domingo, 19 de septiembre de 2021

la amargura de luis lucia (3)


A vueltas con la españolada

Tras su salida —ya veremos que sólo relativa— de Cifesa y antes de incorporarse al equipo de Benito Perojo, que ha decidido abandonar la realización y centrarse en su faceta de productor en el naciente mercado de las coproducciones, Lucia dirige dos películas para otras compañías. La primera es la doble versión El sueño de Andalucía (Luis Lucia, 1951) / Andalousie (Robert Vernay, 1951), de la que ya hablamos con ocasión de nuestro repaso a las cintas rodadas en Gevacolor: https://documentitosdeunindocumentado.blogspot.com/2017/09/degradacion-del-gevacolor.html

La otra es Cerca de la ciudad (1952), un intento neorrealismo nacional-católico producido por Goya P.C. y Exclusivas Floralva. El padre José (Adolfo Marsillach) sale del seminario con toda su ilusión para ocupar plaza de coadjutor en una parroquia perdida entre chabolas, más allá de las madrileñas Ventas del Espíritu Santo... O sea, “cerca de la ciudad”. Para llevar a cabo su labor evangelizadora en este barrio chabolista en el que falta hasta lo más elemental, el buen curita —uno de esos sacerdotes españoles que proliferaron a principios de la década de los cincuenta abogando por la hermandad social— sólo tiene la ayuda de la divina providencia, un sacristán aficionado a los toros (José Isbert), un doctor altruista (el famoso actor radiofónico “Boliche”)... y al muñeco Pepito. Gracias a Pepito los niños desharrapados a los que les falta un bocado que echarse a la boca y que están a un paso de la delincuencia, asisten a la catequesis más contentos que unas pascuas. Pero, ay, cuando falta el dinero, don José se ve obligado a dejar en prenda a Pepito a cambio de veintidós duros con los que dar de comer a los muchachos.

Con los años, Lucia reprocharía a Vicente Escrivá su hipocresía al hacer cine religioso por conveniencia, por lo que hemos de suponer que este acercamiento social al asunto estaría realizado desde la más auténtica convicción. El argumento del padre Madina, párroco de Vallecas, había sido podado de los aspectos más espinosos —el anticlericalismo de raíz ideológica de los habitantes del barrio— sin eludir otros que suscitaran la simpatía por el cura —el chiste del cura tartamudo—, lo que le valió a Lucia la declaración de la película como de Interés Nacional, con el consiguiente aliciente económico para la productora.

La cámara de Lucia se acerca a algunos entornos cuya existencia no reconocía la política oficial. Si la cinta se clausura con la reconciliación social durante la Misa del Gallo, en Nochebuena, se abre en cambio con un prólogo autoconsciente bastante divertido en el que el equipo de la película oculta la cámara en un camión para intentar rodar desde este escondite “una película neorrealista”. Lola la piconera ha marcado el principio de la colaboración de Lucia con el libretista José Luis Colina, también paisano, amigo y colaborador de Luis G. Berlanga. La entente se prolongará a lo largo de diecisiete títulos, con especial incidencia entre los años 1951 y 1956. Como iremos viendo en adelante, buena parte de la autorreferencialidad de la obra de Lucia en estos años puede atribuirse al estro de Colina. Juntos alumbrarán a lo largo de los años cincuenta una serie de comedias costumbristas, sainetes e, incluso, tragicomedias en las que los prólogos alcanzan categoría de piezas autónomas.

La primera realización de Lucia para Perojo, La hermana San Sulpicio (1952) , por ejemplo, arranca con un prólogo en el que Ceferino Sanjurjo (Jorge Mistral) se dirige directamente a los espectadores para mostrarles las dificultades del “encuentro amoroso”. Nos trasladamos entonces a un Cielo olímpico, en absoluto católico, por el que se pasea un angelote con un parche en un ojo; es un pícaro Cupido encargado de que cada corazón encuentre su pareja. Ceferino estudia Medicina en su Galicia natal para ganar unas oposiciones y el angelote, deus ex machina, le asigna como pareja a una tal Gloria, a la que vemos por primera vez vestida de corto y toreando de capote en una capea. El balneario donde se desarrollaba la acción de la novela de Armando palacio Valdés y las dos versiones dirigidas por Florián Rey en las décadas de los veinte y de los treinta, se transforma en el moderno sanatorio de San Onofre; las monjitas ahora realizan una labor asistencial más o menos profesionalizada. En el caso de Gloria, alcanza altas cotas de eficacia; Daniel, el villano raptor, se convierte por obra y gracia del nuevo libreto y la interpretación de Manolo Gómez Bur, en un tipo risible y bastante tontuelo... ¿Qué queda entonces del tuétano folklorizante? Pues las canciones de Carmen Sevilla, las postales granadinas ya ensayadas en Debla, la virgen gitana (Ramón Torrado, 1951), la Alhambra, la Plaza de España sevillana... En la estación de tren hispalense, un nuevo apunte irónico: los carteles turísticos que invitan a conocer “Espagne”. O sea, la España de pandereta. La guerra de sexos se traduce así en confrontación de caracteres regionales. Como en Malvaloca, el drama de los hermanos Álvarez Quintero que en la inmediata posguerra ha adaptado Luis Marquina. El vitalismo andaluz en el que tan a gusto se siente Lucia apenas tiene en qué rivalizar con la melancolía y la retranca asociadas al carácter gallego. En la interpretación de Jorge Mistral estas características se traducen en un permanente mal humor. Si acaso, Ceferino tiene una ligera pátina de “materialismo” que se va en cuanto entra en la capilla y escucha a la hermana San Sulpicio cantar la Salve.

