domingo, 25 de agosto de 2024

carlos lucas, protagonista de don cipote de la manga

Según el catálogo Cine Español de 1983, el argumento de Don Cipote de la Manga (Gabriel Iglesias, 1983) es el siguiente: "Laureano Fresendilla, un singular personaje, que se lanza a una cruzada contra el vicio y la corrupción, es atacado una noche de luna llena por el hombre lobo". Para concluir, un interrogante de hondo calado metafísico: "¿Qué peligros corre un español cuando se siente poseído por el magnetismo de la luna?". 

Frente a lo que su título pudiera dar a entender, Don Cipote es una comedia sexy que ni siquiera mereció la clasificación "S", aunque en su estreno en Castellón de la Plana se presentó como tal por motivos promocionales. Encuadrable dentro de lo que se ha dado en llamar "cine del búnker", hilvana algunos argumentos bastante peregrinos sobre "la ola de erotismo" que nos invadía para que sus protagonistas hagan algunas gracietas y poco más.

Carlos Lucas -hasta entonces poco más que figurante con o sin frase y actor de reparto en películas de Mariano Ozores y Juan José Porto- interpreta el doble papel del pío don Laureano Fresnedilla y el sátiro don Cipote Jr., cuyo miembro crece descomunalmente en noches de luna llena tras haber sido atacado por el viejo don Cipote. El actor sabe dónde pisa durante la escena de la transformación. Por la noche, al aparecer la luna llena, empieza a tener visiones de súcubos. Las páginas de la Biblia que lee antes de dormir aparecen ilustradas con señoritas en cueros. Una de ellas es Desirée (Azucena Hernández), que cobra vida para realizar una danza sicalíptica en liguero y ropa interior. Cuando baja el libro, Laureano está totalmente desmadejado. Se acerca a la ventana. Hace entonces gala de una mímica aprendida en el cine mudo y en el teatro itinerante. Se gira sobre sí mismo en una mueca convulsa: una mano aparece agarrotada junto a la sien y la otra a la espalda. Un inserto de la luna permite el cambio de maquillaje y vestuario. Convertido en don Cipote, Carlos entona la alusiva romanza "Fiel espada triunfadora…" y afecta un acento porteño que también utilizaba en su papel de indiano en la comedia Quién me compra un lío, de José de Lucio. Como Jerry Lewis en The Nutty Professor (El profesor chiflado, Jerry Lewis, 1983), su míster Hyde es un auténtico Valentino.

La película se rueda en la Manga del Mar Menor. Carlos Lucas siempre dijo que ésta fue la primera película que protagonizó y no hay porqué contradecirle. A pesar de que en los títulos de cabecera aparece en cuarta posición, por detrás de Paco Cecilio, Azucena Hernández y Gracita Morales, en la documentación presentada al Ministerio Cultura, preceptiva para obtener el permiso de rodaje, su nombre aparece en cabeza del elenco como corresponde al personaje titular.

Antonio Mayans, que hace el personaje de Adolfo y realiza labores de jefe de producción, tiene tiempo también de coescribir el guión. No es moco de pavo teniendo en cuenta que el mismo año en que se rueda Don Cipote aparece en nueve títulos ¡nueve! dirigidos por Jesús Franco.

Los miembros del reparto y del reducido equipo técnico se alojan en el Hotel Doblemar Casino. Los protagonistas, durante cinco semanas. Los sueldos, a tanto alzado, 325.000 pesetas para Azucena Hernández y 50.000 para Carlos Lucas. Todavía se quejaba el actor de que había demasiada desproporción y que por un protagonista deberían de haberle pagado, como poco, el triple. Se consuela luego al pensar que por el doblaje le dieron dos mil duros más.

Pero éste del salario es un drama menor. El sábado antes de salir para el rodaje, le llama su hermana desde Valladolid. Su madre ha muerto. Carlos ha firmado ya el contrato y no se atreve a proponer un retraso. Pasa el fin de semana corroído por una duda que ríanse ustedes de Hamlet. En un platillo de la balanza está el amor filial, en el otro, su primer protagonista cinematográfico; la puerta del éxito que, después de treinta y cinco años de profesión, por fin se abre para él. O al menos se entreabre. ¿Quién puede juzgarle? Pasa la noche en vela. Cuando por fin se duerme sueña con James Cagney en White Heat (Al rojo vivo, Raoul Walsh, 1949). Sueña con la muerte de la madre de Cody Jarrett; sueña que él se entera en presidio y que, loco de furia, golpea a los policías; sueña que consigue escapar con el topo que han colocado en su celda y que llega hasta la planta química donde escala hasta un depósito de combustible; sueña que los disparos de la policía incendian el silo y grita:

-¡Lo he logrado, mamá! ¡Estoy en la cima del mundo!

En la Manga, Rafael Hernández y su mujer se esfuerzan en consolarlo. Frente al puerto deportivo, ante una ración de pescadito frito, Carlos intenta olvidar. En la mesa vecina, el Papa Clemente y sus obispos del Palmar de Troya hacen lo propio. En el trance, se le olvida que esa noche tiene una escena en la que debe montar a caballo. Llegado el momento, se acobarda. Se lía con la capa. Resbala. Protesta. Ya pasó lo mismo en 20.000 dólares por un cadáver (José María Zabalza, 1969). Le sientan tras la valquiria Nicole Deschamps. Ella es un poco grusecilla y lleva una túnica sedosa. De nuevo se ve Carlos en el suelo.

-Bajadme de aquí, que me caigo.
-No te preocupes –replica Iglesias-. Es sólo un momento y el caballo va al paso. Tú pon ese gesto altivo, levanta una ceja... Perfecto.

Carlos clava el ademán. Le han puesto pestañas postizas, bigotillo de pincel, un lunar en la mejilla y el pelo negro como ala de cuervo. Trasmutado en nuevo Valentino baila con Azucena Hernández el tango Celos. ¿Recuerda a Chaplin en The Gold Rush (La quimera del oro, 1925) cabrioleando con Georgia Hale? No hay perro a mano. Al pasar junto a una cortina, pega un saltito.

