Los personajes de Timanfaya (Amor prohibido) (José Antonio de la Loma, 1972) carecen de nombre. Son al tiempo pasiones encarnadas y abstracciones, portavoces de una idea o un sentimiento y símbolo en el que se cifra la tragedia. Ella (Patty Shepard) es víctima de la ambición de su marido (Manuel de Blas), embajador de un país —supongamos que latinoamericano— que está a punto de convertirse en el próximo presidente. Mujer independiente y un poco caprichosa, ella no puede evitar sentir cierto hastío de la indiferencia de su compañero por todo lo que no sea el poder. El joven (Christian Roberts) es un bohemio recalcitrante, escultor a ratos, sin el más mínimo respeto por la propiedad privada e incapaz de acostarse con una mujer a la que no ame sinceramente. El robo de una motora, conduce a ambos ante un paternal comisario de policía (Fernando Sancho), que encuentra más de un punto de coincidencia entre su ideal de justicia y la lucha contra el materialismo por la que aboga el joven. La intriga arranca mediado el metraje. El diplomático va a tener una reunión con la oposición en Madrid, el joven parte hacia Lanzarote y La Graciosa para hacerle un porte de droga al propietario de una discoteca (Frank Braña), amigo suyo, y la mujer le sigue hasta allí. Lo malo es que el comisario sigue a la joven y se da de manos a boca con el alijo. Perseguidos por la policía y los narcotraficantes, los amantes emprenden una huida desesperada por el mar de lava.
Música romántica de Stelvio Cipriani, hermosos paisajes canarios y cuerpos jóvenes, son el principal atractivo de esta historia de amour fou que por momentos deviene documental turístico. A algunos críticos, les parece más que suficiente:
José Antonio de la Loma narra la intriga con arreglo a los moldes clásicos, sin vanguardismos ni audacias; pero con eficacia y acreditando que aunque se inició en el cine como escritor hoy en día la dirección no ofrece para él ningún secreto. Indudablemente, el tema no está exento de puerilidades y de cierta gratitud en la 1usicscón del obrar de los personajes. Pero estos son achaques de los que difícilmente se salva un realizador cuando tiene cuadriculada su libertad de expresión. [J. López Español, en El Mundo Deportivo, 1 de julio de 1972, pág. 25.]Timanfaya es la primera producción de Films Zodiaco la productora con la que De la Loma va a llevar adelante todos sus proyectos en esta década, con la presencia habitual de CB Films como entidad coproductora y/o distribuidora. La alianza arranca con Razzia (La redada) (José Antonio de la Loma, 1972).
El último viaje (José Antonio de la Loma, 1974) supone el aggiornamiento del ciclo criminal barcelonés filtrado por el modelo poliziesco cultivado por Umberto Lenzi. José Antonio de la Loma demuestra así que la cinematografía nacional puede competir en igualdad de condiciones con productos foráneos, aunque para ello haya que forzar un poco la máquina y mostrar el antebrazo de un yonqui con no menos de veinte pinchazos distribuidos a lo largo de toda la superficie útil. El argumento arranca con cinco líneas de acción convergentes: la fascinación que la adolescente Lara (Pauline Challoner) siente por Max (Julián Mateos), dedicado al menudeo; el atraco a una joyería por parte de Charlie (David Carpenter) y un cómplice heroinómano que resulta ser hijo de un comandante; la investigación que emprende el comisario Mendoza (Eduardo Fajardo) a partir de estos hechos; los negocios del narcotraficante (Antonio Pica), dispuesto a introducir en Barcelona el mayor alijo distribuido nunca Europa; y la infiltración de un teniente de la guardia civil (Simón Andreu) en el ambiente de los consumidores habituales a fin de desmantelar la red. Lo que no deja de lado De la Loma es el aspecto procedimental de la narración, aunque sus bazas ganadoras están antes en el morbo asociado a la corrupción de menores valiéndose del LSD y la heroína y los abortos clandestinos en Ámsterdam que en los medios con los que cuenta la policía. Tres o cuatro persecuciones automovilísticas espectaculares y un no menos espectacular síndrome de abstinencia nos ponen sobre aviso del camino que seguirá a partir de Perros callejeros (José Antonio de la Loma, 1977).
Otro punto de conexión con la futura serie es la presencia en Razzia y en ésta de Remy Julienne como responsable de las escenas de acción, coordinando el equipo de especialistas y las cada vez más sofisticadas persecuciones automovilísticas, de las que el francés se ha convertido en referente tras haber coreografiado The Italian Job (Un trabajo en Italia, Peter Collinson, 1969). Es probable que De la Loma entrara en contacto con él en el rodaje de Con la muerte a la espalda / Con la morte alle spalle / Typhon sur Hambourg (Alfonso Balcázar, 1967), cuya producción supervisó en su etapa Balcázar.
