ricardito. Me casé con él en Europa, un día de lluvia que no sabía qué hacer.
—¡Qué poca imaginación tenéis las mujeres!

Los enredos entre las tres parejas se suceden a buen ritmo. Rita intenta seducir a Ricardo una y otra vez. En una de estas ocasiones, se presenta en su apartamento el señor Perry…

—Estoy siguiendo el rastro de mi mujer.
—¿De su mujer?
—Lo sabe usted de sobra. A mí no me ha fallado nunca la nariz. ¡Está aquí!
—¿La nariz?
—No, Elena. Ella me lo dice… la nariz.
—No me parece correcto que meta usted ni la nariz ni a Elena en mis asuntos.

Jardiel salpimienta este tipo de diálogos a lo largo de todo el metraje, amén de algún epigrama propio de la casa: “Los coches son como las mujeres: echan a andar y de repente se paran sin saber por qué”. La misoginia jardieliana se extiende a una de las instituciones del feminismo español, el Lyceum Club Femenino. Jardiel se burla de él con la invención del Club Femenino Excelsior donde las mujeres adúlteras se reúnen al grito de “Luchemos por nuestra libertad”. La manera de ejercerla es comprometer a Ricardo y arruinar a La Infidelidad. Así que una docena de ellas, capitaneadas por la despechada Rita y dispuestas a inmolar su honra en el altar de la libertad, se presentan en el hotel al que han acudido los protagonistas para consumar o evitar diversos adulterios, se quedan en ropa interior — y se fotografían con el pobre Ricardo en las poses más inconvenientes, en una escena bastante subida de tono con el ya imperante Código Hays.

La conclusión de este periplo hollywoodense resulta hoy impublicable:

Lo mejor que se puede hacer en Hollywood es marcharse de Hollywood, refugiándose en una playa. En las playas de Hollywood solo hay dos ocupaciones, a elegir: o tumbarse en la arena a mirar las estrellas, o tumbarse en las “estrellas” a contemplar la arena. [Enrique Jardiel Poncela: Exceso de equipaje. Madrid: Biblioteca Nueva, 1988, pág. 86.]

domingo, 22 de septiembre de 2024

a vueltas con los golfos

 

Óscar Cruz y María Mayer en una escena censurada de Los golfos

Reclamábamos al analizar la triple censura que sufrió Los golfos (Carlos Saura, 1959) -previa sobre guión, a película terminada y tras su pase en Cannes, para poder ser exhibida tardíamente en España- el acceso a la obra completa y una mínima explicación de cuál fue el complicado proceso censorial.

Filmoteca Española acometió esta tarea durante 2023 y presentó los resultados en Il Cinema Ritrovato de Bolonia el pasado mes de junio. Este mes se presenta la restauración en el cine Doré. La copia se ha reconstruido a partir de los negativos originales de imagen y sonido, de dos duplicados negativos, de un duplicado positivo y de una copia depositada por Saura en el organismo: https://www.cultura.gob.es/dam/jcr:3ba22f1f-676f-41bb-b181-3e9009531c04/af-ficha-promo-los-golfos.pdf

Recordemos los cortes solicitados por la comisión tras el pase de la película en Cannes:

Rollo 4. Suprimir el plano de los chicos del Frente de Juventudes en la taberna.
Rollo 6. Abreviar la secuencia en el antro existencialista, dejando solamente los planos necesarios para la continuidad de la acción.
Rollo 6 y 7. Abreviar la secuencia en el río, dejando solamente los planos necesarios para la continuidad de la acción.
Rollo 8. Suprimir íntegramente la secuencia en la alcoba eliminándose, por consiguiente, la escena de la cama.

A estas supresiones se sumaban en algunos materiales otras que no constan en el expediente administrativo, como la que se produce a la salida de la oficina del apoderado taurino o un breve travelling descriptivo de los muchachos en el solar de la marmolería donde se acumulan las lápidas para el cercano cementerio de la Almudena. Más comprensible -desde el punto de vista oficial, claro- resulta la amputación de prácticamente todas las apariciones de la pareja de policías que se presentan en la novillada final para interrogar a los chicos.

Según los responsables de la restauración se trataría de ajustes de montaje que Saura y Portabella habrían realizado antes del estreno para aligerar el montaje. Porque, aunque el realizador novel defendía su teoría de las secuencias "autónomas y abiertas", cortadas abruptamente cuando hubieran cumplido su cometido, de modo que el espectador tuviera que buscar la conclusión de las mismas en la siguiente escena, lo cierto es que éste fue uno de los aspectos más criticados en Cannes. Lejos de encontrar una reválida internacional, como parecería indicar su selección para el certamen, Los golfos sufrió la indiferencia de los críticos españoles y el rechazo de los franceses e italianos. Varios de ellos lo hicieron desde una posición de superioridad moral de ciudadanos de la Europa democrática y otros desde puntos de vista netamente conservadores. ["Cannes 1960", en Film Ideal, núm. 49, 1 de junio de 1960, pág. 10.] Podemos resumirlas todas en la reseña del católico José María Pérez Lozano en Film Ideal, el único medio que reivindica la cinta en primera instancia como heredera de la estética propugnada por Pío Baroja y José Gutiérrez Solana:

