Última edición: 26/05/2024
Miguel Iglesias Bonns se ha iniciado en el cine como miembro del Cinematic Club Amateur, un club de aficionados en cuyo seno rueda entre 1933 y 1936 los cortometrajes de ficción Falsedad, T.S.F.,
Un as per amor y
Un pantalón para dos. Al finalizar la Guerra Civil invierte la
herencia familiar en financiar algunos cortometrajes musicales realizados en
colaboración con el maestro Juan Durán Alemany, animador de combos de jazz en
la Barcelona de posguerra, y debuta en la dirección de largometrajes con Su
excelencia el mayordomo (1942).
Debido a la desaparición de los negativos y al precario estado de las copias es muy difícil ver hoy en día su obra de los años cuarenta y nos vemos obligados a iniciar esta singladura en el momento en que entra en la órbita de Producciones Acor, una compañía de vida efímera fundada por Mario Roca Romero que respalda el rodaje de Adversidad (1944), financia Las tinieblas quedaron atrás (1947) y, según el propio Iglesias, habría servido de cobertura a Cayetano Hidalgo, amigo íntimo del responsable de Universal Films Española, para producir Ley del mar (1950) sin tener que resucitar su propia marca, Hidalguía Films.
Rodado en el verano de 1949, calificada en 1950, pero no estrenada hasta 1951 en Barcelona sin publicidad y como complemento en un programa doble a pesar de ser distribuida por Universal Films Española, pospuesto su estreno madrileño hasta 1953, el cuarto largometraje de Miguel Iglesias sólo cabe en la historia del cine español por ser el primero rodado en Ibiza. En la del cine europeo figura como una nota al pie, al intervenir como actor en ella Robert Le Vigan, sólido actor francés que había protagonizado varias películas de Julien Duvivier -fue el Cristo de Golgotah (Gólgota, 1935)-, con el que había recalado en Barcelona para el rodaje de La bandera (1935). A una pensión del barrio chino había vuelto a finales de los años cuarenta, huido de Francia tras ser condenado a la confiscación de sus propiedades y a seis años de trabajos forzados por colaborar con las fuerzas alemanas ocupantes. Vestía entonces un gabán mugriento y se alimentaba de cebollas. Tras otro papelito en Correo del rey (Ricardo Gascón, 1951) viaja a Argentina donde acaba sus días como taxista. Le Vigan interpreta al padre de Antonio (el pelotari Román Bilbao), enamorado de Margarida (Isabel de Pomés). El padre pretende que su hijo se case con María (Mercedes Monterrey), futura heredera de un campesino enriquecido. Para él la tierra lo es todo y las gentes del mar nunca tendrán nada. Pero tampoco entre los pescadores hay acuerdo. Lorenzo (Félix de Pomés) está enfrentado con Mariano (Juan Monfort), que esquilma los bancos pescando con dinamita. Durante los ritos del cortejo, fuertemente formalizados según las costumbres isleñas, Antonio desdeña a María y se acerca a Margarida. Una vez celebrada la boda quedan por resolver el desencuentro de Antonio con su padre y la rivalidad entre Mariano Lorenzo, tramas que se resolverán, según la preceptiva aristotélica, en el clímax de la cinta.
Iglesias ha tomado como base argumental una novela de Vicente Blasco Ibáñez, Los muertos mandan, pero como el autor valenciano está mal visto por el régimen debido a su republicanismo a ultranza, le entrega la sinopsis al entonces debutante Rafael J. Salvia sin decirle nada sobre el origen literario del mismo. La intención es rodar en Ibiza, en exteriores naturales, mostrando los paisajes y algunas tradiciones populares al tiempo que se plantea un drama rural a partir de un tema de carácter cuasimitológico: el enfrentamiento entre las gentes de la tierra y las del mar. Las principales carencias de la cinta provienen de un guión en el que las situaciones están mejor planteadas que resueltas y más dialogadas que dramatizadas. No obstante, con la colaboración del operador Jaime Piquer, Iglesias mima los exteriores con abundantes referencias al cine iberoamericano, de Ala-Arriba! (José Leitão de Barros, 1942) al cine indigenista del “Indio” Fernández, y echa el resto en la persecución y enfrentamiento final entre los pescadores. Así que la cinta, breve por demás, “termina arriba”.
Tras colaborar en algunos guiones producidos por Pecsa Films y
dirigidos por Gascón, Carreras Planas le cede la marca para el rodaje de El
fugitivo de Amberes (1954). Bell Fermer (Howard Vernon) ha robado en París el famoso
diamante Woolsey de la princesa Ahmaru. Álex (Luis Induni), un perista
residente en Amberes, se ofrece a comprarlo, pero descubre in extremis que
Fermer ha pegado el cambiazo y pretende colarle una falsificación. La banda de
Álex persigue a Fermer, que consigue escapar con rumbo a Barcelona en el barco
de Max (Joan Capri). En la Ciudad Condal su contacto es Montes (Alfonso
Estela), propietario del Baile y las Atracciones Apolo, rebautizadas para la
ocasión como “La Bola de Oro”. Durante una redada en busca del asesino de un
joyero asesinado, el comisario (Manuel Gas) detiene a Fermer. El joven
inspector Jordán (José Marco) entra entonces en contacto con la representante
de la aseguradora del diamante, Gisele (Anouk Ferjac). Al salir de la comisaría
Fermer se reúne de nuevo con Montes y éste le propone asociarse. Montes pone
también como cebo a la bella cantante Carmen (Amelia de Castro). En la torre de
Jaume I le confiesa que tiene el brillante y le propone huir juntos. Carmen,
que está haciendo un doble juego, informa a Montes, que envía a un sicario para
que se cargue a Fermer. La trama continúa enrevesándose más y más hasta que
tiene lugar la persecución por la Autogruta, en cuyo túnel Álex da caza a
Fermer, cuajando una secuencia de voluntarioso expresionismo. Si las locaciones
en París y Amberes no ahorran las vistas de lugares emblemáticos, Barcelona no
les queda a la zaga. El Barrio Chino, el Tibidabo, el cine Kursaal y la torre
del funicular del puerto son escenarios privilegiados. Los decorados se
construyeron en los estudios Orphea de Montjuich. Hay aquí una serie de sótanos
donde se desarrolla buena parte de la acción y que dan paso a las Atracciones
Apolo, ya conocidas del clímax de Apartado de Correos 1001 (Julio
Salvador, 1950).
