domingo, 8 de septiembre de 2019

lazaga 101 (14)


El tímido (1964) es la aproximación de Lazaga a la comedia negra, al tiempo que propone el análisis de una patología: la del “tímido, el poquita cosa, el no sé si atreverme, el que acepta el último puesto desde el principio, el que se come las ambiciones y se muerde las uñas… un servidor”. Al menos, así es como se ve Pablo (Adolfo Marsillach) y se explica a sí mismo ante las cinco chicas a las que piensa asesinar gracias a los métodos con los que se ha familiarizado trabajando en el gabinete de figuras de cera en el que conviven el verdugo de Valladolid, el atracador de Atarazanas, el vampiro de Claudio Coello o “El Sacamantecas”, que ya había inspirado la figura del asesino de Cuerda de presos. Por supuesto, el asesinato no llegará a buen término… o malo, según se mire. Ni siquiera la violación quíntuple de las cinco muchachas que se han aprovechado de la timidez de Pablo para  que en sus casas las dejen salir y luego poder irse con sus auténticos novios resulta cierta al final y Pablo terminará asumiendo su condición de imbécil perpetuo, sometido a la tiranía de su madre (Mari Carmen Prendes) y ejerciendo de padrino de los cinco niños nacidos de los honestos matrimonios a que ha dado lugar su aventura.

La crítica de costumbres que podía llevar implícita la película y que varias veces llega a verbalizarse, se disuelve, no obstante, en la tragicomedia individual de este personaje grotesco. En la construcción del mismo se advierte la mano de Marsillach, que escribe el guión al alimón con Lazaga. Para entonces ya había dirigido las series Silencio, se rueda (1961) y Silencio, vivimos (1962), que le habían dado una inmensa popularidad en la incipiente Televisión Española. Lazaga rueda una vez más en pantalla ancha. La quintuplicidad de la historia –cinco chicas, cinco novios, cinco estrategias para deshacerse de ellos, cinco parejas de padres acusadores, cinco bodas…- parece favorecer la alineación en el encuadre de los personajes, aunque casi siempre se aproveche la composición en diagonal para evitar el estatismo de las tomas frontales. Sin embargo, la estructura repetitiva de los bloques narrativos termina dotando al conjunto de un carácter parsimonioso que acaso hubiera resultado más contundente con un ritmo que no hubiera tenido que ceñirse –como Lazaga hace sin duda conscientemente-, a la premiosidad de la interpretación de Marsillach.

El protagonista de El cálido verano del señor Rodríguez (1964) es otro caso patológico. La imposibilidad de ver la película nos lleva a recurrir a la socorrida crítica del estreno, que al menos nos permite pulsar el pulso de la recepción en el momento de su estreno. Se puso entonces el énfasis en el protagonismo de López Vázquez:
Un guión ligero, que sólo busca la cómica eficacia de las situaciones, cuenta con sencillez las aventuras fingidas del inocente y maduro tenorio. Todo esto, que en sí mismo no es nada o es bien poco, basta, bien manejado, para dar una sensación visual de complaciente alborozo. El actor, seguro en su postura, que él acomoda por sí mismo a la mayor agudeza de cada trance, le da suelta con fruto risueño a toda la vena cómica que lleva dentro. [...] El cálido verano del señor Rodríguez, película para los calores y no apta en la invernada, repite con modestia encantadora ese largo juego de lugares comunes que amanecen en los estíos al amparo de las soledades conyugales. ¡Pobre señor Rodríguez, bueno, casto, sacrificado y soñador, que sueña que vive la imaginada aventura sin vivirla y se conforma sólo con soñarla! [ABC, 14 de julio de 1965.]

En Cómo sois las mujeres (1968) Mario (Arturo Fernández) está dispuesto a casarse con Teresa (Teresa Gimpera) y a hacerla la mujer más feliz del mundo. Claro, que otro cantar es la vida de casada. Apenas transcurridos dos minutos de metraje de este almíbar fotonovelero, Lazaga nos sumerge en la rutina matrimonial mediante una elipsis brutal. Los títulos de crédito -acelerados, según su costumbre habitual- y una serie de flashbacks reconstruyen la vida polarizada de la pareja: Teresa, sola en casa, atendiendo a los niños; Mario, dedicado a la venta de parcelas en una urbanización de la sierra madrileña en compañía de otro vendedor tan fullero como él, Enrique (Juanjo Menéndez).

La ensoñación fantástica presente en prácticamente todas las películas de Lazaga adopta en esta ocasión la forma de un sueño de Teresa, que no sabemos si es una pesadilla o un sueño húmedo. La guerra de sexos adquiere en él la forma de un combate de boxeo con abundancia de planos subjetivos rodados cámara al hombro. En realidad, se trata de un sueño premonitorio, porque al día siguiente se planta en su casa Julia (Laia Orfei) y la convence de que tiene que vivir su vida. El consiguiente cabreo de Mario sirve de trampolín al cambio de roles. Teresa se desenvuelve perfectamente en el negocio inmobiliario en tanto que Mario no da pie con bola en la casa, lo que da lugar a un segundo ensueño –esta vez de él- en el que se ve a sí mismo convertido en chófer y mayordomo de Teresa, convertida en una eficiente mujer de negocios. El guión de Masó y Salvia conjura así los miedos del hombre contemporáneo, que veía peligrar su condición de macho cazador que traía el sustento a casa. Se trata de un temor atávico puesto que la legislación vigente seguía manteniendo a estas alturas el sometimiento de la mujer casada a su marido, sin posibilidad de trabajar, tener una cuenta corriente, obtener el carné de conducir o el pasaporte e, incluso, aceptar una herencia. Cómo sois las mujeres juega cómicamente con estas desigualdades a fin de desactivar su potencial crítico.

