Ya nos hemos acercado ocasionalmente al giallo [https://documentitosdeunindocumentado.blogspot.com/2020/06/dobles-perversiones.html o https://documentitosdeunindocumentado.blogspot.com/2020/06/dobles-perversiones.html] debido a la condición de coproducciones hispano-italianas de las películas. El hecho de que debieran enfrentarse al distinto rasero censorial en ambos países favoreció la creación de dobles versiones.
El considerable éxito del filón de los misteriosos asesinos en serie y las chicas ligeras de ropa a principios de la década de los setenta no influyó únicamente en la producción cinematográfica, sino que también pasó a la literatura de quiosco. La editorial Bruguera lanza en 1962 la colección “Punto Rojo”. Mientras en “Servicio Secreto” primaban las intrigas de espionaje, en la nueva serie el misterio puede llegar a coquetear con el terror y lo sobrenatural. [“La colección Punto Rojo de Bruguera”, en La Memoria del Bolsilibro, 27 de enero de 2021.] La longevidad de la colección, que se prolongó hasta la desaparición de la editorial en 1985, propicia, no obstante, la acomodación a los diferentes filones que van surgiendo en la cultura popular. Y es así como dos autores de la casa, Juan Gallardo Muñoz y Miguel Oliveros Tovar —alias Curtis Garland y Keith Luger, respectivamente— escriben a principios de la década de los setenta varios títulos con modos de giallo. Tres de ellos, al menos, llegan a las pantallas españolas cuando el ciclo está en su máximo apogeo, aunque paradójicamente las tres adaptaciones serán producciones estrictamente españolas y ninguna de ellas lograra estrenarse en Italia, saturada de cintas del subgénero que, en el mejor de los casos, muestran una sofisticación visual de la que las cintas hispanas carecen.
Juan Gallardo Muñoz es un auténtico especialista que ha pasado con distintos seudónimos por Bruguera, Rollán y Toray, factorías de publicaciones populares que hacen suyos modelos foráneos: las hazañas bélicas, las operaciones del FBI, el terror victoriano o el wéstern con monstruo... Dos mil títulos —a razón de cinco al mes en sus mejores tiempos— son testimonio elocuente de su imaginación y de su capacidad de trabajo. A principios de los setenta regresa a Bruguera y se encuentra a pleno rendimiento. Tal como recuerda en sus memorias...
Era la época del movimiento hippie promovido en los Estados Unidos contra la guerra del Vietnam, y veíamos curiosísimos personajes de esas comunas y grupos, tan estrafalarios como inofensivos, y cuya utopía de paz y amor, tan loable, luego se fue diluyendo.
Fue por entonces cuando Alfonso Balcázar, el productor de cine, me compró los derechos de El pez de los ojos de oro, casi simultáneamente a que Pérez Tabernero, desde Madrid, adquiriera mi novela titulada ¿Quién era Cat?, que la censura me había hecho titular así, suprimiendo el original Sexy Cat, gilipolleces de los censores, claro. Sin embargo, se mantuvo en el film. [Juan Gallardo Muñoz: Yo, Curtis Garland. Barcelona: Morsa, 2009, pág. 81.]
La negativa de Balcázar a acreditarlo en Le llamaban Calamidad (Alfonso Balcázar, 1972), basada en la novela Ese tipo llamado Sacramento, de la colección “Bisonte Roja” (núm. 1296) de Bruguera y firmada como Donald Curtis, le lleva a rechazar el ofrecimiento de firmar conjuntamente la adaptación de El pez de los ojos de oro para vendérselo a la productora Universum Film “y eso sí que no lo acepté ni de lejos, pese a sus amenazas, más o menos veladas; por fin Pedro López (sic) Ramírez la rodó en Madrid, con guión mío propio, y sin aceptar falsas colaboraciones. Fue mi modo de tomarme una revancha justa, creo yo”. [Ibidem, pág. 82.]