Recuperado poco después gracias a un préstamo personal,
Carreras Planas recurrirá a Miguel Iglesias para reflotar Pecsa Films en 1955.
A finales de ese año ha confiado al actor Ramón Hernández un proyecto titulado Dulces
primaveras. Se trata de un argumento de corte sentimental con
protagonista infantil, que los triunfos de Pablito Calvo y Joselito no han
caído en saco roto. Carmen, humilde portera de una finca aristocrática, tiene
la ilusión de que su hijo Luisito pueda ir al mismo colegio en el que estudian
los hijos de los señores de Arqué, las Escuelas Pías de Sarriá. El chico es
admitido como interno y comparte habitación con un chaval díscolo criado en
Venezuela, cuyo único interés es escapar de allí. Descontento con el resultado
de las primeras semanas de rodaje, Carreras Planas recurre a Iglesias, que
considera insalvable el proyecto. Carreras le urge a que rehaga el guión y
aproveche lo que pueda de Dulces primaveras. El 14 de febrero
de 1956, Pecsa Films comunica a la Dirección General de Cinematografía el
cambio de título por el de No estamos solos. A pesar de todo
Ramón Hernández aparece acreditado como autor de la idea original y con el
ambiguo crédito de “Director Artístico”, que nada tiene que ver con el apartado
escenográfico de la película. José Antonio de la Loma se encarga de redactar el
nuevo libreto. La estructura se resiente de la construcción a salto de mata. Lo
que empieza como drama romántico deriva inesperadamente en película sobre la
infancia descarriada. Hay un punto de inflexión, la marcha de la madre de la
casa de su cuñado, cuya única motivación es soldar el nuevo argumento con las
localizaciones planteadas en el libreto primigenio en torno a la estancia del
niño en el internado. La cinta tiene a partir de ese momento bastantes
similitudes con Sin la sonrisa de Dios (Julio
Salvador, 1955), cuyo argumento y guión también eran obra de José Antonio de la
Loma y en la que intervinieron como actores Ramón Hernández y Javier Dotú.
Ana (Isabel de Pomés) es una joven viuda que regresa de
Venezuela con su hijo César (Javier Dotú) para establecerse en Barcelona, en
casa de su cuñado, el doctor Solórzano (José Eslava). Es éste un hombre mayor,
dedicado a su profesión, también viudo, con un hijo pequeño de la misma edad
que el recién llegado, Jorge (David Vives), y una hija ya crecidita llamada
María José (Diana Mayer). Las complicaciones sentimentales surgen cuando Ana se
enamora de Pablo (José Marco), un discípulo de su cuñado que mantenía una
relación sentimental con María José. Diana Mayer, que en Dulces
primaveras iba a hacer el papel protagonista, interpreta a una
villana a la altura de la Gene Tirney de Leave Her to Heaven
(Que el cielo la juzgue, John M. Stahl, 1945). Intriga
ante su padre para que eche a Pablo de la clínica cuando descubre que está
enamorado de Ana, argumenta que ésta lo ha seducido con su falta de decencia e
incita a César a escapar del internado contándole que su madre no quiere verlo
porque ama a Pablo. Pero durante la huida el pequeño Jorge sufre un accidente y
Pablo le practica una intervención a vida o muerte.
Cuando el padre Rosendo (Rafael Calvo) le comunica a Ana la
concesión de la beca nos enteramos inopinadamente de que el chico tiene tendencias
agresivas, algo que hasta ese momento nos había pasado completamente
desapercibido. De este modo el melodrama sobre “el derecho de amar” de la madre
se convierte, durante las escenas en el internado, en la tragedia del “hijo que
debe purgar la culpa de su padre”. César intenta emularlo en todo: el orgullo
le lleva a querer volver a poner en marcha los pozos de petróleo en Venezuela.
Pero su progenitor ha cometido el más terrible de los pecados: el suicidio. La
salvación de Jorge sirve para que César abrace a Pablo como nueva figura
paterna bajo atenta mirada del sacerdote. Por fin, los amantes pueden reunirse
en el mismo plano, aunque la consumación de su amor no es el clásico beso made
in Hollywood sino una mirada al corredor por el que se alejan el
sacerdote y el niño y sobre el que aparece la palabra “fin”. Para ello ha sido
necesario evacuar de la historia al doctor y a su hija: él estrecha la mano de
su discípulo al acabar la operación, ella llora arrepentida y se volatiliza.
Iglesias justifica el final moralizante por el imperativo de las especiales
circunstancias que se vivían en España, “que nos impedían dar soluciones
lógicas a los problemas que planteaban los films”. Al contrario que en otras
películas del ciclo el componente religioso es secundario. Algunas escenas
tienen lugar en la noche de la llegada del Nuevo Año y en la cabalgata de
Reyes, celebraciones apegadas al paganismo en unas fechas que propician la
estampa devota. Para Iglesias, las Navidades son un elemento más del decorado,
una ocasión para subrayar el sentimentalismo melodramático de ciertas
secuencias.
Debido al buen rendimiento económico obtenido por No
estamos solos, Carreras Planas solicita a Miguel Iglesias otro
argumento. Éste recurre entonces a una idea concebida a partir de la
popularidad de Mónaco por la boda de Grace Kelly y el príncipe Rainiero ese
mismo año: un variopinto grupo de viajeros realiza en un microbús el viaje
desde el principado hasta la frontera española. Carreras Planas encomienda el
guión, como en la película anterior, a José Antonio de la Loma y Luis S.
Poveda, que facturan una historia de corte sentimental con un fondo policíaco
que se va desarrollando según avanza el viaje.
