domingo, 17 de marzo de 2024

nieves conde, años 70

  

En su reciente —escribo en marzo de 2024— análisis sobre José Antonio Nieves Conde, Rubén Higueras Flores argumenta su decisión de cerrar el estudio en 1958, año de finalización de El inquilino (1957) a gusto de varias instancias ministeriales, porque los avatares censoriales de esta película supusieron una cesura radical en su filmografía, abriendo con Don Lucio y el hermano Pío (1960) una nueva etapa en la que “atenúa su mirada lacerante hacia la sociedad española, diluyéndose ésta entre las fórmulas genéricas por las que su obra transita”. [Valencia: Shangrila, 2023, pág. 19.] Cuatro largometrajes más y un corto constituyen toda su obra cinematográfica durante los años sesenta. Los proyectos que no terminan de cuajar y se refugia en la televisión:

Aunque estos trabajos para televisión me servían para ir tirando, seguía pasándolo muy mal. Veía el futuro muy negro. Hasta que un día sonó el teléfono. Era José Frade, al que no conocía personalmente. Me dijo que quería hacer una película conmigo. Ya es raro que te ofrezcan una película por teléfono y más cuando llevas unos años sin hacer ninguna. [Francisco Llinás: José Antonio Nieves Conde: El oficio del cineasta. Valladolid: Semana Internacional de Cine, 1995, pág. 124.]

Al parecer, la propuesta era hacer una nueva cinta sobre la resistencia del Alcázar de Toledo, que Nieves Conde propuso reescribir para que no tuviera el enfoque épico del clásico de Augusto Genina. De todos modos, el proyecto nunca llegó a puerto, ante las reticencias del ejército y el anuncio de que una productora estadounidense estaba interesada en realizar una cinta sobre el tema. Frade le propone entonces que adapte una obra de intriga de Juan José Alonso Millán: Estado civil: Marta. De este modo, vuelve Nieves Conde a la gran pantalla y da inicio nuestro repaso de su producción “genérica” durante los setenta. Intriga psicológica, comedia de costumbres y un creciente interés por el erotismo serán los terrenos en los que se moverán los siete títulos que dirige desde el principio de la década hasta la misma víspera de la desaparición de la censura.

Marta / Dopo di che, uccide il maschio e lo divora (1971) es un cuento gótico, con sus sosias, con sus mansiones, con sus crímenes misteriosos, con sus jaurías de perros que persiguen a mujeres por el bosque... Y al tiempo es un relato con ínfulas psicoanalíticas directamente influido por Psycho (Psicosis, Alfred Hitchcock, 1960). Los perros de Miguel (Stephen Boyd) persiguen a una mujer por las proximidades de su mansión. La mujer se llama Marta (Marisa Mell) y guarda un extraño parecido con su mujer, Pilar, que le abandonó dos años atrás. Marta trabaja en un club de alterne y un cliente la ha llevado hasta su casa y ha intentado estrangularla. Entonces ella lo ha matado. Miguel le ofrece su casa como refugio. Un comisario (Jesús Puente) investiga el asesinato y, tras una serie de misterios a propósito de los padres de Miguel —la muerte de la madre, el internamiento del padre en un psiquiátrico— ambos deciden que Marta se haga pasar por Pilar, de modo que pueda abandonar la mansión. Aunque la cinta resulta un tanto rutinaria en su concepción, está resuelta con cierto brío. La versión internacional incluye varias escenas de desnudos de Marisa Mell ausentes de la versión estrenada en España.

Historia de una traición / Nel buio del terrore (1972) es la consecuencia lógica del éxito comercial de Marta, de modo que constituyen un díptico en lo tocante a producción. El mismo equipo, con las incorporaciones de Sylva Koscina y Fernando Rey, factura inmediatamente una cinta muy alejada del clima claustrofóbico de la anterior en la que las vueltas y revueltas de la intriga planteadas en el libreto terminan obligando al realizador a no jugar limpio con el espectador, a base de hurtarle información o proporcionársela torticeramente, lo que termina resultando aún más insatisfactorio.

