domingo, 13 de octubre de 2024

cuando josé frade se apuntó al filón del giallo

El giallo irrumpe con inusitada fuerza en el cine europeo de los primeros setenta gracias a la trilogía de Dario Argento que inaugura L’uccello dalle piume di cristallo (El pájaro de las plumas de cristal, 1970), aunque algunas de sus características distintivas ya estaban presentes en dos películas dirigidas por Mario Bava a principios de la década anterior: La ragazza che sapeva troppo (La muchacha que sabía demasiado, 1963) y Sei donne per l’assassino (Seis mujeres para el asesino, 1964). El giallo se articula financieramente gracias a las coproducciones europeas y las ventas internacionales en las que cobran un papel fundamental las localizaciones foráneas —Londres, París, grandes ciudades estadounidenses— y los repartos internacionales. [Stefano Baschiera y Francesco Di Chiara: “Once Upon a Time in Italy: Transnational Features of Genre Production 1960s-1970s”, en Film International, núm. 48, 2009.] De este modo, la/el protagonista se encontrará en un medio ajeno que favorezca su desubicación y el ambiente de pesadilla o alucinación consustancial al filón.

Más allá de las manos enguantadas del asesino, la utilización de armas blancas y un erotismo fetichista, el subgénero se caracteriza por unos argumentos tan enrevesados que en la mayoría de los casos permiten desentenderse de ellos para centrar la atención en una serie de set pieces de un barroquismo exacerbado, situación favorecida porque habitualmente la víctima con la que debemos identificarnos como espectadores deambula por el metraje en un estado de trance alucinatorio de naturaleza onírica o debido a algún trauma psicológico, cuando no al consumo de alcohol o estupefacientes.

El trabajo como modelos, bailarinas de striptease o, incluso, fotógrafas de algunas protagonistas favorece una lectura especular de las cintas y la articulación de secuencias exentas, ajenas a la trama, centradas en la atracción del cuerpo femenino desnudo. En esta misma línea inciden las escenas de amor, coreografiadas siempre primando la abstracción formal y con el acompañamiento de las partituras de Ennio Morricone, Riz Ortolani o Stelvio Cipriani.

Ya hemos visto en alguna ocasión cómo la entrada de España en este tipo de coproducciones se vio afectada por el distinto rasero censorial aplicado en cada país. Es una situación aún más sangrante durante el periodo álgido del giallo, que coincide con la presencia del opusdeísta Alfredo Sánchez Bella al frente del Ministerio de Información y Turismo, y el consiguiente recrudecimiento de los criterios censores. Por eso resulta aún más llamativa la decidida apuesta de José Frade por el filón.

José Frade Almohalla (Madrid, 1938) se inició desde muy joven en la representación artística y en la producción teatral. Cumplidos los veinticinco años se vuelca en la producción cinematográfica asociado con Luis Méndez en la Cooperativa Cinematográfica Trébol Films, la Cooperativa Cinematográfica Atlántida y, a partir de 1966, Atlántida Films. [Esteve Riambau y Casimiro Torreiro: Productores en el cine español: Estado, dependencias y mercado. Madrid: Catedra / Filmoteca Española, 2008, págs. 340-345] Con esta última empresa tendrá por fin el éxito de taquilla que iba buscando desde el principio: No desearás al vecino del quinto / Due ragazzi da marciapiede (Ramón Fernández, 1970).

Inmediatamente después crea José Frade P.C. que durante un tiempo compagina con Atlántida Films, volcada en las coproducciones. Además, se implica en el campo de la distribución lo que hace que en su catálogo figuren actualmente unas cuatrocientas cincuenta referencias.

Frade no le ha hecho ascos a ningún subgénero: el spaghetti-western, las películas de superagentes, el denominado macaroni-combat, la comedia sexy... En todos ellos las coproducciones con Italia están a la orden del día, a fin de aprovechar al máximo la legislación creada por José María García Escudero para abrir los mercados foráneos al cine español, objetivo marrado por la picaresca productiva, tanto al sur de los Pirineos como al de los Alpes.

