Media un abismo entre las primeras películas dirigidas por Rafael Gil y las últimas. En ambas épocas, que coinciden con el primer franquismo y la transición, cultiva la adaptación literaria —y personal— de obras de humoristas. Pero en tanto que los inspiradores de su primera etapa son Wenceslao Fernández Flórez, Enrique Jardiel Poncela o José Santugini, la última está marcada por el sarcasmo rancio de Fernando Vizcaíno Casas. Dejemos para mejor ocasión las adaptaciones de obras humorísticas que constituyen el primer tramo de su filmografía. La prestigiosa trayectoria de Gil en la década de los cuarenta se cifra en estas adaptaciones literarias con su Don Quijote (1947) abisagrando el periodo.
Las cualidades de El clavo (1944) son mesurables: solidez narrativa, progresión dramática, valores de producción, con Alfredo Fraile en la fotografía, Enrique Alarcón en la dirección de arte y José Caballero en el vestuario... Todos estos apartados resultan no sólo solventes, sino brillantes en la mayoría de las ocasiones. Que Rafael Durán es un galán de su tiempo y que su estilo de declamación puede parecer trasnochado, también. Funciona mejor en comedias como las inmediatas Ella, él y sus millones, La vida en un hilo o El destino se disculpa. Ahí su estilo, un poco ampuloso, se ciñe mejor a las prestaciones que se le solicitan. En cuanto al trabajo de los intérpretes que figuran en cometidos de reparto, es, seguro, más obra de Gil que de Marquina, porque también se da en el resto de su filmografía de estos años. Aparte de ofrecer un contrapunto cómico evidente a la trama principal, creo que la operación pasa una vez más en esos años por introducir el sainete en otros registros, esto es, en recurrir a una tradición cultural propia y utilizarla para insertar una veta de raíz netamente popular a la que la Administración no era muy propicia por considerarla "cochambre republicana". Gil había sido crítico cinematográfico preocupado durante aquel periodo y es muy sensible a este tipo de hibridaciones, que se pueden rastrear en los resabios de expresionismo chez Universal que introduce en una comedia "inverosímil" -en sentido estrictamente jardielesco- como Eloísa está debajo de un almendro o en sus incursiones en el universo de Capra en la primera versión de El hombre que se quiso matar y Huella de luz. Lo que pasa es que lo hace desde un punto de vista que por raíces y formación nos resultan muy próximos.
Lecciones de buen amor (1944) es el quinto largometraje de Rafael Gil, pero del primero ajeno a la disciplina de Cifesa. No obstante, la fidelidad de un equipo conformado por el operador Alfredo Fraile, el escenógrafo Enrique Alarcón y el compositor Juan Quintero, proporciona coherencia a la cinta producida por Rey Soria Films con el resto de su filmografía en el seno de la productora valenciana. También el hecho de tratarse de una adaptación literaria.
En esta ocasión se enfrenta a una comedia burguesa de Jacinto Benavente estrenada en 1924 por la compañía de Pepita Díaz y Santiago Artigas. Lo primero que hace Gil en su adaptación es, según su costumbre, inventarse ex novo un primer acto que sirva como sustitutivo de los prolegómenos expositivos escénicos. Luego, a lo largo del resto del metraje, seguirá abriendo la acción a partir de los personajes de refuerzo que ha incorporado al bastidor original y a los que prestan voz y encarnadura el elenco habitual: Juan Calvo, Nicolás Perchicot, Félix Fernández, Ana de Siria, José Ramón Giner... Son los tres vértices del enredo sentimental Rafael Rivelles, Pastora Peña y la femme fatale iquiniana Mercedes Vecino. Entre los que se ponen por primera vez a las órdenes de Gil: el robaescenas infantil Ginés Gallego "Satanás", empeñado más que nunca en ser el Mickey Rooney español; Milagros Leal, en un papel al que seguramente Guadalupe Muñoz Sampedro le hubiera quitado algo de dureza sin limarle un ápice de comicidad; o José Orjas, en un mayordomo jardielesco a más no poder.
Y aquí es a donde queríamos llegar, porque Gil hace, a partir de estos personajes, un recosido de situaciones y humores que provienen de todos los que hemos detallado más arriba y alguno más. La escena inicial, con el mayordomo levantando a su señor a las seis... de la tarde y mostrándose imperturbable con la señorita que el señor se dejó olvidada en el coche tras la juerga de la noche anterior, está interpretada por Orjas con la circunspección de quien ha protagonizado en el escenario Un adulterio decente o Es peligroso asomarse al exterior. Jardiel también recurrió a él para las escenas actuales que incluyó en Mauricio o una víctima del vicio.