Un agente de un país de detrás del telón de acero debe
neutralizar a un científico evadido que intenta llegar a España. Para evitarlo,
viaja en el microbús un policía español cuya libertad de acción se ve limitada
por las leyes internacionales. El resto de los viajeros son un contable de unos
grandes almacenes que ha desvalijado la caja de caudales de la empresa, un
actor fracasado, un millonario al que su coche ha dejado tirado, una joven
embarazada a la que la familia de su novio no acepta... Pequeños dramas que
quedarán relegados a un segundo plano cuando el microbús sufra una avería y los
pasajeros se vean obligados a aceptar la hospitalidad de un escultor (Rafael
Durán) y de una mujer ciega (Isabel de Pomés). El artista mantiene una relación
con su modelo (Mercedes Monterrey). El título hace alusión a un incidente
melodramático de la trama. La mujer del escultor sabe que éste la engaña al
reconocer, gracias al tacto, los rasgos de la otra en las esculturas de su
marido. A pesar de ello, las compra en secreto para que él no se dé cuenta de
su fracaso como artista. La toma de conciencia sobre el sacrificio de la
abnegada esposa hará regresar al escultor al buen camino, como sucederá el
resto de viajeros: el contable devuelve el dinero sustraído, el novio viaja
hasta la frontera a recoger a la embarazada, el millonario le propone unas
vacaciones en España a la modelo abandonada y el agente español detiene al
espía comunista. La cinta no se estrena hasta dos años después de su
realización en programa doble con All Ashore (Marino al agua, Richard
Quine, 1953) en tres salas de la Ciudad Condal. El reseñista de la Hoja del Lunes de Barcelona hace entonces la crítica conjunta de Miguel Iglesias como practicante hisponoscópico:
El mismo día, y protagonizadas por la misma actriz, nos han llegado dos películas de uno de los directores barceloneses que más trabajan y del que, últimamente, recordamos haber visto El fugitivo de Amberes, El cerco, Veraneo en España, Heredero en apuros y Un tesoro en el cielo —para nuestro gusto, la mejor— a las que han venido a unirse ahora Los ojos en las manos y No estamos solos coincidentes también en el sistema de pantalla ancha (Hispanoscope) empleado. Y dejamos constancia de ello porque ésa parece ser la característica calificativa de ambas cintas, en las que destaca la preocupación técnica por una buena fotografía, que se logra casi totalmente, sobre todo en No estantes solos, en que gran parte de la cinta es un auténtico documental de Barcelona, bellamente compuesto, lo que, si actúa en demérito de la calidad argumental, no es gran defecto cuando ésta deja bastante que desear.
Miguel Iglesias se nos muestra, pues, como un hábil director, que no ha contado con los necesarios colaboradores. Los asuntos utilizados carecen de vigor e interés y la interpretación se inclina hacia lo deficiente. Hasta el punto de que los pequeños Javier Dotu y David Vives, más dúctiles en las manos realizadoras y más espontáneos en su labor, parecen dar lecciones a los mayores. [Castell, en la Hoja del Lunes de Barcelona, 21 de abril de 1958, pág. 17.]
Carreras Planas ha producido el debut de José Antonio de la
Loma en la dirección: un policial ambientado en el mundo de los camioneros
titulado Manos sucias / La norte ha viaggiato con me (José
Antonio de la Loma, 1957) cofinanciado por Italia y con Amedeo Nazzari en el
papel protagónico. Son los últimos
coletazos de un dragón agonizante. En 1958 se declara en bancarrota y la
película que está produciendo pasa a manos de sus acreedores. Es ¿Dónde
vas, Alfonso XII? (Luis César Amadori, 1958), el gran éxito de la
temporada. Mientras tanto, Iglesias no se ha quedado quieto. Durante dos meses
se establece en Madrid, intentando levantar algún proyecto ante el declinante
panorama de la otrora boyante industria barcelonesa. Antes de que caiga en la
desesperación recibe una llamada de José Antonio Martínez de Arévalo, jefe de
producción de No estamos solos, para que se
incorpore como realizador a una aventura un tanto rocambolesca. Su
desconsolada esposa (Miguel Iglesias, 1957) es la adaptación de un
juguete cómico de Antonio Paso y Salvador Martínez Cuenca que el público
popular barcelonés conocía al dedillo no sólo por la versión de Valeriano León
y Aurora Redondo —estrenada en 1924 y repuesta en 1932, 1940 y 1950—, sino por
la que Paco Martínez Soria ha repuesto en el teatro Talía de la Ciudad Condal
el 13 de julio de 1957. La excusa argumental es la resurrección del industrial
cataléptico Antonio Retama Cantueso (Conrado San Martín) lo que provoca el
consiguiente enredo a costa del idilio entre “su desconsolada esposa” (Michele
Codey) y su amigo César (Antonio Almorós). Éste, a su vez, es el novio de Dora
“La Cometa” (Conchita Ortiz), estrella de la canción e hija del señor Domingo
(Paco Martínez Soria), que trabaja como vigilante en el camposanto donde reposa
el supuesto cadáver. Harto de negocios y de su familia política, Antonio decide
dedicarse a su verdadera vocación: el jazzbandismo. Para ello cuenta con la complicidad
de Dora, también despechada por la traición de César.
La valoración oficial es bastante pobre, a pesar del color y
la pantalla ancha. El propio Miguel Iglesias Bonns reconoce que él la dirigió
igual que lo podrían haber hecho Mariano Ozores o Pedro Lazaga. Y lo cierto es
que la cinta tiene un cierto aire de familia con Las dos y media y... veneno
(Mariano Ozores, 1959) y con las comedias desarrollistas que por aquellos años
realizaba Lazaga para Ágata Films. Cintas en color y pantalla ancha, ambientadas
en contextos de alta comedia pero con incrustaciones musicales y apuntes
costumbristas, ocasionalmente fúnebres. Lo que no queda claro es porqué
Iglesias no menciona también a Iquino, a cuya órbita parece adscribirse por la
presencia en el reparto de Paco Martínez Soria.