La primera incursión de Frade en el giallo es Una historia perversa / Una sull’altra / Perversion Story (Lucio Fulci, 1969). Rodada en escenarios naturales de San Francisco, el guión de Lucio Fulci, Roberto Gianviti y, por la parte española, José Luis Martínez Mollá retoma varios motivos argumentales de Vertigo (De entre los muertos, Alfred Hitchcock, 1958) para elaborar un cóctel descaradamente pop en el que los (numerosos) giros argumentales que conducen a Jean Sorel al corredor de la muerte importan casi menos que el vestuario de Marisa Mell o las fotografías eróticas que realiza en su estudio el personaje de Elsa Martinelli.

La cantidad de desnudos que contiene el metraje hacen inviable en España su exhibición tal cual. La operación fue tan evidente que varios reseñistas hicieron notar el pernicioso efecto de las tijeras sobre la cinta:

Los actores y actrices cumplen su cometido, que en un buen porcentaje se limita a exhibir sus encantos físicos. Ello ha llevado consigo una perjudicial acción de la censura (en la estética y el montaje), ya que la serie de pequeños cortes rompen la continuidad y ritmo del relato. [A.S.M.: “Cine Rex: Una historia perversa”, en Aragón Exprés, 25 de febrero de 1971.

Porque las dos largas y estilizadas escenas de cama —carentes de diálogo— podían amputarse completas sin prejuicio de la continuidad, pero no las escenas en el estudio de la fotógrafa ni las del club de striptease.

La película es una coproducción entre la casa italiana Empire Films, el francés Jacques Roitfeld y la cooperativa española Trébol Films. La distribución local, con copias en 70mm en salas seleccionadas, estuvo en manos de Atlántida Films, que intervendrá como productora en la nueva incursión de Fulci en la coproducción giallística. Del San Francisco hitchcockiano Fulci se traslada al swinging London de Antonioni para ambientar Una lagartija con piel de mujer / Una lucertola con la pelle di donna (Lucio Fulci, 1971). Muchas cintas del filón recurrirán a esta misma localización porque la progresiva distorsión sicodélica de la realidad que presentan parece cuadrar mejor a estos ambientes en los que se supone que el LSD circula sin cortapisas. Es lo que ocurre en casa de la vecina de Carol Hammond (Florinda Bolkan), hija de un abogado aspirante a un puesto en el Parlamento, y paciente del doctor Kerr (Jorge Rigaud), al que cuenta sus pesadillas, en las que habría asesinado a su vecina como modo de sublimar la atracción homosexual que parece sentir por ella. Las cosas se complican cuando la mujer aparece, efectivamente, brutalmente asesinada con el abrecartas de Carol y en el escenario del crimen se encuentra el abrigo de pieles que llevaba en el sueño. Y el asunto pinta aún peor para ella porque en su sueño una pareja de hippies (él es Mike Kennedy, el cantante de Los Bravos) habrían presenciado el crimen.

Más allá del argumento y de la burla de la moda del psicoanálisis, la cinta de Fulci constituye un generoso despliegue de recursos técnico-artísticos —partitura no convencional de Morricone, fotografía desquiciada de Luigi Kuveiller, montaje aún más desquiciado de Vincenzo Tomassi, animatronics de Carlo Rambaldi...— que encajan a la perfección con sus aspiraciones. Salvo el chapucero modo de proporcionar una explicación racional al espectador para que no se sienta decepcionado por el engaño de que ha sido objeto, Una lagartija con piel de mujer es la cinta más coherente —coherencia interna, claro— de todo el ciclo en el que participó Frade. Era evidente que las escenas de lesbianismo con desnudos por parte de Florinda Bolkan y Anita Strindberg no iban a pasar la censura española; tampoco buena parte de la orgía en casa de esta última, ni la vivisección canina —tan realista que obligó a Fulci a demostrar ante la justicia italiana que estaba realizada con animatronics y no con perros auténticos—, ni las alusiones al sexo mercenario al que recurren las buenas damas burguesas, ni las efusiones sanguinolentas. En Italia pasó para mayores de dieciocho años una vez eliminado el plano de las amantes totalmente desnudas. Claro, que todos estos elementos “externos” no deberían hacer que perdamos de vista la naturaleza última del argumento: el cuestionamiento de la hipocresía social y la elucidación del precario equilibrio sobre el que está construida la integridad familiar cuando se basa en apariencias. Algo de todo ello había aflorado en Una historia perversa, pero en esta ocasión cobra fuerza gracias al mecanismo de la falsa pesadilla que pone en marcha otras mucho más reales.

