Antonio del Amo (1911-1991) se acerca al cine a través de la crítica y el cineclubismo. Durante la II República colabora en Popular Film y en Nuestro Cinema, al tiempo que programa el cineclub de esta última revista. Intenta introducirse en la industria como ayudante de dirección de Benito Perojo, pero sólo lo logrará al incorporarse al equipo de La Dolorosa (Jean Grémillon, 1934). La oportunidad de debutar como realizador surge en pleno fregado de julio de 1936, cuando Buñuel le regale una cámara Eclair de 16mm y negativo con el que registrará lo que está ocurriendo en Madrid. Entre esas imágenes primerizas, la recreación del reparto de armas al pueblo y el asalto al Cuartel de la Montaña, que pasarán a convertirse en material "documental" de repertorio para cuantos reportajes se hagan sobre el sofocamiento del golpe militar en la capital.
De su trayectoria durante la contienda como cineasta y militante comunista algo dijimos cuando nos acercamos al cine de propaganda realizado por Rafael Gil. Será éste quien, cuando Del Amo salga de la cárcel, lo reclame como ayudante de dirección. La misma función y la de guionista no acreditado —no están los tiempos para exigencias— ejerce para Ignacio F. Iquino y Antonio Román, hasta que, en tándem con Manuel Mur Oti, ponga en marcha la producción de Sagitario Films, parte del entramado que el empresario nazi Johannes Bernhardt mantenía en la España del aislamiento posbélico.
En su primer largometraje, Cuatro mujeres (1947), Del Amo pone en imágenes las cuatro viñetas del ambicioso guión de Mur Oti. Cuatro mujeres lo significaron todo en el pasado de otros tantos hombres a los que el destino ha reunido en un cafetín portuario. Pero las cuatro mujeres tienen el mismo rostro (el de la italiana Maria Denis). Ella es como un lienzo en blanco sobre el que cada uno proyecta sus obsesiones, su ambición, sus frustraciones. Blanca es una religiosa que atiende en Argelia a un oficial de la Legión Extranjera herido (Tomás Blanco). Ante la amenaza de suicidio ella abandona los hábitos y se reúne con él. Elena es amiga de la mujer de un compositor (Luis Prendes). Ella es la única capaz de interpretar sus arriesgadas partituras pero sufre un colapso durante un concierto. Elena la sustituye al teclado y en el corazón de compositor. La Lola alterna en un café-cantante andaluz donde el capitán de un mercante (Carlos Muñoz) busca amor mercenario. Marta es una menesterosa que se convierte en modelo de un pintor (Fosco Giachetti) empeñado en retratar la miseria.
Los episodios de Cuatro mujeres son otras tantas historias de deseo sublimado. Además, en los dos relatos en los que el protagonista es un artista, la mujer ejerce de médium. El músico es capaz de componer, pero no de interpretar su obra y las manos de la mujer que toca el piano son objeto de fetichización desde el mismo momento de la entrada de la supuesta Elena en el cafetín. Más radical resulta aún el doble desdoblamiento de la modelo del pintor. Para Alberto, Marta carece de identidad más allá de su propia obra: le da de comer y le deja que duerma junto a la estufa como a una perra sarnosa que encontró en la calle con una pata rota. No le importa que ella desaparezca de su vida porque su espíritu ha quedado atrapado en el cuadro, argumento contra el que ella se rebelará cuando él reciba el premio:
—Estás ciego y no ves nada. Dices que soy aquella mujer del cuadro. ¿Qué sabes tú quién soy yo? Sólo has visto los andrajos, el resto no has sabido verlo. ¡La medalla! Estarás orgulloso de ella. Te la han dado por pintar una cosa falsa, una cosa que no existe.
La reaparición de la mujer, transfigurada mediante un simple cambio de atuendo, provoca el reconocimiento de su amor por parte de Alberto y la destrucción del lienzo, acuchillado en un acto simbólico que pretende representar la renuncia por parte del pintor a la imagen “falsa”, aunque la acción se abra también a significaciones más ambiguas y bastante más perturbadoras. Para besar a Marta, Alberto le da la espalda al cuadro en tanto que la sombra de ambos oscurece el retrato en una doble negación del pasado. [Santiago Aguilar: Sagitario Films, oro nazi para el cine español. Valencia: Shangrila Ediciones Aparte, 2021.]
