domingo, 26 de mayo de 2019

coproducciones y dobles versiones



Vietnam, 1954, al final de la época colonial francesa, cuando las guerrillas del Viet Minh estaban a punto de expulsar a los franceses. Una sección de infantería que ocupa un puesto de avanzadilla cercano a la frontera de Laos debe de retirarse de sus posiciones y atravesar un centenar de kilómetros de jungla ocupados por el Viet Minh. La sección está comandada por el teniente Torrens (Jacques Perrin) recién salido de la academia. Pero éste, con buen juicio, decide compartir sus decisiones de mando con el sargento Willsdorff (Bruno Cremer), un veterano de la Wehrmacht de la Segunda Guerra Mundial.

En su última etapa como productor, en la década de los sesenta, Benito Perojo se metió en más de un jaleo. Las coproducciones con algunos países de Europa permitían cobrar las ayudas en ambos países y, en ocasiones, bastaba con ser un poco creativo a la hora de montar los títulos de crédito de la versión española y tener un poco de picardía. Sangre en Indochina / La 317eme section (Pierre Schoendoerffer, 1965) se presenta como una coproducción franco-española entre Georges de Beauregard y Benito Perojo. El único intérprete español en un reparto francés y vietnamita o camboyano, es el gran Manolo Zarzo, en el papel del cabo de trasmisiones Perrin. En algún momento, apareció también Alfredo Mayo en un despacho, en una escena totalmente postiza, pero las autoridades cinematográficas españolas obligaron a Perojo a prescindir de ella porque no se ajustaba al montaje internacional.

En cuanto a los créditos, el más significativo es el de Roberto Bodegas como ayudante de dirección de Schoendoerffer; por supuesto, Bodegas jamás puso un pie en Indochina, aunque su lealtad a un productor que le permitía ejercer actividades de coordinación con la cúpula del PCE en Francia, le llevó a dar su consentimiento en estas operaciones fraudulentas. El comediógrafo y amigo de Celia Gámez figura como dialoguista, cuando su cometido real fue el de adaptador del diálogo para el doblaje en español. Miguel Tudela, hombre de confianza de Perojo, no ejerció de director general de producción, más allá de presentar la película a la censura.

Antonio Ramírez, que en la copia española aparece como montador principal, debió limitarse a editar la cabecera y a sincronizar la nueva banda de diálogo. Ni siquiera se suprimieron los planos de una mujer con los pechos desnudos o la escena en la que, a falta de morfina, se proporciona opio al sargento herido. La única alteración grave de los diálogos que hemos anotado -aparte de la suavización del lenguaje en el personaje del sargento Willsdorf (Bruno Cremer) y la alusión a su muerte durante la guerra de Argelia, con la que se cierra la versión francesa y ausente de la española.

Por lo demás, La 317eme Section está justamente considerada como una de las mejores películas bélicas de todos los tiempos y la fotografía en blanco y negro de Raoul Coutard es excepcional. España puede estar orgullosa de que este título figure en su filmografía, por más que los méritos para obtener la nacionalidad sean los de la marrullería.

domingo, 19 de mayo de 2019

medina bardón, amateur


Antonio Medina Bardón (1922-1995) era propietario de dos comercios dedicados a la venta de material fotográfico y alquiler de películas en la calles González Adalid y Platería, de Murcia, por lo que la vocación fotográfica se le supone. La pictórica la cultiva desde la adolescencia en su ciudad natal, matriculándose en la Escuela de Dibujo de la Sociedad Económica de Amigos del País y en la de Artes y Oficios. Cumplidos los treinta años, con el negocio encarrilado, casado con Lolita Nicolás y con un hijo, empieza a dedicar su tiempo libre al cinema amateur. De este modo participa en una de las experiencias pioneras en este campo en la ciudad de Murcia: Una aventura vulgar (Antonio Crespo, 1953). Aunque como productora figure el Servicio Provincial de Radiodifusión y Cine del Frente de Juventudes, titular de la emisora Radio Juventud de Murcia, de donde proceden varios de los implicados en la película, lo cierto es que se realiza con los medios de su realizador y el apoyo de Medina Bardón que compra una Paillard Bolex de 16mm en Suiza y proporciona el negativo y sufraga el revelado. También se hace cargo de la dirección de fotografía.