Días de angustia / Foto proibite di una signora per bene (Luciano Ercoli, 1970) es una nueva coproducción de la cooperativa Trébol Films con Italia; en esta ocasión con Produzioni Cinematografiche Mediterranee, la productora de Ercoli, que debuta en la dirección y coloca en el papel protagonista a su mujer, la almeriense Nieves Navarro, con su seudónimo ya consolidado: Susan Scott.

La participación española en el exiguo reparto se completa con Simón Andreu, que en algunos momentos parece clonar la interpretación de Jean-Pierre Clementi en Belle de jour (Belle de jour-Bella de día, Luis Buñuel, 1967). Alejandro Ulloa tiene menos ocasiones de lucirse en la fotografía que en Una historia perversa, Juan Alberto Soler se hace cargo de los decorados y el segoviano Mahnahén Velasco colabora con Ernesto Gastaldi en el libreto y ejerce de ayudante de dirección. Éste desarrolla una de las líneas habituales del giallo, la derivada de Gaslight (Luz de gas, Thorold Dickinson, 1940) y su remake estadounidense Gaslight (Luz que agoniza, George Cukor, 1944). La/el protagonista ve tambalearse su estabilidad mental cuando empiezan a ocurrir hechos extraordinarios que nadie más que ella/él parece ver y oír. En esta ocasión la trama atañe a una mujer burguesa (Dagmar Lassander) cuyo marido (Pier Paolo Capponi) suele dejarla sola por motivos de trabajo. Una noche recibe la visita de un extorsionador sádico (Andreu) que le ofrece la prueba de que su marido habría cometido un crimen. Para recuperarla, ella se entregará a él. Y lo curioso es que la experiencia la satisface, lo que hace que acumule culpabilidad sobre culpabilidad. Pero el chantajista ha sacado unas fotografías de su encuentro —“las fotos prohibidas de una burguesa” del título italiano— y las amenazas suben de tono.

En cualquier caso, el erotismo en primer grado está mucho menos presente que en el título de Fulci. También los desnudos. De hecho, la censura italiana sólo pidió a Produzioni Cinematografiche Mediterranee un par de cortes en “gestos vulgares” demasiado sugerentes y, una vez atendidas sus peticiones, rebajó la edad de los espectadores de dieciocho a catorce años, “debido a la presencia de algunas escenas que presentan relaciones amorosas y desnudos femeninos”. [Informe de la Commissione di Revisione Cinematografica del 13 de enero de 1971, en Italia taglia.]

El guión de Tito Carpi, el realizador Enzo G. Castellari y el actor y pintor español Leo Anchóriz —acaso como mero traductor— para Los fríos ojos del miedo / Gli occhi freddi della paura (Enzo G. Castellari, 1971), la siguiente coproducción de Atlántida Films, plantea un tema harto frecuente en el thriller — unos delincuentes (Frank Wolff y Julián Mateos) que se cuelan en un domicilio y toman como rehenes a sus habitantes— para darle un par de vueltas que ponen patas arriba el valor de las instituciones. Para empezar, la casa no es la de una pacífica y ejemplar familia, sino la de un juez (Fernando Rey) que suele quedarse por la noche trabajando en el juzgado, lo que aprovecha su hijo (Gianni Garko) para llevarse allí a una prostituta (Giovanna Ralli). En un juego de apariencias que es el núcleo del asunto, el joven abogado conoce a la mujer en un club donde se representa un espectáculo erótico que sólo al final del número descubrimos que es un trampantojo. Tampoco los ex-convictos buscan el dinero que parecía guiar el asalto; uno de ellos —disfrazado de policía— ha engañado al otro y lo único que pretende es vengarse del juez y encontrar el expediente que demostraría que cargó con las culpas de un grupo en el que había parlamentarios y financieros; su posición les permitió marcharse de rositas. La exploitation recurre, como en otras ocasiones, a la lucha de clases como motivo argumental, aunque al final siempre quede reducida a un caso tan extremo como individual.

Castellari mediante la puesta en escena, Morricone con la partitura, Antonio L. Ballesteros a los focos y Vincenzo Tomassi en la moviola orquestan una película manierista, con varias set pieces que tienden a la abstracción u optan por el expresionismo.

La escena inicial —teatralización, en un club del Soho londinense, del sexo y la violencia que constituyen el código genético del giallo— y la explosión final —un tour de force de violencia explícita— es dudoso que llegaran íntegras a las dependencias de la censura española.

