En 1954 Eduardo Manzanos y Joaquín Luis Romero Marchent ponen los cimientos de lo que habrá de ser el wéstern a la española con El Coyote (1955). Las raíces no están en Estados Unidos, sino en España y México. De este lado del Atlántico, la popularidad de las novelas de José Mallorquí en torno a un justiciero enmascarado en la California recién anexionada a los Estados Unidos de Norteamérica; de aquél, el éxito del actor y productor azteca Raúl de Anda con la serie de películas protagonizadas por El Charro Negro (Raúl de Anda, 1940-1949). [Carlos Aguilar: “Entre Zorros y Coyotes: La extraña raíz del wéstern hispano-italiano de los años 60”, en Los límites de la frontera: La coproducción en el cine español. Madrid: Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España, 1999, págs. 29-41.]
Al parecer, Mallorquí estaba cansado de la larga serie de novelas dedicadas al personaje que publicaba Germán Plaza y a finales de 1953 decidió mudarse de Barcelona a Madrid dejando el ciclo interrumpido en el episodio ciento noventa y tantos. [Fernando Eguidazu: Una historia de la novela popular española (1850-2000). Sevilla-Madrid: Ulises / Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2020, pág. 606.]
Gonzalo Elvira se embarca en esta coproducción encubierta, rodada en España, protagonizada por los mexicanos Abel Salazar y Gloria Marín, y cuya dirección quedó encomendada en principio a Fernando Soler. Sin embargo, las desavenencias entre productor y director, propiciaron la promoción del ayudante de dirección español Joaquín Luis Romero Marchent —el otro era Jesús Franco— a las funciones de director. Para acabar de liar la cosa, no se trataba de una única producción, sino de dos rodadas contemporáneamente por el mismo equipo mediante el sistema que los sajones denominan back to back. La justicia del Coyote (1955) se estrenaría poco después, como secuela de la primera. Ésta narra el regreso de Europa del joven César de Echagüe (Abel Salazar), a requerimiento de su padre (Rafael Bardem) puesto que la anexión del territorio a Estados Unidos ha supuesto, de hecho, la tiranía sobre California del capitán Potts (Santiago Rivero) y sus sicarios. Dos viejos amigos del joven César tienen puesto precio a su cabeza. Uno de ellos morirá linchado, el otro, Artigas (Carlos Otero), logra huir gracias a la ayuda de un hombre vestido a la mexicana y cubierto con un antifaz que se hace llamar El Coyote. Mientras tanto, César carga con el desprecio de su padre y el rechazo de su prometida, Leonor de Acevedo (Gloria Marín), porque ha vuelto de Europa hecho un petimetre, dedicado a componer versitos y a confraternizar con los invasores de su tierra. Aunque ellos sigan dudando, los espectadores sabemos que este tipo blando y pusilánime no es otro que el fiero Coyote, dispuesto a imponer justicia donde no llegue la ley de los hombres. Realizada con modos y medios de serial, recargada de diálogos explicativos y de giros de guión tan inverosímiles como previsibles, aquejada de unas interpretaciones —sobre todo la del protagonista, Abel Salazar— sin el más mínimo atractivo, El Coyote destaca por algunos intentos de su inexperto realizador de sacar oro de las piedras. Algunas veces lo consigue, como en la espléndida escena de la ejecución del capitán Potts, de factura expresionista y, por qué no, wellesiana. En cambio, otras, como el montaje de sobreimpresiones que sirven para cubrir de un modo económico el relato de la invasión de California por las tropas de la Unión, se traducen en un auténtico barullo sin valor dramático, narrativo, ni siquiera plástico. Más interesantes aún resultan las tensiones argumentales que se crean al intentar conciliar la hermandad de los dos países coproductores frente a los Estados Unidos en un momento en que España carece de relaciones diplomáticas con México, a raíz de la victoria franquista en la Guerra Civil, y acaba de firmar los acuerdos de cooperación económica y militar con Estados Unidos. El personaje del gobernador estadounidense (Manuel Monroy) y su simpatía por El Coyote debería servir para limar algunos aspectos conflictivos, pero no hace otra cosa que ponerlos en evidencia. De este modo, desde su condición pionera, El Coyote es un artefacto narrativamente simple, pero administrativa e ideológicamente complejo.