Como Carlos no conduce, en la escena del accidente empujan el coche para que se salga de la carretera. Aparece Rafael Hernández interpretando a un guardia jurado. Carlos termina en la cárcel, de donde le rescata una Gracita Morales experta en artes marciales. Pero Paco Cecilio no cesa en su persecución, desembocando en una desenfrenada carrera de go-karts en el circuito local. A Carlos se le enreda la capa con la rueda. Gabriel Iglesias junto a la cámara, se desgañita para dejar oír su voz por encima del zumbido de los motores:

-Sigue, sigue. No te preocupes. Que así queda más gracioso.

Carlos, que no ha visto Isadora (Isadora, Karel Reisz, 1968), sigue como si tal cosa.

El rodaje finaliza. La valquiria Deschamps se queda allí, cuidando de su caballo. Se estableció años atrás en Calblanque y regenta un picadero. Hasta donde hemos podido rastrear ésta es su única incursión en la interpretación cinematográfica. Carlos regresa a Madrid con los demás y coge inmediatamente un tren a Valladolid. Lleva al cementerio un ramo de flores. Pasa unos minutos ante la tumba de su madre. Ni podemos ni queremos saber qué le dice. Acaso intenta justificar su ausencia, explicarle que aunque ella no pueda verlo el sacrificio ha merecido la pena porque Gabriel Iglesias les ha contado que ha apalabrado con un distribuidor el cine Callao para un estreno por todo lo alto. A lo mejor sólo llora. No lo sabemos.

Cuando José Antonio Rojo acomete el montaje la película, lleva centenar y medio de títulos a sus espaldas. Tampoco hay demasiado material y, en estos casos, prima la eficacia. El chasis que se ha utilizado en las tomas desde el helicóptero pasa íntegro, convenientemente repartido a lo largo del metraje. O inconvenientemente porque la inclusión de estas tomas aéreas, vengan o no a cuento, confiere al desangelado conjunto un punto aún más absurdo, como de espiral que no conduce a ninguna parte. Tampoco el doblaje lleva demasiado tiempo. Se hace en los modestos estudios Arcofón de la calle Vallehermoso.

Dice uno doblaje y debiera decir sincronización porque desde mediados de los años cuarenta hasta casi los ochenta la mayoría de las películas españolas no cuenta con sonido directo. La razón primordial para este bastardeo del proceso creativo es el establecimiento en España de una potente industria de doblaje asentada a mediados de los años treinta, pero de carácter obligatorio para todas las películas extranjeras de 1941. La norma –nunca publicada en el Boletín Oficial del Estado por no tener rango de Ley- es un remedo de la instaurada por Mussolini en la Italia fascista de 1930 para la defensa del “idioma nacional”. Cuando en 1944 se deroga el mal ya está hecho. En la práctica hay una gran mayoría de voces críticas hacia el proceso y, sin embargo, la evidencia del abaratamiento de costes que supone su utilización para postsincronizar las películas rodadas según el sistema mudo empuja a los productores españoles a utilizarla sin ningún recato. Si hay ruidos, si a un actor se le va la letra o, como en el caso de las coproducciones de los años sesenta, cada uno habla un idioma, no pasa nada. No es necesario contar con estudios acondicionados. En cuanto la toma está correcta por cámara se pasa al siguiente plano. Todo lo demás se arreglará en la postsincronización. El procedimiento está tan generalizado que incluso directores con cierta ambición como Luis G. Berlanga o José Luis Garci doblan sus películas en estos mismo años.

Aunque a los actores les aseguran que va a haber un estreno de campanillas en la Gran Vía, lo cierto es que la película se asoma tímidamente a la pantalla del vetusto y modesto cine Cervantes, de la Corredera Baja. Lo hace el 21 de enero de 1985, más de un año después de su realización y cuando el local ya se ha especializado en la exhibición de un material X con el que Don Cipote de la Manga sólo se relaciona por el título.

domingo, 18 de agosto de 2024

estudios de interpretación cinematográfica

Los inicios de la docencia cinematográfica en España se remontan a la década de los veinte del pasado siglo, cuando la Academia Cinematográfica de Madrid Film –ligada a los laboratorios de Enrique Blanco- ofrece a sus posibles alumnos “cursar la enseñanza cinematográfica”. Sin embargo, la enseñanza oficial no se implantará hasta bien entrada la posguerra. A pesar de ello, desde que en 1935, Luigi Chiarini impulsa la creación del Centro Sperimentale di Cinematografia en Roma, éste es el modelo para los teóricos españoles del asunto. De ahí que incluso la denominación de Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC) -luego Escuela Oficial de Cinematografía (EOC)- sea deudora de la pionera escuela italiana.

Desde su creación en 1947, el IIEC cuenta con una rama de Interpretación. El examen de ingreso consiste en una prueba de cultura general, en la declamación de un texto del Siglo de Oro y en una improvisación. Los que superan estas pruebas pasan a las de fotogenia y fonogenia. Durante este primer curso el “elemento femenino” -según el léxico de la época- sólo puede acceder a esta especialidad y a la de Escenotecnia; es decir, Decoración. Todavía a principios de los sesenta se especifica que “la edad mínima de los aspirantes será la de 18 años cumplidos para los varones y de 16 años para las señoritas”.

El primer plan de estudios contemplaba, por ejemplo ,una asignatura de Modales cuyo desarrollo especifica: “Soltura y elegancia de movimientos. Refinamiento y educación del gusto personal. Armonía del gesto y modo de actuar en las distintas ocasiones y en los distintos actos sociales”. [50 años de la escuela de cine, Cuadernos de la Filmoteca, núm. 4. Madrid, Filmoteca Española, 1999.]

Fernando Fernández de Córdoba -que aportaba la experiencia de haber sido director y profesor en la Escuela de Arte Dramático- encabezaba el elenco profesoral en la primera época, con la colaboración de Adolfo Marsillach, Ana Mariscal y el dramaturgo y director del Teatro Nacional María Guerrero, Claudio de la Torre. El actor Luis Prendes, el mimo chileno Italo Ricardi y el biógrafo del doctor Marañón, Alfredo Juderías, fueron también titulares de esta especialidad. En la última etapa cabe destacar la labor de William Layton, que se había establecido en España en 1960 e impartía clases según el método de Stanislavski en su Laboratorio de Teatro.