Los momentos más decididamente cómicos recaen, como es costumbre, en los personajes secundarios: la monjita interpretada por Julia Caba Alba; la otra (Juana Ginzo), extranjera, que pretende “hacer las misiones” enseñando a los paganos a bailar sevillanas; y, como no podía ser de otro modo, el descacharrante revisor ferroviario encarnado por el actor extraplano Antonio Riquelme. Al final, Don Sabino, convencido de la falta de vocación de Gloria, le mete bulla con la venta de la ganadería. Se ha convertido en una mujer seria y formal... pero ha perdido la alegría. El destino reúne a los dos amantes y al cura en lo alto de un poste para evitar que los toros bravos los arrollen.

Un caballero andaluz (1954) retoma a los tres protagonistas de La hermana San Sulpicio y propone una nueva vuelta de tuerca a los tópicos de la españolada. Están presentes los toros, las canciones, Andalucía, la religión y las tradiciones; todo, en fin, lo necesario para que la película pueda ser catalogada en esta categoría. Y, sin embargo, recurre a estrategias propias del melodrama alternándolas con las más habituales del sainete andalucista. Juan Manuel Almodóvar (Jorge Mistral), acaudalado propietario de un cortijo, envía a su hijo (Jaime Blanch) a estudiar a Inglaterra cuando queda viudo. El muchacho ha heredado de su padre el amor por los caballos, pero la escuela inglesa de doma no le convence nada. En cuanto vuelve a Andalucía por vacaciones cabalga junto a su padre y acude a socorrer a los más necesitados, como hacía su madre. Así conoce don Juan Manuel a Coralín (Carmen Sevilla), una joven gitana ciega que canta para sacar adelante a una caterva de incontables hermanillos. Al morir su hijo, don Juan Manuel dedicará el cortijo a crear una escuela-taller para los pequeños menesterosos de la comarca y triunfará como rejoneador para reunir el dinero suficiente para operar a Coralín.

La cinta da lo máximo de sí en el apartado del amor interracial. Tanto don Juan Manuel como el cura interpretado por Manuel Luna, dejan bien claros sus prejuicios hacia los gitanos. El señorito reclama que poco tienen que ver lo andaluz con lo gitano, en tanto que el cura le advierte que si va a acoger a los hermanos de Coralín en casa ya puede ir cerrando todos los armarios con doble vuelta de llave. Sin embargo, cuando el niño necesite una transfusión de sangre será a Coralín a la que veamos dándole la suya, subrayado por Lucia con una panorámica que enlaza a la gitana, al niño y a su padre en un único encuadre en movimiento. Las cuestiones de la raza han estado presentes desde la misma apertura, durante la estancia del niño en el colegio inglés y reaparecerán al final, cuando Coralín sea operada en Norteamérica... ¡por un médico español! Recién firmados los acuerdos comerciales y militares con Estados Unidos, la conciliación entre payos y calés —que Lucia acababa de tratar en su versión de Morena Clara (1954)— se ve contaminada —¿enriquecida? — por la renegociación de la identidad nacional frente a lo extranjero, marcando nuevos rumbos para la españolada.