Sexy Cat (Julio Pérez Tabernero, 1973) bebe de dos filones procedentes de Italia: el giallo y el fumetto nero. Del primero toma los crímenes sofisticados y un cierto barroquismo formal, aunque abortado en buena medida por la escasez de medios entre la que tiene lugar el rodaje. Del segundo, el personaje del héroe enmascarado dedicado en cuerpo y alma al mal. En ambos casos tiene carácter precursor Mario Bava con La ragazza che sapeva troppo (La muchacha que sabía demasiado, 1963) y Diabolik (Diabolik, 1968). Este exploit español se suma a la ola de productos italianos firmados por Dario Argento y Umberto Lenzi, pero lo más significativo para nuestro propósito es que utiliza como material de base ¿Quién era Cat? ha aparecido en la colección Punto Rojo (núm. 499) en 1971 y el propio autor se encarga de la adaptación para la pantalla junto al director.
El protagonista es un tal Mike Cash (Germán Cobos), un detective en el que se dan cita la férrea ética personal de un Sam Spade o un Philip Marlowe, con el atractivo irresistible para las mujeres de un James Bond. En una lástima, porque chica a la que se acerca Mike para interesarse por quién es el auténtico autor del personaje que protagoniza los tebeos de Sexy Cat, chica que resulta muerta de la manera más aparatosa. Empezando por Martha (Dyanik Zurakowska), la actriz que debería haber interpretado a la heroína en una serie televisiva y continuando por Velda Glove (Monika Kolpek), la secretaria de la propietaria de la cadena de televisión. Lo malo es que los crímenes imitan los sofisticados métodos —una daga florentina, una serpiente coral...— que figuran en las historietas semanales de Sexy Cat y que Mike Cash siempre anda cerca por lo que la policía sospecha de él.
Como es preceptivo en esta clase de producciones, en aras a la exportación Julio Pérez Tabernero rueda una doble versión con exhibición anatómica de Dyanik Zurakowska y Brenda Bassett, que no es la que se puede ver en las pantallas españolas, donde sí se consienten, en cambio, los excesos hemoglobínicos que son parte de la gracia de esta modestísima producción. También en la línea de este tipo de productos de explotación, Sexy Cat ofrece algo menos de lo que promete.
El pez de los ojos de oro (Pedro L. Ramírez, 1974) es una película como poco estrafalaria. Juan Gallardo adapta con su propio nombre la novela homónima de la colección Punto Rojo (núm. 542), pero la producción parece basarse mas que en el argumento novelesco en la notoriedad de su protagonista masculino, Wal Davis. Era éste un ciudadano alemán llamado Waldemar Wolhfahrt al que la policía española detuvo en Benidorm en julio de 1966 por el salvaje asesinato en Alemania de tres jóvenes entre 1964 y 1966. Como los tres cadáveres aparecieron en la autopista Múnich-Karlshue, la prensa sensacionalista lo bautizo inmediatamente como “el vampiro de la autopista”. [David Bizarro: “¡Un vampiro en la Costa del Sol!”, en Agente Provocador, 20 de abril de 2022.] El comportamiento llamativo de Wolhfahrt en Benidorm que llamó la atención de algunos compatriotas que disfrutaban de sus vacaciones en la costa levantina y el hecho de que la policía encontrara una pistola en el deportivo rojo que conducía llevaron a su detención, aunque al poco pudo probar que cuando se cometieron los últimos crímenes él estaba ya en España. Una vez liberado grabó un disco que en la cara A llevaba el tema Benidorm, pero su efímera popularidad se debe a que José Luis Madrid monta en torno a él la producción de una película titulada precisamente El vampiro de la autopista (1970) que recrea los hechos de los que Wolhfahrt ha sido exculpado. Ya con el nombre artístico de Wal Davis protagoniza otra serie de cintas, de las que ésta que nos ocupa vuelve de nuevo sobre su historia personal a presentar a Derek, un tipo que viaja por la costa española y que tras ligar con Mónica (Montserrat Prous), una chica que acaba de romper con su amante (Rex Martin), se despierta junto a un cadáver degollado. El asesino le ha arrancado a su víctima un colgante con un pez con un ojo dorado, un motivo que también se repetía en la toalla de la bañista asesinada por un buzo en la secuencia de precréditos. Derek acude en busca de ayuda a casa de un matrimonio de artistas, los Kendall (Richard Kolin y Norma Kastel), pero da la casualidad de que el marido ha sido el único testigo del asesinato en la playa. El comisario de policía (Barta Barry) parece escasamente interesado en la resolución del caso porque deja libres a ambos y tampoco investiga al examante de la asesinada, un chulo de playa que aparece como principal sospechoso. Derek investiga por su cuenta con la ayuda de Marina (Ada Tauler), la hija del despótico conservador del Aquarium local (Víctor Israel). Como también éste está obsesionado con los peces, los sospechosos se multiplican.