Tras unos años de dedicación a la comedia costumbrista que le conducen a un periodo de inactividad, el mayor de los hermanos Romero Marchent acepta de nuevo la propuesta de Manzanos de rodar las aventuras de otro vengador californiano con nombre de cánido: El Zorro. El héroe creado por Johnston McCulley había frecuentado la pantalla casi desde la misma fecha de su creación. Douglas Fairbanks y Tyrone Power son probablemente los dos rostros más célebres que se escondieron tras la máscara. En La venganza del Zorro (1962) es el estadounidense Frank Latimore. El guión, cocinado a cuatro manos por Jesús Franco y Joaquín Luis Romero Marchent, cuenta la historia de don José de la Torre —Diego de la Vega en la novela de McCulley—, un petimetre que se muestra especialmente complaciente con los estadounidenses a pesar de los abusos que estos perpetran contra los mexicanos. El más cruel de los extranjeros es el coronel Clarence (Howard Vernon, cortesía de la coproducción oficiosa con Marius Lesoeur. María (María Luz Aguilar) canta en el saloon —aunque curiosamente en la copia que se conserva sólo podemos ver el efecto de sus actuaciones, no las canciones—. Un soldado borracho (Emilio Rodríguez) intenta propasarse con ella y Juan Aguilar (Rafael Romero Marchent), el hermano de María, le da un buen escarmiento... que le costará la vida. Acompañado por un par de secuaces (Paul Piaget y Antonio Molino Rojo), el soldado humillado profanará la iglesia y asesinará al cura haciendo pasar por culpable a Juan. Don José, que cree a pies juntillas en la buena voluntad del nuevo gobernador (José Marco Davó) —y en la belleza de su hija (María Silva)—, se ve obligado a tomarse la justicia por su mano, ya que los facinerosos están haciendo creer que sus tropelías son obra del Zorro. Como podemos comprobar el equilibrio de fuerzas hispano-mexicano-estadounidenses sigue siendo conflictivo.
Cabalgadas aparte, lo más convincente son los duelos a espada; sobre todo, el que sirve de clímax a la cinta. La solvencia profesional de Joaquín Luis Romero Marchent en este aspecto propició la realización de una secuela con buena parte del reparto anterior y la participación de la PEA Produzione de Alberto Grimaldi en la coproducción. Cabalgando hacia la muerte / L’ombra di Zorro / L’ombre de Zorro (1962) es una película más ambiciosa. Jesús Franco queda descabalgado de la parte literaria, que asumen al alimón Joaquín Luis Romero Marchent y Mallorquí. Para que la continuidad sea incontrovertible, los títulos de crédito de la secuela aparecen sobreimpresionados sobre la carga que abría el último acto de su predecesora. Una vez resuelto el capítulo espectacular, los guionistas plantean un tema que presidirá buena parte de la filmografía de Joaquín Luis Romero Marchent: las relaciones familiares y la venganza. Bill (Robert Hundar) y Dan (Paul Piaget) juran vengarse del Zorro por haber matado a su hermano Charlie en La venganza del Zorro. Como Charlie estaba interpretado allí por Paul Piaget, el parecido entre hermanos se convertirá en una especie de running gag durante todo el metraje. Como en cualquier folletín que se precie —y no olvidemos que Mallorquí es un especialista en este tipo de literatura de largo aliento— el Zorro se verá enfrentado al Zorro. Bill se viste como el Zorro y comete villanías sin cuento —incluido el fratricidio— y, además, con una crueldad que augura la venidera El sabor de la venganza / I tre spietati (1963). La película se vuelve algo más cansina cuando, en lugar de lograr atraer al Zorro con esta añagaza, los dos hermanos se dedican a secuestrar y torturar a sus cómplices a fin de que revelen su identidad. Al mismo tiempo, don José deberá asumir una posición rayana en el masoquismo, cuando los villanos le provoquen a fin de que se delate. Hay en este segundo tramo del acto central una reiteración de situaciones argumentales que no logran redimir las muchas escenas de acción propias de un serial: nuevas cabalgadas, peleas al filo de los riscos, escaladas sigilosas y la guinda de cualquier melodrama de aventuras que se precie, la muchacha (María Silva) en el interior de una cabaña en llamas de la que el héroe debe salvarla sin que su sanguinario rival le dé antes caza.