Ya hemos dicho que las secuencias de precréditos de las películas de Lucia con la colaboración literaria de Colina son casi un género en sí mismas. En la segunda versión de Morena Clara, tras la exitosísima realizada durante la República por Florián Rey, Lucia nos traslada nada menos que a un Egipto de cartón piedra donde los súbditos del faraón bailan como si estuvieran en un tablao. Para colmo, desde la banda sonora, Fernando Fernán-Gómez nos informa de que él mismo no es un vulgar locutor, sino “una erudita voz de ultratumba”. Entre parodias lorquianas y visiones de una pareja de la benemérita con tricornios y faldellines al uso de la época, se recrea así el supuesto origen egipcíaco de la raza calé. El paso por la Itálica romana, donde los descendientes de aquéllos, le roban los caballos de la cuádriga a un patricio interpretado por Antonio Ozores, llegamos a la Edad Media, cuando el corregidor de la ciudad (Fernando Fernán-Gómez) lleva ante el tribunal a una hechicera gitana llamada Trinidad (Lola Flores), que no ha podido ejercer sus malas artes sobre él porque parece que los pelirrojos repelen los conjuros. Es entonces cuando ella le echa una maldición que los condena a volverse a encontrar por los siglos de los siglos como gitana y fiscal. Ha pasado un cuarto de hora de película antes de que Lucia retome el argumento de la comedia de Antonio Quintero y Pascual Guillén que relata las riñas y amores entre los descendientes de aquéllos.

Miguel Ligero repite en el papel de Regalito, que popularizara dos décadas atrás, y Manuel Luna, que en aquella adaptación hiciera de fiscal aparece aquí en una pequeña colaboración, encarnando al juez. La incorporación de una mujer (Ana Mariscal), como abogada defensora, no es el principal cambio en un argumento que pierde por el camino toda la subtrama dedicada a los sobornos —al parecer, más inconveniente que presentar a Lola Flores con mostacho y casco de guardia urbano— y, en cambio, incorpora la conversión del recto fiscal a la tipología del gitano sandunguero. Como concluye José Luis Téllez en su análisis de la cinta:

¿No cabría también contemplar la cinta no ya como un doble homenaje a sus autores y al cineasta predecesor en su adaptación, sino al mundo mismo de la farándula, la música y el baile, ese Mundo Otro que, como los gitanos de la historia, vive al margen de una ley (la de los críticos supuestamente avanzados o la de la censura) que le acusa de lo que no comete y ha sido tradicionalmente malquisto por los portavoces de la ideología dominante? Siempre habrá gitanos (o cómicos, o películas musicales andalucistas), parece afirmar el breve epílogo del film y, por mucho que Sus Señorías frunzan el ceño, de ellos será el reino de los cielos (y el de su incuestionable aceptación popular). [Julio Pérez Perucha (ed.): Antología crítica del cine español. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1997, pág. 354.]

El ya acostumbrado prólogo lucianesco de La hermana Alegría (1954) toma prestada la voz del No-Do para embarcarnos en una suerte de noticiario que da clase de toda suerte de competiciones y concursos alrededor del mundo: mises, flores, perros... Todo para desembocar en el más estrambótico de todos: el concurso de hombres “francamente” feos convocado en Sevilla el 18 de agosto de 1954. Todo es cosa de un curita sandunguero (Manuel Luna, abonado al papel) que necesita un jardinero para un convento en el que se recogen jovencitas descarriadas a las que conviene evitarles cualquier tentación. Claro que la revolución al reformatorio no la trae el feísimo Serafín (Antonio Riquelme), sino la hermana Consolación (Lola Flores), capaz de tocar la campana por alegrías.

Este preámbulo permite demorar durante diez minutos la presentación de la estrella absoluta del espectáculo: Lola Flores. A partir de entonces su presencia en la pantalla es continua. Y como no va a estar todo el tiempo con la toca puesta, un oportuno flashback nos retrotrae a unos años atrás, cuando Consuelo Reyes era artista y fue engañada por Fernando (Virgilio Teixeira), el canalla que ahora ha dejado embarazada a la corrigenda recién ingresada en el reformatorio (Susana Canales). A partir de este esquema argumental, deudor de La hermana San Sulpicio, Luis Fernández de Sevilla escribió una comedia sentimental que Lola Membrives estrenó en el Coliseum en 1935. Lucia y José Luis Colina realizan una adaptación que refuerza los dos ejes industriales sobre los que se sustenta la película: el estatuto estelar de Lola Flores —el único tema que interpreta en el escenario es La Zarzamora— y el melodrama de la(s) mujer(es) caída(s). La fuerte impronta religiosa que permea toda la cinta invita a la censura a hacer la vista gorda sobre ciertos aspectos poco convencionales de los métodos de la hermana Consolación y el padre Sebastián, quien llega a quejarse de que si pierde la capellanía del reformatorio por los líos en que le mete ella va a perder cincuenta duros mensuales. Cosa muy distinta, en cuanto a verosimilitud, es que la exaltada libido de las chicas tal como se plantea en las primeras secuencias quede aplacada instantáneamente con la costura y los corros en el jardín al ritmo de las canciones de la buena monjita.

Serafín, el jardinero, que una vez cumplida su función introductoria ha desaparecido durante todo el metraje, reaparece en el plano de clausura para dirigirse directamente al público y proporcionar un broche cómico al happy end del melodrama medular.

No hay comentarios:

Publicar un comentario