La fiesta en la sala de fiestas remite en lo formal a la comedia sofisticada hollywoodense -véanse los encadenados con las copas de champán-, pero las discusiones furibundas con arrumacos entreverados que constituyen el día a día de la pareja formada por Milagros Leal y Manolo Morán satiriza sin piedad la institución matrimonial con la misma saña que lo haría Mihura, quien, no obstante, siempre se declaró enemigo de la sátira por suponer un signo de "mal humor". Pero, ¡ay!, todo humorista lleva dentro un moralista y éste es el sino de quien se dedica al oficio. Otro matrimonio al que la pareja se encuentra casualmente durante un paseo con el niño que les han dejado en depósito constituye la viñeta de la hipocresía burguesa, puesta en solfa tantas veces en las páginas de La Codorniz en sulfúricas caricaturas del italiano Novello. Mario Camerini lleva este ambiente a la comedia cinematográfica italiana de los años treinta, con especial causticidad en Centomila dollari (1940). Prueba de que no todo eran "teléfonos blancos" en la Italia fascista y de que el cine español de la década siguiente tampoco es tan ombliguista como habitualmente se presenta.
Por último, cómo no pensar en El malvado Carabel —un Fernández Flórez adaptado por Edgar Neville en 1935— al entrar en la buhardilla de los barrios bajos en la que vive, con su madre y sus hermanillos, el personaje interpretado por Pastora Peña. Aunque la miseria se maquille a base de una dignidad moral inexcusable en el Nuevo Estado —algo que no entraba en el programa humorístico de don Wenceslao—, ahí está bien presente. Tampoco faltan aquí el regeneracionismo de corte popular que Arniches ha sabido vehicular a través del sainete corto y la tragedia grotesca; o sea, de nuevo Neville y su versión de 1936 de La señorita de Trevélez.
Gil se resiste a dejarse arrastrar por el melodrama e incluso las escenas más proclives al mismo se ven en varias ocasiones torpedeadas en su intención por estos incisos, ora humorísticos, ora abiertamente cómicos, que dan fe de una querencia que poco a poco irá atenuándose para revestirse de solemnidad en el ciclo político-religioso que inicia al final de la década en Aspa Producciones Cinematográficas junto a Vicente Escrivá.
Desentona un poco en aquella primera etapa luminosa y razonablemente crítica la versión de una obra de José María Pemán. Gil rueda éste, su séptimo largometraje en un plazo de tres años, durante el verano de 1944, con exteriores en Alcalá de Henares. Bajo las disciplina de la entonces todopoderosa productora valenciana Cifesa —“la antorcha de los éxitos” era su lema— Gil emprende la adaptación de la novela lírica del dramaturgo gaditano Romance del fantasma y doña Juanita. Lo que en la narración era, según indica el título, un romance poético, en El fantasma y doña Juanita (1945) se convierte en una narración ensoñadora en que la misma mujer cumple en el presente el amor que para su abuela fue imposible colmar en el pasado.
Como en casi todas sus películas de este periodo, Gil tenía el proyecto desde antes de la Guerra Civil, cuando ejercía de crítico en la revista especializada de filiación comunista -¡cosas veredes!- Nuestro Cinema. Escribirá años después: “Yo había soñado (...) con la ternura de la muchacha dormida en el remanso de la ciudad provinciana, con la nostálgica aventura del circo que pasa”. La ubicación de la acción a finales del siglo XIX permite al director entregarse sin pudor a este ejercicio de nostalgia confesa.
El payaso que se hace pasar por contable del circo para no contrariar la seriedad del padre de su amada, muere heroicamente durante el incendio del circo y es enterrado anónimamente, rezuma tópico por los cuatro costados, pero Gil se las apaña bastante bien con sus actores habituales —Antonio Casal, Mary Delgado, Alberto Romea, Juan Espantaleón, Camino Garrigó, José Isbert, Juan Calvo...— para que el humor no resulte del todo ahogado bajo la costra del lirismo más evidente.
Después del éxito de El clavo Rafael Gil y su equipo -esta vez para Cesáreo González y no para Cifesa- se embarcan en una nueva adaptación de Pedro Antonio de Alarcón. Sin embargo, a pesar del aliento romántico de las estampas finales y de la coherencia visual de la que hace gala, un deje de cosa ya vista y la impericia de algunas interpretaciones, abocan La pródiga (1946) a la condición de secuela un tanto rutinaria.
La noche en que Guillermo Loja (Rafael Durán) toma posesión como presidente del gobierno el pasado le atormenta. La visita de Enrique (Guillermo Marín) y Miguel (Ángel de Andrés) para pedirle que interceda en sus negocios en virtud de su vieja amistad, remueve los recuerdos de Guillermo que vuelan hasta el momento en que los tres eran jóvenes candidatos a diputados sedientos de éxito y conocieron en un pequeño pueblo castellano a una marquesa arruinada conocida como "la pródiga". Guillermo consigue el escaño gracias a la influencia de la marquesa, pero deja su carrera política para vivir su amor junto a ella. Sin embargo, con el tiempo, la marquesa se siente un obstáculo para que él progrese en su carrera y toma la decisión que él es incapaz de tomar.