Carlos Serrano de Osma fue uno de los promotores de la escuela. Ya en 1941 postulaba la creación de un Instituto Cinematográfico Español  para “crear un cine de recia envergadura nacional y conquistar con él los mercados hispánicos”. Entre los problemas a los que la Escuela debía dar solución estaba la ineptitud de los que sólo buscan en el cine “un medio fácil de ganarse la vida y que no sienten en modo alguno la gran ambición hispánica, ni siquiera una modesta angustia poética personal”. Logrado el objetivo, en una entrevista con Pascual Cebollada en la que hacía un somero repaso a su vida profesional concluía: “Los logros están ahí: Berlanga, Saura, Patino, Pilar Miró, Erice, Mario Camus, Gutiérrez Aragón; todo el mundo que está en televisión, en el cine publicitario, en cámaras, en producción. Sólo una especialidad no dio nunca los frutos apetecidos, la de interpretación, salvo excepciones; no se sabe bien porqué”. [Cine y Más, núm. 28-29, marzo-abril de 1983, reproducido por Julio Pérez Perucha (ed.): El cinema de Carlos Serrano de Osma. Valladolid, 28 Semana Internacional de Cine, 1983.] Y eso que durante casi treinta años de actividad se concedieron más de ochenta títulos en esta especialidad. En ella se curtieron actores que luego darían guerra como Juan Luis Galiardo, Charo López, Manuel de Blas, Manuel Galiana, Andrés Resino, Mario Pardo, Miriam de Maeztu, Antonio Costafreda, Emilio Fornet y Sergio Mendizábal. María Elena Flores y Emiliano Redondo, como compañeros de otras especialidades, terminan dedicándose a la docencia en el propio centro.

Otros -Marisa de Leza, Charo López, Victoria Vera o Paul Naschy- no llegan a titularse. Argumentan los profesores Arabnzubia y Castro de Paz que, en tanto que los compañeros de la especialidad de Dirección solían tener dificultades para incorporarse a la industria, las actrices y los actores lo hacían sin problemas y dejaban los estudios colgados. [Asier Aranzubia y José Luis Castro de Paz: Escuela de cineastas. Madrid: Cátedra, 2024.]



Aprovechando la fundación del IIEC se abre en Madrid –calle Mayor, 32- el Instituto Dolvis de Cinematografía. Su objetivo es preparar a los aspirantes al organismo oficial y recoger a todos aquellos que por falta de tiempo o carencias formativas no pueden acceder a él. Sólo tenemos referencias del inicio de su actividad durante el verano de 1951, pero significativamente hubo doscientas diez matrículas, de las que sólo se admitieron sesenta. El director pide a los futuros alumnos “vocación, cultura y unas mínimas aptitudes interpretativas y de fotogenia”.

Primer Plano, núm. 523, 22 de enero de 1950

El objetivo de la Escuela Técnica de Cinematografía del Liceo Científico parece ser bastante más amplio, ya que no se limita a la interpretación, sino que abarca "las distintas especialidades cinematográficas". Las prácticas se vinculan a la actividad de los estudios Augustus Films, propiedad de la familia Boué.

Primer Plano, núm. 773, 7 de agosto de 1955

En 1961 el realizador Julio Coll abre también una escuela de actores cinematográficos en Barcelona junto a Fernando Espona. Su modelo es el método Stanislavski en su versión neoyorkina Strasberg-Kazan. El programa flexible comprende memorización, interpretación, yoga y sicotecnia. Las cuatro horas diarias importan un total de trescientas pesetas mensuales. De entre los alumnos, destacaron Víctor Isarael y Silvia Tortosa. La carrera de Patricia Loran -la Cardinale española- se apagó rápidamente, pero cabe mencionar también a Gloria Osuna con una trayectoria que por fechas pasa del policiaco barcelonés de los primeros sesenta a la coproducción hispano-italiana en géneros como el wéstern mediterráneo o las películas de agentes secretos, para desembocar en la comedia racial a principios de los setenta.

domingo, 11 de agosto de 2024

figurantes y comparsas

Paco Rabal, figurante en El crimen de Pepe Conde (José López Rubio, 1946)

La Reglamentación Nacional de Trabajo en la Industria Cinematográfica no fue aprobada hasta el 28 de septiembre de 1944, pero debido al método de ensayo y error utilizado para su confección fue repetidamente modificada o sustituida. Uno de los artículos más conflictivos era el que hacía referencia a los actores, que quedaban excluidos de su ámbito de aplicación en el desarrollo de 1949. Esta exclusión se derogó en 1961 pero fue declarada nula por el Tribunal Supremo "por lo que volvieron a resurgir los innumerables problemas que en la práctica venía planteando la excepción referida". [Anuario Español de Cinematografía 1955-1962. Madrid, Sindicato Nacional del Espectáculo, 1963. En el capítulo "Laboral" se incluye la Orden de 31 de diciembre de 1948, modificada el 20 de mayo de 1949.] 

Las disposiciones genéricas encuadran al personal según el “ciclo” de producción en el que prestan sus servicios (Producción, Estudios Cinematográficos, Laboratorios, Distribución y Sincronización y Doblaje). En el ciclo de Producción, el segundo Grupo comprende a los Artistas que, a su vez, se subdividen en Actores y Figuración y Comparsería.

