Una libélula para cada muerto (1974) es un giallo de manual, con sus crímenes truculentos, su asesino misterioso, su profusión de sospechosos, aunque también recibe la influencia del otro género italiano del momento: el poliziottesco. Entre la buena sociedad milanesa —empresarios, arquitectos, historiadores, trepas...— hay más de uno merecedor del tratamiento que los antiguos caldeos propinaban a las prostitutas, los invertidos y viciosos en general: marcarlos con una libélula ensangrentada. Sin embargo, el asesino con un abrigo de alta costura de mujer que opera en la Milán en la que investiga el inspector Paolo Sacaparella (Paul Naschy) aplica el tratamiento a drogadictos, exhibicionistas y demás ralea a la que también aborrece el comisario. A lo mejor por eso mismo, le ha caído en suerte el caso.
La cinta se estrena en Italia en 1977, cuando el giallo ya está perdiendo vigor comercial. El título —Giustiziere sfida la polizia— el énfasis en los elementos próximos a las películas protagonizadas por justicieros urbanos, al modo de Charles Bronson en Death Wish (El justiciero de la ciudad, Michael Winner, 1974), que han influido fuertemente en el poliziesco. Inicialmente, la comisión de calificación la prohíbe para menores de dieciocho años, pero sometida a revisión en septiembre de 1977 se rebaja a catorce al considerar que “las escenas de violencia resultan tan inverosímiles que es poco probable que causen turbación” a los mayores de dicha edad. [https://www.italiataglia.it/]
Klimovsky se aplica a un mimetismo de escaso calado creativo. Naschy se hace cargo del papel principal y del libreto, en el que desliza algunas señas autorales, como la referencia al viejo rito caldeo, exhibiciones de brutalidad para con los exhibicionistas o una pelea con pandilleros que ostentan simbología nazi. Un guión lleno de agujeros lastra irremediablemente la intriga, así que la mayor sorpresa es encontrarse en el rodillo de salida con que firma los diálogos nada menos que Ricardo Muñoz Suay, por entonces ligado a Profilmes.
Algo parecido ocurre con Último deseo (1976): en el guión figuran como autores principales los integrantes de la extinta Escuela de Barcelona Joaquín Jordá y Vicente Aranda. Éste último iba a dirigirla, pero, al parecer, los inversores internacionales en el proyecto no vieron con buenos ojos ceder la responsabilidad a un realizador con pujos autorales y la productora Trefilms terminó contratando al curtido León Klimovsky. Puede que ésta fuera la causa de la mezcla de influencias del cine de género —George A. Romero, Amando de Ossorio— con las citas vergonzantes al cine de autor —Ferreri, Pasolini—. Aunque Aranda dijera que en la película no quedaba nada del libreto original, José Luis Salvador Estébenez, que tuvo ocasión de consultarlo, asegura que el realizador argentino respetó el guión, "salvo algún detalle e indicaciones de puesta en escena". [José Luis Salvador Estébenez (ed.): Paul Naschy / Jacinto Molina, la dualidad del mito. Vial Books, 2017, pág. 126.]
Un grupo de hombres de negocios, diplomáticos y profesionales de éxito se reúnen en una Vilemore, bajo la advocación del Marqués de Sade. Allí, con unas prostitutas contratadas por la propietaria de la villa podrán hacer realidad cualquiera de sus fantasías. Sin embargo, este conciliábulo sadiano queda truncado de raíz cuando una explosión nuclear deje ciegos a los habitantes del pueblo y los invitados asalten la tienda de alimentación para acaparar víveres con los que poder encerrarse en el sótano de la casa hasta que la radiación haya pasado. Pero cuando uno de los hombres del pueblo los descubre, lo matan. Los demás asaltan la casa. Los invitados deben luchar contra ellos y entre sí mismos, ya que la situación límite los ha convertido en auténticas fieras. Los más inocentes, los más jóvenes, son los primeros en sucumbir. El profesor Fulton (Alberto de Mendoza) y una de las chicas (Nadiuska), suicida fracasada, creen encontrar la salvación en el amor.
Secuestro (1976) supone el fin de la fructífera relación de Klimovsky con Paul Naschy. En 1974 la fotografía de Patty Hearst tocada con una boina y armada con una metralleta dio la vuelta al mundo. La nieta y heredera del millonario William Randolph Hearst había sido secuestrada por el Ejercito Simbiótico de Liberación y había acabado participando en un asalto a un banco como un miembro más de la organización. Poco más que esta imagen necesitaban Antonio Fos y Paul Naschy para urdir un argumento que se desarrollara algo cansinamente durante hora y media. Los físicos de María José Cantudo, Teresa Gimpera e Isabel Luque debían hacer el resto. En el apartado masculino: Naschy, como un infortunado motorista de cross; Máximo Valverde, como un homosexual sádico y necrófilo; Luis Prendes, en el papel de un ciego arruinado al que Gimpera sirve de lazarillo y objeto erótico; y Tony Isbert, como el enmadrado hijo de un constructor enganchado a la heroína, sirve de referencia a otro de los más sonados secuestros de aquellos años, el de John Paul Getty III.
El apenas formulado suspense por cuenta del intento de los dos jóvenes por llamar la atención de la chica del chalet más próximo con un espejo y la consiguiente visita de un policía (Luis Induni) a la casa, queda a la deriva en una trama en la que ninguno de los secuestradores parece tener la más mínima prisa por cobrar el rescate. El pago de éste se resuelve en sendas escenas ambientadas en el circuito del Jarama y en el teleférico de la Casa de Campo, lo que completa el ambiente actual de la cinta y sirve a Klimovsky para revalidar su crédito de artesano pundonoroso. Como tampoco el dibujo de los personajes pasa del mero esbozo, la cinta va discurriendo mansamente hacia la imagen icónica que la ha inspirado y que el espectador ha visto en el cartel a la entrada del cine, con un estrambote moralizante que no puede sino producir sonrojo.
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