domingo, 18 de agosto de 2019

lazaga 101 (11)


A principios de los sesenta, Lazaga, que ya ha coqueteado con personajes femeninos de cierta entidad, explota el filón del protagonismo de la mujer, apoyado en la presencia de actrices curtidas en la comedia, como Concha Velasco, Laura Valenzuela, Elvira Quintillá o Maruja Bustos. Con ésta última, que tiene papeles de peso en algunas de estas películas, contrae matrimonio en abril de 1961. En una nota de la agencia Cifra, podemos leer la siguiente coletilla, tan acorde con los tiempos que no merece ni comentario:
Le preguntamos si Marujita seguirá trabajando en el cine y nos contesta: "Ella tendrá   libertad para hacer lo que quiera; es una de las cosas más importantes, siempre que se sepa lo que se debe hacer". [ABC, Sevilla, 18 de abril de 1961.]
Aunque The Three Faces of Eve (Las tres caras de Eva, Nunnally Johnson, 1957) no se estrena en España hasta 1963, después de sufrir unos cuantos embates censoriales, el argumento de la película circulaba por los mentideros cinematográficos desde su realización y el informe médico sobre la personalidad múltiple de los doctores Thigpen y Cleckley en que se basa dicha cinta sí que había sido traducido al español. No es extraño, por tanto, que se considerara una estupenda base para construir una comedia de intriga que permitiera a Laura Valenzuela, compañera del productor José Luis Dibildos, demostrar la amplitud de su registro interpretativo. Misión cumplida, aunque el ámbito en el que se desarrolla la historia de Trío de damas (1960) -chalets de lujo, viajes de novios a Venecia, Viena y París...- esté tan alejada del costumbrismo de Los tramposos (Pedro Lazaga, 1959) como de la almibarada realidad de Luna de verano (Pedro Lazaga, 1959).

Ana (Laura Valenzuela), recién casada con Alberto (Paco Rabal), sufre unos celos enfermizos.
 Su impericia como cocinera hace que contrate a una doncella, Rosa (Maruja Bustos), que en realidad es una desvalijadora de domicilios a la que Alberto ha tenido que defender como abogado en el juicio por el robo en casa de unos americanos de la Base Aérea de Torrejón de Ardoz. Cuando los descubre en una situación equívoca, Ana comienza a robar en casa, lo que provoca la marcha de la doncella. Sin embargo, los robos continúan. Alberto consulta con el doctor San Román (Ismael Merlo), un eminente psiquiatra, sobre este caso de personalidad escindida que la convierte en Lola Álvarez, una especie de doble de Rosa. Cuando parece que la pareja se ha reconciliado, las carantoñas de una cantante francesa durante su actuación a Alberto hacen que aflore una tercera personalidad, la de una existencialista de tomo y lomo llamada Monique. Ahora es Alberto quien está al borde de la locura.

La cinta supone el flechazo de Lazaga con el zoom, con el que mantendría un intenso idilio durante el resto de su filmografía. La secuencia inicial es un festival de avances y retrocesos ópticos que pretenden traducir la perplejidad de los invitados y el suspense ante la respuesta de Ana a si quiere contraer matrimonio con Alberto. A partir de ahí, sus sucesivas mutaciones de personalidad irán acompañadas de una musiquilla a propósito y de los correspondientes zooms adelante y atrás.

Tras el fin (provisional) de su relación con el productor José Luis Dibildos, Pedro Lazaga se embarca en una serie de películas para distintas productoras. La mayoría de ellas son comedias cómicas, sin que haya mucha opción a encuadrarlas en otros filones como el de la comedia romántica, la comedia costumbrista, la parodia o la comedia desarrollista, de la que había sido principal artífice en Ágata Films. Trampa para Catalina (1961)  parte de una idea que se toma a chufla la revolución cubana -y otro tipo de vueltas a la tortilla en lo que entonces se denominaban repúblicas bananeras- y da libre curso a una serie de situaciones en que se puedan moverse libremente un amplio elenco de comediantes. A ratos, la pantalla -ayuna de los procedimientos anamórficos con los que tan cómodo se siente el realizador- se satura de personajes que desarrollan acciones simultáneas en varios términos. Otras veces, los movimientos de los intérpretes favorecen un movimiento de cámara que actúa como remate de un gag visual. El argumento se organiza en grandes bloques: la persecución de Catalina (Concha Velasco), su conversión en la doble de la heredera paramaní Silvia por parte de tres agentes incompetentes (Trini Alonso, Antonio Ozores y Manolo Gómez Bur), los problemas que esto le ocasiona con su novio camionero (Jesús Aristu), los intentos del embajador de Paramaná (Juan Cazalilla) por contener los intentos revolucionarios de los barbudos opositores... Nada tiene otro objeto que el proporcionar ocasiones de lucimiento a los cómicos y encadenar situaciones humorísticas sin tregua. Lo mejor que se puede decir de Trampa para Catalina es que en la mayoría de las ocasiones lo consigue.