Con éste ya había colaborado antes en Veraneo en España (1956). Como tantas otras españoladas, la cinta se postula como parodia y burla del filón para terminar asumiendo todos sus elementos constitutivos. La película adopta la estructura de una revista musical a la española, alternando una serie de actuaciones musicales del “Príncipe Gitano” y su hermana Dolores Vargas “La Terremoto” con la anécdota de un industrial británico llamado Kerrigan (Emilio Fábregas) que viaja a España para disfrutar de su sol y de la belleza de sus mujeres. Los interludios cómicos corren por cuenta de Mary Santpere en el papel de la señora Kerrigan, empeñada en bailar flamenco como una gitana, y de Paco Martínez Soria, un taxista apodado “Gasolina”, que sirve de guía al inglés y le salva de la celada que pretende tenderle una banda de delincuentes encabezada por un tal “Carioca” (Carlos Otero). Resuelta la trama policiaca mediado el metraje, queda el camino expedito para la inserción de varios números más de la pareja protagonista y de un gran final burlesco con todos los participantes. Una extraña coda acumula en los últimos dos minutos postales en movimiento de Montserrat, la basílica del Pilar, la fuente de la Cibeles y la Giralda. Carentes de cualquier sentido dramático y ajenas a la trama cómica protagonizada por el taxista y la pareja de ingleses, su sentido parece deberse únicamente a un capricho del productor, distribuidor y argumentista, Juan Arajol. La labor de Miguel Iglesias debió de verse reducida a marcar las posiciones de cámara y a que se cumplieran unos plazos de rodaje seguro exiguos, habida cuenta de que, además, rodaba el mismo tiempo El cerco en los Estudios Orphea. Sin solución de continuidad, aún tiene el humor de embarcarse en la realización de Heredero en apuros (1956), en la que de nuevo tienen protagonismo los números musicales protagonizados por El Príncipe Gitano. Sobre un esquema argumental de Juan Bosch se alternan los números
musicales exentos -acaso con la idea por parte de Arajol de
distribuirlos como complementos musicales- y las escenas dialogadas por
Ramos de Castro, que ya ha ejercido con anterioridad en varias ocasiones
como émulo de Muñoz Seca en estas lides de confrontar las esencias
españolas con el esnobismo europeísta. Ni que decir tiene que la
españolada triunfa en el enfrentamiento. Miguel Iglesias cumple con su
cometido de rodar en los plazos estipulados, sin mayores alardes.
Tras sus comedias turístico-musicales para Arajol, Miguel Iglesias realiza para Este Films una "dramedia" de tesis a partir de un argumento de Juan Bosch. Como muchas películas de la época, Un tesoro en el cielo (1956) plantea un dilema moral. El empresario Ernesto Aguilar (Alberto Closas) está dispuesto a arruinarse con tal de que su mujer, Isabel (Susanne Lévesy), salve la vida durante su primer parto. Pero todo parece aliarse en su contra: el eminente cardiólogo que estaba en Barcelona ha regresado urgentemente a Madrid, está a punto de atropellar a un mendigo, el coche se estropea... Pero el vagabundo resulta ser una de esas encarnaciones del destino de las que tan querenciosos son los autores de dramas de tesis... y de fábulas morales. Él es quien le conduce a una iglesia en la cual hará una promesa ante Cristo crucificado: si su mujer se salva, entregará toda su fortuna a los necesitados. La encrucijada moral ha pasado a convertirse en un dilema religioso, de acuerdo con los gustos de la administración española de la época, que, aún insatisfecha con este giro, obligó a la productora a incluir una larga escena en el último acto en la que un sacerdote subrayaba el recto sentido de la moraleja conforme a la ortodoxia. El problema es que este desenlace le sienta a la película como a un Cristo una pistola, puesto que el desarrollo planteado por Juan Bosch en el argumento apostaba por una línea humorística, deudora del Frank Capra de It's a Wonderful Life! (¡Qué bello es vivir!, 1946) y de Mr. Deeds Goes to Town (El secreto de vivir, 1936), cintas ambas que le sirven de inspiración directa. Por el camino, el protagonista ha visto su vida y la de su hijo en peligro en una serie de situaciones que no hacen sino resaltar el carácter fantástico –y humorístico- de un planteamiento que se ve boicoteado desde la propia narración por la necesidad de amoldar lo que se presenta como chifladura a una doctrina que postula la caridad como una de las virtudes teologales. El modo en que el protagonista se habría enriquecido durante la posguerra queda reducido a un somero apunte, dejando de lado uno de los motores dramáticos de su comportamiento –la culpabilidad- pero allanando también el paso por la censura de un guión que podría haber sufrido contratiempos de haber sido más incisivo. Parece que el voto vinculante del representante de la Iglesia en el comité censor resultó, en esta ocasión, decisivo.
En otras ocasiones Iglesias ha sido artífice de policiales
estimables, como El fugitivo de Amberes y, sobre
todo, El cerco, que recrea hechos protagonizados por el
maquis en Cataluña, con el grupo de Quico Sabaté a la cabeza. Las acciones
anarquistas, brutalmente reprimidas y que culminaron en Barcelona con tiroteos
en plena calle, llegaban a las secciones de sucesos de los periódicos
convenientemente podadas de cualquier matiz político. El
cerco arranca con un bloque de secuencias modélico en el que cinco
hombres atracan una fundición. Pero los trabajadores les sorprenden, hieren a
uno de ellos y todo se tuerce. La policía está tras su pista y el más joven
decide quedarse con el botín. Aparte del brillantísimo atraco inicial, prodigio
de planificación y ambiente, las escenas de cómo van cayendo uno a uno los
delincuentes hacen gala de una violencia digna de un Phil Karlson. A pesar de
ello, la crítica cinematográfica insistía en lo ajeno de aquellas ficciones a
la realidad española. El historiador del cine español Fernando Méndez Leite
propugna que a pesar “de la buena voluntad del realizador, sólo ha podido crear
personajes falsos, de reacciones que nos recuerdan a los auténticos gángsteres
de Chicago”. Acaso por ello las gacetillas insistían en que la cinta discurría “por una vertiente distinta a la de las muestras
más conocidas del mismo estilo, pues la trama novelesca y convencional de aquéllas,
ha sido substituida por la repercusión humana de la anécdota verista”. No lo verán de este modo los lectores de la Junta de Clasificación y Censura.
En su informe de 10 de febrero de 1955 José Luis García Velasco escribe en la
casilla reservada al “Matiz político y social” del proyecto: “Nada que señalar,
como no sea la pesadez con la nuestros guionistas policiacos presentan siempre
a Barcelona como centro de actividades terroristas”. [Expediente de censura
previa en el Archivo General de la Administración, 26/04756].