Un tribunal se encarga de clasificar a los Figurantes y Comparsas, con arreglo a su presencia, vestuario, condiciones artísticas y antigüedad. Según esta tipología uno puede ser figurante, cuando interviene en la película en un papel de conjunto y sin papel determinado, o comparsa, porque se trate de un grupo reducido. Ascendiendo en el escalafón en lo referente a categoría profesional y con el consiguiente incrmento salarial, nos encontramos con el Figurante con intervención oral -aquel que, sin tener un papel determinado en la película, realice una breve intervención oral, aunque no figure en el guión, e incluso cualquier exclamación articulada con encargo nominativo de ser proferida por un figurante o dos, no pudiendo considerarse como tales las exclamaciones, los vítores, murmullos, etcétera, que haya de proferir el conjunto de la figuración-, Figurante con conocimientos especiales –al que en circunstancias normales se le exija alguna habilidad, como equitación, natación, conducción de vehículos-, Figurante en medios excepcionales de lluvia, incendios y simulacros de batallas o luchas, Figurante con vestuario determinado o con traje de etiqueta –el que aporta traje de su propiedad que no sea de uso corriente-, Doble de luces –aquel que, “a fin de evitar las molestias consiguientes a los primeros actores, independientemente de su intervención en los conjuntos, se le hace intervenir en sustitución de algún actor con objeto de encuadrar la figura de este o hacer el estudio de luces necesario para los planos en que el sustituido haya de intervenir posteriormente”- y, por último Doble para suplir en rodajes figuras de primeros actores –aquel que, teniendo una figura igual o parecida a un intérprete, reemplazará a éste en el rodaje de ciertas escenas-.

La retribución para Figurantes y Comparsas se cifra en cuarenta pesetas diarias, pero hay gratificaciones sobre el jornal por cualquiera de las especializaciones anteriormente relacionadas. La más golosa es la de aportar traje de etiqueta, porque en este caso se dobla el salario.

La jornada laboral es de siete horas en jornada intensiva, u ocho, si se corta una hora por descanso o comida, pero empieza a contar una hora después de la citación, tiempo que se entiende empleado en maquillaje y vestuario. También se estipula que los rodajes deben terminar una hora antes del último servicio del transporte público más cercano o la productora se hará cargo de reintegrar a los figurantes al centro urbano. Entre los casos especiales la ordenanza estipula las dietas que percibirán los actores por desplazamiento a una población distinta en la que radique su centro de trabajo que ascienden a 75 pesetas, más los viajes de ida y vuelta, con la condición expresa de que los actores viajarán siempre en primera clase.

Las bases por las que se rige su contratación son relativamente sencillas. La Bolsa de Trabajo es la que, a petición de la Productora, distribuye la faena. Por cada grupo de seis figurantes designa a uno responsable que será el encargado de comunicar a la Bolsa cualquier falta de puntualidad o de disciplina para que ésta aplique las sanciones correspondientes. Las penalizaciones se aplican conforme a un cuadro de faltas que contempla desde las leves –impuntualidad, indisciplina-, pasando por las graves –reincidencia en infracciones leves, ausencia injustificada y la “falta de aseo que produzca quejas de sus compañeros”-, hasta las muy graves –“los malos tratos de palabra u obra a compañeros o superiores; fraude, hurto o robo; la embriaguez, la blasfemia, los juegos prohibidos, los atentados a la moral y, en general, toda acción u omisión constitutiva de delito”-. Uno de estos incidentes queda registrado en el expediente administrativo de la producción hispano-portuguesa Inés de Castro (José Leitao de Barros / Manuel Augusto García Viñolas, 1944), rodada en doble versión. El 9 de junio de 1944, tras enfrentarse con Octavio F. Roces –director de producción- y Alejandro Perla –primer ayudante de dirección- un figurante es expulsado de los estudios Roptence, con pérdida del puesto trabajo. Los compañeros hacen un plante. “El hecho insólito para el año en que ocurría no se cerró definitivamente hasta finales de agosto, en que el extra fue rehabilitado. Habían mediado cartas de intercesión del propio Perla y de Cesáreo González”.

En la normativa también se menciona un sistema de premios para los asiduos al trabajo y de mejor comportamiento, tanto profesional como moral, aunque uno no ha encontrado mención escrita de los premiados entre la documentación consultada, como no sea al conjunto de la figuración de una película, como de hecho sucedió en 1957 con la cinta más popular de aquel año, El último cuplé (Juan de Orduña, 1957).

domingo, 4 de agosto de 2024

velasco, conchita


Publicado el 12 de diciembre de 2023 en La Abadía de Berzano

Hace unos días fallecía Concha Velasco. En este repaso abacial de su filmografía nos detendremos apenas en dos decenas de títulos de los más de cien en los que intervino en cine y televisión. El criterio es puramente subjetivo, así que nadie se lleve las manos a la cabeza si no encuentra referencias a El indulto (1960) y Los gallos de la madrugada (1971), las películas que supusieron su encuentro y su ruptura con José Luis Sáenz de Heredia, o a Más allá del jardín (1996), almibarada adaptación de una novela de Antonio Gala por un Pedro Olea que había marcado su cambio de registro en Tormento (1974).

No fue hasta Libertad provisional (Roberto Bodegas, 1978), que Conchita Velasco apareció acreditada como Concha. O sea, que hasta casi rozar la cuarentena, mantuvo el diminutivo. De las múltiples estaciones que cubrieron el trayecto de Conchita a Concha nos ocuparemos en estas líneas.
En busca de un personaje

La primera vez que Concepción Velasco Varona apareció acreditada como Conchita Velasco fue en La fierecilla domada (Antonio Román, 1955), una adaptación “libre” de la comedia de William Shakespeare resuelta con muy buena mano por Antonio Román. Es la última del elenco y apenas tiene tres o cuatro frases de diálogo. Su misión es hacer algunos mohínes y servir de soporte a las réplicas de Carmen Sevilla, que es la estrella de la función junto a Alberto Closas. Tiene entonces dieciséis años y una mínima experiencia ante las cámaras como parte del cuerpo de baile español que ha intervenido en La reina mora (Raúl Alfonso, 1955). Ése ha sido su trabajo hasta entonces: bailarina en las compañías de Celia Gámez, Antonio Garisa y la pareja Manolo Caracol-Lola Flores.