Escrita y dialogada por Mallorquí a partir de sus novelas y del serial radiofónico derivado de las mismas que Mallorquí había escrito para la Cadena SER apenas finalizados los guiones de los dos Coyotes, Tres hombres buenos / I tre implacabili (1963) era un viejo proyecto de Eduardo Manzanos que éste resucita a la vista del buen resultado de la anterior coproducción con PEA Produzzione. Joaquín Luis Romero Marchent es la otra pata del proyecto, por supuesto.
La cinta arranca con inusual tono romántico que pronto derivará hacia el drama. César Guzmán (Geoffrey Horne) y Lola (Charito del Río) esperan un hijo. Cuando él se ausenta, un grupo de hombres comandado por un tipo misterioso con un alfiler de corbata harto reconocible asalta la casa y asesina a la mujer. A partir de entonces, César sólo buscará satisfacer sus ansias de venganza. O sea, que de nuevo es éste el motor de la trama. Después de cada enfrentamiento que debería proporcionarle una nueva pista que le conduzca al descubrimiento del jefe de la banda, deja tras de sí un cadáver sobre el que deposita uno de estos alfileres. En su deambular incierto a lo largo de los años, encuentra la compañía del portugués João Silveira (Paul Piaget) y del mexicano Diego Abriles (Fernando Sancho). Hay largos tramos de metraje en los que el supuesto protagonista está ausente y son los otros dos quienes conducen la acción. El final es una ensalada de tiros que los críticos contemporáneos no dejaron de reprocharle. Cercados en el saloon los tres hombres buenos se enfrentan al aparentemente honorable Bardon (Giuseppe Addobbati), al sheriff corrupto (Robert Hundar) y a sus pistoleros. Romero Marchent se justificaba:
Esto son cosas que se ruedan con tres cámaras y siempre sobra material. Después, este material se selecciona, se hace un montaje y se le da una medida. Yo lleve a cabo un primer montaje, largo, como se hace en los primeros montajes, para luego ir afinando las cosas. Pero cuando lo vieron el productor italiano, el productor francés y el productor español, me dijeron que no lo tocara. Opinaban que estaba bien, y creo además que el productor italiano, desde su punto de vista, tenía razón y acertó plenamente, porque allí en Italia a mí me han hablado muchas veces de que era muy bueno este final, y no me han hablado del problema de que fuera excesivo. Yo sé que lo es, pero todo se ha hecho en función del público, claro. [Citado por Pedro Gutiérrez Recacha: Spanish Western: El cine del Oeste como subgénero español (1954-1965). Valencia Ediciones de la Filmoteca, 2000, pág. 207.]
La cinta funciona bien en España a nivel oficial y fenomenal en la taquilla italiana —puesto 48 en el ranking de la temporada; Lolita (Lolita, Stanley Kubrick, 1962) ocupa el 45—, así que la senda por la que continuará su carrera hasta Condenados a vivir (1972) está marcada. La entrada de Alberto Grimaldi en esta fase de su filmografía supone un revulsivo formal derivado de la incorporación del formato anamórfico y el color. A lo largo de la década de los sesenta, con la imprescindible colaboración de Rafael Pacheco como director de fotografía, el realizador consolida un estilo ligado a los despliegues de persecuciones a caballo, cargas de la caballería y caravanas en exteriores, en tanto que en interiores opta por composiciones en profundidad. Un hombre herido o muerto con la presencia ocasional de una mujer se convierte casi en una firma de la casa. Con menor frecuencia, privilegia la presencia de puertas o ventanas para realizar reencuadres. En cambio, es harto común el plano general picado que muestra la fragilidad del ser humano frente a la grandeza de un paisaje generalmente hostil. No nos atrevemos a afirmar, como José Antonio Molina Foix, que “el scope y el color en sus manos alcanza, o incluso superan, las alturas obtenidas por Lazaga” [Film Ideal, núm. 162, 15 de febrero de 1965, pág. 131] porque ya hemos dado cuenta en más de una ocasión la excelencia de Lazaga en este terreno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario