domingo, 24 de abril de 2022

el universo taurino de rafael gil

Cortometrajes aparte, el aristócrata y literato falangista Agustín de Foxá, sólo realizó dos incursiones como guionista cinematográfico: Venta de Vargas (Enrique Cahen Salaberry, 1958) y El Litri y su sombra (1959), anómala cinta taurina de Rafael Gil. Anómala porque, una vez centrada en la figura de Miguel Báez Espuny "El Litri", el argumento sigue el curso habitual de este tipo de relatos: el ascenso en el escalafón, los triunfos inenarrables, la noviecita buena que aguarda en Huelva (Pilar Cansino) y la mujer sólo interesada en su fama (Katia Loritz), la primera cogida de importancia y la tarde apoteósica en la que aparece la palabra "fin" mientras el matador da la vuelta al ruedo aclamado por la multitud. Pero esta apoteosis vincula indisolublemente al matador con una tradición familiar y es a desgranar esta leyenda a lo que se consagra la primera parte del metraje. Y lo hace además con una estructura de fuerte impronta literaria, como si la cinta de Gil no fuera otra cosa que las aleluyas de una familia de toreros. Asistimos así a la reconstrucción de faenas del patriarca, apodado "El Mequi", del primer "Litri" (Roberto Rey), cuando la bravura del toro se medía por los caballos que era capaz de destripar en la plaza, al trágico fin de Manolo Báez (Pepe Rubio); su hijo, en la plaza de toros de Málaga, al nuevo matrimonio del padre con una admiradora de su hijo (María de los Ángeles Hortelano), que le da un nuevo hijo que por nada del mundo debe dedicarse al toro... Este juego entre ficción pura y dura, ilustración documental, reportaje taurino y construcción legendaria constituye una suerte de reverso del docudrama mexicano Torero! (Carlos Velo, 1956); con él inaugura Gil un ciclo taurino que se prolongará a lo largo de la década de los sesenta con cuatro títulos más.

Faena de aliño la que realiza Gil con las corridas de Chantaje a un torero (1963), cinta supuestamente taurina. Probablemente sea debido a su desinterés por el estilo “tremendista” del Cordobés, pero lo cierto es que, salvo la faena final, que constituye el clímax de las tramas criminal y romántica del relato, todas las demás se resuelven a base de montajes apresurados. Y es que Chantaje a un torero no es otra película sobre el triunfo o el fracaso en los ruedos, sino una historia de redención personal: Juan Medina (Manuel Benítez) debe purgar sus errores del pasado. Ha formado parte de la banda de Vergara “El Americano” (Alberto de Mendoza) y al arrancar la película, se presentan en Málaga, atraídos por la publicidad lograda por Juan y su compañero Calero (José Mata) pidiendo una oportunidad para torear. Don Fulgencio (Manolo Morán), un pícaro de tomo y lomo, consigue convertirse en su apoderado, pero Juan lo hace desastrosamente y regresa a la vida que conoce: chulear a extranjeras y abrirles las puertas a sus compinches (Mendoza, Carlos Mendy y Venancio Muro) para que roben las joyas o lo que sea. Pero una noche, en Marbella, la cosa se les va de las manos. Juan está borracho, la mujer (maría Andersen) muere y a él le endilgan un coche con el cadáver. Se estrella y cuando le detienen, la mujer ha desaparecido. No obstante, deberá pasar dos años en la cárcel por el robo del automóvil. Y aunque al principio se las da de duro, y recibe ayuda de sus cómplices por su silencio, el encuentro con el padre Andrés (Luis Dávila), el capellán del presidio, le hace cambiar su visión del mundo. Trabaja para redimir pena y, cuando sale, vuelve a los ruedos con su amigo Calero y don Fulgencio. Y triunfa. Y se enamora de Marta (Elena Duque), una señorita bien que cree en él ciegamente. Falta le hace porque sus viejos amigos vuelven a presentarse y le chantajean acusándole del asesinato de la mujer. El Americano se deshace de don Fulgencio y los tres delincuentes se dedican a controlar la carrera de Juan, que deberá despejar las dudas sobre su pasado con la ayuda del padre Andrés y de Calero antes de lograr un nuevo éxito en la plaza y el amor de María.

Si la presencia del personaje del sacerdote remite al ciclo de cintas religiosas que Gil realizó en Aspa P.C., y en concreto a La guerra de Dios (1953), lo más novedoso es su tratamiento explícito del cuerpo del torerillo como objeto de deseo: un cuerpo desnudo que se exhibe orgulloso en las playas y piscinas de la Costa del Sol. El sobrio uniforme de presidiario, primero, y el traje de luces después, forman parte inseparable de un proceso de asimilación social que Gil presenta como un via crucis expiatorio.

La versión de Currito de la Cruz de Gil vuelve a presentar la rivalidad de los veteranos Carmona y Romerita (Paco Rabal y Arturo Fernández), la seducción por parte de éste de la hija del primero (Soledad Miranda), y el ascenso del torerillo inclusero (El Pireo). Gil se apoya en el diálogo de José López Rubio para afinar el relato, limpiarlo de las excrecencias humorísticas que tan buen resultado le han proporcionado a Luis Lucia en su adaptación de 1949 e intentar el melodrama taurino de alcance popular a base de Feria de Abril, tardes de éxito en la plaza... y la mujer caída y el muchacho más bueno que un santo que se deja ir a la deriva por un amor contrariado. Y la triple redención que, como en la mayoría de las películas de Gil de esta época se resuelve en clave religiosa durante la Semana Santa sevillana.

En Sangre en el ruedo (1968) Juan Carmona (Paco Rabal) busca la muerte desde que hace quince años un toro lo corneó y su amigo y rival en el ruedo José Domínguez (Alberto Closas) no le hizo un quite. Así que muchas noches le pide a Rafael (José Bódalo), su mayoral, que le aparte un toro para torearlo bajo la luna, a sabiendas de que la cornada que le partió el pecho no le permite respirar y el morlaco acabará con él en cualquier momento. Juan se niega a que su hijo Juanito (Ángel Teruel) sea también matador. Por eso el chico escapa de casa y, con la complicidad del pícaro Rafael, intenta abrirse camino en el mundo taurino con el sobrenombre de Rafael Montes. Un día conoce casualmente a Paloma (Cristina Galbó), la hija de José Domínguez. Los jóvenes se enamoran y ella, sin conocer el abismo que separa a los dos hombres desde hace años, le pide a su padre que apodere al chico. El triunfo de este como novillero y el amor genuino que siente por Paloma, provocará el reencuentro de los dos rivales en presencia de otro toro.

José Luis Navarrete Cardero, historiador de la españolada cinematográfica, sitúa El relicario (1969) como una suerte de epitafio de este filón entendido al modo clásico. Su estructura de flashbacks permite a Gil colocar todos los tópicos en la década de los veinte y darles la vuelta en la época actual. Si Manuel Lucena (Miguel Mateo “Miguelín”) murió entre las astas de un toro a raíz de la maldición provocada por el relicario de la cancionista Soledad Reyes (Carmen Sevilla), en la actualidad, la azafata de Iberia Virginia (Sevilla) preferirá antes al economista tecnócrata Alejandro (Arturo Fernández), antes que a Luis (“Miguelín”), heredero de la tradición familiar y torero como su abuelo y su padre. Sin embargo, la estrategia planteada en el guión de Rafael J. Salvia es algo más sofisticada que este simple enfrentamiento entre lo nuevo y lo viejo, porque Gil coloca delante de la cámara a periodistas taurinos como Matías Prats y Antonio Díaz Cañabate y al actor Jesús Tordesillas, que encarnó a Currito de la Cruz en la primera de las cuatro versiones que se han realizado de la novela de Pérez Lugín; la última de las cuales ha sido dirigida por el propio Gil. Tordesillas le cuenta a Alejandro que su abuelo fue su doble en las escenas de toreo y que mantuvieron una amistad que le llevó a conocer a fondo a Soledad, lo que origina el primer flashback. El mozo de espadas del abuelo (Jesús Guzmán) le cuenta a Luis una versión distinta, en la que interviene la maldición del relicario y una papelina de cocaína vertida subrepticiamente en el café que el matador se toma antes de ir a la plaza, algo que no pudo ver según reconoce antes sus interlocutores. De este modo, mito, realidad y relato se van entreverando, ofreciéndole al espectador el anzuelo de los personajes que aparecen con su propio nombre y condición en la pantalla, y cuestionando al mismo tiempo la omnisciencia de los testigos que dan pie a las escenas ocurridas en el pasado.