En Los maridos no cenan en casa (Jerónimo Mihura, 1956) empieza ya a lucir palmito y a lanzar alguna frase intencionada que se convertirán pronto en marca de la casa. Como está protagonizada por Zori, Santos y Codeso, la película tiene estructura y modos de revista: para colarse en una residencia para mujeres despechadas donde los hombres tienen prohibida la entrada, “los chicos” se hacen pasar por las tres esposas de un sultán —disfraz de odaliscas, velo cubriendo la boca, voz atiplada— que las ha dejado por otra. Claro, que allí está la tentadora Purita, doncella de uniforme negro y mandilito blanco, dispuesta a dejase empujar en el columpio por los tres amigotes con la consiguiente exhibición de pantorrillas. La actriz es aquí ya consciente de sus armas, pero aún le toca, pecar de ingenua. Nada que ver con su cometido en Muchachas en vacaciones (José María Elorrieta, 1958). Aunque comparte protagonismo con las italianas Maria Piazzai y Barbara Varena, esta vez su nombre viene precedido de “con la presentación de”. Estamos ya plenamente sumergidos en el filón transalpino en el que Conchita Velasco va a brillar durante esta primera etapa: el de las comedias románticas de episodios entrelazados. La cinta no es otra cosa que una secuela de la afortunada Muchachas de azul (Pedro Lazaga, 1957), con una doble variante: intriga criminal y película pro-turismo. Las localizaciones mallorquinas buscan cubrir la necesidad de la administración de títulos que sirvan de promoción a la floreciente industria del turismo, principal fuente de divisas en la depauperada economía española que busca abrirse a Europa sin renunciar a una ideología que lleva imponiéndose desde el final de la Guerra Civil. La excusa argumental se construye en torno a las tres empleadas de Galerías Preciados que viajarán con el gerente a Palma de Mallorca para actuar como maniquíes en un pase de modelos para la nueva temporada. Antes de salir se ha producido un atraco en los grandes almacenes y Carmen (la Velasco), aficionada a las novelas de misterio y empleada en el fotomatón de la casa, ha podido registrar la imagen del jefe. Los criminales las siguen hasta allí para acabar con su vida y, de paso, apoderarse de las joyas de una millonaria americana. Carmen conseguirá apresar a los delincuentes, obnubilados por su seductor baile moderno.

Ya están aquí casi todos los ingredientes del pelotazo del año: Las chicas de la Cruz Roja (Rafael J. Salvia, 1958). Y dice uno “casi” porque faltaba aún un elemento en la configuración de su imagen como icono de su tiempo: el emparejamiento con Tony Leblanc. La solidaridad femenina interclasista vencerá todos los obstáculos hasta la resolución del amor de las cuatro parejas... previo paso por los Jerónimos.

Epítome de la comedia predesarrollista, Las chicas de la Cruz Roja muestra en flamante Eastmancolor el cruce de la calle Alcalá con la Gran Vía como crisol de madrileñismo y la convivencia pacífica del hipódromo de la Zarzuela con los barrios populares. Estos están representados precisamente por el celoso Pepe (Leblanc) y la pizpireta Paloma (Velasco), que parece escapada de la verbena de lo mismo. La vallisoletana se convierte así en la chulilla madrileña por excelencia. Ninguna como ella para espetarle al novio que quiere darle achares con otra: “Quieta, Paloma, que estás condecorá”. No cambia mucho el tipo en El día de los enamorados (Fernando Palacios, 1959), sólo que el autobusero Leblanc queda emparejado con la manicura María Mahor y a la dependienta Velasco le toca esta vez en suerte el pusilánime Casal, con lo que el conflicto pierde fuerza. 

Pedro Masó es guionista y jefe de producción de estas dos últimas películas, con las que Amor bajo cero (Ricardo Blasco, 1960) comparte estructura narrativa y parte del reparto. La pareja central es la formada por Tony Leblanc y Conchita Velasco, aunque en esta ocasión, debido a la diferencia de clases, no se emparejen hasta el final. Ella es Nuria Berenguer, campeona de esquí que acaba de ganar un trofeo en el campeonato de Cortina d’Ampezzo. Él es Ramón, un tunante con mucha labia, que trabaja como marinero en el yate de un tarambana argentino que quiere la casualidad —o los guionistas, tanto da— que sea el novio de Nuria. Ramón se hará pasar primero por patrón de yate y luego por un campeón de esquí noruego a fin de estar cerca de ella y conquistarla.

Repetirán en Julia y el celacanto (Antonio Momplet, 1959), comedia algo desangelada en torno al macguffin del raro pez titular, en la que lo que de verdad se dirime es el amor de la dinámica secretaria de la conservera (Velasco) por el hijo del director del Museo de historia Natural (Virgilio Teixeira) que pretende hacerse con la pieza, y el del reportero en busca del reportaje sensacional (Leblanc) por una despampanante estadounidense (Lill Larsson). Si Tony será en esta ocasión el símbolo de las interesadas relaciones hispano-estadounidenses que este mismo año culminarán con la visita del presidente Ike Eisenhower a Franco, Conchita se ha ido convirtiendo en la metáfora cabal de la pujante España del Plan de Estabilización Económica, dispuesta a engancharse al carro del capitalismo sin renunciar a sus esencias. De ella escribirá Diego Galán “que encarnaba una muchacha moderna pero honrada, simpática y no casquivana, redicha, pícara, con sentido común y respetuosa del orden, es decir, una perfecta novia”. 

El arquetipo se hipertrofia hasta el absurdo en Festival en Benidorm (Rafael J. Salvia, 1960), nuevo publirreportaje turístico por cuenta del Festival de la Canción de marras, en el que la actriz se multiplica por tres. Encarna a tres chicas idénticas —la timorata Lía, la dicharachera María y la bebedora Estefanía— que concurran al certamen con idéntica canción que dicen haber compuesto los aspirantes a ganar sus respectivos corazones: el orquestal don Félix (Ángel Picazo), el guitarrista moderno Luis Vidal (Manolo Gómez Bur) y Martín Martínez (Arturo López), director de un combo jazzístico. 