Muy distinto tipo de intriga es El mensaje, un
drama de Jaime Salom que Iglesias dirige en su estreno teatral en 1951 y que,
posteriormente adapta al cine con el título de Carta a una mujer
(1961). El asunto, rico en incidencias para una obra
escénica, cuenta con un personaje “símbolo”, viable en el escenario pero muy
complicado de sostener en la pantalla. Se trata del hombre (José Guardiola) que
llega a la casa en la que Augusto (Luis Prendes) y Flora (Emma Penella)
cohabitan, para comunicarle a la mujer que su marido, voluntario de la División
Azul al que creía fallecido en las estepas rusas, sigue vivo. Por eso el pasado
del personaje interpretado por José Guardiola, “El Asturias”, lo vincula con la
película anterior. Se supone que es un disidente comunista y que por ello
coincidió con Carlos en el campo de trabajo. Ahora ha entrado en España
formando parte del maquis. La acción se sitúa en la Barcelona de 1954 y, como
La espera (Vicente Lluch, 1956), toma el atraque del buque Semíramis en el
puerto de Barcelona –ampliamente publicitado por la prensa y el No-Do- como
punto álgido de la trama. Aunque el núcleo de la cinta es la duda instalada en
la mente de Flora a raíz de su encuentro con “El Asturias” y la fragilidad de
su relación con Augusto, el golpe planeado por el comando da lugar a un bloque
narrativo autónomo que, de nuevo, vincula a esta película con El cerco, aunque,
apeado el tratamiento behaviorista de aquélla, los personajes se convierten en
meros portavoces del autor.
Roma de mis amores / Fontana di Trevi (Carlo Campogalliani, 1960) es una coproducción ítalo-española, rodada en Eastmancolor y SuperTotalScope, que toma elementos de otras comedias rosáceo-turísticas de aquella época de boom económico y canzonissima en Italia y desarrollismo en España. Actúa como director asociado o productor ejecutivo, según qué créditos se consulten, Miguel Iglesias. El enredo sentimental tiene como protagonistas al galán mexicano-español Rubén Rojo y al popularísimo cantante melódico Claudio Villa como guías de la agencia turística ETIB. Aparte de enseñar Roma y la Fontana de Trevi a los –y, sobre todo, a “las”- turistas tienen que organizar un viaje a Barcelona. Un trauma pretérito impide a Claudio (Claudio Villa) cantar y el pasado de tenorio de Roberto (Rubén Rojo) obstaculiza sus avances hacia el amor verdadero. Las historias secundarias, relacionadas de nuevo con enredos sentimentales entre los personajes más maduros, atañen al ya talludito galán español Alfredo Mayo y a un pícaro romano (Mario Carotenuto), que se gana la vida como vidente. La visita a Barcelona es ocasión idónea para mostrar el tópico cuadro de baile flamenco, algunos ensayos de unas bailarinas a las que instruye un coreógrafo afeminado (el veterano Miguel Ligero) y para utilizar como telón de fondo de una conversación las magníficas vistas de Barcelona desde el parque de atracciones del Tibidabo, en el que Iglesias ya había rodado en más de una ocasión.
También se ve involucrado en otra coproducción hispano-italiana de carácter turístico-musical, Cómo te amo / Dio, come ti amo! (1965) y de nuevo surgen complicaciones. A decir del director hubo algún problema con el que figuraba como titular español en la dirección y él terminó aceptando hacerse cargo de la película cuando ya había comenzado el rodaje. Para terminar de complicar las cosas, la financiación italiana correría por cuenta de la Camorra napolitana. Nada de ello se trasluce en esta comedia juvenil, tan lánguida como las dos canciones que interpreta Gigliola Cinquetti y que son el busilis de la cinta: Non ho l’età per amarti, vencedora del Festival de Eurovisión de 1964 y la que da tíulo a la película, ganadora del Festival de San Remo de 1966. El enredo para colocar los temas musicales, urdido nada menos que por Ennio De Concini, es una comedia romántica interclasista por cuenta de dos nadadoras, una napolitana (Cinquetti) y otra barcelonesa (Micaela Cendali-Pignatelli) y el novio de ésta (Mark Damon). Durante su estancia en España, la italiana no se atreve a contar a sus amigos que procede de una familia humilde. Cuando estos la visitan, todos se alían para que parezca que es una princesa. Entre recorridos turísticos –el parque de atracciones del Tibidabo y el Pueblo Español en Barcelona, Pompeya y la bahía de Nápoles- la italiana y el español se enamoran y la española encuentra a su media naranja en el hermano de su amiga (Antonio Mayans), que ha ejercido de chófer de los amigos. Ni las barreras nacionales ni las diferencias sociales importan cuando el amor es verdadero. Para completar el baño de almíbar, la institutriz española termina en brazos de un taxista napolitano y el príncipe napolitano se aviene a casarse con su amante de toda la vida. Iglesias se aplica a intentar que los números musicales no descuajaringuen demasiado la continuidad argumental y a dar ocasión de lucimiento a los comediantes veteranos que asumen los papeles secundarios. El ensayo de ofrecer un atisbo documental de la vida de los gitanos del Somorrostro como atracción para turistas produce más sonrojo que interés en esta producción destinada a la fanaticada juvenil.
Entre estas dos coproducciones con canciones, un documental netamente hispano titulado Noches del universo (1964), cuyo modelo evidente es Europa di notte (Europa de noche, Alessandro Blasetti, 1959). Los reclamos de esta cinta en Eastmancolor y Supertotalscope rezaban: "Fasto, humor y ritmos trepidantes en una gran revista de revistas" o "El más selecto desfile de espectáculos y atracciones musicales internacionales", aunque con el listón de los espectáculos de striptease a la altura de la censura española. Sólo hemos podido ver la actuación del Dúo Dinámico en un club madrileño. Cantan su éxito Lolita y, durante el puente musical, Manuel de la Calva saca al escenario a una joven espectadora que baila el twist con ellos. La locución, con tono condescendiente –por no decir directamente machista– asegura que las melodías de Arcusa y De la Calva "cuentan entre la juventud con un gran número de seguidores... bueno, hemos querido decir seguidoras. El impacto de estos jóvenes en las chicas de hoy es innegable, creemos que porque han sabido dar a un estilo conocido un matiz original y lleno de una cierta ingenuidad y de una indudable simpatía".
