Una docena de años antes de que a José Tamayo se le ocurrirá empaquetar lo más popular del repertorio lírico español en las Antologías de la Zarzuela, ya andaba Rafael Gil en estos trances. Teatro Apolo (1950), con el divo mexicano Jorge Negrete como protagonista masculino, y De Madrid al cielo (1952), están producidas por Cesáreo González y tienen al frente del reparto a la cantante María de los Ángeles Morales, estrella fugaz de la ópera que se retiró en 1954, poco después de casarse.
Rafael Gil arranca la película con una advertencia al espectador de que lo que se va a ver no es una biografía del teatro, sino un homenaje al género chico. Y así, tanta importancia como los temas musicales tienen el ambiente del teatro titular, las juergas con las coristas en el Café de Fornos, los banquetes en Lhardy o las amanecidas en la churrería de San Ginés. La variopinta fauna de la pensión de doña Flora (Julia Lajos), con el sablista Viñas (Félix Fernández) a la cabeza, funcionan en este mismo sentido. Todo esto, de un modo frívolo y rayano, a ratos en el slapstick, como los dos primeros encuentros entre el acaudalado mexicano Miguel Velasco (Jorge Negrete) y la corista del Apolo (Celia Morales) o el episodio del tenor afónico (Enrique Herreros).
El viraje al melodrama se produce durante la escena en la que Celia se entrevista con el padre de Miguel, que ha suspendido su regreso a México para casarse por amor a la corista. Ella entiende la situación y decide alejarse de él, pero en la conversación deja claro que es una escena mil veces vista: es el argumento de La traviatta y La dama de las camelias. Para dejar el camino libre al hombre que ama, renuncia al estreno de la ópera Marina, de Emilio Arrieta, y se marcha de viaje con un antiguo pretendiente (Luis Hurtado). Pero Miguel no abandona España. Desheredado, malbarata sus últimas pertenencias esperándola. El reencuentro se produce en la chocolatería de San Ginés, buscando una mesa sobre la que descabezar un sueño. En cuarenta minutos, Gil nos ha conducido de la comedia jovial al melodrama.
Una vez juntos, el segundo acto discurre de éxito en éxito. No hay conflicto alguno y aparte de los duetos que interpreta la pareja, todo parece discurrir como los travellings por esa galería de retratos dedicados por grandes compositores que sirven de transición a los números musicales. Tras la retirada de Celia, el último acto recupera el conflicto. Ahora Miguel, que continúa como director artísitco del Apolo, se esfuerza por mantenerse al día y Celia le reprocha que haya olvidado los éxitos que les reportó el género chico. O sea, el paso de La verbena de la Paloma, de Tomás Bretón, a Molinos de viento, de Pablo Luna. Este trueque tiene su correspondencia argumental en la sospecha de un adulterio por parte de los hijos de la pareja. La infidelidad al género chico sería también deslealtad hacia quien mantiene un culto por él y capricho por la estrella emergente (María Asquerino).
En el argumento de Teatro Apolo se hace presente el debate sobre casticismo y modernidad, sobre la necesidad de amoldarse a los gustos del público en un momento en el que Rafael Gil ha abandonado la tutela de Cifesa, empresa en la que dio sus primeros pasos y antes de embarcarse, junto a Vicente Escrivá, en Aspa Films, donde se desarrollará una nueva etapa de su carrera dedicada al cine religioso y anticomunista.
De Madrid al cielo presenta a la cantante lírica María de los Ángeles Morales recién llegada de Cáceres a la capital, sin una perra —un espabilado Enrique Herreros le birla el monedero a su madre (Julia Caba Alba) apenas ponen el pie en Madrid— pero con una sed tremenda de éxito. Gracias a su voz y a la ayuda de un cochero de punto paisano suyo (Manolo Morán) pronto logra una colocación en el Teatro Lírico y ella, su madre y su hermana se instalan en una modesta habitación del extrarradio. Allí conocerá a Pablo (Gustavo Rojo), un pintor desengañado de la conquista de la capital. Pero la noche de su debut, la diva Lily Costa (Rosario García Ortega) obliga al empresario (Félix Fernández) a despedirla para que no le haga sombra. Pablo le aconseja que persevere y Elena se presenta a la convocatoria de un anuncio por palabras que resulta ser para cantar con un grupo de músicos callejeros en plena calle Alcalá —“lo nuestro es arte, pero a la intemperie”—, en un café cantante —“cuplés ligeros o cante andaluz, fuera de eso no puede serme útil”— y hasta en la iglesia de la Paloma, donde unas damas de la alta sociedad han organizado una velada benéfica. Pero nada de esto parece funcionar para auparla al ansiado éxito. Mientras Pablo triunfa por fin en París, ella se ve obligada a cantar chotises en el café cantante para llevar algo de comida a casa. Cuando Pablo regresa la descubre allí, prostituyendo su voz.
Lo más interesante del argumento tiene lugar en este momento, cuando Elena se niega a aceptar el matrimonio como solución. Planteada la situación en un plano de igualdad, sólo accederá a casarse cuando también ella haya conseguido triunfar. Poco importa que Pablo y Cayetano se confabulen para echarle una mano al destino.
Coherente en la elección de localizaciones naturales, con un estupendo trabajo de Enrique Alarcón en el diseño de decorados, la atención de Gil a los detalles de caracterización y un magnífico elenco en los papeles secundarios, De Madrid al cielo constituye todo un logro dentro de sus modestas aspiraciones.
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