La presentación episódica, incoherente, a saltos, de los personajes, es confusa y barroca. Son demasiados personajes para intentar un planteamiento como este de la tipificación. Es verdad que la narración se endereza luego, pero con unos saltos de tiempo y de espacio que resultan sorprendentes, que cuesta trabajo aceptar. Es algo, quizá, que un nuevo montaje del film podría solucionar en gran parte. [José María Pérez Lozano: "El Madrid de Baroja y de Solana", en Film Ideal, núm. 49, 1 de junio de 1960, pág. 5.]

La consulta de la edición del guión en Temas de Cine [núm-8-9, octubre-noviembre de 1960] arroja luz sobre otros cortes. Algunas escenas, según se indica a pie de página en el propio texto, ni siquiera se rodaron por la premura de las cinco semanas contempladas en el plan de trabajo -el reparto de octavillas la calle de la Victoria con el pasaje Mathéu-; otras se vieron alteradas por el hecho de que una producción prevista en periodo estival tuviera lugar finalmente a lo largo del mes de noviembre de 1959.

Los protagonistas de la cinta de debut de Saura trabajan y merodean por el mercado de Legazpi y se mueven por La Elipa. El puente de la avenida de Daroca sirve como referencia topográfica del barrio: al pie hay una fuente donde las vecinas se abastecen de agua y en los descampados alternan las chabolas con las casas rústicas con huerto. Como por la zona se encuentra el cementerio del Este, los jóvenes se reúnen en un taller de cantería de los que proporcionan lápidas al camposanto. Pero Saura no se priva de presentar a las mujeres y los niños escarbando en el vertedero rodeados de cerdos ni de mostrar el cadáver de Paco en la orilla de una acequia cubierto por la policía con unas hojas del diario ABC en el que se anuncia el estreno de Gigi (Gigi, Vincente Minnelli, 1958). Las mujeres con los cubos de agua, los desmontes en que están enclavadas las precarias viviendas, la ciudad a lo lejos, inalcanzable... el paisaje todo es el mismo que el de los cuentos de extrarradio de Ignacio Aldecoa o la novela Tiempo de silencio de Luis Martín Santos. Con la creación de Ministerio de la Vivienda en 1957, la Comisaría de Ordenación Urbana se pronuncia sobre la necesidad de construir en breve plazo trece mil viviendas “de tipo social” cuya edificación se llevará a cabo precisamente en La Elipa, además de Canillas, Orcasitas, Fuencarral o Manoteras. [Carlos Sambricio: Madrid, vivienda y urbanismo: 1900-1960. Madrid: Akal, 2005.] La exigencia administrativa de cortar la frase "Es difícil llegar a ser alguien aquí" -como Giulio Andreotti a Vittorio De Sica, los censores le indicaron a Saura que "la ropa sucia se lava en casa"- no supuso mayores problemas de continuidad porque era con la que arrancaba Juan (Óscar Cruz), el torerillo, la secuencia 65, localizada en un "solar frente a Madrid". Debido al decalaje de la imagen con respecto al sonido, en una de las copias el arranque de la frase podía escucharse en los últimos fotogramas de la secuencia anterior, pero el hecho de que estuviera incompleta y que no se correspondiera con la imagen que ha quedado decidió a los restauradores a no incluirla en la nueva versión de la cinta, "lo más fiel posible a la que se presentó en Cannes".

Pero, sobre todo, en la copia restaurada por primera vez tenemos ocasión de ver la escena en la que Juan y Visi conversan después de haber pasado la noche juntos. Saura la recordaba perfectamente:

Y luego falta también la escena completa en que el torero y la chica se acuestan juntos, y la secuencia era simplemente que estaban en la cama, muy púdicamente tapados, se suponía que habían pasado la noche juntos, era por la mañana temprano y hablaban de sus proyectos de futuro, de lo fantástico que sería si el triunfaba en la corrida, que entonces todo cambiaría para ellos, algo así. Esa secuencia ni siquiera aparece. [Enrique Brasó: Carlos Saura. Madrid, Taller de Ediciones JB, 1974. pág. 69.]

En el guión original la escena debería de haber tenido lugar en un exterior, en el barrio de Campamento. Se hablaba en ella de la relación previa de Visi con Julián, de sus respectivos orígenes y de las aspiraciones de él en el mundo de los toros. La muchacha ha ido acercándose al torerillo de modo que terminan tumbados en el suelo y la escena culmina cuando "sus rostros se aproximan". [Temas de Cine, pág. 121.]