En Muerte en primavera (1965) vuelve a
contar con Salom y con su viejo conocido Durán Alemany. Miguel (Paco Morán) se
autoinculpa de la muerte de su amigo Carlos (Óscar Pellicer) en el yate de su
propiedad. Interrogado por la policía del puerto, Miguel rememora las
circunstancias que le han conducido al asesinato. Acaba de casarse con Isabel
(Mónica Randall) y los tres coinciden en la finca que Carlos le vendió a su
amigo. Desde entonces, vive vagabundeando de puerto en puerto. En el yate los
recién casados se encuentran con Sandra (Yelena Samarina) una mujer rica,
casada y alcohólica de la que, evidentemente, vive Carlos. Con una realización
plenamente funcional, el intríngulis se basa más en el juego establecido con el
espectador que en una auténtica intriga psicológica. Coadyuva a ello la
estructura de un guión en el que colabora el dramaturgo Jaime Salom y en el
cual, una vez finalizada la declaración de Miguel y apenas mediado el metraje,
comparece Isabel para declarar que fue ella quien mató a Carlos. Seguimos
entonces la historia desde su punto de vista, accediendo a algunos datos que
antes se nos habían ocultado. El careo entre ambos esposos debería servir para
dilucidar quién es el verdadero culpable… aunque el comandante del puerto
(Carlos Lemos) ya ha advertido que hay otros móviles en juego.
A juzgar por el argumento, el título internacional de La
spada del Cid se le antoja a uno mucho más acertado que el español Las
hijas del Cid (1962). Cierto es que el punto de partida es la
afrenta del robledo de Corpes tal cual se relata en la tercera parte del Cantar
del Mío Cid, pero una vez utilizada esta anécdota para plantear el
conflicto, la cinta deriva hacia las aventuras de capa y espada. Y ésta es la
"Colada", hermana de la más célebre "Tizona", y arrebatada
por lo que dice el Cantar a Ramón Berenguer II, conde de Barcelona. Como quiera
que éste fuera asesinado por su hermano Berenguer Ramón, al que llaman "El
Fratricida", y que a su ayuda recurren los cobardes infantes de Carrión
para pagar la multa que les ha impuesto el rey Alfonso, ya tenemos montada una
intriga política con sus usurpadores y sus herederos legítimos, al estilo de The
Adventures of Robin Hood (Robín de los bosques, Michael Curtiz y
William Keighley, 1938). Claro que el insulso Roland Carey no es Erroll Flynn,
pero de lo que se trata es de facturar una película aseadita que aproveche el
revuelo mediático provocado por El Cid (Anhony Mann, 1961). Rodrigo
Díaz de Vivar -que no aparece en la película- gobierna Valencia. Los infantes
de Carrión deben devolver las espadas que El Cid les entrego cuando desposaron
a sus hijas y enfrentarse en un duelo con los paladines de doña Sol (Chantal
Deberg) y doña Elvira (Daniel Bianchi). Pero Félix Muñoz (José Luis Pellicena),
su sobrino, ha sido herido durante una emboscada y cede su puesto en el duelo al
joven Ramón (Carey). Sólo más tarde nos enteraremos de que es el hijo de Ramón
Berenguer y que el condado de Barcelona le pertenece por derecho de sangre. La
flagelación de las hermanas, las persecuciones a caballo, los duelos a maza y
espada y el ineludible asalto al castillo son las piedras miliares de esta
película de género realizada con razonable solvencia y sólo insalvable en el
capítulo interpretativo. En este apartado destaca el shakespereano fratricida
interpretado por Andrés Mejuto y el forzudo cómico encomendado a Luis Induni, a
medio caballo entre el Little John de Robin Hood y el Goliat de El
capitán Trueno.
Signo de los tiempos, Destino: Estambul 68 / Occhio
per occhio, dente per dente (1967) está rodada en Techniscope. Al parecer, Anónima de asesinos / Jerry Land, cacciatore di spie (Juan de Orduña, 1966) debería ser haber sido dirigida por Igleisas conforme a los acuerdos de coproducción que Fortunato Bernal, el socio de Orduña, tenía establecidos para la coproducción. La intrincada genealogía del proyecto parece tener como origen una novela de la colección "Servicio Secreto" de Bruguera publicada en 1952 con el título de Morir es muy fácil y firmada por Mark Halloran, uno de los seudónimos habituales de Jorge Gubern. En qué momento este guión conoció una nueva versión titulada Operación Vietnam: La muerte espera en Tonkín resulta por ahora imposible de desentrañar. Sobre todo porque aparece un nuevo autor de la base literaria: el ignoto Rex Haulson. Ante la inminencia del acuerdo para rodar en Líbano, es el propio Orduña quien asume el proyecto apenas unos días antes de que comience la filmación.
Iglesias se desquitará con Destino: Estambul 68, en la que un
grupo de falsificadores internacionales ha inundado Estados Unidos con dólares
falsos, haciendo peligrar la economía internacional. El ejército y el FBI andan
despistadísimos pero el periodista Jeff Gordon (Jack Stuart) ha publicado que a
la solapa de la chaqueta de Lincoln le falta un ribete, por lo que el pingüe
negocio se tambalea. Los maleantes han secuestrado al profesor Sheldon y a su
hija (Gilda Geoffrey), a la que dejan a merced del sanguinario doctor Alex
(Víctor Israel). Pero el intrépido Gordon recibe la ayuda de Mike Harris (Tomás
Torres), un miembro de la sección británica de Interpol, y de una aventurera
aliada con los mafiosos (Mónica Randall), que ha caído rendida ante sus muchos
encantos. Como se puede comprobar el argumento no es más que una colección de tópicos
bondianos hilvanados con desigual pericia.Si hemos de creer al director, el proyecto se fue armando
sobre la marcha, a tenor de las necesidades de la coproducción entre los
hermanos Balcázar y la productora italiana de los hermanos Maggi que iban a rodar
en Estambul simultáneamente El hombre del puño de oro / L’uomo dal pugno
d’oro (Jaime Jesús Balcázar, 1967). Tiroteos en el puerto,
persecuciones por el Bósforo, dardos envenenados, combates de lucha libre... Cine
bis sin complicaciones, tebeo de acción resuelto de oficio, en el
que si algo destaca es la crueldad de algunas palizas rodadas con cámara
subjetiva que toma la posición de la víctima. La propia improvisación del
rodaje propicia que la planificación sea mucho menos rígida que en anteriores ocasiones,
ateniéndose a las exigencias de la acción y de las localizaciones naturales.