Una aventura vulgar, con hechuras de comedia debido a la anécdota argumental —un hombre pierde un billete de lotería premiado con el gordo, como en René Clair, como en Jacques Becquer— y su happy end, adquiere tintes dramáticos cuando el protagonista decide suicidarse al no encontrar el boleto. La búsqueda del mismo sirve, como en Ladri de biciclette (Ladrón de bicicletas, Vittorio De Sica, 1948) para poner al descubierto aspectos habitualmente obviados como el trapero con su carro y el vertedero en el que los menesterosos se buscan la vida entre inmundicias. Sabemos por el diario de Crespo que la penuria del rodaje impidió llevar a cabo algunos movimientos de cámara y efectos para los que se habían buscado soluciones imaginativas:
31 enero. Escena del vertedero de basuras, un escenario totalmente neorrealista. Hay una manada de cerdos comiendo desperdicios, La peste nos agobia en algunos momentos. Hemos conseguido que los bomberos lleven una escalera, pero es imposible hacer un plano de grúa, al estilo de Solo ante el peligro (desde un primer plano hasta uno muy lejano), porque la escalera —incluso en el primer tramo— hace oscilar la cámara. Una pena. […]
13 febrero. Como nuestros medios son tan limitados, no podemos encargar a ningún laboratorio que nos haga una sobreimpresión de los rótulos con fondos de calless de Murcia al amanecer: hay que hacerlo artesanalmente. Por eso hemos tenido que rebobinar la película en el tomavistas y filmar los fondos con luces tenues. [Juan Francisco Cerón Gómez (ed.): Encuadre: Estudios e índices - 50 aniversario de Una vida vulgar. Murcia, Aula de Cine de la Universidad de Murcia, 2003, pág. 129.]

Otro problema que se le presenta a Medina Bardón es la iluminación del domicilio del matrimonio con un único aparato. Una vez más recurre a un ardid. Le pide a un amigo pintor que le deje su estudio, cuyo techo está acristalado, y solicitan de un comercio de muebles local que les preste lo necesario para atrezzarlo.

El montaje se rematará en Barcelona in extremis, con la colaboración de Lorenzo Llobet Gracia, justo antes de que la película se proyecte en el Concurso Internacional que se celebra en la Ciudad Condal en abril de 1953. La sonorización, según es norma, se sincroniza en directo con algunos discos: el tema Estrellita de Manuel María Ponce, el Harlem Nocturne de Duke Ellington y la sinfonía Patética de Tchaikovsky, aunque en la copia que se puede ver hoy se sincronizaron temas cinematográficos de Bernard Herrmann y Waldo de los Ríos.

Medina Bardón se incorpora así a un ciclo estacional altamente endogámico que premia anualmente películas agrupadas en tres categorías: documental, argumental y fantasía. Mientras que las cintas encuadradas en la primera suelen rendir pleitesía al origen excursionista y catalán de los padres fundadores, las otras, excepción hecha de las de asunto cómico, remiten con notable frecuencia a un simbolismo muy del gusto modernista. El Arte, la Creación, el Amor, la Muerte… con sus imponentes mayúsculas se adueñan de la pantalla portátil en las dos primeras décadas posbélicas.

Medina colabora también en la siguiente película de Crespo, Concierto de Varsovia (Antonio Crespo, 1953), pero ahora asume no sólo la labor de iluminación, sino que se coloca se coloca con su mujer delante de la cámara. Interpreta a un viejo profesor de música que un buen día encuentra en una chamarilería uno de sus discos: la grabación de la pieza titular. El poder evocador de la música en el gramófono hace que su memoria retroceda a los tiempos en los que era un célebre pianista y compositor que se enamora de una mujer que asiste a todos sus conciertos. Un rápido montaje de maletas y ciudades sobreimpresionadas sobre las vías del tren sirven de síntesis de una gira que es también la luna de miel de la pareja. Sin embargo, él sufre un accidente y, cuando regresa a casa con las manos inútiles, ella le ha abandonado. El disco se ha acabado.


Concierto de Varsovia es un melodrama en el que no hay ni asomo de la preocupación social que respiraba Una aventura vulgar. Su tema, su ambientación y su resolución vienen marcados por una ambición formal que incluye no sólo la utilización de múltiples recursos de planificación y montaje que —hemos de suponer— iban al unísono con la banda sonora musical –el concierto de Richard Addinsell interpretado por la orquesta sinfónica de Londres y el tema principal de Limelight (Candilejas, Charles Chaplin, 1952) para la historia marco—, sino la utilización de la fotografía en blanco y negro para el grisáceo presente y el color para el glorioso pasado.