En la versión rodada y ahora recuperada Juan se dispone a enfrentarse a su gran oportunidad después de haber hecho el amor con Visi. La conversación adquiere de este modo un nuevo sentido. El subtexto sigue siendo la seducción de Juan por parte de la chica, que calcula las posibilidades de convertirse en amante de un torero de éxito, pero la intimidad que hay entre ellos es bien distinta. El diálogo es mucho más prolijo que en el libreto y el matador en ciernes expresa su miedo no al toro, sino a "lo otro", en una referencia diáfana a la delincuencia a la que se ha visto arrastrado por sus compañeros y por su propia ambición.

Sin embargo, la escena levantó ampollas. Y no sólo entre los censores. Juan Francisco de Lasa le reprochaba a Saura a propósito de la misma "su tufillo de nouvelle vague comercialoide, según la cual hay que buscar un hueco para el regodeo erótico en todos los temas y en todas las anécdotas". [Temas de Cine, pág. 29.] Por supuesto, Saura niega semejante argumentación. La escena serviría para mostrar la atracción que sentían Juan y Visi, pero también que ninguno de los golfos obra por motivos nobles. La chica no deja de ser un trofeo, un bien codiciado que Juan le ha arrebatado a Julián [Temas de Cine, pág. 120.] sin que parezca que los guionistas otorguen la más mínima autonomía -agencia diríamos ahora- al personaje femenino.

Lo que no ha aparecido en ninguno de los materiales conservados es "el plano de los chicos del Frente de Juventudes en la taberna" del cuarto rollo. Intentábamos localizarlo en un punto equivocado: cuando la cuadrilla se reúne tras el atraco al taxista. En el guión queda claramente especificado que se trata de las secuencias 36 y 39 situadas en un "restaurante económico" en el que Julián invita a Visi a comer después de haber tomado el aperitivo. En otra mesa habría una docena de jóvenes con monos del Frente de Juventudes de Vizcaya que miran con deseo a la chica mientras "hablan a gritos de natación, de marchas atléticas, del viaje a Córdoba". [Temas de Cine, pág. 70.]

Vista en el Doré el pasado sábado, 14 de septiembre. Hay un segundo pase (con presentación) el miércoles 25 a las 17:30: https://www.cultura.gob.es/dam/jcr:4c835703-0dbc-470e-a491-da34d7f45f51/af-programa-online-sep-2024.pdf

Hay un tercer pasé en el Doré, el domingo 23 de octubre a las 21:00: https://www.cultura.gob.es/dam/jcr:412633f8-6fdb-48a1-87d6-359f806df969/af-programa-online-oct-2024.pdf

La imagen procede del folleto dedicado por Filmoteca Española a la restauración.

domingo, 15 de septiembre de 2024

perojo se va a hollywood

Tras dirigir en los estudios parisinos de la Paramount Un hombre de suerte (1930), a partir de un libreto de Pedro Muñoz Seca, y en los berlineses la azarosa producción multilingüe El embrujo de Sevilla (1930), Benito Perojo se embarca hacia Hollywood contratado por M-G-M. La idea es que colabore con el dramaturgo Gregorio Martínez Sierra, aunque el desmantelamiento del departamento hispano del estudio del león deja al realizador sin cometido concreto. Martínez Sierra, que ha viajado a Estados Unidos con su compañera, la primera actriz Catalina Bárcena, le deja en la estacada:

Se hizo el reparto, se comenzaron los ensayos, dirigiendo el diálogo Martínez Sierra en persona, ¡y a los cuatro días se suspendió la filmación! Perdióse en esto la friolera de 18.000 dólares, y la Metro, que era la compañía productora, acordó suspender las actividades en español por un par de meses. [Miguel de Zárraga: “En la meca del cine: Lo que interesa en España”, en ABC, 15 de marzo de 1931.]

Martínez Sierra llega a un acuerdo con Fox Film a principios de 1931. No se trata ya de dirigir a los actores en la adaptación de una película estadounidense —como en El proceso de Mary Dugan (Marcel De Sano, 1930), que ha supervisado en M-G-M—, sino de adaptar su propia obra Mamá. Esta comedia dramática con apuntes feministas, como otras de las coescritas con María Lejárrega, fue estrenada por María Guerrero en 1913.