La tauromaquia de Rafael Gil se resume en esa tensión entre modernidad y tradición, tan habitual en la España sesentera regida por el opusdeísmo. El personaje cómico de un aficionado gibraltareño (Manolo Gómez Bur) es el encargado de postular con inefable ironía en El relicario que la auténtica democracia es ésta que se disfruta en España, en la que los espectadores, agitando sus pañuelos, piden las orejas de los toros como trofeos para los matadores.

Formalmente, si la filmografía giliana de los cuarenta se identifica con la fotografía en blanco y negro de Alfredo Fraile, la de los sesenta está marcada por el Eastmancolor de Pepín Aguayo, con especial énfasis en este ciclo taurino.

Actualizada el 25 de abril de 2022

domingo, 17 de abril de 2022

gil al servicio de sara montiel

Como tantas películas de Sara Montiel de finales de la década de los cincuenta y principios de los sesenta, La reina del Chantecler (1962) es una reedición de El último cuplé (Juan de Orduña, 1957). Jesús María de Arozamena y Antonio Mas Guindal vuelven a hilvanar un libreto en el que asistimos a la condena al desamor de una artista del género ínfimo. Pero si en la película inaugural María Luján era un personaje imaginario, aquí remite directamente a Consuelo Portela "La Bella Chelito", que triunfó en el Salón Chantecler de la plaza del Carmen en la segunda década del siglo XX. Al situar la acción en el Madrid de 1916, los años de la Gran Guerra, los guionistas aprovechan para incluir también a otro personaje real, Margaretha Geertruida Zelle, conocida en los escenarios como Mata Hari, y en los círculos de los servicios secretos como la agente H-21. La participación —real o supuesta, tanto da— en su detención al regresar a Francia desde España del periodista Enrique Gómez Carrillo, proporciona al argumento una subtrama en la que figuran la bailarina holandesa (Greta Chi) con su propio nombre y el periodista guatemalteco afincado en España levemente alterado como Federico (Alberto de Mendoza), el amante de la Bella Charito. Acaso esta fuera la idea del figurinista y dibujante Pepito Zamora, buen conocedor de aquel mundo en compañía de Álvaro Retana, del que Sara Montiel canta dos cuplés, y que aprovechó el éxito de estas películas para intentar rescatar su legado como cronista de la sicalipsis con la publicación en 1963 de su última novela, oportunamente titulada La reina del cuplé.

Durante el primer acto, Gil se dedica a la descripción del ambiente de los teatros de variedades en esa época. El Chantecler, el salón Parisiana de la Moncloa, artistas casticísimas con apodos como "La Cuaquerita" (Eugenia Roca), comerciantes provincianos provectos que siguen echando canitas al aire en la capital (poco más que un cameo de Miguel Ligero) y ministros conservadores (José Franco) que regalan joyas a las mujeres más deseadas de su tiempo y consiguen que se reabran los teatros cerrados por escándalo público. En el segundo acto gana espacio el amor ilícito de la condesa de Valdeluna (María Asquerino) y Federico, y la añagaza que urden para que el marido burlado (José María Seoane) crea que la "mala mujer" es Charito y no la condesa. El escándalo de su suicidio aconseja que la artista y su madre (Milagros Leal) desparezcan de Madrid, por lo que aceptan un contrato para actuar en el Casino de San Sebastián. Allí cerca, en Oyarzun, Charito encuentra el amor auténtico en un ingenuo pelotari (Luigi Giuliani), miembro de una familia conservadora de rancia tradición carlista. La detención de Mata Hari en la frontera y el descubrimiento por parte del pelotari de la verdadera identidad de su amada conducen al clímax melodramático. Como mandan las leyes del ciclo, la protagonista volverá al escenario y ofrecerá su corazón destrozado al público en un cuplé postrero.

