domingo, 24 de noviembre de 2024

javier setó, plusmarquista de la simpatía (4)

Puente del diablo (1955) es el primero de los dos títulos que Javier Setó dirigió para una productora de vida efímera denominada Malvís Films, cuyo titular era José Figueroa d’Oliveira. El otro es Ha pasado un hombre (1955). El equipo técnico es idéntico, las dos están protagonizadas por Lina Rosales y el brasileño Alberto Ruschel y Primer Plano [núm. 752, 13 de marzo de 1955] anunciaba que los rodajes iban a comenzar “a la vez” lo que invita a pensar en sendas producciones back to back. Sin embargo, cuando las películas se presentan en los cines, en septiembre de 1956, figuran como producciones de Planeta Films, compañía propiedad de José Carreras Planas y Francisco Fernández de Rojas. En junio de 1955, Malvís Films les ha cedido los permisos de rodaje y la titularidad de amos proyectos.

Freixas y Bassa escriben de Puente del diablo que tiene “un sesgo misógino” ya que las protagonistas son dos criminales...

que imputan el asesinato del marido de una de ellas a una joven, amante de la víctima, y no paran hasta lograr sus propósitos (evidentemente no conseguidos: la verdad resplandecerá). Ninguna es lo que parece: la presunta vamp es una ingenua y las dos casadas unas arteras arpías. [Ramón Freixas y Joan Bassa: Diccionario personal y transferible de directores del cine español. Madrid, Ediciones Jaguar, 2006, pág. 431.]

La adaptación de Faustino González-Aller de su obra teatral Menta no termina de esquivar la dependencia del escenario único. Es precisamente en las escenas en las que la acción se sitúa en otras localizaciones donde Setó parece sentirse más libre para devanar el relato valiéndose de medios puramente visuales; es entonces cuando la iluminación contrastada, las sombras, los contrapicados y la ausencia de diálogo se enseñorean de la película. En cambio, en la casa de Pablo y Tania (Alberto Ruschel y Trini Montero) reina un tono de thriller cómico no demasiado logrado y se acumulan situaciones que pudieran colar en el escenario, pero nunca en un argumento cinematográfico. Si los dos encuentros de Isabel (Lina Rosales), la vamp, con la ambiciosa Tania, se desmoronan de puro absurdo, la llegada de Gloria (María Luisa Ponte) al chalet de sus sobrinos con la máquina de escribir con la que se ha escrito la nota exculpatoria del crimen es casi una provocación al espectador. La cinta no es un whodunit porque desde el principio sabemos quién es el asesino, así que se trata simplemente de ver cómo lo descubrirá la policía y, sobre todo, de la descripción del carácter progresivamente sórdido de dos de las protagonistas.

Ha pasado un hombre (1955) tiene algunos puntos de contacto con la más o menos coetánea Orgullo (Manuel Mur Oti, 1955), como el protagonismo del brasileño Ruschel y sus hechuras de wéstern, pero las implicaciones políticas del guión de —otra vez— González-Aller parece aconsejar deslocalizar la acción, que tiene lugar en Montequebrado, villorrio de un país indeterminado de Latinoamérica en la segunda década del siglo XX. Sin embargo, Setó sí que tiene claros sus modelos: el cine indigenista del mexicano Emilio Fernández y el reciente éxito de Viva Zapata! (¡Viva Zapata!, Elia Kazan, 1952). Los contrapicados de las pobres gentes contra el cielo anubarronado remiten al trabajo seminal de Eisenstein en México y a la fotografía de Gabriel Figueroa en la cintas del “Indio” Fernández. El problema de la película no es, por tanto, de composición, sino de la aglomeración de personajes que pactan y se traicionan entre sí sin que ninguno de ellos alcance auténtico protagonismo. Roque (Ruschel) es el brazo armado del amo del pueblo, Kramer (Carlos Casaravilla), que debería ostentar la condición de protagonista, pero su situación en el relato se ve opacada por la presencia de un antagonista (Héctor Sánchez) que es el auténtico héroe positivo de la historia. La mujer de la que está enamorado, Laura (Lina Rosales) —ataviada y fotografiada como si fuera otra Perla Chávez de Duel in the Sun (Duelo al sol, King Vidor, 1946)—, toma la iniciativa en más de una ocasión y el repulsivo Kramer, el hombre que explota a los montequebradinos a cambio de un puñado de higos secos, alcanzará dignidad trágica al enfrentarse a un juicio popular manipulado.

Setó se defiende en algunas secuencias gracias a un buen trabajo de encuadre y a la composición en profundidad, pero marra otras y, sobre todo, carga con la cruz de que las escenas del panchovillístico ejército revolucionario y el par de incendios y explosiones que han de constituir el clímax espectacular proceden de material de archivo y no guardan el más mínimo raccord con el material rodado ex profeso para la película.