Todo lo contario que Primavera mortal / Smartno prolece (1973), una extraña coproducción yugoslavo-española de 1971, cuando no había relaciones diplomáticas entre ambos países. La parte rodada en España está dirigida por Miguel Iglesias, en tanto que la yugoslava recae en Stevan Petrovic, que ha desarrollado su carrera habitualmente como ayudante de dirección o responsable de la segunda unidad de películas de acción paneuropeas. En cualquier caso, se supone que la fuerza unificadora del proyecto –figura como productor y guionista- es el novelista Lajos Zilahy, que adapta su novela de 1922. Las injerencias en el rodaje del escrito –denunciadas por Iglesias- debieron de tener, en efecto, enorme fuerza niveladora, porque, aparte del recurso al zoom y al gran angular, más acusados en el equipo yugoslavo, el conjunto mantiene una continuidad notable. También contribuyen a ello una partitura omnipresente y la interpretación -harto plana- de Bruce Pecheur. En la cuenta de Miguel Iglesias hemos de consignar una gran capacidad para el mimetismo. Recursos del cine romántico-literario de esta época -Doctor Zhivago (David Lean, 1965), Metello (Mauro Bolognini, 1970) o Il giardino dei Finzi-Contini (El jardín de los Finzi-Contini, Vittorio De Sica, 1971)…- como la fotografía suave o la incorporación de la naturaleza y la música a la peripecia de los amantes datan el producto, lo que no debió de resultar muy favorecedor durante su fugaz paso por las pantallas españolas, en su tardío estreno comercial ya en la década de los ochenta.
Cine XX, productora personal de Iglesias y cobertura administrativa para el rodaje en España de Primavera mortal, ya había producido Presagio (1970). La acción arranca en un hospital de Nápoles, donde el doctor Paul Ascott (Gil Vidal) sufre un desfallecimiento durante una intervención quirúrgica. En una fiesta conoce a Berta Reinaldi (María Silva), una mujer con poderes psíquicos que realiza algunas experiencias con el doctor Bruno Walker (Antonio Durán). Carla (Marta May), la anfitriona, propone que realicen una demostración para vencer el escepticismo de Paul. El broche que Carla le entrega para hacer la experiencia perteneció a su hermana Renata, recientemente fallecida y paciente de Paul. Pero a raíz de esta experiencia parapsicológica Berta está convencida de que la muerte no ha sido por causas naturales, como todo el mundo piensa, y Paul necesita confirmar sus sospechas para recuperar la tranquilidad. La trama toma un giro inesperado cuando Berta se ofrece a cuidar a la hija de la fallecida y entra en colisión con Sofía (Marta Padován), antigua institutriz de la niña y amante del viudo. Estos giros pretenden dosificar el interés, pero Miguel Iglesias se concentra en las escenas de crisis, donde conjuga planificación, iluminación con colores primarios saturados y montaje sincopado para ofrecer al espectador una experiencia próxima a la que perciben los personajes. Además, los elementos de suspense -y la presencia de Marta Padován en el reparto, claro- remiten a su trabajo en las películas criminales de quince años atrás. Es en estos segmentos donde Iglesias hace valer su oficio.
A mediados de los setenta Iglesias recala en Profilmes, la
Hammer a la española, con Paul Naschy en el ápice de su fama como actor y
guionista exclusivo. Hasta cinco películas dirige Iglesias para la productora
de Pérez Giner, aunque hubo algunos otros guiones que nunca se pudieron
realizar. Son producciones modestas, realizadas con urgencia y dobladas al
inglés para cubrir el cupo de ventas a los circuitos B foráneos, que constituyen
su principal fuente de financiación. A cambio de un sueldo que rondaría el
cuarto de millón de pesetas por título, Iglesias toma el relevo de León
Klimovsky en las producciones que éste no tiene tiempo material de sacar
adelante. Las cuatro primeras son una serie de aventuras selváticas
protagonizadas por el forzudo vallecano Richard Yestaran y por la artista
circense Eva Miller. Las cuatro utilizan recursos del tebeo de aventuras y de la novela popular: trafico de armas o de diamantes, aviones estrellados en la selva, tribus salvajes en constante lucha con la supuesta civilización... De vez en cuando, un quiebro irónico: en La diosa salvaje (1975), la hija del jefe de la tribu ha estudiado en Europa y espera la llegada de un reportero (Ricardo Merino) para que le traiga las últimas novedades bibliográficas. Naschy; en un papel secundario, es el tío de la muchacha criada en la jungla, que ha emprendido la expedición no para devolvérsela a su madre sana y salva, sino para hacerse con los diamantes que se perdieron en el accidente, quince años atrás. En Kilma, la reina de las amazonas
(1975). Dan Robinson (Frank Braña) arriba a una isla del Pacífico donde
presencia la lucha entre una tribu de una isla vecina compuesta por hombres y
un grupo de amazonas comandadas por Kilma (Miller) y la bella Tiyu (Claudia
Gravy), que terminarán enfrentándose por el varón. El guión está construido con
retales de Ayesha y Antinea, de Robinson Crusoe y
del ciclo de mujeres prehistóricas en bikini. Carente de ángel, supone el
nadir como narrador de oficio de Miguel Iglesias.