De nuevo la figura del desdoblamiento y la mujer ideal serán cruciales en El huésped de las tinieblas (1948), biografía imaginada y alucinada del poeta postromántico Gustavo Adolfo Bécquer durante su estancia en el monasterio de Veruela. El poeta (Carlos Muñoz) ayuda a escapar a un joven que ha participado en un duelo. Es así como conoce a Dora (Pastora Peña), el gran amor de su vida. Pero Dora está prometida con un noble inglés y su tía (Irene Caba Alba) la vigila estrechamente. Durante esta primera parte, parece como si el propósito de la película no fuera otro que ilustrar la rima decimoséptima: “Hoy la tierra y los cielos me sonríen, hoy llega al fondo de mi alma el sol, hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado..., ¡hoy creo en Dios!”. Herido por la separación de la amada, Gustavo se refugia en el monasterio de Veruela, donde el delirio le sume en un estado en que las pesadillas más siniestras tienen la cualidad de lo real. De este modo, entre alucinaciones y desvaríos oníricos pasa la crisis. Diez años después vuelve a encontrarse con su amada, ahora ya casada. El final es una relectura de Peter Ibbetson (Sueño de amor eterno, Henry Hathaway, 1935), película cara a los surrealistas que estaba entre las favoritas de Buñuel.
Dentro de la primera etapa de la producción de Antonio del Amo para Sagitario Films, Alas de juventud (1949) parece un impuesto obligado para satisfacer a la administración. A falta de un cine bélico que recordase continuamente las hazañas de los vencedores, una sociedad militarizada, como la española de la posguerra, encontró en las películas de academias militares un sucedáneo que servía además de reclamo para una juventud sin futuro que debía de encontrar en el ejército los ideales patrióticos y de disciplina que cotizaban a la baja por la desmoralización postbélica. El cóctel de audacia, camaradería y sacrificio quedaba salpimentado por una rivalidad amorosa que pudiera satisfacer el principio dramático de conflicto. Así lo había entendido Mario Mattòli cuando realizó I tre aquilotti (1942) y lo acababa de corroborar Ramón Torrado en Botón de ancla (1948), abriendo una veta que supuso toda un filón en su filmografía.
Daniel (Antonio Vilar), Luis (Carlos Muñoz), Rodrigo (Fernando Fernán-Gómez) y Felipe (Julio Riscal) son cuatro compañeros inseparables de la Academia Aeronáutica. Sin embargo, entre los dos primeros ha surgido una rivalidad por el amor de Elena (Nani Fernández), la hija del coronel (Francisco Pierrá). Además, Daniel es un temerario del aire, aficionado a las acrobacias más peligrosas, en tanto que Luis es el primero de la clase, con un historial académico muy por encima del de cualquiera de sus compañeros. Esta doble pugna hace que estén todo el día como el perro y el gato. Para quitarle hierro a la hostilidad entre ambos —que en ocasiones roza el sadismo— el tercer personaje cómico se desdobla en dos. Ajeno a un destino heroico, como en Botón de ancla, Fernán-Gómez debe conformarse con seguir al personaje interpretado con Riscal, empeñado en no pegar golpe gracias a un método de hipnotismo. Una vez que el coronel le descubre a Daniel el trágico destino de su padre —en un flashback que busca enlazar visualmente el trabajo en la academia con el pionerismo heroico— y que el capitán le demuestra en la práctica lo indispensable del estudio y de la teoría para ser un aviador completo, Daniel se olvida de Elena y se dedica con ahínco a los estudios, hasta desbancar a Luis en el primer puesto de la clase. Llegan entonces las consabidas maniobras en las que, incumpliendo todas las órdenes recibidas, Daniel acudirá a rescatar a su compañero accidentado. En esta ocasión la indisciplina tiene premio académico y militar, pero no romántico.
Para completar el componente espectacular, se encarga de rodar las escenas de vuelo y acrobacias aéreas el operador Hans Scheib, que se había establecido en España después de participar en varias de las películas rodadas en Berlín durante la Guerra Civil por la Hispano Filmproduktion.
