Sin rumbo
A pesar de su título sugerente, de su envoltorio pop, de la partitura groove de Antón García Abril y del montaje sincopado de Alfonso Santacana, Las nenas del mini-mini (Germán Lorente, 1969) es un melodrama estricto con un contradictorio final feliz. Diez años después de haber cantado la motorización del país gracias al Seat 600 en Ya tenemos coche (Julio Salvador, 1958), el productor y guionista Pedro Masó busca de nuevo el aire del tiempo con un retrato de la generación del Mini de la casa británica Morris. Sus propietarias son jóvenes pertenecientes a la alta burguesía, frecuentadoras de boites, hiperprotegidas por unos padres que no han sabido inculcarles valores sólidos, inconscientes y carentes de norte, y, lo que es peor, promiscuas. Ésta es la obsesión de Chalo (Julián Mateos), un fotógrafo aficionado que rompió con Estela (Sonia Bruno) a raíz del accidente de Miguel (Alberto Bourbón). También la novia de éste Mary (Pilar Velázquez) ha dejado de ir a visitarlo al hospital y mantiene una relación puramente física con el propietario de la sala de fiestas (Manuel de Blas) en la que se aturden cada noche. Chalo, asistido por el torpe Mao (José Sacristán), se dedica a conseguir pruebas fotográficas y grabaciones con las que demostrar que “todas son iguales”. La prueba definitiva debería de ser la entrega de Estela a un piloto (Pedro Osinaga) en el coqueto pisito que él tiene en Madrid. Lorente refleja este mundo con una planificación nerviosa y coloraciones saturadas.
La dinamita está servida (Fernando Merino, 1968), El dinero tiene miedo (Pedro Lazaga, 1970), ¡Qué cosas tiene el amor! (1971) o Una chica casi decente (1971) —realizadas casi consecutivamente por Germán Lorente— son la demostración palmaria de que a principios de la década de los setenta, el espíritu de Los tramposos (Pedro Lazaga, 1939), I soliti ignoti (Rufufú, Mario Monicelli, 1959) y Atraco a las tres (José María Forqué, 1963) sigue planeando sobre el cine español.
Aunque estrenada en 1971, Lorente rueda a principios de 1970 ¡Qué cosas tiene el amor! con el título provisional de Cien mil ladrones. Así cuenta el periodista Raúl del Pozo su génesis:
Una tarde, en una cafetería, tres hombres deciden hacer una película. (Hay muchos novios que comen patatas fritas y se acarician en todas las tierras de garbanzos y de spaghettis.) Los tres hombres saben la receta: búsquese un sainete (a ser posible, de ladrones); fíchense dos actrices italianas de maxiabrigo y minifalda; cuéntese con un cantante y un cómico españoles; reúnase un equipo a base de Garcías, Montinis, Orlantinis, Palacios, Ferraris, Martínez; elijase un director o un regista desde los Pirineos a Sicilia, y ya está. Ya tenemos, señoras y signores, una coproducción. Los dineros se sacan de aquí, de allí y de allá. Unas liras, de allá; unos dólares, de allí, y unas pesetas, de acá. Esta mañana, PICASA; Cesáreo González, S.A.; PCL, de Madrid, y Produzione Edizione Cinematografia, de Roma, anuncian el comienzo del rodaje de Cien mil ladrones, con Peret, Silvia Monti, Federica de Galliani, Saza y Pajares. Entre el sábado y el domingo llegaron, sin estruendo, las dos italianas. Las esperaban el director —Germán Lorente— y el cantante —Peret— con ramos de rosas. [Raúl del Pozo: “Dos estrellas italianas para Peret”, en Pueblo, 26 de enero de 1970, pág. 40.]
A lo que parece, la coproducción se frustra porque, salvo la presencia de Silvia Monti y Federica de Galliani, no queda rastro de participación italiana en el producto final. Ellas y Peret son una familia de ladrones de poca monta que entran en contacto con Peret cuando le roban el descapotable. Paco y Celia (Pajares y Monti) se hacen pasar por acaudalados argentinos de visita en España a los que un aparcacoches despistado les ha entregado las llaves equivocadas. Celia (Evi Gal), admiradora de Peret, se fuga del internado y se une a sus hermanos en una carrera criminal. Cuando el rumbero se traslada a Marbella para producir una película y se lleva unas joyas valoradas en treinta millones para que aparezcan en la pantalla, los tres hermanos le siguen.