La adaptación, firmada por Martínez Sierra y el propio Perojo, diversifica las localizaciones y echa el resto en un prólogo situado en el Casino de Biarritz. Aquí, Perojo hace un derroche de sofisticados movimientos de cámara que sirven para presentar a los personajes de la trama: la coqueta y disipada Mercedes (Bárcena), su padre (Andrés de Segurola), un calavera siempre en pos de jovencitas, y Alfonso (José Nieto), un canalla dispuesto a obtener favores sexuales de Mercedes a cambio de un préstamo de juego. El regreso a casa de los hijos de Mercedes y Santiago (Rafael Rivelles) supone un vuelco en la vida de Mercedes, que lleva una vida de coqueteo y compromisos sociales sin reparar en gastos para retener una juventud que se le escapa. La negativa de Mercedes a los requerimientos de Alfonso activa dos acciones paralelas protagonizadas por los hijos (Julio Peña y María Luz Callejo). Ella se convertirá en la nueva presa de Alfonso y él robará el dinero que debe su madre de la empresa del padre con la consiguiente crisis familiar. Tras una proclama feminista por parte de Mercedes, que se da cuenta de que debe asumir su papel la madre y esposa, pero que reprocha a su marido su desatención, la familia cenará por fin reunida en casa. El único que no parece dispuesto a dar su brazo a torcer es el abuelo, que sigue tan crápula como siempre.

Tras las secuencias iniciales, en las que dominan los amplios movimientos de grúa, las secuencias resueltas con recursos del cine silente —la sobreimpresión de la ruleta sobre los rostros de la jugadora y su seductor— y las transiciones visuales —de la ruleta girando a las ruedas del tren que trae a los hijos de vuelta a casa—, Perojo intenta traducir en acciones el texto teatral y se pone al servicio de los intérpretes. El incidente del robo de la nómina, creado ex novo para la película, juega la baza del suspense.

Catalina Bárcena sale razonablemente bien librada en su primera incursión en la pantalla. José Nieto compone su villano con naturalidad y no pocas dosis de autoironía. En cambio, la bisoñez de Julio Peña queda en evidencia en la mayoría de sus intervenciones, sobre todo, cuando tienen carácter dramático. Rivelles y Segurola hacen gala de recursos totalmente teatrales, ajenos por completo a los requerimientos de la cámara, pero como el personaje del segundo tiene un carácter farsesco, el subrayado declamatorio se soporta mejor.

Hollywood me parece un gigantesco imán —diría Catalina Bárcena—. Atrae como ninguna otra ciudad del mundo. Y no solo a la juventud ansiosa de gloria y de fortuna, sino a cuantos, por su bien o su mal, caen en aquel torbellino de ambiciones, del que puede decirse, como en los cuentos de la infancia, que es el verdadero castillo de irás y no volverás. [Antonio Guzmán: “El imán de Hollywood: Una conversación con Catalina Bárcena”, en Luz, 30 de marzo de 1934, pág. 4.]

Novelización de la editorial Bistagne (Filmoteca Española)

domingo, 8 de septiembre de 2024

apuntes sobre perojo antes del sonoro

El recorrido por la filmografía de Benito Perojo durante la década de los veinte es necesariamente fragmentario. Algunas películas no se han conservado —o se conservan reducidas a su mínima expresión, como Boy / El marino español (1926), cuya imagen encabeza estas líneas— y el exhaustivo análisis que realizó Román Gubern en su monografía para Filmoteca Española nos exime de meternos en mayores honduras, algo siempre complicado en este formato. Así que vamos al lío sin más preámbulos...

La acumulación de presentaciones ralentiza notablemente el principio de Más allá de la muerte (Benito Perojo, 1924). Tanto es así que las tramas parecen multiplicarse cuando, una vez, centrada la línea principal de acción, siguen un curso razonablemente lineal y muchas de las figuras a las que se han dedicado un par de planos y un epigrama descriptivo de su carácter tienen intervenciones muy secundarias. La principal concierne Raimundo de Mendoza (Georges Lannes), un hombre obsesionado por la muerte de su primera novia, que encuentra un nuevo amor en la ingenua Florencia (Andrée Brabant). Pero ésta es explotada por el profesor Belfegor (Gaston Modot), falso vidente y médico que acelera la muerte de sus clientes, una vez han aceptado éstos suscribir un seguro de vida a su favor. Le secunda en alguna de sus fechorías su hermano, Bruner (Paul Vermoyal), que en esta ocasión tiene planes propios, puesto que Raimundo de Mendoza es el heredero legítimo de la fortuna de un tal Davidson (Frank Dane), a quien Burner ha planeado desplumar con la complicidad de la falsa condesa Alma (Renée van Delly).

Perojo reelabora de cabo a rabo un texto teatral del reciente premio Nobel Jacinto Benavente como segunda y última producción de la marca creada por ambos con el nombre de éste último: Benavente Films. Para toda la vida (Benito Perojo, 1923) ha servido para poner en marcha una sociedad en la que Perojo actúa como director artístico no exento de ambición, pues ante la pobreza de medios técnicos en los estudios —“galerías” se denominaban por entonces— españoles, ha decidido buscar intérpretes y técnicos en París. Así es como se incorpora al equipo el ruso Pierre Schild, que acabará estableciéndose en España en la década de los cuarenta convertido en reputado especialista internacional en la técnica de las maquetas pintadas. En Más allá de la muerte su creación más espectacular es el Paladium, club nocturno adscrito al estilo art déco con influencias egipcias y orientales, aunque también tiene ocasión de crear lujosas viviendas de la alta burguesía y la aristocracia internacional.