A pesar de algunas cautelas de los lectores del organismo censor previa por el carácter “desagradable y pretencioso” del guión [AGA, 36/04756], la opinión de los censores que ven la película terminada es prácticamente unánime. A pesar de sus aristas sociales, se trataría de una “excelente realización técnica, buenos actores, buena fotografía, buena composición” afeada por alguna “truculencia, aspereza y cierto sadismo cruel” que piensan que le restará comercialidad”. [AGA, 36/03534] No obstante, dejan su veredicto en suspenso hasta que “la productora no haga en lo posible un nuevo montaje que se ajuste a las observaciones que en su día se marcaron en el guión” además de aligerar en el rollo 8 “la escena de violencia entre Kramer y sus compañeros”. [ibidem]

Al finalizar la relación de Setó con Planeta Films, su titular Francisco Fernández de Rojas firma un contrato con Manuel Mur Oti, quien se encargará del resto de las películas de la productora hasta 1960.

Cuando el productor Eduardo Manzanos pone en marcha el proyecto Saeta rubia (1956), el futbolista argentino Alfredo Di Stéfano vive el ápice de su popularidad en España, tras ser fichado por el Real Madrid en 1953. La promoción asegura que el madridista ha recibido en concepto honorarios medio millón de pesetas, la misma cantidad que Ladislao Kubala por Los ases buscan la paz (Arturo Ruiz Castillo, 1954). Si en ésta el argumento dramático de la fuga del futbolista de Hungría y la reunión con su familia en España proporciona un armazón dramático en el que insertar el abundante metraje futbolístico procedente de No-Do, el guión de Jesús María de Arozamena y Antonio Mas Guindal para Saeta rubia se articula de muy distinto modo. Para empezar, los partidos de fútbol se emplean sólo en tres escenas, aunque de cierta envergadura. Luego, la ilación del relato se centra en un grupo de niños y jóvenes suburbiales abocados a la delincuencia a los que el madridista buscará trabajo y, sobre todo, entrenará, logrando que tengan un objetivo en la vida. Sigue así el modelo de las cintas de la Warner protagonizadas por los Dead End Kids y la derivación redentorista del neorrealismo italiano. La tesis parece ser que no hay problema que no tenga solución a base de caridad cristiana y buenos sentimientos. Todo es tan sencillo que, alcanzado el ecuador de la película, ya nos hemos quedado sin asunto que desarrollar. Entra entonces en escena Julia (Donatella Marrosu), una cantante que fuera novia de Di Stéfano en Buenos Aires y que ahora pretende recuperar su relación y hacer una película con él. Los chicos se organizan para poner en evidencia ante su ídolo las verdaderas intenciones de esta femme fatale y salvar su matrimonio.

Aunque Di Stéfano ya había debutado en la pantalla con anterioridad —Con los mismos colores (Carlos Torres Ríos, 1949), Once pares de botas (Francisco Rovira Beleta, 1954)— se le nota incómodo ante la cámara. Otra cosa es el veterano Jacinto Quincoces en el papel de un viejo futbolista alcoholizado a consecuencia de una lesión, un “juguete roto” en cuyo patetismo no se ahonda demasiado, probablemente para bien.

Setó resuelve de oficio, sin el más mínimo alarde. En todo caso, se le puede reprochar que la puesta en escena no ayude a caracterizar a los chicos, que la mayoría de las veces quedan confundidos en una masa indiferenciada.

En su plan de adaptaciones en color del género lírico Benito Perojo recala en Maravilla, una zarzuela con música de Federico Moreno Torroba y libro de Antonio Quintero y Jesús María de Arozamena estrenada en el teatro Fontalba en 1941. Los propios libretistas se encargan del la adaptación dirigirá en 1957, para la que apenas toman los mimbres argumentales del original y prescinden completamente del primer acto. Salvo algún apunte de la partitura original utilizada como fondo, todas las canciones son de nueva planta, adaptadas al repertorio de Carmen Morell y Pepe Blanco, que cargan con los papeles protagonísiticos. Ella es Manuela “Maravilla”, una cantante que se ha hecho en América y regresa a España después de quince años de no ver a su hija Elvira (María Mahor). Él, un chulángano que trae de cabeza a la chica y tiene un bar en el que embauca a los turistas. Porque según los libretistas el alma de Madrid permanece incólume a pesar de que los aviones de la TWA aterricen en el aeropuerto internacional de Barajas, los rascacielos madrileños no tengan nada que envidiar a los de Nueva York y Dalí lleve casi una década paseando su bigote por España. Cambian, eso sí, los modos y las modas: Maravilla actúa para las cámaras de una televisora cubana; apenas llegada al aeropuerto, su primera canción es grabada en cinta magnetofónica y una hora después está siendo radiada; Elvira es figurinista en una sastrería teatral... La autorreflexividad no termina ahí: en un momento, el personaje de Pepe Blanco le dice al de Carmen Morell que si se dedicara a la canción profesionalmente, le quitaba el sitio a... Carmen Morell.