Es una muestra más de estas tramas de enredos amorosos y ascenso social que tendrán su envés en Los tramposos (Pedro Lazaga, 1959). Los pícaros y estafadores de medio pelo encarnados por Leblanc y Antonio Ozores se redimen cuando entran a trabajar en la agencia turística en la que ya están empleadas sus novias, papeles que recaen en Conchita Velasco y Laura Valenzuela. Son así ejemplo palpable de las nuevas profesiones que van a proporcionar independencia económica y autonomía a la mujer española de finales de la década de los cincuenta... hasta que contraiga matrimonio.

Una mujer casada

Bueno, pues ha llegado el momento. Crimen para recién casados (Pedro L. Ramírez, 1959), Mi noche de bodas (Tulio Demicheli, 1961), Martes y trece (Pedro Lazaga, 1961) y Viaje de novios a la italiana / Viaggio di nozze all’italiana (Mario Amendola, 1966) se empeñan en mostrarla como una recién casada a la que le va a resultar imposible consumar el matrimonio en el transcurso del metraje, con los atribulados maridos cuyos papeles recaen en Fernando Fernán-Gómez, Rafael Alonso, José Luis López Vázquez y Tony Russel respectivamente. Híbrido de whodunit y comedia desarrollista, la primera; vodevil hispano-azteca, la segunda; road movie hispano-lusa la tercera; farsa de episodios ítalo-española, la última, brilla en los personajes de Conchita Velasco una picardía que hasta entonces apenas había estado esbozada. 

La boda era a las doce (Julio Salvador, 1963) es otra cosa: una comedia cien por cien screwball sólo marrada por la falta de habilidad del realizador para sostener el ritmo necesario y porque Pepe Rubio carece de la flexibilidad para hacer al novio un tipo auténticamente deseable. Porque en esta ocasión la Velasco no es la novia, sino una modistilla que debe recuperar un vestido entregado por error y capaz con tal de conseguir su objetivo de conducirle a la locura y, a la postre, ahora sí, al altar.

Las quisicosas de la boda como meta de la mujer e idea repulsiva para el hombre serán el meollo del díptico de episodios El arte de casarse / El arte de no casarse (Jorge Feliu y José María Font, 1966). En ambas encabeza el reparto Conchita Velasco, pero si en la primera ella es, en efecto, protagonista absoluta, los sketches de la segunda están al servicio de Alfredo Landa, quedando reducida la intervención de la actriz a momentos puntuales.

La exasperación de este modelo tendrá lugar a principios de la siguiente década, no tanto en las comedias de parejas dirigidas Mariano Ozores —Matrimonios separados (1969), Después de los nueve meses (1969) o Venta por pisos (1972)— como en las sátiras sobre el ascenso social (del marido) —El vikingo (Pedro Lazaga, 1972)—, el machismo o, para entendernos, el heteropatriarcado —Mi mujer es muy decente, dentro de lo que cabe (Antonio Drove, 1975)—, el consumismo —Un lujo a su alcance (Ramón Fernández, 1975)—, el hartazgo de la rutina matrimonial y la infidelidad —El amor empieza a medianoche (Pedro Lazaga, 1974) o Esposa y amante (Angelino Fons, 1977)— o, simple y llanamente, el mismísimo matrimonio como institución —Las bodas de Blanca (Francisco Regueiro, 1975) o Cinco tenedores (Fernando Fernán-Gómez, 1980)—. Esta última comienza como esperpento gore, deriva en comedia de costumbres y culmina en moralidad medieval puesta al día. El honor español queda puesto en ridículo cuando el cocinero del restaurante San Huberto (William Sully) le corta la cabeza a su mujer de un tajo por haberlo coronado. Muerta la madre y huido el padre, el hijo postadolescente (Manuel de Benito) es acogido por Aurelio y Maruja (Saza y Velasco), sus padrinos y propietarios del restaurante. Las relaciones entre madrina y ahijado pasarán a mayores durante el viaje de Aurelio para buscar un nuevo cocinero y de resultas de la coyunda, Maruja quedará embarazada, algo que no había logrado con su marido durante quince años de matrimonio. Las peores sospechas de Aurelio se confirman tras una visita al médico. Sus amigos lo dejan de lado y él decide montar una cena por todo lo alto en el restaurante en la que celebrar con sus amigos su condición de cornudo. Después de haber escenificado la hipocresía y esterilidad de la burguesía, Cinco tenedores se lanza a una defensa explícita del amor como única fuerza motriz del mundo en una celebración interclasista que, sin embargo, no termina de poner en cuestión el statu quo.

Una chica yeyé (que tenga mucho ritmo y que cante en inglés)

La película que definió como arquetipo a Conchita Velasco en aquel primer tramo de su filmografía fue, sin duda, Trampa para Catalina (Pedro Lazaga, 1961). La cinta parte de una idea que se toma a chufla la revolución cubana y da libre curso a una serie de escenas que no tienen otro objeto que el proporcionar ocasiones de lucimiento a los cómicos y encadenar situaciones humorísticas sin tregua. La escena del cha-cha-chá paramaní, que la actriz confesó haber rodado bajo los efectos de una fiebre de caballo, dio pie a un encendidísimo encendido elogios de la revista Film Ideal:

Trampa para Catalina es Conchita Velasco. La película deja de ser simplemente una “buena comedia” para convertirse en un verdadero documental sobre esta actriz, sobre su forma de andar, de moverse, de reír, de cantar, en fin, de vivir. Trampa para Catalina es la primera y admirable muestra de los resultados a que conduciría una utilización racional de Conchita Velasco, cuyas grandes posibilidades continúan vergonzosamente inexplotadas. La escena en que Catalina, bebida, convierte la lección de geografía sobre Paramaná en un cha-cha-chá perfectamente demencial sintetiza muy bien las virtudes esenciales de esta película, tanto en lo que se refiere al trabajo de la intérprete como a la forma en que ésta ha sido rodada. [...] Se trata de uno de los más hermosos fragmentos de cine logrados por nuestra cinematografía en toda su existencia. [José Luis Guarner, en Film Ideal, núm. 140, 15 de marzo de 1964.]