En cuanto al reparto, buena parte de él procede del serial Les mystères de Paris (Los misterios de París, Charles Burguet 1922), lo que indica las intenciones de Perojo a la hora de adaptar una obra de intriga criminal que sucedía en dos únicos decorados y con el espiritismo y la hipnosis como excusa argumental. Perojo toma modelo iconográfico los seriales de Fritz Lang para la Ufa y los de Louis Feuillade para Gaumont. Del folletín cinematográfico proceden la proliferación indiscriminada de personajes, las intrigas entrecruzadas y los villanos irredimibles. En lugar de desenmascarar las supercherías del espiritismo, tal como parecen indicar el título y las cartelas de apertura, Más allá de la muerte se centra en el desarrollo de una aventura sensacionalista en la que los presentimientos letales y el hipnotismo ocupan un lugar preeminente.

Es una lástima que varias de las audacias de planificación y montaje ideadas por Perojo –cámara en movimiento, planos subjetivos, iluminación expresionista para indicar la evolución de la hipnosis...- casen mal con el tono engolado de las didascalias benaventinas, más adecuados para un “film de arte” que para la perversa maquinación que rige la enunciación formal de la película.

De Malvaloca, drama de ambiente andaluz de los hermanos Álvarez Quintero estrenado en 1912, se han rodado tres versiones. La de Perojo de 1926, al contrario que en otros sainetes de los comediógrafos sevillanos, el humor recae en los personajes secundarios y la trama se centra en una joven que “se echa a la vida”. Malvaloca es la mantenida de un canalla simpático, Salvador, y se enamora de un hombre recto y honrado, Leonardo. Hay un paralelismo alegórico entre la mujer caída que lucha por la redención y una campana que los dos hombres de su vida, socios en una fundación, deben volver a fundir. Se ilustra de este modo la copla que dio lugar al argumento: “Meresía esta serrana / que la fundieran de nuevo / como funden las campanas”.

La primera fue la de Perojo, rodada en buena parte en localizaciones naturales en Málaga y con un largo prólogo en el que se relata la caída de Malvaloca (Lidia Gutiérrez) y el nacimiento de una hija de padre desconocido que no volverá a aparecer en ninguna de las otras adaptaciones postbélicas. Perojo se ciñe a los códigos del silente aunque, como en otras ocasiones, hace uso de recursos como la cámara subjetiva en una escena de hondo dramatismo en la que el padre, borracho, deja aflorar sus deseos incestuosos. De este modo, se justifica la entrega de la chica a quien la deja abandonada con “el fruto del pecado” y que se había ofrecido a sacarla de aquella casa. 

La fundición de la campana y los enfrentamientos entre el asturiano Leonardo (Manuel San German) y el andaluz Salvador (Javier de Rivera) culminan en una procesión religiosa durante la que la hermana de Leonardo (Florencia Bécquer) acepta a Malvaloca y Salvador decide abandonar Las Canteras para que su presencia no obstaculice el amor sincero entre dos personas a las que estima. Si la escena climática procesión supone un tour de force de planificación y montaje, no lo es menos el alarde espectacular que supone la recreación de un breve episodio de la guerra de Marruecos integrado en el relato a modo de flashback cuando una madre entrega en la fundición las medallas ganadas por su hijo fallecido. El desastre de Annual aún estaba muy presente en el ánimo de los españoles y, sin duda, esta secuencia debió causar honda impresión entre los espectadores de la época.

Alberto Insúa, narrador a la moderna, de la escuela cosmopolita y galante, distribuye la acción de El negro que tenía el alma blanca entre Madrid y París. Madrid de palacios aristocráticos en los Altos del Hipódromo y hoteles de lujo, pero también de los barrios bajos, de la calle de la Ruda donde vive Emma Cortadell con su padre y de las envidias e intrigas del Teatro del Sainete. Sin embargo, en París, la imagen de España es un cabaret llamado El Patio, ambientado como un jardín de la Alhambra y decorado con panós de corridas de toros y procesiones sevillanas del Corpus. Perojo rueda en 1927 las escenas que le sugieren estos capítulos en un inmenso decorado que alterna motivos castizos y déco, pero —madrileño rodando tierras de Merimée— afila la puya contra la espagnolade al vestir a la orquesta negra de jazz band con un traje campero y sombrero cordobés.

La historia es la del amor imposible del cubano Pedro Valdés (Raymond de Sarka) convertido en “Peter Wald”, el bailarín de moda en el París del charlestón, por la tímida Emma Cortadell (Concha Piquer), a la que convierte en estrella. En la pesadilla de Emma, planificada por Segundo de Chomón, se intenta reflejar el terror subconsciente al “otro”. Ya la novela de Alberto Insúa ligaba gráfica y metafóricamente la imagen del negro a la del mono antropomórfico de la conocida marca de anís y Perojo recurre, edulcorando un poco el tropo, a otro emblema publicitario, el del papel de fumar “Bambú”. 