Pero si por algo destaca la película en la trayectoria de Setó es porque se trata de su segunda en color tras la tentativa de Bronce y luna (1952). Para ello, cuenta de nuevo con la colaboración del operador Emilio Foriscot, aunque en esta ocasión el procedimiento sea el ya afianzado Eastmancolor. Los escenarios están elegidos en función del color. Tanto el vestuario de las modistillas como la ropa que cosen supone un amplio despliegue cromático. En su taller, Elvira alinea los botes con los que dibuja sus bocetos, en una especie de muestrario cromático cuyo destinatario es el espectador. El aeropuerto está plagado de coloridos carteles turísticos y de líneas aéreas. En el mesón hay farolillos de colores y el chico para todo maneja durante las actuaciones musicales un foco con filtros, aunque no veamos su efecto sobre los personajes. El vestuario y el resto de localizaciones están tratados en tonos tenues: especial relevancia tienen los malvas y azules celestes que viste María Mahor y que hacen resaltar su cabello pelirrojo. La reciente digitalización ha saturado el contraste, de acuerdo con los estándares actuales, de modo que en determinados planos los rostros de los personajes —que siempre fueron el valor de referencia a la hora de etalonar— han perdido su tono natural. Probablemente tenga también que ver con esta distorsión el amarillo limón que podemos ver en la habitación de hotel de Maravilla.

Pan, amor y... Andalucía / Pane, amore e Andalusia (Javier Setó, 1958) es la última entrega de la serie que había arrancado cinco años antes con Pane, amore e fantasia (Pan, amor y fantasía, Luigi Comencini, 1953). En las dos primeras el protagonismo femenino había recaído en Gina Lollobrigida, en tanto que en la tercera se había encargado de este rol Sophia Loren. En la cinta postrera, trasladada la acción de Nápoles a Sevilla, asumirá el papel principal Carmen Sevilla, secundada por la mexicana Columba Domínguez y la italiana Lea Padovani que ya había aparecido en la anterior cinta del ciclo. En cualquier caso, el personaje de Vittorio De Sica, el maresciallo Carotenuto, es siempre el motor de la acción. Los intentos de seducción de cuanta hija del pueblo se le pone a tiro van modelando, a lo largo de los cuatro títulos, un galán otoñal progresivamente patético y caricaturesco. 

El personaje interpretado por De Sica quiere ser el Escamillo de Carmen y termina convirtiéndose en el pelele de Pierre Louÿs. El humor en esta cinta epigonal surge, sobre todo, en las escenas que comparte con Peppino De Filippo, ya que la vitalidad que debía encarnar Carmen Sevilla resulta demasiado alicorta por culpa de una virtud que es santo y seña del carácter de la mujer española. [Aguilar y Cabrerizo: Vittorio De Sica. Madrid: Cátedra, 2015.]

Sus bufonadas, asistidas en esta ocasión por Peppino De Filippo, están perfectamente calculadas porque, a pesar de que en los títulos de crédito de las anteriores entregas de la serie Pane, amore e... De Sica no figure más que como actor y Comencini y Dino Risi ostenten el crédito de dirección, se compromete con los productores a supervisar la realización y a dirigir a las actrices. Visto el panorama y considerando que estamos ante una coproducción del propio Vittorio De Sica con Benito Perojo; ítem más, el rodaje se lleva a cabo mediante el sistema de tomas alternas, que más adelante se doblan en cada idioma. 

Todo ello nos lleva a plantear la hipótesis de que De Sica montara el plano, lo ensayara, marcara la posición de la cámara, y decidiera qué tomas se positivaban, en tanto que Setó se hiciera cargo de dar el visto bueno desde detrás de la cámara y proporcionar algunas indicaciones a los intérpretes españoles. Eso sí, la versión española incluye dos escenas entre De Sica y Columba Domínguez, que ponen en solfa el papel de prometida maternal de la mexicana, y un zapateado de Antonio en la secuencia del tablao. Ninguno de estos tres momentos figura en la versión italiana.

domingo, 17 de noviembre de 2024

javier setó, plusmarquista de la simpatía (3)

 

Carlos F. Heredero constata que Pasaporte para un ángel (Órdenes secretas) (1953) es la primera película que trata abiertamente el tema de “los agentes rojos encargados de perturbar la paz del país”. [Carlos F. Heredero: La pesadilla roja del general Franco. San Sebastián: Festival Internacional de Cine, 2004, pág. 79.] Forma parte, por tanto, de la primera hornada de películas del ciclo anticomunista que arranca a finales de la década de los cuarenta y reverdecerá en 1954, con la llegada a Barcelona de los últimos cautivos de la División Azul.