¿El resultado? Acción adrenalínica al más puro estilo del poliziesco. Lo mejor que se puede decir de Metralleta Stein es que De la Loma mantiene todo el metraje el acelerador apretado y que Saxon y Rabal (también doblado) conducen sus esquemáticos personajes con solidez y convicción. Lorenzo López Sancho destaca en su crítica el doble vaciado ideológico. La citamos por largo porque aborda el asunto en febrero de 1975, en el momento de más dura represión:
Si los dos filmes anteriores de Antonio de la Loma, filmes esencialmente de acción, tenían el valor realista de ser denuncias inmediatas de hechos y situaciones que ya se producen en nuestro país, este que ahora nos ofrece, titulado Metralleta Stein viene a ser como la imagen de algo real, pero vista en un doble espejo. Necesito explicar esta metáfora. De la Loma piensa en los atracadores que tienen por base posiciones al otro lado de la frontera francesa, y que cometido su acto violento aquí huyen para buscar la seguridad que les ofrece un país extranjero. Pero De la Loma no se atreve a contar directamente una historia así. Le aplica un primer espejo: Mariano Beltrán, el temible atracador, es un bandolero puro. Le ha suprimido el guionista los peligrosos perfiles sociales o políticos. Segundo espejo: a esa primera imagen ya descorporeizada de su peso político, le aplica una segunda estilización. La de que vuelve a España no movido ni por lo político ni por lo lucrativo, sino por el odio. Odia al comisario Mendoza, porque la última trampa de éste ha causado la muerte del hermano de Beltrán. Mendoza, a su vez, no actúa al servicio de nociones ideológicas, sino por pura rivalidad profesional. La imagen que ahora sale a la pantalla, depurada de circunstancias realistas que darían al relato caracteres críticos, sociales o políticos, queda reducida a puro filme de acción. Naturalmente, esas sucesivas decantaciones rebajan el valor del cuento. Al no aceptar sus perfiles realistas, el director está a salvo de investigar en la naturaleza de las acciones de Beltrán, en sus causas, en sus motivaciones y, por ello, en todo el contexto de una situación engendradora de las violencias que relata. Queda Metralleta Stein encerrada en sí misma, fugitiva de significaciones profundas, gratuita historia que debe valer por sí misma. Y vale, porque De la Loma dispone de una escritura cinematográfica muy vigorosa, brillante en lo descriptivo, dinámica en las secuencias de violencia y movimiento, como ya lo había demostrado en los dos filmes anteriores. [Lorenzo López Sancho: “Metralleta Stein, buena película de acción”, en ABC, 2 de febrero de 1975, pág. 68.]Desde la distancia que proporciona una visión global del género en que se inscribe, López Sangüesa considera la cinta una suerte de puente en el cine policiaco “banalizado” del tardofranquismo y el noir politizado de la Transición:
Metralleta Stein puede leerse como un discurso en pro de la reconciliación nacional, aunque desde un prisma claramente tendencioso: De la Loma parece denunciar la perturbación de la paz de España por los crímenes de la izquierda, pero también la imposibilidad de integración social de muchos “rojos” condenados a una vida de supervivencia. [José Luis López Sangüesa: El thriller español (1969-1983). Barcelona, Laertes, 2019, pág. 326.]Aunque los personajes de Timanfaya carezcan de nombre, el paternal comisario de policía interpretado en esta cinta por Fernando Sancho es el primer rostro del comisario Mendoza, con protagonismo creciente en las tres siguientes entregas del ciclo apócrifo. John Justin, Eduardo Fajardo y Paco Rabal serán sus siguientes encarnaciones, lo que tampoco ayuda a presentar estos cuatro títulos como una tetralogía cabal.
Más ambicioso es otro proyecto que nunca llegará a la pantalla. En la solapa de la novela El grito de la libertad [Planeta, 1976], se afirma que De la Loma ha realizado un largo periplo por África para recabar documentación para una producción de gran envergadura con un reparto de estrellas internacionales. Aunque este tipo de cintas se convierten en su pan de cada día en los ochenta, una década antes la financiación no parece estar lo suficientemente madura como para ponerse en marcha. De la Loma recicla entonces estos materiales para armar una novela con una estructura similar a la de Estación de servicio, en la que cada capítulo recibe el nombre de su protagonista hasta que todas las tramas confluyen en el clímax. Un país de África ecuatorial, que bien podría ser Costa de Marfil si hubiera sido colonia británica y no francesa, se prepara para celebrar el primer año de su independencia a principios de la década de los sesenta. El recién estrenado presidente Bukumba y su amigo Turé, responsable de la guerrilla y ahora ministro, son los peones en el juego geopolítico de soviéticos y chinos, estadounidenses y británicos. Mientras cada uno juega sus cartas para hacerse con el poder en esas veinticuatro horas decisivas —que a buen seguro constituirían el guión de la pretendida película— se van dando los antecedentes de cada cual, sin ahorrarnos emasculaciones como venganza —anticipando el clímax de Perros callejeros—, sexo interracial, matanzas en aldeas, y violaciones de niñas, pero también discursos en congresos panafricanos en Berlín, fines de semana en mansiones de la campiña inglesa o los tejemanejes entre diplomáticos y agentes secretos. Materiales, en fin, propios de un best seller que pudiera competir en las librerías con los de Jean Lartéguy o Frederick Forsythe.
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