Por desgracia, su papel en su siguiente película con Lazaga, Sabían demasiado (1961), es un mero trampolín para el despliegue de los recursos cómicos de Tony Leblanc.

También La verbena de la Paloma (José Luis Sáenz de Heredia, 1963) “tiene su momento Velasco-musical”. Una de las claves de esta adaptación de la inmortal zarzuela de Tomás Bretón y Ricardo de la Vega es el desplazamiento del protagonismo a la chulapona encarnada por Conchita Velasco, que no sólo interpretará la soleá “En Chiclana me crie”, que en la zarzuela cantaba una voz anónima, sino que se peleará por el amor de Julián (Vicente Parra) con Balbina (Silvia Solar), dejando la reyerta entre Julián y don Hilarión (Miguel Ligero) en un discreto segundo término. Pero la canción con la que la actriz quedará identificada de por vida es, claro, La chica yeyé —letra de Antonio Guijarro y música de Augusto Algueró—, el tema estelar de Historias de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965). Si bien la película empalidece un poco al lado de su hermana mayor, Historias de la radio (José Luis Sáenz de Heredia, 1965), la rendición de La chica yeyé la convirtió en icono de una época, por mucho que la película se tomara a chufla la beatlemanía. Poco después, Conchita Velasco y Tony Leblanc protagonizarán la sátira sobre la música pop, el turismo y la paz y el amor universales en Una vez al año ser hippy no hace daño (Javier Aguirre, 1969).

Con Manolo Escobar

Sáenz de Heredia —primo de José Antonio Primo de Rivera y biógrafo cinematográfico del Generalísimo— tenía claro dónde residían los auténticos valores de España y sus mujeres y a ello se aplicará en el ciclo de películas en las que empareja a Conchita Velasco con Manolo Escobar. En ellas se escenifican una y otra vez las tensiones creadas en una sociedad tradicional por la presencia de la mujer en el mundo profesional.

En Pero... ¡en qué país vivimos! (José Luis Sáenz de Heredia, 1967) a un creativo publicitario se le ocurre una idea genial para promocionar conjuntamente el whisky y la manzanilla. Se trata de enfrentar a la cancionista yeyé Bárbara (Concha Velasco) y el cantante de copla Antonio Torres (Manolo Escobar) en un concurso denominado “¿Qué canta España?”. Se aprovecha así una rivalidad que polariza a la población española más allá de edades y grupos sociales. Por supuesto, el enfrentamiento tiene un carácter ideológico —cuando se pone en duda su patriotismo, Antonio Torres afirma que él ha votado sí en referéndum de la Ley Orgánica del Estado—, pero se presenta en términos maniqueos: modernidad-tradición, consumo-valores, liberación femenina-nacionalcatolicismo... La puesta en escena del concurso simula un cuadrilátero pugilístico, pero aquí ninguno de los dos contrincantes vence por KO, sino que la mujer se somete por voluntad propia al varón, aunque —esto sí, signo de los tiempos— las relaciones sexuales tienen lugar antes de pasar por la vicaría en vez de después. El carácter mudable de la mujer moderna queda en evidencia en el gag final, cuando Bárbara se presenta en casa de Antonio para que él le corte, según acordaron, la melena ye-yé. No hay necesidad de tal porque el símbolo de la modernidad no es más que una peluca. Claro que la melena rubia platino que luce debajo y que espanta aún más a su enamorado no es más que otra peluca, bajo la cual se encuentra la auténtica Balbina —Bárbara, a secas, sin apellido, era su nombre artístico— que a partir de ahora será la señora de Torres.

De las cinco producciones que interpretaron al alimón, sólo una fue dirigida por Mariano Ozores, uno de los directores con los que más trabajará Conchita Velasco en el cambio de década. En un lugar de la Manga (1970), no escapará del esquema básico. Ella es una secretaria en busca de ascenso y él un hombre íntegro que no está dispuesto a vender a una inmobiliaria su minúsculo trocito de la Manga del Mar Menor. El cambio al timón se nota en la deriva hacia la comedia cómica e, incluso, la revista musical que Ozores imprime a la cinta. 

Me debes un muerto (José Luis Sáenz de Heredia, 1971), el cuarto y último título en los que Sáenz de Heredia dirige a la pareja sigue ateniéndose a la fórmula ya probada —copla contra ye-yé, la España tradicional contra la España desarrollista—, pero lo hace desde un punto de vista autoparódico que, en lugar de abrir nuevos caminos al filón, lo aboca a su disolución. Como en Strangers on a Train  (Extraños en un tren, Alfred Hitchcock, 1951), el argumento presenta el doble pacto de asesinato establecido entre Irma (Velasco), una vidente embaucadora a la que su ayudante griego (Agustín González) amenaza con denunciar a la prensa, y Manolo (Escobar), copropietario de un tablao. Éste, como buen andaluz, cree en los mengues y no está dispuesto a llevar a cabo el plan, pero Irma cumple con su parte —al menos aparentemente— y le requiere para que haga lo propio. La persecución final en el túnel del terror del madrileño Parque de Atracciones pone las cosas en su sitio, preludio cómico-terrorífico a un final onírico-musical en el que la joven ambiciosa y ducha en tecnología se entrega, sin más explicaciones ni coherencia dramática, al macho cuya única virtud es su incapacidad para asesinar a un semejante.

De Conchita a Concha

La ruptura sentimental con Sáenz de Heredia y la implicación de la actriz en la lucha de los actores por la jornada de descanso semanal en el teatro llevarán aparejado un cambio de registro. Aunque ya ha participado en algunos dramas con anterioridad, Tormento, la adaptación de la novela de Benito Pérez Galdós, le valió múltiples reconocimientos. No era para menos. Su recital de insidias, codicia, bajeza moral e inquina, la emparejan con las grandes malvadas que el cine ha dado. Su salmodia final al darse cuenta de que ha perdido la partida contra la juventud de Ana Belén —“¡Puta, puta, puta, puta...!”— sigue siendo uno de los momentos memorables de la historia del cine español. Suyo es también el dramático plano final de El love feroz o Cuando los hijos juegan al amor (José Luis García Sánchez, 1975), sátira intergeneracional con un gran reparto coral y alguna simplificación que hay que entender como consecuencia de su tiempo.