Pedro L. Ramírez utiliza alguno de los recursos visuales y de montaje del filón —planos estroboscópicos de los motivos piscícolas, el reflejo de la víctima en las gafas negras del asesino...—, pero inserta al principio del metraje una especie de sueño-flashback con un crimen y unos peces de colores agonizantes al estrellarse la pecera contra el suelo que proporciona al espectador la pista impepinable de quién es el asesino, algo imperdonable en una cinta del (sub)género.
Keith Luger se lanzó en 1951 a escribir novelas policiacas y de ciencia ficción en una editorial familiar, Ediciones Batería, en la que él mismo se encargaba de los textos y del trabajo editorial, en tanto que su hermano se hacía cargo de las portadas. Semejante carga de trabajo duró poco más de un año y, tras su paso por algún otro sello, el autor ingresó en la todopoderosa Bruguera en 1953, especializándose en novelas policiacas y del Oeste, aunque no le hizo ascos a otros géneros. En total, publicó unas novecientas referencias en colecciones de bolsillo. “En su momento de máxima actividad llego a escribir hasta ocho novelas al mes. Y para mantener ese frenético ritmo hubo de recurrir al dictado, para lo cual contrató una secretaria que después reforzó con una segunda”. [Fernando Eguidazu: Una historia de la novela popular española (1850-2000). Sevilla: Ediciones Ulises / Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2020, pág. 690.]
En los títulos de crédito de Los fríos senderos del crimen (Carlos Aured, 1974) el guión queda atribuido a Rafael Medina, a partir de una historia de Keith Luger. El hecho de que éste hubiera publicado una novela homónima y, a juzgar por todos los indicios, con la misma trama en 1971 en la colección Punto Rojo (núm. 496) no se menciona en ningún momento.
Desde su misma secuencia de apertura, la película remite al giallo canónico: asesino con sombrero y guantes negros al que no vemos el rostro, una joven que se desnuda —¡mientras aparenta leer interesadísima una novela!— para meterse en la ducha, un estrangulamiento... Los periodistas se burlan de la ineficacia de la policía; o al menos, eso asegura el comisario. No menos tópico resulta el encuentro entre Fred Connors (Daniel Martín) y Helen (Ágata Lys) cuando ella se cae del caballo. Es una joven independiente; bibliotecaria, según se comenta en algún momento. El matrimonio de Fred con Jane (María Perschy), una millonaria alcohólica y despótica hace tiempo que no funciona, así que no es raro que entre Fred y Helen surja el amor. Estamos en Lisboa. Todo ocurre así, en una yuxtaposición de escenas que saltan de una subtrama a otra, de una localización a la siguiente sin que parezca haber otra regla que la inconcreción.
Probablemente se deba al humor socarrón de Luger el hecho de que Fred sea presidente de la editorial propiedad de su mujer. Jane se ha encaprichado de un escritor joven y genialoide y ordena a Fred que sus novelas se editen inexcusablemente. Durante la reunión del consejo de la editorial con el autor, los responsables le proponen reforzar la psicología de sus personajes y limar todo lo relacionado con “la sangre, los asesinatos y las palabras fuertes”, que, por otra parte, intuimos que constituyen el meollo de las obras del joven autor. Como las de Luger para Bruguera. Este carácter autorreferencial es el principal valor de una película bastante desangelada en la que, por supuesto, el asesino es quien menos uno se espera.
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