Como en la coetánea El sótano (Jaime Mayora, 1949), en la siguiente película de Antonio del Amo, Noventa minutos (1949), el refugio adquiere la cualidad de un microcosmos en el que cada personaje se convierte en emblema. Ambas siguen la senda abierta por Los últimos de Filipinas (Antonio Román, 1945) en la que el encierro es alegoría explícita del aislamiento internacional al que está sometida España desde que las fuerzas del Eje empiezan a perder la guerra en Europa y se hace patente la pervivencia del franquismo como dictadura de raíz netamente fascista en el continente. Frente a la deslocalización geográfica y temporal de la película de Mayora —una guerra que es todas las guerras, o sea, ninguna— la de Antonio del Amo se refiere a la II Guerra Mundial en un contexto internacional no exento de tópicos: la francesa casquivana, el íntegro militar español, el heroico aviador británico... Noventa minutos es lo que tardará en agotarse el aire disponible en el refugio antiaéreo donde una docena de vecinos con distintas ideas y circunstancias esperaba a que acabase el ataque alemán sobre Londres. Noventa minutos que cambiarán las vidas de todos ellos y harán que aflore la verdadera identidad de cada uno. Sobre todo, la de Richard (Enrique Guitart), que ha entrado en casa de los Marchand a robar las joyas y ha herido, durante una pelea, al canalla (Jacinto San Emeterio) que pretendía chantajear a Jeanette Dupont (Mary Lamar). Cuando el policía Preston (José Lado) le detiene, suena la alarma aérea y se ve obligado a convivir con los burgueses de cuyo expolio vive. Entre estos, los hay de toda clase y condición: los Marchand (Fernando Fernán-Gómez y Gina Montes), que están a punto de tener su primer hijo; la resentida señora Winter (Julia Caba Alba) y su sobrina Helen (Lolita Moreno), cuyo novio (Carlos Muñoz) es piloto de la RAF y ha aprovechado un permiso para venir a verla; un íntegro coronel español (Fulgencio Nogueras) con su nieto (Pepín Acebal) y el canario; el señor Dupont (José Jaspe), que Jeanette intenta que no se entere de su antigua relación con el chantajista a pesar de que éste tenía unas cartas comprometedoras que ahora están en poder de Richard; una doctora (Nani Fernández), también española, tan entregada a su vocación que se ha olvidado de vivir; y Rosa (Pilar Vela), la portera de la finca, a punto de contraer matrimonio con Preston.
Lo increíble es que la película consiguiera situar como héroe a un delincuente reincidente con un delito de sangre. En otros casos, la única expiación posible es la muerte. Sin embargo, en Noventa minutos, basta con la devolución de todo lo robado, incluido un crucifijo que ha servido para bautizar cristianamente al recién nacido hijo de los Marchand, por muy anglicanos que sean éstos. Además, por el camino hemos asistido a varias proclamas pacifistas y antimilitaristas que no están puestas exclusivamente en boca de orates ni burgueses egoístas.
No exenta de un tono discursivo común a otras cintas que tratan el mismo asunto, Noventa minutos —rodada en cooperativa por el mismo equipo técnico que trabajaba simultáneamente en otra cinta reclusiva: El Santuario no se rinde (Arturo Ruiz Castillo, 1949)— hace también gala de un humor algo socarrón, sobre todo, durante el último acto, lo que de nuevo la aleja del patrón al uso. Todo ello la convierte, si no en una película sobresaliente, sí en un título significativo de los márgenes de disidencia que estaba dispuesta a tolerar la administración en aquel momento.
Día tras día (1951) es la primera producción de Altamira, productora cinematográfica constituida en 1949 por varios alumnos de la primera promoción del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, entre los que se encuentran Luis G. Berlanga y Juan Antonio Bardem. Ellos podrían haber debutado en la dirección en el seno de la empresa si no fuera porque el criterio financiero se impuso y pareció menos arriesgado confiar esta tarea al ya experimentado Del Amo, profesor de los impulsores del proyecto. La feliz pareja Bardem-Berlanga debutaría poco después con Esa pareja feliz (1951).
Una voz nos ilustra sobre algunos personajes pintorescos del Rastro madrileño: compradores anónimos, chamarileros con nombre propio y una tribu de delincuentes juveniles que hacen del hurto al amparo del barullo su pequeña industria. La voz nos invita a fijarnos en dos de ellos: Anselmo y Ernesto. La voz pertenece al cura párroco de San Cayetano (José Prada), quien desde las alturas de Cascorro, va a encauzar como un demiurgo bondadoso y comprensivo, sus vidas. Anselmo (Manolo Zarzo) es un chaval huérfano, casi un niño, que no ha conocido otra vida que la calle. Uno de los comerciantes (Manolo Requena) sufragará la operación que necesita para volver a caminar y a jugar al fútbol, que es lo que de verdad le gusta. Ernesto (Mario Berriatúa) vive la constante tensión entre sus deseos de viajar y ser un pintor famoso y un trabajo embrutecedor como delineante. El amor de Luisa (Marisa de Leza) podría servirle para encauzar su vida si no se desliza por la pendiente de la delincuencia ante la promesa del dinero fácil.