Más ligera es la tercera aventura conjunta emprendida por Crespo y Medina . El misterio del castillo (Antonio Crespo, 1954) relata una anécdota sencillísima. Dos amigas realizan una excursión hasta un castillo. Una de ellas se aleja y la otra (Maruja Varela) se queda leyendo. Sugestionada por la lectura y el ambiente, sueña que es secuestrada y torturada por unos piratas refugiados en el castillo. Cuando la situación es más comprometida, llega su salvador (Manuel Valcárcel), armado con una capa y un paraguas. La muchacha despierta entonces para descubrir que por el camino se acerca un pintor dominguero que no es otro que el hombre de sus sueños. La pareja se aleja extasiada de amor —unos corazoncitos sobreimpresionados no dejan lugar a dudas— y la amiga se encuentra con que la han dejado plantada.
 
Con Crespo correaliza Momento (Medina Bardón y Antonio Crespo, 1954) —subtitulada “Otra fantasía sobre El claro de luna”—, en la que el hombre soñado por una mujer en la playa, se materializa mediante una sobreimpresión en el mar. Cuando ella corre a abrazarlo, se desvanece por paso de manivela. Se trata de un primer tanteo, pero en él está ya presente la preocupación formal que va a caracterizar la filmografía de Medina Bardón.


En esta primera etapa, definida aún por la fotografía en blanco y negro y los argumentos de cierto peso literario, hay otro colaborador destacado: el crítico cinematográfico Antonio Aguirre. Él firma los argumentos de Nunca y siempre (Pedro Sanz y Medina Bardón, 1956) y Primer día de caza (Medina Bardón, 1957). Sanz tanteará durante esta década la animación —Julieta y Romeo (Pedro Sanz, 1958), “protagonizada por dos huevos. Julieta es puesta a hervir por la señora de la casa, ante lo cual, Romeo, desconsolado, se lanza también a la olla. Una historia llena de encanto” [Juan Francisco Cerón Gómez: “Los inicios del cine amateur en Murcia”, en Imafronte, núm. 6-7, 1990-1991.]— y el documental en 8mm —La jarapa (Pedro Sanz, 1961)—. Su trabajo conjunto está marcado, como ya apuntábamos, por la naturaleza literaria y especulativa de su asunto, resumido en la cartela inicial: “¿Qué extraños sucesos mueven la vida de las personas...? ¿Qué misteriosas relaciones hay entre las cosas y los seres…?”.


La idea se plasma mediante la siguiente situación: una joven (Concha Bermejo, futura mujer del periodista Jaime Campmany) sale todos los días a dar un paseo por el campo, saluda a su vecino inválido (Jesús Aristu, futuro protagonista de Trampa para Catalina, de Lazaga) y se acerca hasta un claro donde hay un inquietante espantapájaros. Una noche cree ver al espantapájaros en su jardín. Al día siguiente va al campo y derriba al espantapájaros. Mientras ella lo golpea, su vecino recupera la movilidad. Ella escapa. Cae. Cuando se levanta ve una figura extraña desenfocada. Es el joven que la saluda. Se abrazan.

Más allá del esotérico argumento e, incluso, del trabajo con los actores, parece que la coautoría de Medina Bardón tenga más que ver con la creación de una atmósfera a través del desglose, los encuadres y el ritmo. El desenfoque final —no del todo resuelto— es al tiempo una figura de estilo y un intento de crear suspense a partir de las prestaciones que proporciona la cámara cinematográfica. Ya ha hecho uso de estos medios en sus primeros tanteos en solitario, como Momento.


Como ya indicamos, Aguirre es también el autor del argumento de Primer día de caza, la primera obra de Medina Bardón que acumula premios en concursos nacionales e internacionales y que le valen un puesto en las antologías del cinema amateur que hoy se nos antoja equivocado, pobre de anécdota e interpretación. Sin embargo, son evidentes los valores que le encontraron sus contemporáneos a esta pieza de cinco minutos de duración en la que todos los recursos de la planificación y las lecciones del montaje analítico se ponen al servicio de la elemental anécdota argumental. Incluso, la utilización retórica del zoom tiene una función expresiva:
El núcleo de la película (que incluye más de sesenta planos en unos dos minutos) se resuelve en un acelerado plano-contraplano del conejo y del cazador. Los encuadres correspondientes a éste se fragmentan, además, de un modo inusual en una multitud de primeros planos y planos detalle (frente sudorosa, gatillo, cañones de la escopeta...). Se trata de un ensayo sobre el valor y la expresividad del montaje, una auténtica película de cine puro por más que se encuadre dentro del género argumental. Se produce un efecto collage que destruye la narratividad en beneficio de una forma pura, rítmica a la que ni siquiera acompaña la música. [Juan Francisco Cerón Gómez: “Los inicios del cine amateur en Murcia”, en Imafronte, núm. 6-7, 1990-1991, pág. 70.]
Sin embargo, el cineísta está ya explorando otras vías, como la de la fantasía animada. Pinceles locos (Medina Bardón, 1956) es un estudio sobre el ritmo y el color influido por Kaleidoscope (Len Lye, 1935) y Boogie Doodle (Norman McLaren, 1942), lo que se evidencia incluso en la elección del tema musical que sirve de pauta al desarrollo cromático: el Rock a Beatin' Boogie que popularizaron Bill Haley and His Comets, ajeno a las piezas orquestales y clásicas que suelen servir de base a sus fantasías visuales.