Samba (1964) es la segunda y última película en la que Rafael Gil dirige a Sara Montiel por encargo de Cesáreo González: una intriga policiaca bastante enrevesada que José López Rubio escribe en colaboración con Jesús María de Arozamena y que sirve de bastidor a los números musicales de la estrella femenina, como no podía ser de otro modo.

Belén Moreira (Montiel) es una modesta costurerita de la favela de Morro do Salgueiro ennoviada con Paulo (Marc Michel), un joven que trabaja en una gasolinera. La abuela de Belén (Antonia Marzullo) es una hechicera macumba que ha imbuido en su nieta el sueño de ser la nueva Xica da Silva, una esclava de gran belleza a la que un tratante de diamantes cubrió de riquezas. La escuela de samba local elige precisamente a Belén para encarnar este personaje en el desfile de carnaval. Claro que la cosa tiene truco, porque un par de gánsteres le han ofrecido al presidente de la escuela una pequeña fortuna para que sea ella la escogida. El cuento de la Cenicienta tiene su lado perverso porque ya hemos visto que el príncipe azul no es otro que el alucinado Fernandes de Oliveira (Fosco Giachetti), que ha disparado contra una cantante idéntica a ella en el prólogo de la cinta. Belén va a realizar la fantasía de que Laura, la fallecida, sigue viva. Todo es una confabulación de unos contrabandistas, que pretenden aprovechar la gira por Europa de la escuela de samba para sacar los diamantes de Brasil.

Gil dirige con un ojo puesto en Orfeu negro (Orfeo negro, Marcel Camus, 1957) y otro en el travelogue, esa suerte de documental sobre paisajes exóticos. El problema es que la figura principal, Sara, aparece siempre como despegada del fondo, un pegote imposible hasta en los números musicales, sobre todo, en los que deberían de tener sabor popular. Como, además, la química con Marc Michel es nula, el principal valor de Samba es el intento de facturar un cuento de hadas contemporáneo en la línea de la "comedia de la felicidad" que López Rubio cultivaba en los escenarios. Quizá por eso en esta ocasión no hay final melodramático para la estrella, sino la celebración de la vida que, un día al año, supone el carnaval.

De la participación brasileña en la producción, aparte de las localizaciones, apenas podemos destacar la presencia en el reparto de Grande Otelo, en un papel cómico de marido calzonazos.

martes, 12 de abril de 2022

filmografía actualísima de ubieta: entre el sahara y rusia

Caricatura de José González de Ubieta por Savoi,
en Primer Plano, núm. 493. 26 de marzo de 1950.

A veces mencionamos por aquí a José González de Ubieta; sobre todo, por su vinculación con el grupo telúrico formado en torno a Carlos Serrano de Osma y con motivo de sus colaboraciones con Pedro Lazaga. Ubieta es miembro de pleno derecho de la denominada “generación de Popular Film”, por la revista de anteguerra en la que se formó un nutrido grupo de críticos que en la posguerra se pasaron tras las cámaras.

En Nuestro Cinema expone sus ideas primigenias sobre el cine apenas alcanzada la mayoría de edad:

El cinema es, por excelencia, un Arte animador de pasiones y sentimientos en las multitudes. Grandes aciertos los films que se esgrimen contra el atraso (La tierra [Zemlya, Alexander Dovjenko, 1930]), criminalidad (M [M, Fritz Lang, 1931]), o podredumbre (El camino de la vida [Putyovka v zhizn, Nikolai Ekk, 1931]). Creo que el cinema se debe encauzar siempre con miras al saneamiento de la Humanidad. [...] Creo que la producción hispana se debe enfocar hacia el problema social ante todo. Sin dejar de ser por eso educativo y artístico. En una palabra. creo que la escuela a seguir es la rusa. [Nuestro Cinema, núm. 3, agosto de 1932.]