Sobre Día tras día, pesa el sambenito neorrealista. Se disputa con El último caballo (Edgar Neville, 1950), Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951) y Cerca de la ciudad (Luis Lucia, 1952) el mérito de haber aclimatado la propuesta italiana a las posibilidades de la España autárquica. También pesa la pátina moralizante de estar protagonizada por un cura y de ofrecer soluciones postizas a un relato de corte redentorista. Es así, no lo vamos a negar. Los diálogos pecan muchas veces de literarios y la trama está conducida con unas dosis de posibilismo rayanas en la ingenuidad. Y, sin embargo, compartiendo curita protagonista con la película de Lucia, el que compone aquí José de Prada resulta mucho menos cargante que el Marsillach de aquélla. El cura —innominado— de Día tras día no aparece jamás en la iglesia, rodeado de los símbolos de autoridad que el estado nacional-católico le confiere. Es un cura a pie de calle, que conoce perfectamente a los habitantes del barrio, sean o no feligreses de San Cayetano, y nunca usa métodos torticeros para imponer su voluntad y devolver a las almas descarriadas al buen camino. A lo mejor no es suficiente desde un punto de vista contemporáneo, pero no deja de ser significativo.
El otro aspecto destacable es el rodaje en el popular barrio madrileño, entonces suburbial y canalla. Antonio del Amo y Juan Bosch tienen buen oído para el diálogo costumbrista y habilidad para la creación de personajes secundarios memorables, como el realquilado de la madre de Ernesto. Es una pena que en el momento en que la acción recae en los protagonistas los diálogos se vuelvan en exceso literarios y expositivos. Más allá de su explícita intención social y de la necesidad de nadar entre dos aguas con la férrea censura, Día tras día queda como una excelente muestra de cine costumbrista, no exento de ambigüedades. Se pueden comprender éstas como tibieza ideológica, pero también como pequeñas grietas en la doctrina oficial.
No he podido ver Historia en dos aldeas (1951) y El cerco del diablo (1952) es una película perdida, así que hemos de dar un salto hasta 1953, cuando Del Amo pega el primer golpe de timón de su carrera al adaptar un sainete de ambiente andaluz estrenado por los hermanos Quintero... en 1912: Puebla de las mujeres. La anécdota, nimia, pretende burlarse sin saña de las habladurías y cotilleos que rigen la vida en un pueblecito cualquiera. El afán regeneracionista no pasa de la mera formulación y las cosas terminan como tienen que acabar, con la pareja emparejada y pelando la pava en la reja. Adolfo (Rubén Rojo) se dirige a solucionar un litigio a Puebla de los Mujeres, una villa en la que forastero que hace noche, sale casado. Apenas llega al pueblo se tropieza con Juanita (Paquita Rico), una chica independiente que no está por la labor de que la emparejen con un médico que la obligue a desayunar “estractomicina”.
El reparto de la película permite el lucimiento de un grupo de actrices veteranas como Milagros Leal, Matilde Muñoz Sampedro, Cándida Losada, Julia Pachelo o Concha López Silva... y a un plantel de nuevos rostros entre los que destacan Amparo Soler Leal —la hija de Milagros Leal—, Carmen Lozano, y la futura realizadora Margarita Aleixandre. Por supuesto, el protagonismo recae en Paquita Rico y sus canciones, en su primera oportunidad de peso en la pantalla. Antonio del Amo volvería a recurrir a ella en El pescador de coplas (1954) —a partir de un guión de un viejo compañero del periodo republicano, Antonio Guzmán Merino—, donde hace debutar al cantaor Antonio Molina y marca definitivamente el nuevo rumbo popular que iba a tomar su filmografía.
El pescador de coplas va de la miseria y de las ansias de triunfo. De una miseria que apenas se nota porque la Andalucía de la "españolada" es una Arcadia feliz donde el cante, el baile y la bulla lo matizan todo. Pero es una miseria palpable en la necesidad de escapar de ella. Dos son las vías: el cante y el toreo. Juan Ramón (Antonio Molina) lo intenta como torero y termina triunfando en el mundo de la canción con el sobrenombre de “El pescador de coplas”. María del Mar (Paquita Rico) hará lo propio en el campo de la revista folklórica. Pero, ay, el triunfo exige el desarraigo. Juan Ramón debe partir para el continente americano y desde la cubierta del barco canta Adiós, mi España querida. Como proponía la telenovela: los ricos también lloran. El buen funcionamiento económico de esta película le permite poner en pie la anhelada Sierra maldita (1954), a partir de un libreto de Alfonso Paso y José Luis Dibildos.