 

Este mismo sentido de la abstracción preside Fantasía en el puerto (Medina Bardón, 1956), sinfonía visual a partir de los reflejos de embarcaciones y personas en las aguas remansadas del puerto. En Mástiles (Tomás Mallol, 1963), Mallol retomará el mismo motivo pero con un desarrollo más concentrado y en el que, por ende, la progresión hacia las formas cambiantes aparece más depurado. En cambio, en la obra de Medina Bardón existe una preocupación evidente por el color, con el contraste entre el azul progresivamente intenso del mar y la irrupción progresiva del blanco y el rojo que van ganando peso al final del metraje.


El fin de este ciclo y su interés por la pintura confluyen en Versiones (Medina Bardón, 1958), que su autor presenta como documental sobre una exposición en la que el pintor Ceferino Moreno Sandoval desarrolla un mismo motivo –un bodegón con una botella, un libro y una copa— de acuerdo con distintas técnicas. Realizado en colaboración con Mariano Hurtado Bautista, lo peor que podemos decir del cortometraje es que su visión del proceso se queda a medio camino entre la materialidad de la pintura que retrata y la diversidad de los procesos que documenta.


A partir de finales de la década de los cincuenta, Medina parece emprender un camino propio en la que podemos considerar tercera etapa de su filmografía. Sus temas de entonces tienen una fuerte impronta lírica y hacen gala de una preocupación estética ya cuajada. No importa por ello que los argumentos sean levísimos. El eco (Medina Bardón, 1960) es el intento de un hombre de atrapar en una botella la felicidad inasible representada por el eco de unas voces en un paisaje lunar. El tratamiento anti-realista de la banda de sonido está en perfecta consonancia con una construcción no siempre bien resuelta desde el punto de vista estrictamente narrativo.


Análogo planteamiento se da en Psiquis (Medina Bardón, 1961), plasmación del sueño de una muchacha (Guillermina) en un paisaje surrealista al modo de Jean Cocteau o de la pintura metafísica de Giorgio De Chirico. Como en Momento, la cualidad inaprensible del amor es el tema principal, aunque en esta ocasión los distintos tratamientos cromáticos de la realidad —vestido rojo, paleta caliente— y el sueño —vestido blanco, paleta fría— son tanto o más importantes que la anécdota. Cuando la muchacha despierta, una mano masculina entra en el encuadre y le ofrece una florecita amarilla. La cinta se cierra con este primer plano sostenido en el que la mirada de la chica nos invita a conjeturar la clausura en el espacio fuera de cuadro. Ambos cortometrajes comparten la preocupación por el sonido, cuyo registro queda acreditado en la segunda a Alfredo Marcili, jefe de programación de Radio Murcia.

 

El título Solo (Medina Bardón, 1965) debe referirse al pez de colores cuyo compañero aparece muerto en el fondo de la pecera, pero también podría aludir al niño que lo contempla. Para paliar la soledad del pez, el niño introduce un espejito de maquillaje en el agua. El ardid debería servir como happy end, aunque el tono elegíaco del conjunto deja al espectador con un regusto agridulce.

Pero seguramente es El mundo (Medina Bardón, 1966) cortometraje en ese filo entre el argumento y la fantasía que mejor se adecúa al talento del realizador. Instilado de algunos recursos habituales en la fotografía publicitaria de la época, evoca una historia de amor en dos tiempos. Cuando nace, las manos del enamorado graban sus iniciales y las de su pareja en un tronco. Tiempo después, ella regresa sola al mismo lugar. Los dos tiempos de la acción se amoldan al ritmo de sendas versiones de Il mondo, la canción de Jimmy Fontana. La primera es una versión orquestal, la segunda está cantada por un crooner español, probablemente José Guardiola. El paisaje invernal, los tonos suaves, la utilización de teleobjetivos con ostentosos cambios de foco… todo sirve a la idea central: el tronco derribado, como metáfora del amor perdido.