Decantado, sin embargo, prontamente hacia el falangismo, escribe crítica cinematográfica en el semanario Tajo decidiéndose de todo lo anterior. En el momento de mayor fervor totalitario lanza sus dardos contra el cine antibélico, al que contrapropone los noticiarios nazis:

Ha surgido otra vez la guerra en la pantalla. Pero ahora no es para demostrarnos las excelencias del parlamentarismo y de la socialdemocracia, sino como documento vivo de la victoria de un pueblo, como ejemplo de heroica voluntad, reflejada en la sonrisa abierta de esos soldados que van cantando por los caminos de Francia a libertar a su Patria, de hombres que saben morir heroicamente, pero que “también saben matar”, como decía al viento aquella vieja canción de las JONS...
El cine está escribiendo historia. Sólo las generaciones venideras podrán apreciar en todo su valor estos documentos. [José G. de Ubieta: “Documentos de nuestro tiempo”, en Tajo, núm. 8, 28 de julio de 1940, pág. 17.]

En coherencia con este ideario, marcha a la Unión Soviética como voluntario de la División Azul y colabora con Rafael Gil y Antonio Román en películas tan emblemáticas como Escuadrilla (1941). Forma parte del Círculo de Escritores Cinematográficos, escribe en la revista Cine Experimental y publica ilustraciones con su segundo apellido en Mundo Hispánico o Estafeta Literaria. Trabaja como decorador y figurinista de la trilogía telúrica de Serrano de Osma, además de encargarse de la segunda unidad de La muralla feliz (Enrique Herreros, 1948), las cuatro producciones de Boga Films.

Elva de Bethancourt en Liceo, núm. 41. enero de 1949.

Por estas mismas fechas Ubieta contrae matrimonio con la bailarina y actriz cubana [Alberto Arenas: “Estrella nueva y de color”, en Cámara, 1 de octubre de 1945.] Elva de Betancourt. De por entonces es el perfil que de él traza el también divisionario José Luis Gómez Tello:

Lo único que no modifica es su peculiar atuendo de chaquetas de pana. Con ellas —azules, marrón, grises— transita por nuestra vida cinematográfica con un vago aspecto de artista montmartrois —y de hecho es un excelente pintor—, de mecánico electricista o de arquitecto en vacaciones, que fue su primera vocación, a la que puso punto final con aquel gesto que desde 1933 tuvo una espléndida generación para entregarse a cosas más serias y más urgentes que acabar una carrerita con muchos diplomas para que fueran felices papá, los amigos de papá, el vecino de arriba, el portero y el tendero de la esquina. Ubieta clausuró todas estas cosas y se montó en la columna básica de su juventud lucha en la calle, cárceles, guerras y, a la larga, el poder ser, sin falsificaciones, José Ubieta y no una colección de bonitos sobresalientes inútiles. [Gómez Tello: “Quién es quién en la pantalla nacional”, en Primer Plano, núm. 493. 26 de marzo de 1950.]

Su carrera como director es ciertamente exigua: dos (temáticamente) ambiciosos largometrajes con paupérrimas clasificaciones oficiales ambientados proféticamente en el Sahara y Rusia.

La primera película de Ubieta como realizador es Em-Nar, la ciudad de fuego (1952). Se ha anunciado como una producción de Boga Films [Pío García: “Moviola”, en Primer Plano, núm. 459, 31 de julio de 1949], pero presenta el guión a censura Pegaso Films. El trámite previo se salda con unos comentarios de Fernández y González que expresan su preocupación por la inclusión en la trama de unos bandidos en la zona del Protectorado español de Marruecos y acusa a los libretitas —Álvaro de Retana y el interventor militar Luis Pérez Lozano— de falta de auténtica inspiración: 