Más que el western o las películas sicilianas de Pietro Germi, pesa en su concepción un componente trágico de raíz lorquiana y el cine indigenista del “Indio” Fernández. La fotografía de Eloy Mella y Sebastián Perera remite constantemente al trabajo de Gabriel Figueroa, con sus mujeres con tocas contra cielos cuajados de nubes. También la utilización de los bailes populares y los amores malditos evocan la utilización que de ellos hace el “Indio” en María Candelaria / Xochimilco (1943).
Era un problema de seducción [léase "violación"] colectiva, pero la censura no me lo permitió. Me dijeron que en el monte tenían que se todos tontos y todos maricas y solamente se podía plantear el problema entre dos hombres y y la mujer. Así la película perdía todo su valor y se convertía en el clásico triángulo de siempre. [Antonio del Amo a Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Valencia: Fernando Torres Editor, 1974, pág. 47.]
Sobre las mujeres de Puebla de Arriba pesa una antigua maldición que las condena a la esterilidad. Juan (Gustavo Rojo), hombre de una pieza de Puebla del Valle está dispuesto a desafiar esta superstición y casarse con Cruz (Lina Rosales), a pesar de la oposición de su padre. Apoyados por el cura, los jóvenes se casan e intentan vivir en Puebla de Arriba, donde han construido su casa. Pero el hostigamiento del resto de las mujeres y el acoso al que somete a Cruz, Lucas (José Guardiola), vecino del mismo pueblo y antiguo pretendiente, obligan a la pareja a dejar el pueblo. A fin de ahorrar y poder mudarse deciden pasar el invierno en la sierra, con una partida de carboneros. Juan va amoldándose poco a poco al duro trabajo y Cruz ayuda con las comidas y la intendencia. El día que Juan debe bajar al pueblo para comprar provisiones, Lucas intenta forzar a Cruz. El resto de los carboneros les siguen hasta la Niña Negra, una peña horadada por un laberinto de cuevas del que nadie regresa.
Crea Antonio del Amo, a partir de estos mimbres prestados, una película con personalidad propia. Las imágenes logran transmitir la resonancia mítica que el libreto sugiere y hay secuencias memorables, como la persecución en la noche o el duelo con hachas, que no están reñidas con otras de corte más documental sobre el trabajo de los carboneros. Destaca también la utilización de la música popular con intención antropológica y, ocasionalmente, simbólica, que transciende el uso folklórico-ilustrativo que suele tener en otras películas de esta época de ambientación andaluza. No es complicado establecer una lectura en clave metafórica de la cinta, a partir de la idea de las dos Españas enfrentadas después de la Guerra Civil. Conscientes de ello y haciendo caso al censor que pensaba que en la nueva España no había lugar para supersticiones, los libretistas terminaron situando la acción en 1925, durante la dictadura de Primo de Rivera.
En Retorno a la verdad (1956) conjuga el melodrama con la exaltación de la heroica aviación española y su modernización. De la mezcla de estos ingredientes surge una novelita romántica de propulsión a chorro. Susana (Susana Canales) mantiene una relación ambigua con Carlos (Germán Cobos). Como Jorge (Julio Peña), su marido, es piloto de caza y viaja a menudo a Alemania, ella se ve con Carlos en el embalse en el que él trabaja como ingeniero. Susana vive con Carmen (Lolita Quesada), la hermana de Jorge, que es la novia de Mariano (Ángel Ter), otro militar de la base aérea. Pero la presencia de Carlos en la casa queda justificada ante Jorge por la amistad que éste mantiene con Carmen. Además, ahora Jorge está a punto de ser destinado a los Estados Unidos durante una larga temporada. Así que las cosas se van complicando a golpe de truco de guionista y de ingenuidad de los personajes masculinos.
Del Amo intenta ganar el pulso formal en un par de secuencias de montaje y en la escena final, cuando los dos hombres se enfrentan en el molino, pero la inviabilidad de la premisa —un amor adúltero, sin adulterio, por supuesto, que estamos en la España de 1956— lastra irremediablemente una cinta que parece querer bucear en las relaciones de los personajes de Alas de juventud ocho años después.