La condesa María (1928) es una coproducción entre la empresa madrileña Julio César, que ha distribuido El negro que tenía el alma blanca, y Albatros Films, la productora de los exiliados rusos en Francia. La comedia que le sirve de base argumental, original de Juan Ignacio Luca de Tena, había sido estrenada por María Guerrero y Carlos Díaz de Mendoza en el otoño de 1925. Su tema sentimental y melodramático —amor interclasista, la abuela de noble corazón y su hijo desaparecido en la guerra del Rif, unos intrigantes herederos, un hijo natural— conquistó un sonoro éxito de público. Perojo desmantela las unidades teatrales de tiempo, acción y lugar y se recrea en los ambientes lujosos y exóticos que propicia el nuevo medio: fiestas aristocráticas, verbenas populares y acciones bélicas sirven de escenario a los antecedentes que en la obra teatral se daban por el diálogo, de tal modo que ya ha transcurrido la mitad del metraje cuando la película alcanza el primer acto escénico. Claro que, a partir de ahí, y sin la servidumbre de largos intertítulos que ilustren lo sucedido, la acción puede mantener un ritmo sostenido, únicamente roto por el “falso” flashback de la boda entre la modistilla y el hijo de la condesa que abisagra la película. La huida de este de sus captores rifeños está resuelto como un relato de aventuras exento. Pero es en la primera parte cuando Perojo acumula todo el arsenal retórico del cine de vanguardia: el montaje sincopado a la soviética para relatar el vértigo amoroso en la feria, las imágenes múltiples cuando las coquetas se maquillan durante la fiesta goyesca, los encadenados del jazz band o una insólita sobreimpresión para ilustrar la confusión del combate.

Gonzalo Delgrás revisará el argumento a principios de la década de los cuarenta trasladando la acción (elíptica) de la guerra de Marruecos a la División Azul.

Lo de la última película estrictamente muda de Perojo fue toda una odisea. Para la adaptación de la novela de Pedro Mata Corazones sin rumbo, la Julio César se asocia con la Phoebus Films alemana. Los exteriores se rodarán en España y los decorados se construirán en los estudios Emelka de Múnich. Hasta allí viajan con Perojo los intérpretes Imperio Argentina, Valentín Parera y Alfredo Hurtado “Pitusín”. Al parecer, el guión técnico no satisface a la parte germana y le colocan a Perojo un supervisor: el vienés Gustav Ucicky.

El fragmento conservado —menos de ocho minutos— muestra el encuentro de Isabel con el grupo de músicos ambulantes a los que se une como bailarina a fin de llegar a Madrid. Acaso lo más interesante sea el paseo de la joven por la ciudad, resuelto a base de sobreimpresiones, con intención de trasladar al espectador el vértigo de la vida urbana. La planificación se remansa y vuelve al cauce clásico cuando llega a las afueras y tropieza con el carricoche de los artistas ambulantes que dan título a la película.

Perojo rueda La bodega (1930), a partir de una novela de Vicente Blasco Ibáñez, en el otoño de 1929 en París y Andalucía. La eclosión del cine sonoro decide al cineasta madrileño a meterse en el berenjenal de la postsincronización. Así que la película exhibe una banda musical sincrónica compuesta ex profeso. Algunos efectos sonoros —ladridos de perros, diálogos indistintos...— completan la banda sonora, pero nada de ello puede competir con los dos momentos en que Concha Piquer se arranca a cantar sendas coplas. La Piquer, que ha triunfado en los teatros de Broadway antes que en España, había sido pionera en interpretar algunos de sus temas ante la cámara y el micrófono de Lee De Forest, cuando este ponía a punto el Phonofilm en 1923 y ha protagonizado para Perojo El negro que tenía el alma blanca. La acompañan, al frente de un reparto internacional, Valentín Parera, el galán descubierto por el propio Perojo en El negro que tenía el alma blanca, y el bello Enrique Rivero, futuro protagonista de Le sang d’un poète (La sangre de un poeta, Jean Cocteau, 1932). María Luz Callejo encarna a Dolores, una de las maltratadas trabajadoras del cortijo, en un papel para el que Perojo quiso contratar a Conchita Montenegro, célebre en Francia por haber protagonizado La femme et le pantin (La mujer y el pelele, Jacques de Baroncelli, 1928).

Un cartel de la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929 firmado por J. Alcaraz sirve de datación a la cinta al tiempo que certifica su vocación internacional. Estilísticamente, Perojo busca rehuir la españolada contraponiendo escenas que parecen traídas de un wéstern a sus habituales ambientaciones cosmopolitas. Esto soliviantó en su momento a algún crítico comprometido, que veía en la obra de Perojo una falsificación del conflicto en el campo andaluz consustancial drama social que noveló Blasco Ibáñez. Las aristas del naturalismo quedan limadas mediante la potenciación del doble embrollo amoroso interclasista aunque Perojo no se corta a la hora de mostrar la elección de guapas vendimiadoras que proporcionen aliciente a la fiesta de los amos, como si de un mercado de ganado se tratara. Eso sí, la subsiguiente juerga de los menesterosos tiene un carácter grotesco digno de Viridiana (Luis Buñuel, 1961).

