sábado, 23 de julio de 2016

plinio en televisión

Esta reseña de la edición en DVD de la serie apareció
por primera vez en el blog 221B en enero de 2013


Durante la Transición la novela negra a la española conoció un auge inusitado, debido probablemente a su capacidad de formular en clave de intriga y entretenimiento las convulsiones de la época. Fue un género basado en el modelo hard boiled surgido en Estados Unidos durante la Depresión económica. De él tomaba la ambientación urbana y la figura central del investigador escéptico que no se casa con nadie porque ya sabe que a ambos lados de la línea que separa el crimen de la ley se cuecen las mismas habas.

Anduvieron entonces teóricos y narradores empeñados en la búsqueda de una tradición propia, que nutriera de elementos autóctonos el patrón foráneo. Uno de los nombres que siempre figuraba en estas genealogías era el del manchego Francisco García Pavón. Se había empeñado éste, a principios de los años sesenta, en una serie de narraciones cortas protagonizadas por un modesto policía municipal de Tomelloso, apodado Plinio, y su sanchopancesco adlátere, don Lotario.

Las referencias de García Pavón no eran Dashiell Hammet ni Raymond Chandler, sino la tradición cervantina y la crónica de crímenes horrendos que había alimentado la literatura de cordel en España durante un siglo largo. No hay aquí grandes equipos especializados ni sofisticadas técnicas forenses. Plinio y don Lotario resuelven sus casos a base de conversación sosegada mientras lían un pito o juegan la partida en el Casino de la plaza.

El éxito editorial de las novelas que siguieron a aquellos primeros cuentos llevaron a un joven guionista que redactaba solapas de las novelas de otro, a proponer a algunos amigos una serie que adaptase los relatos cortos al formato televisivo. El libretista imberbe era José Luis Garci. TVE aceptó la propuesta y se comprometió a rodarla en cine y en color, algo bastante inusitado en 1971. Antonio Giménez Rico, en funciones de director,  y Garci en las de coguionistas armaron los libretos a lo largo de un verano y compusieron tres historias más por su cuenta y riesgo para alcanzar el número estándar de episodios. La producción corrió a cargo de X Films, paraguas, por entonces, de arriesgadas aventuras cinematográficas como Ere Erera Baleibu Icik Subua Aruaren… (1971), el largometraje pintado directamente sobre celuloide por José Antonio Sistiaga.

El pase por televisión fue bastante exitoso por la novedad de la propuesta, aunque no estuvo exento de polémica. Sin embargo, la repercusión de las grandes series que TVE produjo en los años ochenta había relegado esta de Plinio al olvido. Los buenos oficios de Carlos Díaz Maroto ante la editora 39 Escalones nos permiten ahora valorar en su justa medida los aciertos y tropiezos de la aventura. La sensación es agridulce, como siempre ocurre al traer al presente un recuerdo lejano. Se trata de un total de trece episodios de media hora que constituyen ocho historias completas e independientes. De ellas, tres son originales de Garci y Giménez Rico: Fusiles en Tampico, El hombre lobo y Tras la huella de un desconocido. Las dos primeras bajan muchísimo el nivel global. Son morosas y carecen de intriga. Si la primera destaca por las típicas citas cinéfilas de Garci -el personaje de José Vivó vive instalado en un romanticismo trasnochado que cifra en películas como Casablanca (Casablanca, Michael Curtiz, 1942) y El puente de Waterloo (Waterloo Bridge, Mervyn LeRoy, 1940)- la segunda quiere ser un guiño a Paul Naschy y al fantaterror, tan de moda en el momento de la producción de la serie. La última mantiene mejor el tipo, al desarrollar una situación algo previsible con una puesta en escena bastante acorde con el marco genérico.

Los carros vacíos, El carnaval y El charco de sangre -todas en dos episodios- adaptan relatos que García Pavón había ambientado en la época de los hechos verídicos en que se basan: la dictadura de Primo de Rivera. No sufren demasiado con la actualización, porque La Mancha de 1971, en cuyas carreteras don Lotario abandona su 600 sin que aparezca otro automóvil en el horizonte durante horas, tampoco ha cambiado tanto. Tampoco los rostros de los tomelloseros, a los que el operador José Luis Alcaine dedica una atención documental. Choca, eso sí, la ambientación carnavalesca del relato ambientado en las Carnestolendas, pues la festividad estuvo prohibida durante el franquismo, y la iconografía -destrozonas y diablos- inspirada en Solana.

El huésped de la habitación nº 5 se resuelve en un único episodio, protagonizado con la sobriedad que le caracterizaba por don Tomás Blanco. Como Las hermanas Coloradas -el único capítulo basado en una novela larga y resuelto en tres episodios- tiene ambientación contemporánea pero remite a la República y a la Guerra Civil. Los misterios a desvelar residen en el pasado, cuyas heridas siguen abiertas. Es una pena que Las hermanas Coloradas no dispusiera de un poco más de presupuesto, porque el flashback resulta de una pobreza absoluta al ostentar don Manuel Alexandre el mismo aspecto en 1939 que en 1971. Por lo demás, este episodio está ambientado en Madrid. Hay un par de escenas rodadas en el clásico Café Comercial de la glorieta de Bilbao y un paseo nocturno de Plinio por la Gran Vía sin ningún interés dramático, pero de gran valor documental.
Alfonso del Real está muy bien en su personaje entre Sancho Panza y doctor Watson, pero lo que queda al final de todo es la mirada triste de Antonio Casal: planos prolongados sobre su rostro que refleja un cansancio y un escepticismo absolutos, casi cósmicos.

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