Carla (Mell) trabaja como prostituta de lujo. Mantiene una relación más o menos estable con Arturo (Boyd), un playboy pintor aficionado, y ha conseguido que Luis Mendizábal (Fernando Rey), un importante hombre de negocios, le ponga una casa imponente. Cuando se reencuentra con Lola (Sylva Koscina), una vieja compañera, le pide que vaya a vivir con ella. Lola es una soñadora un tanto indecisa, en tanto que Carla es una mujer pragmática y resuelta. Luis llega a casa un día en el que no está Carla e invita a Lola a comer con él. A partir de ahí inician una relación que se verá truncada cuando Luis Mendizábal se estrelle con su avioneta particular. Al tiempo, Arturo ha urdido una estratagema para sacarle el dinero a Carla.

Las señoritas de mala compañía (1973) supone un cambio de registro radical. Se trata de una comedia de costumbres con intención crítica. Doña Sole (Isabel Garcés) y doña Íñiga (Milagros Leal) mantienen un contencioso desde que el marido de ésta le puso un piso a aquélla en una pequeña ciudad de provincias. El piso ha terminado convertido en burdel. Allí trabajan la romántica Charo (María Luisa San José), enamorada de un buen chico (Emilio Gutiérrez Caba) que quiere opositar; la arisca Lola (Esperanza Roy), la única que aguanta los caprichos infantiloides del hijo de doña Íñiga (José Luis López Vázquez); Elo (Marisa Medina), hecha al chuleo al que la somete el propietario del bar de la esquina (Rafael Hernández); la pragmática Dominga (Concha Velasco); y Eloy (Manolo Gómez-Bur), un homosexual que trabaja como chico para todo. Una vez planteados estos sencillos conflictos y completado el cuadro provinciano con un grupo de maridos rijosos, mujeres beatas y un cura (Ismael Merlo) comprensivo con las debilidades de la carne, la película propone el mismo giro que la contemporánea Villaviciosa de al Lado (Nacho G. Velilla, 2016): toca la lotería de Navidad en el burdel y todos los hombres llevan alguna participación. Doña Sole pretende reconvertir el negocio en un hotel decente y, fallecida doña Íñiga del berrinche, las beatas asedian a la propietaria de la casa de mala nota para que invierta el dinero en el pueblo.

La ambientación y el vestuario traicionan el momento de la realización, aunque los diálogos remiten a final de los años cuarenta o muy principios de los cincuenta, cuando aún había tolerancia con la prostitución estable y estaban a la orden del día las cartillas de racionamiento. También hay un cierto empeño sociologizante, desbancado por las elecciones de Frade como productor, y una cancioncilla pegajosa de Gregorio García Segura que acentúa aún más el efecto de extrañamiento.

Prótesis, heces, mucosidades, babas, degluciones, excrecencias... La revolución matrimonial (1974) despliega un completo catálogo escatológico en su descripción del matrimonio fracasado de Pedro (José Luis López Vázquez) y Begoña (Analía Gadé). Es el modo en que Rafael Azcona concreta en el guión lo que en la comedia adaptada era un vodevil que daba otra vuelta de tuerca a Belle de jour, novela de Joseph Kessel y película de Luis Buñuel. Porque Begoña, la esposa insatisfecha, condenada al autoritarismo de su marido, al cuidado de un padre senil (Ismael Merlo) y un hijo caprichoso y descerebrado (Pedro Alonso), adopta por las tardes la personalidad de Cuqui, una chica de alterne dicharachera y desinhibida. Cuando Pedro lo descubre... decide seguir el juego. Azcona ya había trabajado en el desarrollo de un profesional de la medicina patológicamente reprimido, interpretado por el mismo López Vázquez, enfrentado a un personaje femenino desdoblado (Geraldine Chaplin) en Peppermint frappé (Carlos Saura, 1967). Entonces Saura impuso una clave alegórica al argumento. En cambio, en La revolución matrimonial se superponen, como capas que no terminan de encajar del todo, la comedia sexy de destape producida por Frade, el esperpento que satiriza la institución familiar y la educación nacional-católica escrito por Azcona y el drama feísta y descarnado sobre la pareja en el mundo contemporáneo rodado por Nieves Conde. Ésta es su última película para José Frade. Casa Manchada (1975) será producida por Andrés Velasco para Hidalgo P.C.