El proyecto ha sido puesto en marcha inicialmente por Olimpia Films, la marca de Enrique Gómez Bascuas, uno de los “telúricos”, con Carlos Serrano de Osma y Pedro Lazaga, en la década de los cuarenta. El libreto ha quedado finalista el año anterior en el concurso de guiones del Sindicato Nacional del Espectáculo y así lo hace valer el cineasta cuando solicita el permiso de rodaje el 12 de noviembre de 1952. [AGA, 36/04733.] El lector eclesiástico hace algunas observaciones sobre las efusiones amorosas en dos escenas “indicadoras de entrega carnal” y a “tres besos en las págs. 39, 42 y 134, cuya sensualidad (principalmente los dos primeros) habría de aminorarse”. [ibidem] Juan Esplandiú, el otro lector, está más preocupado por las implicaciones políticas del asunto y aunque no encuentra nada objetable en el guión, dado su final ejemplar, aduce que “para llegar a la conclusión que el autor persigue, hace que la mujer comunista tenga un corazón sensible y un criterio humano. Esto es falso, a juicio del lector”.

Sin embargo, la producción no termina de arrancar y seis meses más tarde Gómez Bascuas comunica a la Dirección General de Cinematografía y Teatro que ha cedido todos los derechos a Hispamer Films, la marca de Silvia Morgan y Sergio Newman. De este modo, Setó dirige a Silvia Morgan en el papel de una institutriz alemana al servicio del comunismo que pretende alterar la idílica paz que se vive en España. Un militar soviético proyecta para el responsable de propaganda de Alemania Oriental (Gerard Tichy) un documental sobre la pax franquista que muestra un país en constante progreso: astilleros, industrias, minería, embalses que multiplican la capacidad de generar energía eléctrica:

—Este país, pese a todo, va consiguiendo su autonomía. Convendría perturbar esas energías.

Nada se dice de la dependencia de la ayuda estadounidense, en pleno proceso de negociación. La sibilina artimaña para infiltrar a Lizzie (Morgan), una ambiciosa agente de la República Democrática Alemana, es que acompañe a un huérfano de guerra que va a ser adoptado por una español casado con una alemana (Antonio Casas y Maruchi Fresno). Una pequeña bomba y las claves viajan ocultas en el peluche y el tacón del zapato del niño. En Madrid, la joven aprovecha sus excursiones para fotografiar barrios chabolistas —aunque ninguno comparece en la pantalla— con los que desprestigiar a España en el extranjero y para coordinar una confusa acción terrorista con dos agentes del Partido Comunista en el interior (Tomás Blanco y Armando Moreno), que más parece que estuvieran saboteando su propia labor. Para colmo, Lizzie se enamora de Carlos (el cubano Otto Sirgo), un arquitecto español que ha acudido a un congreso de su especialidad en Frankfurt. Como en Ninotchka (Ninotchka, Ernst Lubitsch, 1939) —la cinta en la que Greta Garbo reía—, el férreo autocontrol cede ante el amor, Lizzie trueca sus severos pijamas y trajes de chaqueta por camisones y vestidos. Pero el partido no perdona. Los comunistas secuestran al niño y la joven tendrá que pagar un alto precio por sus errores pasados. Eso sí, ha aprendido a rezar.

En algunas secuencias Setó juega a ser Hitchcock. Una tiene lugar en el avión, cuando el crío se pone a jugar con la polvera que contiene la bomba. Pero, en general y sobre todo en su último tramo, la cinta es heredera del ciclo criminal barcelonés en el que Setó se ha formado como cineasta; no olvidemos que fue ayudante de dirección de Apartado de Correos 1001 (Julio Salvador, 1951). En cuanto al filón anticomunista en el que se inscribe, no alcanza el rigor caligráfico de Murió hace quince años (Rafael Gil, 1954), con la que guarda algunas concomitancias argumentales, pero destaca por proporcionar pleno protagonismo a un personaje femenino que toma sus propias decisiones, algo bastante inhabitual en una película de intriga.

La fotografía de Salvador Torres Garriga contrasta intencionadamente las tenebrosidades del Berlín comunista y la luminosidad de Madrid.