Su autor, un veterano del cine breve pero densamente poético, intenta desmentir aquello de que soñar es sobrevivir; para ello le falta, sin embargo, seleccionaren el mundo de los grandes mitos, y Medina Bardón ha escogido uno de tono dramático, que tiene mucho de melodrama postonírico. Es una canción que hemos oído o visto muchas veces, pero Medina Bardón ha puesto en su glosa una envoltura moderna de celofana cinematográfica que nos hace “soñar de verdad’ con ese flou etéreo que Henry Hathaway hizo servir en su Peter Ibbetson hace más de treinta años, ayudado esta vez por un sentido exquisito del color. Las imágenes de Medina son infinitamente mejores que la validez real del tópico melodramático usado para sustentarlas. Una buena labor de enlace entre el sonido y la imagen termina por dejar este film entre lo mejor, por lo que respecta a lenguaje, que hemos visto en el concurso, pero también a lo más discutible por lo que respecta a su fondo humano y existencial. [Gabriel Querol Anglada: “La cálida y variable sintaxis del XXIX Concurso Nacional”, en Otro Cine, núm. 80, septiembre de 1966.]
Querol Anglada, agitador cultural tarrasense desde antes de la guerra, crítico de fotografía y cine, tiene muy clara la necesidad de abordar la práctica cinematográfica, por muy amateur que ésta sea, desde una postura de realismo crítico, de ahí que en sus crónicas para Otro Cine, la revista editada por la Sección de Cinema Amateur del Centro Excursionista de Cataluña, disienta más de una vez con el autor de un “cine breve pero densamente poético”.

Sin embargo, Medina ha estado realizando desde la década anterior documentales —algunos de tema excursionista, como corresponde a su condición de cineísta amateur y otros relacionados con dicha actividad, como La UNICA en Mulhouse (Medina Bardón, 1961), en 8mm o Jornadas del X Concurso (Medina Bardón, 1962)—, pero esta dedicación parece incrementarse a partir de 1962, cuando las películas de argumento y fantasía se van convirtiendo en excepciones en una producción media de cuatro o cinco títulos anuales. Se lleva la palma el año 1963 con ocho cortometrajes, de los cuales seis pertenecen al género documental.

No he podido verlo, pero los revisteros destacan Después de El Cid (Medina Bardón, 1961) y rescato la reseña porque me parece significativa de la aproximación oblicua del murciano a este formato:
Nos muestra el castillo de Peñíscola, tema tan prodigado por amateurs y profesionales, pero a los pocos metros advertimos que algo ha variado. Vamos conociendo un extrañamente arábigo castillo de Peñíscola que nos huele a fraude. Hasta que la cámara da la vuelta al “decorado” y nos descubre el “pastiche” al que fue sometido el castillo del papa Luna para el rodaje de El Cid. El cineísta llegó cuando el equipo de Anthony Mann había abandonado la plaza dejando en ella todos los artefactos ambientales y tuvo la suerte de recoger este sorprendente y agudo documento fílmico al que hubiera bastado un también agudo comentario explicativo para situarse en primerísima fila. [“Films de Excursiones y Reportajes (IV Certamen)”, en Otro Cine, núm. 56, marzo de 1962.]
A juzgar por otros trabajos suyos, nos vemos obligados a disentir. Los comentarios en off que acompañan Hombres en rojo (Medina Bardón, 1967) o La seda (Medina Bardón, 1968), resultan un tanto cargantes por su impronta literaria, que termina acercándolos a las florituras líricas que Alfredo Marqueríe prodigaba en No-Do. Así lo reconocía el profesor Hurtado Bautista, fotógrafo y cineasta aficionado, que escribió los textos de Del expresionismo al arte abstracto (1954), Versiones, La seda o Pueblos blancos (1971):
Cuando se repetía la ocasión, para mí tan grata, de incorporar un texto a sus películas, siempre tuve la preocupación del valor sólo redundante, la evidente pobreza significativa de las palabras del texto hablado, en su relación con el vigor y la plenitud expresiva de la imagen, incluso tras la adecuación más fiel al fondo musical, que acompañaba también el desarrollo de la película. [Mariano Hurtado Bautista: "Antonio Medina, Momentos de una evolución", en el cuadernillo que acompaña al DVD con la obra de Medina Bardón editado por la Filmoteca Regional de Murcia, 2015, pág. 14.]
Tanto mejor el montaje musical de Suite en lana (Medina Bardón, 1966), en el que retoma, con motivo maquinista, la abstracción de Fantasía en el puerto.


La progresión cromática proporciona una extraña cualidad fantástica a un asunto que, por otra parte, se instala en el territorio conocido del documento antropológico sobre unas formas de elaboración tradicionales amenazadas por la progresiva industrialización del mundo rural. Hemos visto este tipo de documentales en la obra del Marqués de Villa-Alcázar, pero ninguno con este rigor formal ni esta atención a los trabajadores que realizan las tareas sucesivas en la molienda del pimentón.