Peret interpreta seis canciones, entre ellas los clásicos La noche del hawaiano y Belén, Belén. La abundancia de números musicales y la indolencia en la planificación, con molestas tomas en picado que pretenden recoger varias acciones, provocan una arritmia constante.
Apenas finalizado el rodaje peretiano, Lorente se embarca en la adaptación de Coqueluche, un juguete cómico de Roberto Romero —autor también de Acelgas con champán... y mucha música— estrenado en julio de 1968 en el teatro Victoria de Barcelona y en pleno de mes de agosto en el Marquina madrileño. Contra todo pronóstico, dadas las fechas, se convirtió en todo un éxito gracias a la interpretación de Trini Alonso y Hugo Blanco, pero, sobre todo, del ingenuo personaje titular: una adolescente que debe abandonar el correccional por una epidemia de tos ferina y se refugia en la casa de una mujer en crisis. La “Coqueluche” barcelonesa fue interpretada por Marta Puig y la madrileña por Teresa Hurtado. En ambos casos obtuvieron un triunfo personal rotundo.
Como de costumbre en estos años, la comedia pasa del escenario a la pantalla en una producción de Filmayer y Estudios Cinematográficos Roma. Por el camino, el reparto se ve totalmente alterado: Analía Gadé, Juan Luis Galiardo y la italiana Silvia Dionisio asumen el protagonismo. De la adaptación se encargan Lorente y Vicente Coello, que incluyen un prólogo metaficcional aprovechando que Victoria Valdor (Gadé) es una actriz teatral sólo pendiente de Juan (Galiardo), su amante. A partir de ahí la acción se traslada a Marbella y adquiere aires de vodevil con la irrupción consecutiva en el chalet de Juan, de la falsa ingenua Coqueluche (Dionisio) y de Miguel (Manuel Miranda), el hijo secreto de Victoria. Ante Coqueluche, Juan debe pasar por sobrino de Vitoria y, ante Miguel, por novio de Coqueluche. Juan intenta seducir a la chica, que siente complicidad generacional con Miguel. Si la comedia descansaba sobre el personaje de la joven, en la adaptación cinematográfica el peso dramático recae en Victoria y el drama de la juventud que se le escapa.
Los momentos más decididamente cómicos corresponden a Luis Sánchez Polack "Tip", en el papel de mayordomo, y en Gracita Morales que recicla su personaje de Sor Citroen (Pedro Lazaga, 1967), con chiste sobre "el embrague" incluido.
Una chica casi decente está en la misma línea. El Duque (Adolfo Celi) es un estafador que pasa largas temporadas en la cárcel. Cada vez que sale, su única preocupación es la decencia de su hija Silvia (Rocío Jurado), que se dedica a toda clase de hurtos y trapicheos, pero sin perder jamás “la decencia”. El Duque le ha echado el ojo a una millonaria viuda (Claudia Gravy) y el sofisticado golpe requiere que Silvia contrate a Daniel (Máximo Valverde), un actor de medio pelo que ha de hacerse pasar por un jugador que debía dinero al difunto. Daniel no sabe que forma parte del plan para estafar a doña Regina, y nadie podía prever —salvo los argumentistas— que los chicos se enamorasen como dos adolescentes. El amor redime a la mujer corrida y al chulo en un romance de fotonovela en el que, debido a la condición de cantante de la protagonista, se incrustan dos números musicales tan extemporáneos que el segundo se justifica como un sueño; el primero, no, y el impacto en el espectador es morrocotudo. Claro, que el papel estaba concebido para Ornella Mutti y el cambio debió coger a Lorente con el pie cambiado. Por lo demás, la trama del timo resulta tan evidente que cuando al final de la película no hay un giro con los timadores timados o los personajes supuestamente honrados más deshonestos que los profesionales de la estafa... cualquier vuelta de guión, por tópica que sea, que ofrezca una vía de escape al espectador ante la ingenuidad de la trama y le permita no sentir una inmensa piedad por los perpetradores de Una chica casi decente. Pero no, el romanticismo se mantiene hasta el último instante y el espectador se siente más estafado que doña Regina.
Lorente aseguraba por entonces que, aunque este no era “su cine”, había decidido seguir el modelo de la comedia all’italiana, al modo de Dino Risi. Media un abismo, claro.








