Contra lo que pudiera preverse, la película es calificada en Primera B, lo que permite a la productora recibir una subvención del 35% del coste reconocido. La implantación del Servicio de Ordenación Económica de la Cinematografía para fiscalizar el gasto de las producciones españolas, dependiente del Ministerio de Industria y Comercio, entra en conflicto con la Dirección General de Cinematografía y Teatro. La entidad de control rebaja en casi un millón de pesetas el presupuesto final presentado por Hispamer Films y aprovecha para repartir culpas entre la productora, la supuesta manga ancha del organismo dependiente de Información y Turismo, e, incluso, la industria española al completo. Para argumentar la rebaja tira del presupuesto de otra cinta de la misma productora rodada el año anterior, Bella, la salvaje (Raúl Medina, 1953) y subraya que Silvia Morgan recibió por ésta treinta mil pesetas y que por Pasaporte para un ángel ha cobrado noventa mil, sin tener en cuenta que en la anterior tenía un personaje secundario y que en esta ocasión es la protagonista absoluta. No obstante, lo más delirante es cuando se pretende que el cine aplique criterios de productividad taylorista:

La película consta, según las citadas empresas, de 535 planos, habiéndose rodado 595, más 114 complementarios; es decir, que no se utilizaron en total 175 planos, cuyos gastos figuran en el presupuesto de este expediente, lo cual nos demuestra la falta del debido estudio y organización adecuada de este tipo de empresas. [AGA, 36/03468.]

Poco tienen que ver estos dimes y diretes financieros con el trabajo de Setó, pero resulta harto revelador del ambiente en que se desenvolvía su trabajo.

También Mañana cuando amanezca (1955) presenta algunas peculiaridades dentro del ciclo anticomunista. En primer lugar se trata de una coproducción entre Hispamer Films y la productora mexicana Oro Films, de Gonzalo Elvira. En segundo, tiene un papel importante en la trama un sefardita presentado como un personaje positivo, aunque siempre se menciona su origen y no su religión. Por último, se trata de una película de aventuras con una subtrama romántica y toda la primera parte ambientada en un campo de prisioneros, en el que la componente política funciona antes que nada como motor de la intriga. Ésta concierne a una pareja española cuyo avión se estrella en un país balcánico. Luis (Abel Salazar) es padre de una niña cuya madre ha perecido en el accidente. Victoria (Silvia Morgan) es la institutriz de la hija (Pilarín Sanclemente). Cuando ésta cae enferma, consiguen escapar los tres del campo de trabajo en el que estaban internados. El médico que atendió a la chiquilla resulta ser un sacerdote católico que tiene montada una red de fugas del país. En ella colabora secretamente Boris (Tito Junco), uno de los responsables del campo de prisioneros, quien en realidad se llama Pedro Ruiz y es un viejo combatiente republicano español, que debe redimirse de aquellos errores pasados. Para cruzar la frontera cuentan con la ayuda de un judío sefardita, pero las autoridades están sobre su pista.

Duelo de pasiones (1955), de la que ya hablamos aquí, presenta el caso de una mujer de campo (una vez más Silvia Morgan), cuyo marido ha tenido que emigrar a Venezuela por las condiciones de miseria en las que vivían. El cura (Manolo Gómez Bur) la aconseja que viaje a Madrid en busca de noticias antes de que venza el plazo del préstamo que les ha hecho el usurero local. Tras enterarse del fallecimiento de su marido, la mujer cae en manos de unos atracadores que la utilizan como escudo para refugiarse en el pueblo. Y mientras el drama criminal tiene lugar en el pueblo, el cura decide tomar cartas en el asunto y se presenta en el Ministerio de Agricultura donde todo queda resuelto en un pispás gracias a la inclusión de aquéllos cuyos préstamos van a expirar en el Plan Oficial de Créditos Agrícolas. Esto y la construcción de un embalse en las proximidades convertirá las tierras ahora yermas en un magnífico regadío en una pirueta que intenta suturar sin demasiada fortuna la intriga criminal con la propaganda descarada de la política agrícola oficial en el momento en que la población rural se ve obligada a emprender el éxodo hacia la periferia de las grandes ciudades.

Pero esta vez —proclama una altisonante voz en off en el cierre de la película— el trabajo y el hombre se verán protegidos por unas leyes nuevas y las casas de este pueblo, gracias a ellas, seguirán albergando a los que aquí nacieron y la campana de esta iglesia que regento extenderá sus ecos de paz por la inmensidad de esos campos que un día volverán a florecer.

domingo, 10 de noviembre de 2024

javier setó, plusmarquista de la simpatía (2)

Siempre en la órbita de Ignacio F. Iquino, Javier Setó ha comenzado en febrero de 1952 el rodaje de su primer largo, Mercado prohibido (1952). La principal virtud de la cinta constituye también su principal defecto: esa capacidad para el mimetismo que tenían estas producciones IFI. Es una de las ocasiones en que más se acerca al noir, pero todo resulta un poco gratuito. Las localizaciones —las cámaras frigoríficas del puerto, la cerería...— son todo un acierto. Lástima que el resto se quede en la mera acumulación de tópicos. En otra ocasión realizamos una valoración más positiva de la película, por lo que el lector que desee ver el vaso medio lleno, no tiene más que pasar por aquí.