El mismo Querol Anglada, que otras veces ha denostado el cine de Medina Bardón, se rinde ante esta pieza, en la que el autor “supera las maneras clásicas de un modo fluido, cambiante y extensible”.
Hombres en rojo es la mejor película de Medina Bardón después de Primer día de caza y ello es así porque Hombres en rojo participa de la lucidez, de la citación de la realidad., de la poesía interior y del equilibrio que el documento necesita. Cierto que Medina Bardón podría haber profundizado todavía más en los diversos climas que consigue en esta obra, pero no hay duda que el cineísta, en un solo film, demuestra que hay muchas maneras de ver las mismas realidades. [Gabriel Querol: “Perfil del cineísta: La poesía es una altura en el cine de A. Medina Bardón”, en Otro Cine, núm. 107, marzo de 1971.]
En 1956 es entrevistado en la sección “Galería local” de la revista Encuadre [núm. 2, noviembre de 1956]. Afirma entonces que sus películas amateurs favoritas de la reciente hornada son Carrusel (Enrique Fité, 1952), Shock (Pedro Balañá Bonvehí, 1954), Consumatum est (Felipe Sagués, 1955) y Las tijeras (Pedro Font Marcet, 1956). También declara no confiar demasiado en el futuro del movimiento en la capital: “La proximidad del cine profesional y del Instituto del Cine inclinará las vocaciones hacia el film comercial. No creo que los films auténticamente amateurs gusten mucho a los madrileños”. El liderazgo de los catalanes en este campo es evidente y sus afinidades están con el grupo denominado la Gente Joven del Cinema Amateur, que pretendía trascender las limitaciones formalistas de la generación de los años treinta. En justa correspondencia, la revista barcelonesa Otro Cine concede atención constante a los premios logrados por el grupo murciano e, incluso, dedica la portada de su número 14 [julio de 1954] a Medina Bardón y señora en sus papeles de turistas en Concierto de Varsovia.

Dos años después Salvador Mestres publica su caricatura en su sección “El cineísta, su mascota y su característica”, donde califica su estilo de “honrado y de fácil asimilación. [Otro Cine, núm. 22-23, agosto-septiembre de 1956.] En 1963 la revista dedica un reportaje —casi una crónica de sociedad— a la inauguración de la sala de proyección que el matrimonio ha montado en su domicilio particular y donde se celebran a partir de ese momento y hasta 1968 las sesiones de la asociación Amigos de la Fotografía y el Cine Amateur de Murcia:
Fuera de concurso y realizada por el Club 8 se presentó El rapto de la nieta, film satírico que le fue ofrecido al señor Medina. El matrimonio Medina obsequió a sus amigos con una cena fría, y se prolongó la velada con la animación y los obsequios a las señoras que estuvieron a cargo del simpático Club 8.
Este íntimo acontecimiento murciano revela, además de la buena armonía que reina entre los cineístas de aquella capital, la vitalidad del grupo, sin duda el más cohesionado y productivo de la península, Barcelona excluida. [“Inauguración de la sala Medina”, en Otro Cine, núm. 60, mayo de 1963.]
Y es que el cinema amateur es un movimiento inherente a la burguesía urbana ilustrada, con todos sus condicionantes y sus posibilidades de disfrute del ocio. El mundo poético de Medina Bardón —el protagonismo de la mujer, la fugacidad del tiempo y del amor, la preocupación por la composición y el ritmo— no es refractario a la fascinación por la automoción, por ejemplo, como demuestran el 600 de El eco o el Renault Caravelle de El mundo. Y con reportajes como el de Otro Cine, no es extraño que Matías Antolín se ensañara con la práctica amateur en tiempos de cambios profundos y agitación ideológica:
Hacer un análisis de la Historia del Cine Amateur equivale a analizar una burguesía inmóvil, de mentalidad fosilizada. Un universo fílmico oscuro y cerrado, sin gravitación artística e ideológica alguna que naufraga en la chatura más trasnochada y deplorable. [Matías Antolín: Cine marginal en España. Valladolid, Semana Internacional de Cine, 1979, pág. 11.]