A pesar de que Emilio Romero —autor de la novela Todos morían en Casa Manchada en 1969 y de la adaptación teatral de 1974— aseguraba que su obra no tenía tesis ni mensaje, que se trataba simplemente de una novela romántica, en la versión cinematográfica de Nieves Conde la casa solariega es evidentemente la España fratricida. La contienda de 1936 no es más que un eslabón de la cadena que va de las guerras carlistas del XIX y las revueltas anarquistas de principios del XX a las incursiones del maquis en España. Tal es la continuidad planteada por el prólogo y el último acto y la secuencia planteada por el propio Emilio Romero, dado que en cada uno de estos conflictos morirá el propietario de la finca. Siempre hombres, porque la familia de Álvaro posee los labrantíos por la gracia de Dios y estos se transmiten de generación en generación con familias de aparceros y trabajadores siempre agradecidos por el trato paternal que se les depara. Las balas que acaban con ellos hasta constituir una maldición que siempre proviene de fuera. En Casa Manchada no hay conflicto social que valga. Vamos con Álvaro (Stephen Boyd), que regresa de la guerra en 1939. Ha combatido como falangista, ideología de la que Nieves Conde nunca abjuró. Pero, frente a sus antepasados, él ha salido incólume de la contienda y su biografía girará en torno a la mujer. Tres en concreto que son de nuevo tres símbolos. Elvira (Carmen de la Maza) es la esposa legítima, perteneciente a su misma clase social, pero enfermiza y estéril. Laura “La Romántica” (Sara Lezana), a la que encuentra un día desmayada en su propiedad y que queda instalada en la casona a la espera de una investigación judicial es la pasión, devoradora y fugaz. Rosa (Paola Senatore) es la mujer futura, hija del administrador de la finca, fallecido junto al padre de Álvaro; ha estudiado, está dispuesta a asumir el estatus de señora de la casa cuando el señorito enviude —no antes, como Laura— y exhorta a los labradores a seguir trabajando la tierra a pesar del abandonismo del patrón “porque Casa Manchada también les pertenece a ellos; todos ayudaron a hacerla y no quieren que se hunda; quieren seguir viviendo y usted tiene la obligación de ayudarlos”, según le espeta a Álvaro.

El enfrentamiento dialéctico entre Álvaro y el cabecilla (Cris Huerta) de la partida del maquis que le ha secuestrado para cobrar un millón de pesetas por su rescate, pone de manifiesto una vez más, la tesis de un relato que se supone que carece de ella: que entre un falangista y un comunista no hay tantas diferencia como entre un español y un soviético:

—Aquí donde me ves, yo podría estar en Moscú paseándome como un señorito, pero mi deber está aquí. Allí me hicieron general y me pusieron un nombre ruso, pero nuestra revolución tiene que ser otra cosa. ¡Aquello no era un paraíso ni leches! Siempre diciendo que son los tíos más cojonudos... A mí me cabreaba el haber nacido en un país como España, que según ellos no había inventado nada ni hecho nada. ¡Figúrate, si tenemos libros de Historia para empapelar Moscú!