Si bien se necesita la película que cante la epopeya de nuestra vigilancia tutelar en buena parte del Sahara, La ciudad de fuego no es más que una concesión a la espectacularidad del desierto. Hay sed, mucha sed, espejismos, caravanas de camellos, el simún, y todo lo manido en docenas de documentales. Y el argumento de una falta absoluta de imaginación, sin matices positivos en el aspecto colonial, nacional y militar, puesto que los protagonistas son militares. ¿Les gustará a estos el estúpido e inverosímil argumento una vez plasmada la película? Quizás, no. El tema puede ser estupendo y susceptible de una excelente película. Pero no hay en La ciudad de fuego más que el escenario. Mi consejo es que lo elaboren, que piensen y trabajen. Que hagan, en fin, un verdadero guión y se obtenga una buena película. Que la cosa lo merece. [Archivo General de la Administración, caja 36/x.]

El rodaje tiene lugar en los estudios Roptence y en exteriores en el Sahara en el verano de 1949, pero hasta el 1 de mayo de 1951 no obtiene la clasificación en Segunda categoría con la concesión de un permiso de doblaje. Se estrena en Madrid el 24 de agosto de 1952, en el cine Gran Vía. Escribe entonces Gómez Tello en la revista Primer Plano:

La novelística africana está en la actualidad bastante abandonada. No se escriben novelas sobre nuestros territorios africanos, como lo hacen los franceses con los suyos. En cambio. el cine, en la última época especialmente, se siente atraído por la sugestión africana no sólo como aprovechamiento de la belleza y exotismo del paisaje, sino con la más noble preocupación de abordar la rica temática que puede allí encontrarse. En la memoria de todos están unos cuántos títulos de películas españolas que acrediten lo que decimos. Ahora José Ubieta, en sus primeras armas como director, aborda la vida de nuestras soldados en las tropas del Sahara. Ubieta cuenta como arranque con una sólida preparación cinematográfica, como guionista, ayudante de director, pintor decorador, jefe de producción. Suple, pues, lo que es herramienta del oficio con su familiaridad con el ambiente cinematográfico y con un buen fervor y una sensibilidad artística depurada.
La trama es interesante. El fondo la constituye una leyenda bella y remota: la existencia de una ciudad en tierras africanas, cuyo blanco purísimo de mármol se convirtió en rojo de sangre: la ciudad de fuego, Em-Nar, en la que, como dirá al final uno de los oficiales, conviene creer a veces. Es verdad que por estos caminos de leyenda y poesía hubiera podido llegarse muy lejos, y llegar a una película absolutamente lograda. Pero el autor del argumento, Alfonso de Retana, ha creído conveniente desviarla hacia los más fáciles caminos del film de aventuras. Algo hay claro, y es que en este hombre hay un buen guionista de cine. Porque a la hora de ofrecernos una trama de acción lo ha conseguido. Luego, Ubieta ha sabido imprimir un ritmo firme a la realización. con imágenes muy bellas captadas por este gran enamorado de todo lo africano que es Segismundo Pérez de Pedro. Sus planos del desierto son espléndidos, y a veces entran en la categoría del perfecto documental. Si la acción se complace en la morosidad, se debe a esas contingencias que median entre el proyecto de la película y lo que puede conseguirse. [José Luis Gómez Tello, en Primer Plano, núm. 620, 31 de agosto de 1952.]

Natacha debería haber supuesto el debut en la dirección de Joaquín Luis Romero -Marchent bajo la supervisión de José Luis Sáenz de Heredia. La adaptación de la novela de Feodor Dostoievski Humillados y ofendidos que le sirve de base argumental propone un desdichado enredo situado en los alrededores de San Petersburgo y con ambientación de época. Dostoievski había publicado la novela a modo de folletón periodístico en 1861 y en ella se narran los amores contrariados de Vania con Natasha, la hija del hombre que le acoge cuando queda huérfano y que administra las propiedades del príncipe Alexei Valkovski. Pero la muchacha escapa con Aliosha, el hijo del príncipe, y Vania debe hacerse cargo de Nellie, una adolescente que vive de la mendicidad. Los sucesos se acumulan en una peripecia que, desde el primer capítulo, ha anunciado su trágico final.