La fe (1947) es la adaptación de la novela homónima de Armando Palacio Valdés. En Peñascosa impera la fe del carbonero. El cura local (Juan Espantaleón), los buenos burgueses, las beatas... Sólo tres personas escapan a esta regla y en su triangulación se resuelve la tesis de la cinta. El joven sacerdote Luis Lastra (Rafael Durán) es el nuevo coadjutor de Peñascosa. No cree en el castigo como mejor herramienta educativa, ni en la penitencia extrema como camino de salvación. Don Álvaro Montesinos (Guillermo Marín) es un ateo convencido, pero si no se casa con la Iglesia tampoco lo hace con la masonería; su actitud le ha llevado a vivir aislado en un torreón en lo alto del pueblo que es emblema y seña de su soledad. Marta Osuna (Amparo Rivelles) es una hermosa joven que sublima su histeria en penitencias extremas y fantasías extáticas. La caridad del padre Luis le lleva a leer libros que están en el Índice con tal de rebatir las argumentaciones del impío Montesinos, pero estas lecturas únicamente sirven para sembrar en él la duda. Y cuando cede a acompañar a la joven al convento en que quiere ingresar, le declara su amor y cae desvanecida al tiempo que su padre entra en la habitación de la fonda para descubrir a su hija en brazos del coadjutor. En la preparación del juicio, el sacerdote es sometido a una serie de pruebas antropométricas que, según las teorías de Lombroso, hacen concluir a los doctores que tiene el tipo de estuprador, que en la película queda suavizado como “delincuente pasional”.
La fe peca de una falta de infidelidad extrema. El Montesinos novelesco muere ateo e inconfeso, feliz de abandonar una vida de pesadilla y sumirse en el dulce sueño de la nada. El nacional-catolicismo imperante en la década de los cuarenta convertía esta escena en infilmable, de modo que en la película las lágrimas del coadjutor obran el milagro del arrepentimiento y Montesinos muere abrazando la fe en la que se crió a base palizas y maltrato. Además, el martirio del cura —su sometimiento a unas pruebas supuestamente científicas que lo condenan y que culminan en el momento en el que los doctores le piden que extienda los brazos para medirle y que sirve a Gil para ofrecer la imagen de la crucifixión—, que supone el fin de la novela, se prolonga en la película con un descarrilamiento ferroviario en el que a la espectacularidad se suma el dramatismo de que todos los implicados viajen en el mismo tren. Arrepentimiento, perdón y expiación se conjugan en un final aleccionador. Tales cautelas por parte del realizador-adaptador fueron recompensadas con la declaración de Interés Nacional y los galardones principales del Sindicato Nacional del Espectáculo y el Círculo de Escritores Cinematográficos.
Cuando acomete la adaptación de la novela de Manuel Halcón sobre el bandolerismo en Aventuras de Juan Lucas (1949), Gil está en el punto más alto del reconocimiento oficial y crítico. Sus películas reciben todos los parabienes de la administración. La mayor parte de su primera etapa ha tenido lugar en el seno de Cifesa y, desde el año anterior, ha fichado por Suevia Films-Cesáreo González, ejemplificando en su propia filmografía la transición que se está produciendo entre ambas empresas por la hegemonía en el cine español.
Desde las revistas oficiales dedicadas al cine se ha postulado repetidamente la posibilidad de un wéstern de raíz española que tomara como punto de partida el bandolerismo. La novela de Manuel Halcón no es ajena a estas sugerencias y ha nacido en forma de tratamiento cinematográfico que debiera haber llevado adelante Saturnino Ulargui. Cuando la producción se frustra, el escritor novela su texto y de ahí parte Rafael Gil para construir una cinta de aventuras en la que no falta la clave política.
Estamos en un cortijo de Andalucía la Baja. Ana Romero (Marie Déa) regala su caballo "Rompevientos" al aspirante a contrabandista Juan Lucas (Fernando Rey) a cambio de que ayude a la causa española contra los franceses contrabandeando armas desde Gibraltar para que el general Castaños no contraiga una deuda política con los ingleses, antiguos enemigos y actuales aliados. La situación deberá resolverse, por tanto, en clave militar y no política. La idea era consecuente con la situación de España un lustro antes, aunque resulta un poco traída por los pelos en el momento en el que se tienden puentes para que sea readmitida en los foros internacionales. No obstante, la misma rémora arrastran otras producciones coetáneas de Cifesa dirigidas por Juan de Orduña o Luis Lucia.
Con la asistencia de su inseparable Enrique Alarcón en el apartado escenográfico, de Juan Quintero en el musical y de un Cecilio Paniagua que sustituye tras la cámara a Alfredo Fraile, Gil orquesta un espectáculo de cabalgadas, asaltos a diligencias, doma de caballos, combates entre tropas regulares francesas y garrochistas españoles, acoso y derribo de toros en la dehesa y duelos a navaja. Estampas románticas típicas que se busca dignificar con un tratamiento plástico ad hoc.
Desgraciadamente, las piezas no terminan de ensamblarse desde el punto de vista dramático y el dinamismo de las diversas estampas nunca termina de cuajar en la buscada película de aventuras. Es como si la plantilla no encontrase el encaje cabal en el argumento. Además, a pesar de la presencia de un magnífico elenco de secundarios —como siempre en las películas de Gil—, Fernando Rey resulta un tanto desubicado en este papel de hijo del cabecilla de una partida de contrabandistas a cuyo frente debe ponerse por derecho y deber de sangre.
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