En el último asalto de Frade al giallo al modo itálico, el tándem Luciano Ercoli-Nieves Navarro-Simón Andreu vuelve a la carga con La muerte camina con tacón alto / La morte cammina con i tacchi alti (Luciano Ercoli, 1971). En esta ocasión el macguffin son unos diamantes robados, aunque desaparecen de la trama al final del primer acto para reaparecer en la ultimísima escena. No han sido los celos, el sadismo o la venganza lo que ha provocado el asesinato de dos mujeres, sino la codicia. Prácticamente todos los personajes resultan sospechosos y casi todos tienen sus motivos: el carácter violento y el alcoholismo de Michel (Andreu), la escopofilia del viejo marino (Jorge Rigaud), la ceguera fingida de Smith (José Manuel Martín), el travestismo del criado con una mano de madera (Luciano Rossi) e, incluso, el traqueotomizado sacerdote local, cuya voz metálica es idéntica a la que amenazaba Nicole (Navarro), la bailarina de striptease francesa cuyo padre ha sido asesinado en un tren durante el pregenérico a causa del robo de diamantes. Nicole cree sentirse segura cuando un admirador, el doctor Matthews (Frank Wolf), accede a llevársela con él a Gran Bretaña sin hacer preguntas sobre su pasado.

Lo más interesante de la cinta se encuentra en la utilización de catalejos, lentillas, cámaras Super-8 y otros artilugios ópticos para subrayar la posición de voyeur del espectador. La estructura aprovecha varios flashbacks para incorporar nuevos puntos de vista a situaciones que hemos visto previamente desde fuera. No obstante, el relato descansa más que otros de la serie en la investigación policial llevada adelante por una suerte de pareja cómica al modo tradicional.

Hay otras tres producciones promovidas directamente por Frade en estos años que, sin ser gialli estrictos, sí que comparten características, formas expresivas y equipos técnico-artísticos del ciclo. Son una película de Julio BuchsLas trompetas del Apocalipsis / I caldi amori di una minorenne (1969)— y dos de Nieves CondeMarta / Dopo di che, uccide il maschio e lo divora (1971) e Historia de una traición / Diabolicamente sole con il delitto (1972)— de las que ya hemos hablado por aquí. Esta última supone la puntilla al interés de Frade por el subgénero. Coproducirá Detrás del silencio / Il coltello di ghiaccio (Umberto Lenzi, 1972) Mundial Films, en La muerte acaricia a medianoche / La morte accarezza a mezzanotte (Luciano Ercoli, 1972) participará CB Films y Enzo G. Castellari se pasará al poliziesco, un terreno en el que, por sus características puramente autóctonas, España tiene poco que decir.

Tras esta fase intensamente giallesca, José Frade amplía el espectro de sus producciones con varias películas de Pedro Olea, que van de Tormento (1974) a Un hombre llamado Flor de Otoño (1978), amén de lograr un nuevo taquillazo con La trastienda (Jorge Grau, 1975), una vez más en pugna con la censura por mostrar el primer desnudo femenino frontal del cine español.

Entre 1969 y 1973 se ruedan una veintena de gialli en coproducción con Italia. Que la tercera parte de los mismos pasaran por las manos de Frade resulta elocuente sobre su habilidad para manejarse en el terreno siempre complicado de las coproducciones y de su tenacidad para mantener el pulso con la censura. Otro con menos recursos hubiera renunciado antes.

Durante el bienio 1974-1975 lo más significativo es que el filón pasa a manos netamente españolas, una circunstancia facilitada probablemente por la tardanza con la que muchos de los exponentes del subgénero accedieron a las salas de nuestro país. Películas tan dispares como Una libélula para cada muerto (León Klimovsky, 1974), Sexy Cat (Julio Pérez Tabernero, 1973), El pez de los ojos de oro (Pedro Luis Ramírez, 1974), Los ojos azules de la muñeca rota (Carlos Aured, 1973) o El asesino no está solo (Jesús García de Dueñas, 1974) son una muestra de la pervivencia de una estrategia de producción y venta nacida en el terreno abonado de las coproducciones.

Filmografía tentativa de gialli con participación española:

Una historia perversa / Una sull’altra / Perversion Story (Lucio Fulci, 1969)
Un hacha para la luna de miel / Il rosso segno della follia (Mario Bava, 1969)
Días de angustia / Foto proibite di una signora per bene (Luciano Ercoli, 1970)
Una droga llamada Helen / Paranoia (Umberto Lenzi, 1970)
Cerco de terror / Corruption (Luis Marquina, 1970)
Una maleta para un cadáver / Il tuo dolce corpo da uccidere (Alfonso Brescia, 1970)
El ojo del huracán / La volpe dalla coda di velluto (José María Forqué, 1971)
La perversa señora Ward / Lo strano vizio della Signora Wardh (Sergio Martino, 1971)
La cola del escorpión / La coda dello scorpione (Sergio Martino, 1971)
Una lagartija con piel de mujer / Una lucertola con la pelle di donna (Lucio Fulci, 1971)
Los fríos ojos del miedo / Gli occhi freddi della paura (Enzo G. Castellari, 1971)
La muerte camina con tacón alto / La morte cammina con i tacchi alti (Luciano Ercoli, 1971)
El techo de cristal (Eloy de la Iglesia, 1971)
Marta / Dopo di che, uccide il maschio e lo divora (José Antonio Nieves Conde, 1971)
Historia de una traición / Nel buio del terrore ( José Antonio Nieves Conde, 1972)
Joven de buena familia sospechosa de asesinato / Ragazza tutta nuda assassinata nel parco (Alfonso Brescia, 1972)
Todos los colores de la oscuridad / Tutti i colori del buio (Sergio Martino, 1972)
Detrás del silencio / Il coltello di ghiaccio (Umberto Lenzi, 1972)
La muerte acaricia a medianoche / La morte accarezza a mezzanotte (Luciano Ercoli, 1972)
Sumario sangriento de la pequeña Estefania / Mio caro assassino (Tonino Valerii, 1972)
Pasos de danza sobre el filo de una navaja / Passi di danza su una lama di rasoio (Maurizio Pradeaux, 1973)
La flor de pétalos de acero / Il fiore dai petali d'acciaio (Gianfranco Piccioli, 1973)
Pena de muerte / Vita privata di un pubblico accusatore (Jorge Grau, 1973)
Nadie oyó gritar (Eloy de la Iglesia, 1973)
La corrupción de Chris Miller (Juan Antonio Bardem, 1973)
Sexy Cat (Julio Pérez Tabernero, 1973)
Los ojos azules de la muñeca rota (Carlos Aured, 1973)
El asesino no está solo (Jesús García de Dueñas, 1974)
Una libélula para cada muerto (León Klimovsky, 1974)
Infamia / La moglie giovane (Giovanni d’Eramo, 1974)
El pez de los ojos de oro (Pedro Luis Ramírez, 1974)
La muerte llama a las 10 / Le calde labbra del carnefice (Juan Bosch, 1974)
Los fríos senderos del crimen (Carlos Aured, 1974)
Mal de ojo / Malocchio (Eroticofollia) (Mario Siciliano, 1975)
El ojo en la oscuridad / Gatti rossi in un labirinto di vetro (Umberto Lenzi, 1975) 

Con un criterio genérico algo más laxo, Ángel Sala amplía el listado con algunos whodunits en Profanando el sueño de los muertos 1896-2022. [Barcelona: Hermenaute, 2024, págs. 163-175.]

domingo, 6 de octubre de 2024

el fin del franquismo según paul naschy

Durante la Transición Paul Naschy decidió mojarse. A pesar de que el terreno en el que sentía más cómodo era el fantástico, sus incursiones en el giallo y el poliziesco le habían aproximado a la realidad europea del momento; siempre desde una perspectiva netamente exploit, claro. Pero el “final biológico” del franquismo —según el eufemismo de entonces— le decidió a abordar la situación política española al menos en tres ocasiones.

Agotado en 1975 el ciclo Procines, Paul Naschy se embarca en la creación de una serie de empresas de vida efímera que sirven de soporte a aventuras personales en las que suele asumir las funciones de productor, director, guionista y, por supuesto, intérprete. Janus Films, con la que ha trabajado en la década de los setenta, deja a paso a Dálmata Films y Acónito Films, que a principios de los ochenta sirven de soporte a su, a la postre, catastrófica aventura japonesa. En esta maraña de marcas queda un poco emboscada Horus Films, con la que produce dos títulos de transición en los que es dable comprobar el proceso de diversificación que ha emprendido al pasar a la dirección. A la mitología propia —Waldemar Daninsky, Alaric de Marnac…— y ajena —míster Hyde, la momia de Amenhotep…— vienen a añadirse en esta etapa personajes de muy diversa condición, entre los que ocasionalmente se reservará uno periférico a la trama principal. Tal es el caso de Madrid al desnudo (Jacinto Molina, 1979), la primera producción de Horus Films en la que encarna a Ramón, el chófer de don Baltasar (Fernando Fernán-Gómez), un poderoso hombre de negocios. Las historias cruzadas de sus amigos, socios, familia y amante (Rosanna Yanni) deberían servir, al menos sobre el papel, para poner al descubierto una sociedad hipócrita regida por el dinero, el sexo y el tráfico de influencias. Cine de denuncia, por tanto, próximo al que pueda realizar en Italia, por ejemplo, Carlo Lizzani con Roma bene (La gran bacanal, 1971), estrenada en España en junio de 1978.

Madrid al desnudo está basada en la novela homónima de Eduarda Targioni, quien también se corresponsabiliza del libreto cinematográfico junto a Naschy. Targioni es una periodista de origen turinés que colabora habitualmente en el semanario Sábado Gráfico. Hasta entonces ha publicado otras cinco novelas en la editorial Planeta en las que la descripción de los entresijos del poder político y económico se da la mano con las dosis de morbo y sexo admisibles por la censura en cada momento. Madrid al desnudo, editada en 1977, insiste en el retrato de cierto sector del tardofranquismo en el que decadentes aristócratas, artistas de éxito y hombres de negocios corrompidos mantienen relaciones con mujeres ambiciosas que se valen de su atractivo para escalar en la pirámide social. “Describo lo que veo; no tengo la culpa de que en nuestra época reine la sexomanía”, declaraba entonces la autora. [Eduarda Targioni, en la solapa de Madrid al desnudo. Barcelona: Editorial Planeta, 1977.]

Desde el mismo título la película proclama la ambición de poner al desnudo los entresijos de toda una ciudad, aunque sólo se desnuden los personajes femeninos. Bueno, y Naschy, pero sus vergüenzas quedan púdicamente ocultas tras la oportuna rama de un árbol. Se ve en esta situación después de que unos maleantes lo asalten y le propinen una paliza. Esta secuencia, inexistente en la novela, permite al director coreografiar una escena de acción y sirve de guiño al ciclo Daninsky, pues el despertar del chófer en el bosquecillo remite a otros tantos momentos en los que el bueno de Waldemar vuelve a abrir los ojos después de una noche de excesos licantrópicos.

Hay otra serie de detalles que remiten al mundo de Naschy en una película, por otra parte, tan ajena a su universo: el reparto —incluida la escena de cama con Silvia Aguilar—; el hecho de que Letamendía (Alfredo Calles) pretenda demostrar su buena forma física ante su amante levantando una mesilla mediante la técnica de arrancada; algún comentario malicioso añadido sobre las relaciones entre el dramaturgo metido a guionista (Francisco Vidal) y el director cinematográfico de éxito (Pepe Ruiz)… Por lo demás, si algo podemos decir de la adaptación es que es fiel a la letra de la novela. La mayoría de las secuencias se corresponden con otros tantos capítulos del libro y respetan escrupulosamente el diálogo de Targioni, a la que el crítico literario de La Vanguardia reprochaba que reprodujera “palabras y frases que más que escritas por una señorita, parecen provocadas por la embriaguez de un carretero rufianesco”. [Pablo Vila San-Juan: “Un libro interesante: El precio de un hombre”, en La Vanguardia Española, 21 de diciembre de 1972, pág. 63.]

Desaparecen algunos episodios intermedios y la historia del aborto protagonizada por el hijo de don Baltasar (Emilio Siegrist), que, en cambio, clausura el relato dedicado a un anarquismo de salón en el barrio marginal de San Blas, eso sí, en el Mercedes de papá que conduce Ramón.

En el apartado de escenas adicionales, una persecución voluntariosamente cómica protagonizada por un detective travestido (Rafael Hernández) y otra abiertamente escatológica en la que el alcohólico Hidalgo (Pastor Serrador) muere entre ventosidades en los servicios del club que sirve de punto de encuentro a los amigos. Salvo por su duración, esta situación no desentona con aquella otra, procedente de la novela, en la que Amanda (Yelena Samarina), la mujer de un miembro del Opus Dei (Fernando Hilbeck), se orina encima durante un cóctel celebrado en honor del presidente de una multinacional estadounidense.

La publicidad de la novela insistía en que se trataba de un relato en clave: “El famoso director de un periódico, el no menos conocido autor de teatro, el importante financiero, el fatuo galán de Bilbao… […] Casi todos ellos se mueven en nuestra misma realidad y casi todos se han enfurecido absolutamente ante este relato”. [De la solapa de Madrid al desnudo. Barcelona: Editorial Planeta, 1977.] Los casos más flagrantes son los de la actriz Katiuska (Catherine Basseti), trasunto indisimulado de Nadiuska, y el director de un periódico interpretado por Agustín González copiando hasta el último detalle la caracterización de Emilio Romero, hasta entonces influyentísimo director del diario sindical Pueblo y cuyos amores interesados con Sara Lezana eran notorios.

Olvidada hoy la clave, el valor añadido del morbo se esfuma. Fruto de un tiempo en el que “el guión exigía” el despelote, Madrid al desnudo se nos presenta entonces como un catálogo de desnudos más o menos integrales: el ya mencionado de Silvia Aguilar, los de Carmen Platero, Yolanda Ríos, Paula Patier, Ana Nuño, Catherine Basseti, uno más, velado y de espaldas, de Rosanna Yanni. La pragmática puesta en escena da primacía a esta exhibición del cuerpo femenino asociado a la mirada masculina, particularmente subrayada en el caso de Ramón y su amigo Braulio (Blaky) cuando desnudan con la mirada a Juanita (Silvia Aguilar), pero presente también en la mayor parte de las secuencias que se articulan en torno a la rijosidad o la impotencia masculina y a la conciencia femenina del valor de la entrega del propio cuerpo en términos de rendimiento económico, dentro y fuera del matrimonio.

Carmen Platero, en el papel de una bailaora de físico rotundo que se acuesta con el influyente periodista por las puertas que le puede abrir, se muestra especialmente consciente del doble filo del papel que representa y de su condición de actriz en una película de estas características. La maniobra pone en evidencia las contradicciones de un discurso que se pretende feminista —Juanita proclama que el hijo que le ha hecho Ramón es suyo y sólo suyo y Nena Castro que a ella no la desnuda más que quien ella quiere— pero se organiza desde la mirada lasciva de los machos en celo. O Eduarda Targioni se sintió satisfecha con este tratamiento o había obligaciones contractuales que se nos escapan, porque colabora también en el guión de El caminante (Jacinto Molina, 1979).

Como si de una película de Iquino de cinco lustros atrás se tratara, Comando Txikia - Muerte de un presidente (José Luis Madrid, 1977) se cierra con un ditirambo a propósito de la labor policial, cuya modélica investigación —a pesar de que no se ha conseguido detener a ninguno de los autores del atentado contra el almirante Luis Carrero Blanco— los libretistas afirman haber seguido escrupulosamente a la hora de construir el guión y se abre con un panegírico de Carrero como hombre de estado cuyo sacrificio ha servido para instaurar la democracia en España. Por si todo esto no fuera suficiente, una locución de tono grave se encarga de conferir dramatismo a la información contenida en los informes policiales al tiempo que intenta mantener cierta asepsia burocrática en la narración de los hechos. Especial relevancia adquiere la descripción de las cualidades de la Goma-2, amparada en la asesoría del ingeniero de Minas y técnico en demoliciones y explosivos José Ignacio Arango Casero, cuyo cometido queda acreditado en los títulos de cabecera.

Al contrario que Operación Ogro / Ogro (Gillo Pontecorvo, 1979), que se postulaba como una reflexión sobre la pertinencia de la lucha armada desde la naciente democracia con algunos personajes-símbolo, la cinta de José Luis Madrid discurre por cauces genéricos de ilustración de la crónica negra. La inclusión de Paul Naschy como uno de los personajes principales —es el único que realiza en Madrid alguna actividad y ésta es además, la halterofilia, deporte del que el propio actor era campeón y que propicia, de paso, la inclusión de metraje documental sobre aizkolaris y levantadores de piedras en el País Vasco— orienta también la lectura en estos términos. Solución tan legítima como cualquier otra, es boicoteada desde el interior por una ambigüedad en la elección de punto de vista que hace que en los compases iniciales, durante el planteamiento del secuestro, asistamos a las labores de vigilancia del comando no sólo desde la óptica de los terroristas, sino también desde la del guardaespaldas e, incluso, desde la de la futura víctima.