La pelea entre el señorito calavera y el padre de la chica deshonrada resuelve en clave de drama calderoniano la lucha (literal) de clases.

 

Bibliografía:

Román Gubern: Benito Perojo, pionerismo y supervivencia. Madrid: Filmoteca Española, 1994.

domingo, 1 de septiembre de 2024

miguel iglesias en el cinematic club amateur

La celebración del centenario del Cinema Amateur por parte de Filmoteca de Catalunya nos ha permitido acceder a la mayor parte de las películas que Miguel Iglesias rodó en 9,5mm. Todas fueron realizadas en el marco de la actividad de Producciones Independientes del Cinematic Club Amateur (PICCA), una entidad que él mismo crea a los dieciocho años en su propio domicilio:

Ahorrando, se compró un proyector y junto con unos compañeros de trabajo, tan locos por el cine como él (especialmente Joan Casals), compraron una cámara Pathé-Baby y crearon en 1933 el Cinematic Club Amateur, una insólita productora de films de aficionados estructurada como las productoras profesionales con guionista, operador, maquillador, técnicos, actores... los cuales formaban una especie de consejo de producción, aunque Iglesias aparece prácticamente como su único director. [Àngel Comas: Miguel Iglesias Bonns: Cult movies y cine de género. Valls; Cossetània, 2003, pág. 18.]

En el club impera el trabajo colectivo; de este modo, marcan las diferencias —que las hubo, y muchas— con la sección de cine del Centre Excursionista de Catalunya. ¿Será por eso que el documentadísimo El cinema amateur a Catalunya [Jordi Tomàs i Freixa y Albert Beorlegui y Tous. Barcelona: Institut Català de les Indústries Culturals, 2009, págs-193-194.] apenas dedica una página a sus actividades? A saber.

T.S.F. (1934) es un drama de montaña en toda regla. Las dificultades meteorológicas en el Turó de l’Home, en el macizo del Montseny, obligan al equipo a posponer el rodaje iniciado a principios de 1933 hasta el invierno siguiente. La producción, cuya fotografía firman Galo Felgueras y Joan Casals, se da por finalizada en enero de 1934. [Boletín del Cinemátic Club Amateur, núm. 13, febrero de 1934.] Como corresponde a un primer intento, algunas de estas dificultades no quedan convenientemente registradas en la cinta, pero Iglesias suple estas carencias y las del tópico argumento, con un excelente trabajo de planificación y montaje a fin de crear la buscada atmósfera de suspense. Seguramente contribuiría a ello el montaje musical a base de discos que se realizaba en directo durante cada pase.

Probablemente las dificultades que hubo que encarar en su producción anterior, Miguel Iglesias se decide en su siguiente cinta de ficción por un tema más ligero. Un pantalón para dos (1935) es una comedia sobre dos bohemios cuya miseria les ha empujado a empeñar uno de sus pantalones, de modo que cuando han de salir a la calle lo hacen por turnos. Pero hete aquí que les llega una invitación a una fiesta donde van a estar sus amadas y ninguno está dispuesto a renunciar a la cita. Uno de ellos se anuda un mantelillo de cuadros a la cintura e intenta hacerse pasar por escocés hasta llegar a la casa de campo donde se celebra la fiesta. Intentarán ver a las chicas turnándose de nuevo con el pantalón, pero los enredos se suceden a ritmo sostenido de vodevil. Seguramente esto sea lo mejor de la película, que sólo decae puntualmente en su casi media hora de duración. Otra cosa son los gags, que Iglesias no siempre logra plenamente, recurriendo en ocasiones a la comicidad en primer grado.

Una fotografía del rodaje muestra un interior iluminado con tres aparatos, lo que da idea del nivel de profesionalidad con el que se tomaban sus producciones los del Cinematic Club Amateur.

En esta ocasión, Iglesias dirige por primera vez a Pilar Gallemí y al orondo Enric Aycart que se van a convertir en puntos fijos de sus repartos. La otra protagonista es Carme Fábregas, que aún debe tener dieciséis o diecisiete años. Porque, aparte de Joan Casals, Josep Coll y otros miembros bastante activos, en la asociación se ha integrado también como actriz aficionada Carme Fábregas, con la que Iglesias contraerá matrimonio en 1936 y que a partir de la década de los cincuenta emprenderá su propia carrera como montadora. [Jordi Torras: “Carmen Fábregas”, en Cuadernos de la Academia, núm. 3: Memoria viva del cine español. Madrid: Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, 1998, págs. 95-99.]