Bronce y luna (Javier Setó, 1952) cuenta los amores interraciales entre Rafael Olmedo (José Suárez), un ganadero castellano, y Azucena Heredia (Ana Esmeralda), a la que sus hermanos han prometido en matrimonio con Rufo Carmona (Barta Barri), patriarca gitano del Sacromonte granadino. Rafael rapta a Azucena y la lleva a una fragua de la costa gaditana, donde se esconden hasta poder huir por mar a Gibraltar. En la herrería trabaja una mujer (Isabel de Castro) que representa el destino que aguarda a Azucena, con la frente marcada por no seguir la ley de la tribu. Los hermanos Heredia dan con ellos y los llevan al Sacromonte para que Rufo disponga de sus vidas. 

Los compases iniciales, que muestran el encuentro entre Rafael y su gente conduciendo una recua de mulas y la familia de Azucena, camino del Sacromonte, tienen auténtico sabor vaquero. A pesar de que el diálogo sitúa la acción entre Castilla y Sevilla, la escena se rueda a orillas del río Besós con una yeguada de cuarenta ejemplares cedida por el ejército. Situación y soluciones visuales beben del western clásico. Las situaciones se complican y prolongan inexplicadamente con el duelo diferido entre Rafael y Rufo. Los altos en el camino y los preámbulos de la boda gitana son otras tantas ocasiones para que Ana Esmeralda luzca sus habilidades como bailarina, pero poco más. Esto se hace evidente en las tres largas secuencias coreográficas en las que la danza toma las riendas del argumento, con su homenaje implícito en la escena del cortejo a La danza del fuego.

En las escenas finales, cuando Rufo va a tomar a Azucena mientras los hermanos de esta azotan a Rafael, se utiliza la música y el baile como subrayado o contrapunto dramático de la acción, tomando la situación una deriva netamente musical —como de estampa escenificada—, en una pirueta un tanto arriesgada a estas alturas del argumento. Si aquí hace Setó gala de su conocimiento cinematográfico —¿o habrá tomado el propio Iquino las riendas del montaje, como solía?— apurando los lugares comunes de la escuela soviética, la persecución a caballo por parte de Rafael a la carretela que lleva a Azucena por las calles de Sevilla orilla la tensión que podría haber generado la situación y se convierte en una interminable serie de postales de monumentos hispalenses.

Miguel Lluch, decorador en otras producciones de Iquino, figura en esta ocasión como “director artístico” de la cinta, probablemente por las dificultades asociadas a la única producción de Iquino en Cinefotocolor. Las escasas reseñas —en Madrid se estrenó en programa doble— recalcan su carácter de “españolada” sin concesiones y califican el trabajo de Setó de “descabellada realización” y de “repetición de la manera de dirigir películas de Ignacio F. Iquino, [...] que falla en lo importante, que es el ritmo”. [Donald, en ABC, 18 de junio de 1953; y Luis Gómez Mesa, en Arriba, 16 de junio de 1953, respectivamente.]

Su siguiente trabajo para Iquino, Fantasía española (1953), resultará una cinta bastante más rutinaria. A principios de la década de los cincuenta Antonio Casal y Ángel de Andrés triunfan en los teatros de revista. Uno de sus éxitos es Los cuatro besos, con música de Augusto Algueró hijo y libreto de Leandro Navarro e Ignacio F. Iquino, estrenada en el Teatro Fontalba de Barcelona en 1951 y con un largo recorrido por los escenarios de toda España. No es raro pues que Iquino, siempre atento a los gustos populares, decidiera montar una revista cinematográfica con los mismos mimbres y el aditamento de algunos habituales de la casa, como Saza o Paco Martínez Soria.

Una prueba más de estas sinergias es que el sastre interpretado por Saza se detenga en un quiosco a comprar la revista Imágenes, que fue editada por Iquino entre 1951 y 1953 para promocionar sus producciones y cuyo ilustrador principal era Miguel Lluch. El cartón de dirección habla bien a las claras de la estructura industrial sobre la que Iquino montaba su producción. Setó figura como “realizador”, en tanto que Pedro Lazaga actúa como “supervisor” y Lluch, comparte cartela con ellos de nuevo como “director artístico”, en reconocimiento al peso que su labor tiene en el ballet que clausura la película.