El crítico cinematográfico Alfonso Sánchez proclama 1968 "año Lazaga":

Las películas con más fácil acceso a las pantallas y las que en su conjunto han rendido el mejor porcentaje do taquilla pertenecen a la llamada "fórmula Masó". Son esas comedias que parten de una realidad inmediata y la desorbitan más o menos con anotaciones burlescas, saineteras, sentimentales o un poco dramáticas. Es un cine que disfruta de amplias audiencias populares, nada desdeñable cuando está bien hecho. El cinema italiano acertó a explotarlo a fondo y le sacó excelentes dividendos. Pedró Lazaga, que es realizador con sentido del cine y de muy experto oficio, parece haber tomado bien la medida a este género. Por el número de películas que ha estrenado —entre las que elegimos como más significativa Cómo sois las mujeres— y por su éxito en taquilla se puede considerar a Pedro Lazaga el director del año. [Alfonso Sánchez: Crónica de cine: Las películas españolas en 1968", en Hoja del Lunes, 30 de diciembre de 1968, pág. 5.]

El otro tímido patológico de la filmografía lazaguiana es el protagonista de El abominable hombre de la Costa del Sol (1970), aunque más que las tribulaciones del emasculado Federico (Juanjo Menéndez), un joven acomplejado por las mujeres y por la absorbente iniciativa de su padre (Jorge Rigaud), lo que nos interesa de la cinta es el carácter soñador y romántico de Cecilia (Mary Francis / Paca Gabaldón), prometida a él desde la cuna y espectadora de cómo se lo rifan en la Costa del Sol tres devoradoras de hombres. Como relaciones públicas del hotel Meliá Don Pepe, Federico deberá atender a los caprichos de  la sofisticada griega Sophia (Mónica Randall), la millonaria americana Mrs. Bell (Margot Cottens) y la hija del rey del platino chileno Irma Palacios (La Polaca). Las situaciones propias del landismo se suceden, pero son las fantasías de Cecilia las que nos transportan al descubrimiento de América o a la Sevilla del Tenorio. Así es como ella ve a su amado –nuevo don Juan, Romeo, Otelo…- sin que Lazaga se decida a cruzar la línea de la parodia, manteniéndose siempre del lado de la verosimilitud teatral. Estas ensoñaciones durante la vigilia entroncan el muy manido argumento con lo más interesante de la inmediata Black Story (La historia negra de Peter P. Peter) (1971).

Cierra este capítulo de tribulaciones psicológicas de nuevo López Vázquez con El vikingo (1972). Ramón (López Vázquez) y Ana (Concha Velasco) son un matrimonio fracasado a pesar del éxito profesional de él. Pero Ramón todo lo basa en las apariencias, hasta el extremo de que cuando comienza la película hace ostentación de penitente en una procesión de Semana Santa. Continuamente reprocha a Ana su mal gusto, su falta de elegancia... Y, sin embargo, es ella la que le consigue los ascensos en la cama de Luis (Javier Escrivá), el hombre al que auténticamente ama y que cree que haciéndole ascender en la empresa, lo alejará de ella. No tardarán en empezar a llegar los ánimos en los que se le tilda de "vikingo", por la cornamenta, claro. Una serie de flashbacks remiten tanto a los traumas infantiles de Ramón, donde se supone que se encuentra el origen de su fijación con las mujeres de formas opulentas, como a los primeros tiempos de la pareja en un pisito modesto donde tienen como vecinos al tan fogoso como celoso Tomas (Manolo Zarzo) y a la resignada Lola (Mary Francis). Es entonces cuando Ana se convierte en amante del director de la constructora (Máximo Valverde) del piso en el que viven y empieza el ascenso profesional de Ramón. Esta estructura de saltos atrás en el tiempo gana peso inopinadamente, acaparando la mayor parte del metraje. Sin embargo, el hecho de que los dos puntos de vista convivan a pesar de su naturaleza heterogénea y la poca coherencia en su empleo -Ana no está presente en buena parte de las escenas que se supone que es ella quien las evoca- termina abocando al fracaso lo que en principio podría haber sido una buena idea de construcción. La otra debilidad es genérica. Sobre un argumento de vodevil, el guión de Leonardo Martín propone una cierta sátira de la tecnocracia opusdeísta -sin que la sangre llegue al río, por supuesto- y ejemplificada en las secuencias con el ministro tenista (José Carlos Plaza) o la de la conferencia que Ramón dicta para un grupo de empresarios. Sin embargo, cuando Ramón pide consejo al ministro sobre el anónimo, éste le recomienda que satisfaga sexualmente a Ana, si es preciso mediante la fuerza. Nada nos ha preparado para la escena de la violación, de una obscenidad moral insólita, aunque uno se pregunta si existía alguna posibilidad de que los protagonistas la interpretaran de otro modo. Se trata de una deriva cada vez más frecuente en la filmografía de Lazaga y que llevará al paroxismo en Hasta que el matrimonio nos separe (1977).

Quede constancia para el anecdotario del cine español, la fugaz visión de un pecho de Concha Velasco, tres años antes de su publicitado desnudo en Yo soy Fulana de Tal (1975).

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