El sol sale todos los días (1956) es ya una película "con niño". El infante es Miguel Ángel Rodríguez que también participó en El tigre de Chamberí (1958). La cinta intenta conciliar ambas tendencias, como hiciera Ladislao Vajda en Mi tío Jacinto (1956), pero la película no funciona con la misma precisión que la del húngaro, ni Enrique Diosdado se encuentra en el estado de gracia de Antonio Vico. A pesar de ello es una buena oportunidad para contemplar a este cómico, padre de la actriz y autora Ana Diosdado. Enrique Álvarez Diosdado es uno de aquellos actores vinculados a Margarita Xirgu, que estrenaron las obras de Lorca antes de la Guerra Civil y durante ésta o inmediatamente después partieron hacia América Latina. Los años de esplendor de Diosdado como intérprete transcurrieron, por esta razón, en los escenarios de Argentina, donde debutó en el cine con una versión de las lorquianas Bodas de sangre (1938). Hasta 1950 no regresa a España. Durante seis años forma parte de la compañía del Teatro Nacional María Guerrero, pero su filmografía se reduce a una quincena de títulos.
Diógenes (Enrique Diosdado) es el propietario de un melonar en las afueras del pueblo. Vive en un chamizo, cultiva sus deliciosos melones al son de una armónica y vive del trueque, sin pensar en el futuro. Teresa (Mercedes Monterrey), la hija del tendero es la única que se preocupa por él. Pero un día su vida se ve alterada por dos circunstancias coincidentes. Adopta de modo natural a un pequeño huérfano que ha entrado a robar en su melonar, apodado Gorrión (Miguel Ángel Rodríguez), y en sus tierras acampa una modestísima trouppe circense. Comanda la compañía Pelotti (Barta Barry): húngaro, polaco, italiano o español, a gusto del público. Todos los componentes del circo Pelotti, incluida la funambulista Lina (Marisa de Leza), viajan en un único carromato. Van de pueblo en pueblo, trabajando a cambio de unas monedas.
—Nosotros vivimos como en bicicleta —explica Pelotti en su jerga incomprensible—. Si no marcha, cae.
El resto es un argumento con todos los tópicos, de los que la película pretende redimirse con un final adelantado a su tiempo. Diógenes y el Gorrión parten con los titiriteros, el niño enferma y el eterno enamorado de la libertad debe elegir entre “la alegría que pasa” —en expresión acuñada por Santiago Rusiñol—, representada por Lina, y la vida ordenada, encarnada en Teresa, la hija del tendero.
Mi productora [Argos Films] la cree para hacer El sol sale todos los días. Me asocié con Pedro León y con un financiero [Santiago Peláez] que había invertido dinero en Sagitario Films. Yo les propuse hacer el guión Reyerta, pero pensamos que era preferible hacer antes El sol sale todos los días, que era una película muy manejable, que se hizo en cooperativa de actores y técnicos, y que fue bien. No se ganó mucho, pero todos cobramos nuestros sueldos. Pedimos un crédito al Sindicato [Nacional del Espectáculo] para hacer Reyerta y nos lo concedieron, y a mí se me metió en la cabeza hacerla en color, y entonces no cubríamos el presupuesto, porque no encontrábamos distribución. En vista de esos decidimos que había que ganar dinero para poder a hacer Reyerta. Y rodamos El pequeño ruiseñor. [Antonio Castro: Op. cit., págs. 47-48.]
Como apuntábamos al principio, la primera película protagonizada por Joselito supone un auténtico cataclismo en la filmografía del realizador, al que Guzmán Merino propone continuar con la vena popular/populista que arrancaran con El pescador de coplas. A partir de entonces y hasta el final de su carrera, Antonio del Amo verá sus anteriores empeños sepultados en el olvido:
Me trajeron a Joselito y yo pensé enseguida que llevaba dinero dentro y que si hacíamos la película luego podríamos hacer Reyerta y otras muchas. La película fue un éxito extraordinario. Se la disputaban los distribuidores mientras yo la estaba montando. Entonces, para ganar mas dinero, decidimos hacer Saeta [retitulada La saeta del ruiseñor], una buena película, dentro de ese estilo.
Hasta aquí, la cosa era honrada, pero a partir de aquí ya no fui honrado, ya me encanallé con el dinero, y a partir de ese momento ya no respondí de mis actos. Tenía muchas presiones, veía que me quitaban las películas de las manos y ya no regía por mí mismo. [Ibidem]