La apuesta por el espectáculo queda evidenciada por las escenas que alternan los ensayos del secuestro en un descampado con imágenes viradas a sepia en las que el espectador puede contemplar el desarrollo de acciones que luego no tendrán lugar y, por supuesto, en la explosión final, conocida por cuantos acudieran a ver la película, de modo que el suspense no se basa en qué va a pasar sino en cómo se va a resolver el momento crítico. Como éste apenas tiene una duración de unos cuantos fotogramas, el realizador recurre de nuevo a la alternancia entre los preparativos para la huida de los etarras y la presencia de la cámara en el interior del coche del ya presidente del gobierno en sus últimos minutos de vida.

Y sin en Comando Txikia la víctima es Carrero, en El francotirador (Carlos Puerto, 1978) es. como su propio título indica, nada menos que el Caudillo. El éxito de The Day of the Jackal (Chacal, Fred Zinnemann, 1973) inspiró sin duda a Carlos Puerto a concebir una versión celtibérica del argumento del magnicida con base real. En vez del general De Gaulle, el Caudillo; en lugar de los Campos Elíseos, una demostración sindical del Primero de Mayo en el estadio Santiago Bernabeu; en vez de un asesino a sueldo británico, un relojero de pueblo cuya hija ha muerto atropellada por la comitiva en la que viaja Franco para pasar un tranquilo día de pesca. Por lo demás, las fuerzas clandestinas interesadas en la acción, el rifle con mira telescópica, la necesidad de conseguir un pasaporte, el mutismo del protagonista… resultan idénticos. La principal particularidad es que nos encontramos ante una película de Paul Naschy y el thriller político discurre por cauces inesperados, porque el argumento de El francotirador se desarrolla por caminos más o menos previsibles sólo durante la primera mitad del metraje. Lucas (Naschy) se desplaza a Madrid a fin de consumar su misión. Se instala en la pensión de doña Flora (Carmen de Lirio), donde convive con un viejo rijoso (Carlos Casaravilla), un nostálgico de los viejos tiempos (José Nieto) y un jovencito rojeras (Pep Munné), que, no se sabe muy bien porqué, envía a Lucas a hacerse unas fotos de pasaporte al estudio de un pornógrafo (Antonio Vilar). Alguien le sigue, pero no es la policía, sino un grupo terrorista vasco innominado cuyo cabecilla (Ernesto Martín) le propone que colaboren, puesto que su fin es el mismo. Por supuesto, Lucas se niega porque es un lobo solitario y no un mercenario a sueldo de nadie. Llegado este punto se produce un giro en la acción, pero también en el tono de la película... Una noche Lucas acude a un club de alterne y conoce a Ángela (Blanca Estrada). Pasan la noche juntos, pero no mantienen relaciones sexuales porque el atormentado relojero lo único que busca es un poco de calor humano. Sin embrago, a partir de su siguiente encuentro la fogosidad de Lucas resultará irreprimible y Ángela sentirá por él un amor tan intenso que, cuando él le propone que se casen, una vez que haya cumplido su misión, ella se derrite. Las declaraciones apasionadas de amor eterno alternan con los encuentros eróticos en el burdel, mientras el resto de las chicas, incluida la madame (Elisa Montés) contemplan con envidia la inmensa fortuna de su compañera. De la ejecución del atentado, que Lucas ha preparado meticulosamente, apenas le preocupa ahora otra cosa que la consecución de un pasaporte para que Ángela pueda acompañarle en su fuga, una vez haya logrado la paz espiritual gracias a la ejecución del hombre que fue el causante de la muerte de su hija.

Carlos Puerto hace uso de las imágenes de No-Do con desigual fortuna. Si en el tramo final la tensión se diluye al tener la sensación de estar asistiendo a una edición del noticiario en la que los insertos corresponden a la acción principal, es al principio, con la introducción de dos planos de Francisco Franco pescando en un río, cuando nos parece encontrarnos ante un serial selvático en el que los cocodrilos y las fieras salvajes se desenvuelven en un universo paralelo al de los intérpretes de la película.

El texto sobre Madrid al desnudo formó parte de José Luis Salvador Estébenez (ed.):
Paul Naschy / Jacinto Molina: La dualidad de un mito. Vial of Delicatessen, 2017.