En un rasgo de la ambición que caracteriza a PICCA, Un as per amor (1935) se presenta como la “primera película amateur de argumento sobre el tema de la aviación”. [Boletín del Cinemátic Club Amateur, núm. 23, diciembre de 1934.] Pili (Pilar Gallemí) tiene que decidirse entre el amor del botarate (Fermí Esteve), por el que aboga su tío y tutor (Enrice Aycart) y el de un intrépido aviador (Tomás Moliné). La elección es evidente, pero por supuesto no se producirá hasta el último minuto, merced a una serie de obstáculos que tienen que ver con la afición del tío a la butifarra y con los malentendidos que siempre se dan entre enamorados, con las escenas de comedia y drama convenientemente dosificadas. En cualquier caso, el ingrediente novedoso son las secuencias que tienen lugar en el aeródromo y en vuelo.

El homenaje al aviador y a su flamante esposa tras su raid de España a Sudáfrica se logra mediante una operación de montaje en el que un raccord no del todo bien resuelto permite mostrar a la multitud reunida en torno a los coches de los recién casados y del tío y el pretendiente chasqueado. Este reciclaje del material de archivo, al que se otorga un nuevo sentido mediante el montaje, va a ser el quid de Per terres de l’Àfrica (1936). En esta ocasión Enric Aycart y Josep Coll encarnan a un explorador del África salvaje y al operador —del Cinemátic Club Amateur, claro— que la acompaña en su peligrosa expedición. Sigue así la senda marcada por Eduardo García Maroto y Miguel Mihura en Una de fieras (1934), en su parodia de la moda de los documentales exóticos de Soedshack y Cooper, las cintas de Johnny Weissmuller en el papel de Tarzán o la por entonces celebérrima Trader Horn (Trader Horn, W.S. Van Dyke, 1931).

La mayoría de los gags se resuelven mediante un hábil uso de la edición que permite la convivencia virtual de los prosaicos exploradores con los habitantes de los lugares más remotos de la Tierra y con las fieras más terribles, procedentes todas ellas del catálogo de cintas de viajes de Pathé-Baby. La parodia alcanza también a los títulos de crédito, donde el director se presenta como "M. Churches" y se asegura que sus asistentes han sido Cecil B. De Mille, King Vidor y René Clair.

El humor se convierte así en la principal baza de Miguel Iglesias como cineísta, apoyado por los intertítulos, unas veces expositivos, otras resueltamente cómicos, que redacta invariablemente Josep Coll.

Tras los premios obtenidos por Per terres de l’Àfrica, Miguel Iglesias asegura que piensa tomarse unos meses para redactar el guión de su siguiente película, que está dispuesto a rodar en 16mm. "Ya estoy un poco escamado con el 9,5, porque después de pasar dos veces por el proyector se queda que no tiene ni cara ni ojos, además de la poca seguridad del revelado". [Boletín del Cinemátic Club Amateur, núm. 32, abril de 1936.] El golpe militar del 17 de julio de 1936 dará al traste con todos sus planes y pondrá fin a su carrera en el campo amateur. El Boletín [núm. 36] de abril de 1937 da la noticia de su reclutamiento. 

Àngel Comas amplía las vicisitudes por las que pasó el cineísta durante el trienio bélico:

El 3 de abril de 1937 fue movilizado y destinado a Andalucía. Estuvo un año en el frente pero no entró en combate, haciendo sólo cinco disparos de prácticas. Su joven esposa, Carme, realizó un viaje erizado de dificultades para pasar dieciocho días a su lado. El 6 de julio de 1938, el mismo día de su nacimiento, volvió a nacer salvándose de milagro de una bomba que cayó a su lado y de la que Iglesias todavía conserva un trozo de metralla. Destinado al frente del Ebro, allí se planteó la inutilidad de su sacrificio en una guerra que no entendía y junto con algunos compañeros se metió en un camión militar con el que regresó a Barcelona. Ya en la ciudad, se camufló en el domicilio de sus suegros, en la barriada de Sants, hasta el fin de la guerra. [Àngel Comas: Op. cit., pág. 20.]

 

Caricatura anónima de Miguel Iglesias
en el Boletín del Cinemátic Club Amateur, núm. 32, abril de 1936.

Filmografía amateur de Miguel Iglesias:

Falsedad (1934)
T.S.F. (1934)
Un pantalón para dos (1935)
Marinada (1935)
Cadaqués (1935)¸ codirigido con Joan Casals y Josep Coll
Un as per amor (1935)
Dintre el bosc (1935)
Retalls barcelonins (1935)
Per terres de l’Àfrica (1936)

 

El Boletín del Cinemátic Club Amateur se puede consultar en el Repositori Digital de Filmoteca de Catalunya: https://repositori.filmoteca.cat/

Las películas se pueden ver en: https://vimeo.com/filmotecacat