 

Para entonces Medina Bardón ha abandonado la práctica cineística. Ya lo anunciaba el tono elegíaco de Música 3 (Medina Bardón, 1969) —cuyos primer movimiento revisita los rusiñolianos jardines de Aranjuez— y, sobre todo, Réquiem por un carguero (Medina Bardón, 1970), película con un cuidado montaje sonoro en la que el registro documental del desguace de un buque deriva, a no mucho tardar, en el estudio de la cualidad plástica de la maquinaria ya inservible, de las chispas que saltan de los sopletes, de los reflejos en el agua, de las piezas carcomidas por el óxido… Una suerte de vanitas en la que las calaveras y clepsidras hubieran sido sustituidas por el esqueleto del buque en un paisaje industrial que produce sus propios detritus.


De 1974 datan dos de sus últimos trabajos que son emblema de las dos vertientes de su obra. El muelle (Medina Bardón, 1974) es una fantasía breve y juguetona presidida por la música, el ritmo en el montaje, y las formas abstractas. Detalles de Salzillo (Medina Bardón, 1974) muestra los pasos de la Semana Santa murciana mediante efectos de flou y desenfoques, con elementos vegetales en primer término. Sólo los planos de apertura y cierra ofrecen un punto de vista convencional, que llama la atención sobre la voluntad de originalidad del resto del metraje. En la filmografía de Medina Bardón la etiqueta “documental” nunca supone una incursión por el camino previsible.


Cedemos una vez más la palabra a Querol Anglada, que conjetura la unidad de la obra de Medina Bardón, independientemente del terreno acotado por los concursos —argumento, documental o fantasía— en el que se mueva:
En todos ellos existe una voluntad de objetivar y, junto a ella, un proceso intuitivo, musical, de perfiles rítmicos y melódicos que revelan el recogimiento casi místico en que se refugia el cineísta. Un recogimiento tensado, no por problemas de su tiempo —y en esto estamos de acuerdo con los que le reclaman una mayor actualización temática de sus films—, sino por otros movimientos surgidos del espíritu centrífugo del realizador murciano. [Gabriel Querol: “Perfil del cineísta: La poesía es una altura en el cine de A. Medina Bardón”, en Otro Cine, núm. 107, marzo de 1971.]
 * * *
Una selección de la obra de Medina Bardón ha sido recopilada en el DVD Antonio Medina Bardón, cineasta murciano. El Maestro. Filmoteca Regional de Murcia, 2015. De aquí proceden las capturas que ilustran el texto, salvo la del rodaje de Una aventura vulgar.


Otros cortometrajes en los que intervino pueden verse en el canal dedicado a él en YouTube: y el plano del realizador en Concierto de Varsovia https://www.youtube.com/channel/UCQlstaWiYAILwzUnRcYND6w, de donde procede la imagen de Concierto de Varsovia.

domingo, 12 de mayo de 2019

16mm en rojo

 Hombres en rojo (Antonio Medina Bardón, 1967)
16mm, color, 12:32


Próximamente... Medina Bardón, amateur

domingo, 5 de mayo de 2019

ocurrió a la luz del día (y 7)


De policías y escritores de novela policiaca

Del primer tratamiento sólo podemos hacernos a la idea por su versión novelada. Se explicaba Dürrenmatt:
Una vez acabado el guión yo seguí trabajando en mi historia. Retomé la fábula otra vez y me la replanteé desde otro punto de vista, ya no tan pedagógico. En cierto sentido, el tema del detective fracasado se convirtió en una crítica de una de las estructuras típicas del siglo XX, lo que me alejó necesariamente del propósito original de la película como trabajo de equipo. [Dürrenmatt, 1957: 8.] 
La novela se abre y se cierra nueve años después de concluida la acción medular. Dürrenmatt ironiza sobre su condición de escritor de género, metiéndose –metiendo al narrador- en la piel de un novelista que acude a dictar una conferencia sobre su oficio en una pequeña ciudad Suiza. Entre los escasos espectadores se encuentra el comandante H., de la policía cantonal de Zúrich, que se ofrece a llevarle en coche. Se detienen en la ruinosa gasolinera de Matthäi donde una avejentada Ana María –tiene dieciséis años y ya aparenta treinta- les sirve de beber. Es a la salida cuando un Matthäi alcoholizado parece reconocer al comandante y le espeta que él sigue esperando.

El comandante le cuenta entonces al escritor el caso de Gritli Moser. Sigue casi punto por punto la estructura secuencial del guión en su primera parte. Luego, cuando Matthäi coge la gasolinera, la presencia del comandante como narrador gana protagonismo. El asesino es un fantasma. Acaso exista, acaso no. El comandante y el fiscal creen en la teoría del policía en excedencia y se suman a la utilización de Annemarie como “cebo”, hasta que después de una semana de espera improductiva acosan a la niña a preguntas, utilizando la violencia para que confiese quién le ha dado el chocolate. Los matices no hacen sino acentuar los aspectos más sórdidos del relato: Jacquier (en la novela Von Gunten) ha sido condenado previamente por la violación de una adolescente, la situación de Matthäi cuando visita al psiquiatra es crítica, la señora Heller es una conocida prostituta y su hija seguirá sus pasos apenas salida de la pubertad.

