domingo, 16 de julio de 2017

jerónimo mihura (11)


Mi adorado Juan arranca con dos secuencias de gran impacto. Tras los títulos de crédito, un imponente automóvil descapotable, conducido por un chófer uniformado, recorre las Ramblas de Barcelona. En el asiento trasero viaja una elegante dama —sólo más tarde nos enteraremos de que se llama Eloísa (Conchita Montes)— con su perro en brazos. El coche se detiene ante un almacén de confección a una orden de la señora. Acaba de ver a un perro, cuya dueña —tiempo habrá de que sepamos que atiende por doña Rosa (Julia Lajos)— entra en la tienda. La sensación de urgencia que hay en esta acción crea un clima de extrañeza que se radicaliza en el momento en que el chófer, con frialdad quirúrgica, pregunta:
—¿Tijeras?
—Sí, Nicolás. Tijeras.

Nicolás saca las tijeras del bolsillo del uniforme, como un Harpo Marx cualquiera. y se las entrega. La dama desciende del coche con su perrito y entra también en el almacén. La cámara, ligeramente picada para favorecer la visibilidad de los canes, no la sigue al interior sino que realiza una leve corrección para centrarse en el chófer que bosteza y luego silba una cancioncilla. Un plano corto muestra al perro de la dama cogido con su correa, seguido por el otro, suelto. Eloísa sube al coche y mete al perro robado en una cesta de mimbre, en tanto que el automóvil arranca a toda velocidad. Ahora sí que penetramos en la tienda donde doña Rosa descubre que han cortado la correa y que su perro ha desaparecido.

Un excelente inicio, cuyo pulso mantiene Jerónimo Mihura, durante buena parte de la película, mostrando un intachable oficio que alcanza su punto más alto en la utilización de recursos visuales para definir a los personajes y hacer avanzar la historia, en el uso del montaje para la resolución de las escenas o en el empleo del fuera de campo para completar la narración. Haciendo arqueología, podemos incluso poner todo ello en relación con un texto que escribía el entonces futuro director en fecha tan lejana como 1927, en el que ya marcaba estas líneas de trabajo:
“la cinematografía ha llegado actualmente a un grado de perfeccionamiento tan maravilloso que no sólo se conforma con la expresión más o menos justa del actor o actriz, sino que añade a estos gestos una infinidad de pequeños detalles que sirven para definirnos a la perfección la psicología del individuo que vemos, o bien su estado de ánimo. Solamente las manos, los pies o un objeto cualquiera nos dicen más sobre el carácter o la situación de un personaje que todos los gestos expresivos del mejor actor” (J. L. Mihura: “La importancia del detalle y su abuso”, en Crónica Gráfica, 2 de octubre de 1927).
Miguel atribuye a su hermano mayor la brillantez de este arranque: “el haiga silente, impresionante, del cual baja una damita elegante para... ¡robar perros!, es, creo yo, magistral” (Cámara, núm. 159, 15 de agosto de 1949). Todo ello nos sirve para reivindicar el siempre acallado trabajo de Jerónimo.

Mediante una serie de deducciones dignas de Holmes, Juan llega a casa de los secuestradores de perros. Mientras el doctor Palacios (Alberto Romea) y su asistente, el doctor Manrique (Rafael Navarro), explican a sus invitados el avance de sus experimentos en pos de la búsqueda de una droga que aumente la vida útil del ser humano gracias a la supresión del sueño, Juan discute con Eloísa, a la que acusa de ser una robaperros. La cinta avanza con las consiguientes dosis de enredo a cuenta de los vaivenes amorosos entre Juan y Eloísa, la conversión del doctor Palacios a la causa de la vida y las intrigas del doctor Manrique para viajar a Filadelfia como inventor de la fórmula en compañía de Eloísa. Al final, Juan y el doctor Palacios pescan en el bote, haciendo ver que la posible traición de Eloísa no les importa lo más mínimo. Ella llega en el último instante, como mandan los cánones del final feliz y arroja la fórmula al mar. Sólo queda que Juan se comprometa a tomar una chica de servicio y a trabajar un poco. Renuncias maquilladas, que son lo de menos en un ambiente luminoso recorrido por una corriente subterránea tenebrosa.

Con apenas diez días de exteriores de los cincuenta y cinco que dura el rodaje —dos semanas de once—, el trajín está siempre presente en los decorados: el organillo, las voces de los vecinos, el ruido de la vida… Jerónimo ha puesto buen cuidado en algo que suele faltar en otras películas de los años cuarenta: la creación de este tapiz sonoro que lubrica las transiciones entre exteriores naturales y decorados.

Mi adorado Juan es la colaboración más ajustada entre ambos hermanos —de “una simbiosis perfecta entre realizador y colaborador” habla la prensa—. Según Conrado San Martín, Miguel “estaba sentado al lado de Jerónimo y era el que nos cuidaba de todo. Sicológicamente, tenías que estar dentro de lo que Miguel te decía. Tú habías leído el guión, claro, y ya pues te haces una composición de lugar, pero Miguel te decía la forma de vestir, la forma de andar, la forma de hacer...”. Miguel, el “anarquista burgués” según definición propia, intenta conciliar sus propias contradicciones y si nos parece que sale airoso de la prueba es por la limpieza de su planteamiento. Hay quien lo tacha de ingenuo; en su día lo tildaron de cínico. Y sin embargo, hasta la irrupción de Summers en la comedia española no hay precedentes de alguien que se exponga con tal sinceridad en la pantalla.

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