La novela tenía una tercera parte protagonizada por la hija de Rosa y Álvaro y ambientada en el Madrid de finales de los sesenta:

España era aliada de Norteamérica, y aunque los dirigentes políticos del mundo refunfuñaban siempre sobre el régimen político del general Franco, España había superado el cerco internacional de la posguerra mundial y circulaba con relativa normalidad en el mundo de las relaciones exteriores. El régimen político había perdido impermeabilidad y dureza, y se adiestraba con cautela en la construcción de una democracia o de una apertura política. Habían, desaparecido los mitos ideológicos, y una nueva sociedad se instalaba en la nueva revolución del bienestar. [pág. 272]

Pero tamaña justificación del Régimen carece de sentido en sus postrimerías, amén de dañar la unidad dramática de la película, que finaliza con la marcha de Rosa y un fuego purificador que acabará con la maldición: el hijo de Álvaro no nacerá en Casa Manchada. Cuando por fin se estrena en Madrid, en 1980, su anacronismo es tan patente que el crítico titular del diario ABC hace notar que “quería ser atrevida eróticamente —con desnudos, incluso, aunque no fuesen integrales— siguiendo la corriente, de actualidad plena hace cinco años, de prescindir de la exhibición de lencería —máximo atrevimiento hasta entonces— para, pasando a la exposición epidérmica, lograr la atención del público”. [ABC, 12 de junio de 1980.]

Bastante antes se ha estrenado Volvoreta (1976), una adaptación de una de las primeras novelas de Wenceslao Fernández Flórez. Se la encarga de urgencia Rafael Gil, director general por entonces de Azor P.C., una empresa vinculada a las necesidades de importación de Warner Bros. Aunque las obras de Fernández Flórez —sobre todo las de carácter humorístico, pero también alguna de tono naturalista— habían sido repetidamente adaptadas al cine en la década de los cuarenta, Volvoreta, novela con una fuerte componente de erotismo, no llega a las pantallas hasta 1976. Y lo hace encarnada por Amparo Muñoz, cuya presencia se convierte en el centro del relato por motivos de producción. Por eso los intentos de Nieves Conde por ofrecer un contexto social susceptible de ser interpretado en clave contemporánea resultan tan meritorios como descentrados.

Federica (Amparo Muñoz), conocida como “Volvoreta” (mariposa), entra a servir en el pazo de los Abelenda. Isabel (Mónica Randall) mantiene un noviazgo con Rodeiro (Ramiro Oliveros), joven profesional de ideas republicanas, lo que trae a mal traer a doña Rosa (Violeta Jiménez). El otro hijo, Sergio (Antonio Mayans), opositor al cuerpo de oficiales de Correos, se siente atraído por la muchacha. Cuando doña Rosa descubre el idilio la echa de la casa. Sergio debería casarse con Luisita Acevedo (Isabel Mestres), una muchacha de su clase, hija del banquero Acevedo (Rafael Navarro), lo que resolvería además las estrecheces económicas por las que pasa la familia. Pero la pasión que ha despertado en Sergio Volvoreta hace que la siga a la ciudad con la excusa de sus estudios. Allí entrará a trabajar en El Avance el periódico republicano en el que colabora Rodeiro. Pero tanto El Avance como Volvoreta están en la nómina del banquero Acevedo. Sin embargo, Sergio —al menos en la interpretación de Mayans— carece de vigor como para que nos conmueva su tragedia de desclasado. La fotografía y la dirección artística tampoco ayudan a engrasar este desfase entre la naturaleza del proyecto, sus intenciones y la precipitación con que Nieves Conde debió acometerlo tras el despido por parte de la productora de Rafael Moreno Alba, lo que le llevó a trabajar con un tratamiento trazado ex novo y un ejemplar de la novela. Probablemente por ello hay escenas con desarrollo propio, independientes del desarrollo general del argumento. Es el caso de la recepción de Año Nuevo en el pazo, donde se perfila claramente el clima ideológico del momento con todas las fuerzas en conflicto: republicanos y terratenientes, el clero y la emergente burguesía capitalista, señores y criados.