Dos modificaciones fundamentales introducidas en este momento son la conversión de la señora Heller en madre soltera trabajadora, en lugar de ejercer la prostitución, y el desarrollo del papel de Schrott, el asesino. Si la novela se corresponde con el guión original, entonces el cambio más radical habría sido la sustitución del desesperanzado final propuesto por Dürrenmatt por otro, feliz, aunque un tanto ambiguo.

La novela está dedicada a Wechsler y a Vajda, lo que no impide a Dürrenmatt exponer sus puntos de vista sobre la distancia entre realidad y ficción, o, acaso, entre la ficción moral que él proponía y la ficción dramática que es la película. El comandante diserta mientras conduce a propósito de la función catártica y moral del relato policiaco. El castigo del criminal
forma parte de una de las mentiras que sostienen el Estado (…), lo dejo pasar aunque sólo sea por principios sociales, pues todo público y todo contribuyente tienen derecho a su happy end y eso estamos obligados a procurarlo por igual nosotros los de la policía y ustedes los de la literatura. [ibídem.]
 El happy end introducido por Vajda y Jacoby funciona como elemento catártico de la historia, pero deja fuera las implicaciones que hemos ido encontrando a lo largo de la historia. Para mejor cazar al asesino, Matthäi se convierte en su doble. Una de las escenas desaparecidas del guión -¿no se rodó? ¿se descartó su montaje?-ilustra los primeros pasos de la investigación personal de Matthäi. La secuencia nos sitúa en las proximidades de una escuela, en Zúrich. Matthäi acecha a algún posible merodeador. Un gesto aparentemente inocente, como el dar caramelos a un niño comprar trufas en una pastelería se convierte par él en un indicio de posible culpabilidad. Poco después, en el parque, una niña le pregunta la hora. Matthäi pregunta a la niña porque está sola y la madre llega corriendo. A sus ojos, Matthäi no es más que otro sacamantecas. Se han conservado algunos planos con un sentido similar, insertados tras la conversación de Matthäi con los golfillos que pescan en el río. Es una escena en la que se verbaliza la necesidad de “un cebo vivo” para pescar truchas. En su aproximación al pueblo, antes de descubrir a Ana María, como la doble ideal de Greta, Matthäi detiene su coche a la puerta de un colegio y en los alrededores de un parque. Su sonrisa cuando estudia a los niños jugando, ajenos a su presencia, lo convierte en un depredador infantil.

Son creación de Vajda, en cambio, las dos escenas sin diálogo en las que se hacen patentes las simetrías morales entre el asesino y su perseguidor. La primera, bastante simple, tiene lugar mientras ambos esperan que les den paso en una obra de la carretera. Viajan cada uno en su coche, en direcciones opuestas. Aguardan. Un obrero da paso al coche de Schrott. La mirada de Matthäi registra automáticamente la matrícula del condado de Grisones y se posa de modo casual en el rostro del conductor. La segunda, modélica, retrata a Schrott contemplando los maniquíes de un escaparate de tienda de ropa infantil. Matthäi le observa a él desde el otro lado del escaparate, Schrott no lo advierte. Vajda planifica con maestría. Cuando Schrott se marcha, Matthäi sigue allí todavía un instante, contemplando los maniquíes infantiles. Pronto advertiremos que ha comprado uno de aquellos maniquíes para tender su celada al asesino. Sin embargo, esa mirada suspendida al final del plano anterior ha creado una especie de espejo entre cazador y presa.

La señora Heller lo ha comprendido desde el principio. Esas llamadas nocturnas a las que se entrega el hombre que la ha contratado, preguntados siempre por niños, inventando mentiras con una insistencia enfermiza… La relación entre ambos es absolutamente impersonal. En cualquier construcción al uso, la presencia de la señora Heller en la casa hubiera dado lugar a la clásica subtrama amorosa. Pero en la severidad de El cebo no caben estas distracciones. Lo confesará la señora Heller cuando descubra el juego que Matthäi se trae entre manos: “¿No sabe que Ana María le quiere?”. No ella, sino su hija. Por eso, al final el excomisario se coloca la marioneta en la mano para que Ana María no vea la sangre que mana de la herida que le ha hecho Schrott. La niña ha encontrado por fin un padre y la señora Heller permanece en segundo plano. El planteamiento formal del desenlace es tan esclarecedor como turbador.