En La maldición de la bestia (1975) se
enfrenta por fin al mito de Waldemar Daninsky, el hombre-lobo con denominación
de origen hispánica. Para la ocasión el guión de Naschy sitúa a su personaje-emblema en el mundo contemporáneo, como eminente psicólogo y antropólogo,
conocedor del Tibet y fluente en nepalí. No sabemos para qué le pueda servir su
poliglotismo porque en la versión española los nepalíes hablan español y
suponemos que en la inglesa lo harán en la lengua de sir Henry Rider Haggard
sin ninguna dificultad. Pero es un detalle de caracterización que nos satisface
como amantes del serial y las novelas de aventuras y decisivo para que acompañe
al profesor Lacombe (Castillo Escalona) y a su hija (Grace Mills) en su viaje
al Tíbet con el objetivo de capturar a un ejemplar del yeti. Al intentar localizar un paso en
la montaña, Waldemar accede a un templo subterráneo donde habitan dos bellas
hermanas antropófagas, adoradoras del dios Moloch y ansiosas de saciar otros
apetitos con un macho como él. Antes de que pueda acabar con ellas, una le
muerde y lo convierte en licántropo. La única cura es la flor del acónito, pero
antes de hacerse con ella deberá luchar contra los bandidos y la temible nigromante Wandesa (Sylvia
Solar). La imaginería del ciclo licantrópico de Naschy se recicla de nuevo –los
saltos prodigiosos en sus ataques, el encadenamiento en las noches de
plenilunio, la mujer que le ama y que es la única que podría salvarle de la
maldición…-, aunque para la ocasión mezclada con toda clase de incrustaciones
del tebeo de aventuras. Iglesias cumplió con la obligación de rodar una doble versión para el mercado internacional en la que Sylvia Solar, Grace Mills, Verónica Miriel y alguna figurante aparecían más o menos en cueros y más o menos torturadas. Con desnudos o sin ellos, la cinta cumple con su cometido de proporcionar hora y
media de entretenimiento a un público amante de las variaciones sobre el
estándar seriado y pedirle rasgos de autoría al realizador sería tan
descabellado como incoherente.
En la etapa declinante de Profilmes, cuando la Transición propicia una breve etapa dedicada al cine de autor, Miguel Iglesias se hace cargo de uno de los proyectos más delirantes de la empresa, una historia fantástica sobre la resurrección de la hija de Moctezuma en el Pirineo catalán. Desnuda inquietud (1976) retoma algunos elementos de Presagio. La historia comienza en París, donde dos amigos Roger y Frank (Ramiro Oliveros y Gil Vidal) han acudido al entierro de Jean. Según abandonan el cementerio una carcajada sobrenatural de mujer sobrecoge a los enterradores. La presencia de lo que podría ser un espectro en algunas fotografías tomadas por el difunto Jean en el pueblo del Pirineo donde residió antes de volver a Paría a morir sin causa aparente convence a Roger de viajar al Pirineo. Frank le acompaña. Allí se enteran de que mantuvo una relación con María (Nadiuska), una extraña joven a la que la gente del pueblo acusa de estar poseída. En la casa en la que vivió Jean se producen extrañas psicofonías y las nuevas fotografías revelan imágenes en las paredes que no están allí. Así que los amigos deciden ir a visitar a María en la casa de la montaña en la que vive con su padre (Luis Induni). La sanación de un niño con la pierna gangrenada -un efecto conseguido mediante una serie de encadenados, como las conversiones de Valdemar Daninsky en licántropo- y los sucesos paranormales remiten a una de las corrientes del cine fantástico contemporáneo. Los desnudos de Nadiuska son el resultado estricto de la situación de la industria en España, previa a la desaparición de la censura a finales de 1977. Por tanto, ni la regresión de María a la época de su antepasada, lograda por Roger mediante la hipnosis con un amuleto azteca, ni las alusiones al filón paranormal pesaban tanto en el ánimo del público que asistía a las salas de programa doble a ver la película como el reclamo del cuerpo de su protagonista femenina. Iglesias consigue un par de escenas inquietantes gracias a la certera utilización de los efectos de sonido o algunos raccords de montaje y cumple sin complicarse la vida en las escaramuzas entre los soldados de Cortés y los indígenas.
En la temporada 1978-79 Miguel Iglesias cambia el registro cinematográfico por el televisivo. Realiza entonces varios episodios de la serie de TVE en Barcelona D'un temps, d'un país, titulada como aquella vieja canción de Raimon. Los programas, coordinados por Francisco Rovira Beleta y con guiones de Enrique Josa, pretenden mostrar el paisaje y el paisanaje de Cataluña en tiempos de cambio. Tradición y modernidad se dan la mano en los espacios dedicados a las Ramblas de Barcelona o a las representaciones populares de la Pasión en el Bajo Llobregat, que ya habían servido a Iquino como escenario y macguffin de El Judas (1952). Miguel I. Bonns, según se firma, realiza más de la mitad de los programas y, entre ellos, el dedicado al Tibidabo, cuyo Parque de Atracciones le ha servido como escenario en media docena de películas. Alguna vez habíamos subido con la cámara a la Atalaya, pero nunca la habíamos visto, hasta ahora, situada en el interior del Avión, ofreciéndonos perspectivas inéditas del parque. La locución puede resultar un tanto convencional, pero la emoción y el mareo que provocan las atracciones son auténticos y la incursión en el templo del Sagrado Corazón se nos antoja un peaje inoportuno en nuestro recorrido por la diversión más profana.
Aunque no fuera un especialista en el género Miguel Iglesias
ha dirigido dos de los mejores exponentes del cine criminal barcelonés. A los
73 años y para cerrar su filmografía vuelve al género en una producción de José
Antonio Pérez Giner, con el que había colaborado en la etapa de Profilmes. El
punto de partida de Barcelona Connection (1988) es un
hecho de crónica novelado por Andreu Martín: el asesinato en la Cárcel Modelo
de Barcelona de un delincuente que cumple condena por tráfico de drogas. Para
atraerlo a la reja en la que le disparará un francotirador utilizan como cebo a
una yonqui dedicada a la prostitución (Maribel Verdú). A través de ella el juez
que lleva la investigación (Fernando Guillén) entra en contacto con la
propietaria de un top-less (Claudia Gravy) que atiende a clientes importantes.
Paco Huertas (Sergi Mateu), un policía íntegro, es el encargado de devanar la
madeja a pesar de que sus superiores empiezan a presionarle para que deje el
caso, recurriendo incluso a las amenazas a su familia. Porque según va
avanzando la investigación las ramificaciones alcanzan al crimen organizado y a
las altas esferas de la política. De este modo, Barcelona
Connection intenta adscribirse al modelo del cine de denuncia
italiano sin lograrlo por culpa de una realización deudora de la explotación
más evidente, un terreno en el que Miguel Iglesias hubo de moverse a lo largo
de toda su carrera como director al servicio de cuanta productora requiriera
sus servicios
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