Más allá del deseo (1976) era la película para la que Rafael Gil había llamado a Nieves Conde antes de que se cruzara en su camino Volvoreta. El argumento, basado en la novela Mónica, corazón dormido, de Ramón Solís, se desarrolla según el siguiente esquema: la policía le pide al pintor Pedro Bernáldez (Ramiro Oliveros) que identifique a Mónica (María Luisa San José), que acaba de morir en un accidente de tráfico. El comisario (Francisco Merino) le pregunta también por el otro fallecido, Cristóbal (Ricardo Merino). Una serie de flashbacks van desvelando la evolución de la relación entre el pintor y su amante desde el momento en que él, aún neófito, opta a una beca para viajar a Roma hasta el presente, cuando recibe la llamada de Mercedes (Patricia Granada), la viuda de Cristóbal, dispuesta a desvelar qué relación había entre su marido y Mónica. Pero Mercedes tiene una amiga, Carla (Mónica Randall), que también parece tener algo que ver con el pasado de Cristóbal y que admira a Pedro como artista. Las cada vez más enrevesadas relaciones del presente —hay un personaje ausente hasta el final que vincula a todos los demás— tienen su eco en el pasado, cuando Mónica no llegaba a entregarse a Pedro mientras él no terminara con Pilar (Isabel Mestres), su esposa enferma.

Acaso la novela tuviera algún valor que a uno se le escapa. La adaptación resulta tan pompier como el retrato de Mónica como Venus naciendo de las aguas que pinta Pedro y que tiene un valor esencial en la trama argumental. Ésta parece servir de mero armazón para presentar unos cuantos desnudos femeninos, sin que el conflicto del pintor entre su compromiso con su obra y el mercado del arte tenga nunca más consistencia que le otorgan unos diálogos altisonantes. Uno de ellos parece aludir a la circunstancia del propio cineasta:

—Te estás amanerando. Sólo pones oficio.
—¿Y te parece poco?
—Y ningún sentimiento.
—Lo lamento. Y no creo que pueda dar más si no soy sincero a la hora de pintar.

En una planificación regida por el transfocator, el último plano de la película es precisamente un zoom al lienzo en blanco que el pintor acaba de colocar en el caballete. ¿Es la voluntad de empezar de cero, como declara el artista, o un viaje a la nada, el anuncio del vacío al que se va a ver abocada la filmografía de Nieves Conde? Cuando le homenajearon en Valladolid, en 1995, relató con amargura su jubilación:

Hice todo lo posible para que Más allá del deseo no fuera un canto de cisne. En aquellos días la vida era como un torbellino, el ir y venir, el dar vueltas y revueltas política y socialmente no era favorable para el discurrir del cine español. Terminé de desarrollar dos historias, una de intriga, la otra social. La historia de intriga era alucinante, se desarrollaba en torno a una familia un tanto freudiana, entroncaba con una de mis primera películas, Angustia [1947]; la otra era una historia de camioneros y agricultores luchando contra los ya grandes monopolio acaparadores de los mercados, siguiendo la línea trágica e irónica que había desarrollado en Surcos [1951] y El inquilino. [Francisco Llinás: Op. cit., pág. 143.]

Desde luego, la segunda estaría hoy de plena actualidad.


Filmografía como director:

Senda ignorada (1946)
Angustia (1947)
Llegada de noche (1949)
Jack el negro / Black Jack (1950), director adjunto de Julien Duvivier
Balarrasa (1950)
Surcos (1951)
El cerco del diablo (1952), codir. Edgar Neville, Antonio del Amo, Arturo Ruiz-Castillo, Enrique Gómez
Rebeldía (1953)
Los peces rojos (1955)
La legión del silencio (1955), codir. José María Forqué
Todos somos necesarios (1956)
Entre hoy y la eternidad / Zwischen Zeit und Ewigkeit (1956), director adjunto de Arthur Maria Rabenalt
El inquilino (1957)
Don Lucio y el hermano Pío (1960)
Prohibido enamorarse (1961)
El diablo también llora (1963)
El sonido de la muerte (1965)
Cotolay (1966)
Marta / Dopo di che, uccide il maschio e lo divora (1971)
Historia de una traición / Nel buio del terrore (1972)
Las señoritas de mala compañía (1973)
La revolución matrimonial (1974)
Casa Manchada (1975)
Volvoreta (1976)
Más allá del deseo (1976)

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