Martes y trece (1962) es una comedia cómica en la que Pedro Lazaga anuncia la evolución de la comedia desarrollista al modelo ligero que terminará cultivando desde mediados de la década de los sesenta. La excusa argumental juega con la superstición del "13 y martes, ni te cases ni te embarques". Pues bien, Pepe (José Luis López Vázquez) y Franz (Franz Johann) han sucumbido al capricho de dos mujeres de armas tomar (Conchita Velasco e Isabel de Castro), que han decidido casarse en la misma iglesia, a la misma hora y el mismo día de San Antonio... precisamente martes y trece. El incendio de la casa de Pepe le obliga a robar el camión de bomberos para llegara tiempo a la ceremonia, de modo que ambas parejas terminan pasando su noche de bodas en los calabozos de la comisaría. Eso sí, los hombres por un lado y las mujeres por otro. Y así parten para Estoril -cosas de las coproducciones- en viaje de novios, donde resulta que Pepe tiene un "primo gemelo", jugador profesional de hockey sobre patines y donjuán empedernido. Como quiera que allí se encuentra también Marga (Concha Colado), antigua amante de Franz, los celos hacen acto de presencia, las cosas se complican y la consumación del doble himeneo se verá postergada una y otra vez.

La Venus del espejo de Velázquez expone a los espectadores una serie de tópicos sobre las mujeres acuñados por varios personajes históricos. Con el fin de poner las cosas en su sitio, Eva 63 (1963) presenta a cinco mujeres "de hoy" que comparten piso en la madrileña Plaza de Oriente. Elena (Laura Valenzuela) es una aspirante a escritora que fuma demasiado, Mara (Elisa Montés) una amante de las fiestas que nunca se acuesta antes de amanecer, Charo (Ángela Bravo) soñadora irrecuperable con galanes hollywoodenses, Soledad (Soledad Miranda) la artista recién llegada de Andalucía dispuesta a triunfar y Eugenia (Elvira Quintillá), tía de ésta y la mayor de ellas, quien, además de trabajar en una casa de alta costura, ejerce la función de madre comprensiva y cariñosa.

Como en otras películas de Lazaga, hay un hombre para cada una de ellas. El de Eugenia, en el pasado, fallecido u olvidado. Mara está encandilada con Miguel (Jorge Rigaud), un hombre acaudalado, maduro y juerguista que, al descubrir que padece un cáncer terminal, decide casarse con ella y legarle su fortuna. Charo está ennoviada con el tontorrón de Luis (Ángel Ter) en una relación sin un futuro claro porque en el hotel en el que trabaja se hospeda un famoso actor estadounidense (Juan Barbará) por el que haría cualquier locura. En su ambición por entrar en el mundo del cine Soledad orilla la prostitución y termina cayendo en manos de Paco (Manuel Peiró), un ayudante de dirección cinematográfico que le ha conseguido un papelito en una españolada. Y, por último, está la relación de Elena con Fernando (Jesús Puente), un pintor con ínfulas de genio, tan inútil e intratable como egoísta. Pero, al contrario que en otras películas de Lazaga –Muchachas de azul (1957) sería el ejemplo más claro- los hombres no suponen el deseado final feliz para estas cinco mujeres. Por ello, el tono genérico está más cerca del drama que de la comedia. Estos se centran en la sátira del mundo del cine, con su galán homosexual, sus mistificaciones al rodar en exteriores y la impostura del doblaje. Los finales de las cinco historias son agridulces, aunque el que se elige para clausurar el relato es el más trágico.

El otro punto destacable es la fotografía –firmada por Eloy Mella- en blanco y negro y pantalla panorámica, lo que le proporciona a Eva 63 un cierto aire de familia con producciones coetáneas italianas y francesas. Claro que, lo que en aquéllas se puede decir, no conviene en España. Suficiente osadía es ya mostrar en la cama a Elena y a Fernando sin que medie vínculo matrimonial o que Soledad se quede embarazada. Es por ello que el mensaje moralizante, puesto en boca de la escritora, resulta tan ajeno al planteamiento. Si el organismo censor tuvo que ver en ello o fue decisión acomodaticia de los guionistas es algo que ignoramos.

Lazaga no duda en contraponer su acercamiento fenomenológico al cine a los apriorismos que, a su juicio, presiden la concepción del medio por parte de las nuevas generaciones:
 "Porque lo que hay que hacer es que la gente viva y que viva hoy y en los sitios de hoy, y que se vistan como se visten hoy y que hablen como hablan hoy, y nada más. En cuanto hay otras cosas en ese mundo lo único que se hace es que se les mata y entonces hay como muñecos extraños que funcionan porque hay una idea anterior que les hace funcionar así. A mí me parece que el cine debe ser como la vida, que funcione como se funciona en la vida normal". ["Lazaga habla, largo y tendido, con Buceta, Palá y Villegas", en Film Ideal, núm. 169, junio de 1965.]

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