Tormento arrasó con todo —recordaba Olea—. Fue un éxito tan grande que al acabar la película [José] Frade me dijo: “Vamos a hacer una película cada año”. Así de claro: “¿cuál quieres hacer la siguiente”. “Después de ver a Concha en Tormento, te voy a pedir dos cosas: una película que sea protagonista absoluta Concha Velasco; otra, que el guión sea de [Rafael] Azcona. Una historia que tengo yo, que quiero hacerla con Rafael y donde ella se luciera; que cantara, que bailara, que amara, que sufriera, que le pasara de todo”. [Bernardo Sánchez y Chechu León (eds.): Pedro Olea, Azcona y un lobo. Arnedo: Ediciones Aborigen 2017, pág. 14.]

El proceso se consuma, mientras el franquismo da las últimas boqueadas, en otra película de Olea, Pim, pam, pum... ¡fuego! (1975), ahora con guión de Azcona. Ambientada en la inmediata posguerra, hay quien ha querido leer la película en clave metafórica: la vicetiple encarnada por Conchita Velasco sería la España republicana a la que el capital amasado gracias al estraperlo por vencedores y arribistas (Fernán-Gómez) violan y asesinan, y perdón por el spoiler. Si analizamos la película desde el punto de vista estelar, una actriz en plena sazón —tiene entonces treinta y seis años— revisita sus primeros pasos en el mundo de la revista al tiempo que ofrece un auténtico recital e incluye algunos guiños a su propio pasado: el truco de subirse la falda para la prueba se lo enseñó Tony Leblanc cuando se la recomendó a Luis Escobar para sustituir a Nati Mistral en Ven y ven al Eslava y la revista que interpretan es Yola, que Sáenz de Heredia había escrito para Celia Gámez.

El estraperlista la llama puta más de una vez, no por haber aceptado el piso que él le ha proporcionado, sino por haberse acostado con un miembro del maquis al que esconde en Madrid. “Izas, rabizas y colipoterras”, que decía Camilo José Cela. La faceta más desgarrada de Conchita Velasco como actriz tiene lugar en el seno del subciclo en el que ejerce la prostitución: Préstame quince días (Fernando Merino, 1971), Las señoritas de mala compañía (José Antonio Nieves Conde, 1973) y Yo soy Fulana de Tal (Pedro Lazaga, 1975). De esta última, adaptación de una novela de Álvaro de Laiglesia, decíamos en Zoom a Lazaga:

... prescinde de los primeros capítulos de la novela, relacionados con la infancia de Mapi, y tergiversa y resume otros, mostrando en rápida sucesión las variopintas ocupaciones de la adolescente: monaguillo travestido, chica para todo en un establecimiento de ultramarinos, el noviazgo con Afrodisio (Paco Algora), al que le ha tocado el servicio militar en África... En su ausencia y durante las fiestas, Mapi se emborracha y, en un pajar, pierde la virginidad: “En este país todo el mundo da mucha importancia a los precintos de garantía... hasta tu propia madre”. Así que la chica se traslada a Madrid y entra a servir en una casa, donde es seducida por don Rodolfo (Fernando Fernán-Gómez), el preceptor de los niños. Rodolfo le enseña a leer y la lleva a ver el mar, pero cuando descubre su embarazo también la deja tirada. Mapi encuentra su “60/20” —sesenta años, veinte millones— en Marcelo (Antonio Ferrandis), un pintor que le pide que pose para él como Eva. Como dijimos en otra parte: “La escena se convierte en un canto al voyeurismo, porque es imposible abstraerse de que quien se desnuda es Conchita Velasco, la chica de la Cruz Roja, la chica yeyé, aquella chulilla pizpireta que siempre conseguía esquivar los avances de Tony Leblanc. Mirada compartida, por otro lado, por el casi millón de espectadores que pasan por taquilla y a los que Lazaga retrata, no sin sarcasmo, en la escena prólogo de la película, donde Mapi y Nati son asaeteadas por las miradas de los rijosos clientes del bar de alterne”.

Ya anunciábamos al principio de estos apuntes que Libertad provisional supuso la metamorfosis de Conchita en Concha. Por lo tanto, hemos llegado al final de nuestro recorrido con otra mujer abocada a una prostitución de perfil bajo. Alicia (Velasco) vende enciclopedias a domicilio, pero la realidad es que se gana el sueldo vendiéndose a sí misma. De ese modo gana lo suficiente para vivir sin depender de nadie y pagarle a su hijo una educación en un colegio privado. Un buen día entra en un piso de lujo y toma por el dueño a Manolo (Patxi Andión), un delincuente que ha entrado en la casa a desvalijarla. Él termina en la cárcel, denunciado por un compañero, pero cuando sale empiezan a convivir. Manolo pretende prosperar y arreglar el piso de ella, por lo que empieza a trabajar en la venta de enciclopedias por zonas rurales de los alrededores de Barcelona... Pero el empapelado, el enmoquetado y demás zarandajas, suponen también una injerencia en la independencia de Alicia. El ascenso social supone el acatamiento de unas normas burguesas que ella no parece dispuesta a aceptar sin una dura negociación y el propio Manolo pagará un alto precio por acceder al nuevo estatus. Apoyada en una interpretación muy sobria de la Velasco y con el inconveniente de un Andión que sólo convence físicamente, nunca como actor, Libertad provisional puede considerarse como una declinación en clave lumpen del cambio en las relaciones personales en la nueva sociedad capitalista —hoy diríamos neolibreal— ya esbozado en clave coral por Bodegas en Los nuevos españoles (1974).

Nuestro adiós a la actriz culmina cuando ella se despide de Conchita, aquella “muchachita de Valladolid” que encarnó, por pasiva o por activa y con una frescura y un entusiasmo a prueba de bombas, buena parte de las tensiones sociales engendradas por el franquismo en su pugna por incorporarse al carro del boom económico occidental sin renunciar a sus esencias nacionalcatólicas.