“Fantasía española” es un poema sinfónico compuesto por el maestro Juan (Modesto Cid), un músico que, como otros antiguos compañeros del Teatro del Liceo, se refugia en un bar de las Ramblas a recordar glorias que acaso imaginaron. No necesitan más esos dos pícaros que son Rafael y Pepe (Antonio Casal y Ángel de Andrés) para inventar que son aristócratas y que están dispuestos a buscar un teatro, cueste lo que cueste, para que los sueños de los cómicos y músicos se conviertan en realidad. En el caso de Rafael esto le permitiría también colocar a Ana María (María Dolores Pradera), aspirante a vedete cuya madre (Emilia Clement) no quiere verlo ni en pintura. Aparte de fingirse conde de Capri y reservar una planta entera de un lujoso hotel, Rafael se da ánimos, cuando estos decaen, a base de Simpatina, una de las marcas con las que entonces se comercializaban en las farmacias sin ningún problema las anfetaminas. Bajo sus efectos firma un contrato con el propietario del teatro Windsor Palace (Antonio Casas), cuya redicha secretaria (Trini Alonso) también se incorpora al equipo.

El maestro Juan olvida sus composiciones y se dedica a orquestar las partituras inmortales de Granados y Albéniz que bailará su hija, la angelical Virginia (Carmen de Ronda), una vez que la ambiciosa Ana María se ha desmarcado del proyecto. Eso sí, por el camino María Dolores Pradera ha tenido ocasión de interpretar tres canciones; una de ellas es Dos cruces del maestro Marcelo Larrea con el que la actriz comparte actuaciones en la boite madrileña Alazán y que, lógicamente, incorpora inmediatamente a su repertorio como cantante.

Ante la ingenuidad de Virginia, Rafael siente escrúpulos por su impostura. Cuando se ve descubierto, el auténtico conde de Capri (Barta Barri) decide seguir adelante con el proyecto. Por fin podrá estrenarse el gran ballet. Todos los taxistas de Barcelona (encabezados por Paco Martínez Soria y Manolo Gas) contribuyen a llevar al público al teatro la noche del estreno.

El último trabajo de Setó para Iquino es Sevilla en color (Javier Setó, 1954), un cortometraje de unos once minutos que, conforme a su sinopsis, busca la continuidad con los que realizara en el bienio 1950-1951: “Documental en Cinefotocolor de los más bellos lugares de Sevilla, en los cuales se ponderan sus monumentos y lugares típicos, entrelazado con una danza por sevillanas”. [AGA, 36/04372.] El guión va firmado por Luis B. Arroyo, la fotografía corre a cargo de Emilio Foriscot, que ya había sido el operador de Bronce y luna y la partitura es de Carmelo Larrea, que ya ha colaborado en Fantasía española.

El rodaje queda autorizado el 14 de septiembre de 1953 y el 18 de enero de 1954 los laboratorios certifican el tiraje de la primera copia estándar. El coste declarado es de unas ciento treinta y cinco mil pesetas, de las cuales cuarenta mil habrían ido a pagar el canon del Cinefotocolor. Sevilla en color se presenta a censura el 17 de marzo de 1954, aparentemente seis semanas después de haber sido estrenado en el Galerías Condal Cinema de Barcelona, como uno de los complementos de The Desert Hawk (El halcón del desierto, Frederick de Cordova, 1950), en “glorioso” Technicolor.

domingo, 3 de noviembre de 2024

javier setó, plusmarquista de la simpatía (1)

Por culpa de José Luis Salvador Estébenez

La prematura muerte de Javier Setó (1926-1969), a los cuarenta y tres años, y el eclecticismo de su filmografía han propiciado que su figura haya quedado al margen de la historia de nuestro cine. Si acaso, es recordado entre la fanaticada del cine fantástico español por un título insólito que resulta ser además uno de los más personales: La llamada (1965). Pero ni ésta, ni Mercado prohibido (1952), su policial más señero, figuran en la prestigiosa Antología Crítica del Cine Español [Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1998], que ha contribuido a fijar el canon desde finales de los noventa.

Por lo demás, quienes le han dedicado algo de atención destacan sus primeras cintas policiacas, con las que hizo la transición de la industria barcelonesa a la madrileña, en una filmografía que va “de más a menos, desde unos inicios prometedores por su ambición a un final acomodaticio y hasta un punto rutinario”. [Ramón Freixas y Joan Bassa: Diccionario personal y transferible de directores del cine español. Madrid, Ediciones Jaguar, 2006, pág. 431.] En lo personal, la restauradora Mayte lo calificaba de “plusmarquista de la simpatía”. [“Mayte informa: Javier Setó, de Pelusa a El valle de las espadas”, en Pueblo, 3 de octubre de 1960, pág. 7.] En lo mismo insistía un reportero anónimo que visitó el set de La llamada: “Setó es rubio, bajo, regordete y con una cara de simpatía única en el mundo. Su carácter es exactamente igual a su expresión. Jamás se irrita y en los momentos de mayor nerviosismo del rodaje permanece tan tranquilo preparando calmosamente el próximo encuadre”. [“La llamada o el caso Setó”, en Cinestudio, núm. 40, diciembre de 1965, pág. 24.] Acaso por ello —además de los buenos resultados de sus películas— repitiera una y otra vez con los mismos productores; Ignacio F. Iquino, Sergio Newman, Benito Perojo, Espartaco Santoni y Sidney W. Pink fueron reincidentes. Según este último, Setó era “gordezuelo y con forma de pera. Aunque carecía de auténtico talento, era un gran estudioso del cine. Era serio y aplicado, y como ayudante de dirección de algunos de los mejores directores españoles, dominaba los fundamentos de la realización cinematográfica”. [Sidney Pink: So You Want to Make Movies: My Life as an Independent Film Producer. Sarasota, Florida: Pineapple Press, 1989, págs. 134-135.]

En efecto, tras su paso por el campo amateur y el aprendizaje de las ayudantías en la factoría de Iquino, Setó debuta como realizador de cuatro cortometrajes. La mayoría de ellos son de asunto folklórico y están fotografiados en blanco y negro por Pablo Ripoll. Firma entonces como Xavier Setó Casanova.

El primero de ellos se titula Bailes y canciones de España (1950). La sinopsis presentada por Iquino a censura previa no puede ser menos ambiciosa: “Variedades de bailes y canciones españolas sin argumento”. [Archivo General de la Administración (AGA), 36/04714.] En efecto, a tenor del contenido del expediente, se trata de varias canciones interpretadas por Antonio Amaya y enlazadas mediante números de baile flamenco en los que intervienen Manolita Rey y Lita Dubarry, habitual de los teatros de revista y variedades de la Ciudad Condal. La recepción oficial es gélida, como demuestra la Tercera categoría en que queda clasificado el cortometraje. Esto lo excluye de cualquier ayuda oficial y se convertirá en norma durante toda la serie.

La excepción que confirma la regla es ¡Gas! (1951), el segundo corto dirigido por Setó para Iquino. En esta ocasión se trata de lo que parece el promocional encubierto de una compañía de seguros. Arranca con una mujer corriendo por la calle en plena noche. Tiene que llegar a su casa urgentemente porque piensa que se ha dejado el gas abierto y su hijo está solo, durmiendo. La tensión sube de nivel cuando se da cuenta de que no tiene las llaves de casa, porque las ha perdido en la calle. Un vecino echa la puerta abajo... En realidad, ha sido un sueño, pero un sueño con moraleja machista que el locutor se encarga de recalcar, después de afirmar que el gas hace la vida de las amas de casa mucho más cómoda: “Ya lo sabe, señora. De Vd. depende la seguridad de su hogar”. Así lo entiende Juan Esplandiú, uno de los lectores del guión en la junta censorial: “Aceptable y conveniente para la seguridad del hogar. Tiene dramatismo y es cinematográfico”. [AGA, 36/04722.]

Pero los siguientes cortos suponen un paso atrás. Son de nuevo dos películas musicales, cuyos guiones, en los que interviene el propio Setó, buscan entroncar la música y las danzas populares con una supuesta esencia española. Se presentan a censura previa el 17 y 18 de noviembre de 1951, así que probablemente se pretendía cierta continuidad en su producción. De la propia locución de Pentagrama español se deduce la intención de ir desarrollando cortometrajes análogos en otros territorios, aunque este propósito nunca llega a puerto. Éste es una reivindicación de la sardana como baile popular catalán y cuenta con música del maestro Serra. Las canciones están cantadas en catalán por el tenor Emili Vendrell.

Mosaico español sigue el mismo esquema, pero en lugar de ceñirse a un territorio pretende retratar un mismo baile en diferentes entornos. En este caso se trata del pasodoble, como crisol de “todo el modo de ser y sentir español”. [AGA, 36/04729.] Las dos viñetas tienen lugar en Madrid y en un patio andaluz. Pero las tragaderas de la censura previa parecen colmadas de “folklore” y “gitanerías” y se le deniega el permiso de rodaje. Iquino reincidirá un año más tarde, manteniendo el número de ambientación madrileña y sustituyendo el segundo por un pasodoble en un campamento de gitanos. Lo que parecía una provocación del productor, cuela esta vez. Sin embargo, para entonces Setó ya ha saltado del proyecto y es Manuel Bengoa quien firma la realización y el guión. Las canciones son siempre de Augusto Algueró, no sabemos si padre o hijo.

Sobre el último corto del lote, Sevilla en color (1953), hablaremos después de la publicidad.