El rodaje se autoriza el 19 de junio de 1950 conforme al guion presentado por la productora Interfilms en la Dirección General de Cinematografía y Teatro. El presupuesto ronda los dos millones de pesetas. Sin embargo, cinco semanas más tarde el jefe de producción comunica que se ha transferido el permiso a Sagitario Films. De inmediato, Santiago Peláez toma el relevo para comunicar los cambios de reparto y equipo en el proyecto, el nuevo título —Gente sin importancia— cumpliendo “las sugestiones hechas por los Departamentos Oficiales de la Cinematografía” y exponer que el libreto no ha sufrido mayor modificación “que la que concierne a determinados movimientos de cámara en el orden técnico y la diferencia de ambientes entre el ruso de 1890 y el actual de la capital de España”. [Archivo General de la Administración, caja 36/04718.] La apostilla parece querer minimizar lo que esconde una auténtica bomba, tanto desde el punto de vista presupuestario —que se reduce drásticamente con la ambientación coetánea— como desde el ideológico al trasladar la peripecia folletinesca original al Madrid contemporáneo. La actualización del argumento, que ahora aparece firmado por Eduardo Manzanos y José González de Ubieta, queda como sigue:

Andrés (Armando Moreno), un joven transportista, llega a Madrid para formalizar el compromiso con su novia Ángela (Mary Lamar), pero Lucas (Luis S. Torrecilla), el padre de ésta, le comunica que su hija se ha escapado de casa para irse a vivir con el hijo de Zacarías, un antiguo enemigo suyo (Felipe Fernansuar). Frustrado por la noticia, Andrés se va a casa de un anciano amigo, pero éste se encuentra gravemente enfermo y le ruega que cuide de su nieta Elena (Marisa Yagüe). Zacarías presiona a su hijo para que abandone a Ángela y al mismo tiempo Andrés se va con Elena; los viejos rivales, que no olvidan su odio, acabarán por enfrentarse. Ángela, alarmada al ver a su padre malherido a resultas de la pelea, intenta defenderlo... en ese momento Zacarías tropieza y cae por el patio de la casa. Mientras la vida en la ciudad sigue su ritmo cotidiano. [Ángel Luis Hueso: Catálogo del cine español, volumen F4 - Películas de ficción 1941-1950. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1994, pág. 182.]

Apenas tres semanas después de informar de la conclusión del rodaje, la prensa cinematográfica anuncia que Ubieta y el productor Eduardo Manzanos preparan una nueva película juntos. [“Una de cal y una de arena”, en Primer Plano, núm. 520, 1 de octubre de 1950.] Sin embargo, cuando Santiago Peláez remite la película a la Junta de Clasificación, la única productora que figura es Sagitario Films. Eso sí el coste de 1.207.297 pesetas queda desglosado en las 723.579 que habría aportado la compañía y las 483.700 que quedan conceptuadas como “crédito colaboradores”. 

Las alarmas se disparan. Desde luego, ni la obra original ni la traslación del argumento a la España contemporánea parecen el material más adecuado para convencer a quienes mediante un sistema de prohibiciones, advertencias y recompensas guían la iniciativa privada hacia una producción afín a los difusos postulados ideológicos del régimen. Aún, la ambientación eslava y finisecular y el marchamo de calidad que le otorga el nombre del autor, podían haberla salvado del naufragio. Tal como se plantea finalmente, el buque está destinado a estrellarse contra los farallones de la tutela administrativa. La película resulta clasificada en Tercera categoría, sin posibilidad de exportación ni opción de amortización mediante la negociación de las licencias de doblaje, ya que no recibe ninguna. Imposibilitada de estreno en Madrid y Barcelona por la categoría infamante, Gente sin importancia llega al conquense cine Alegría —¡oh, cruel burla del destino!— en plena canícula de 1953.

Mientras se resuelve todo este entuerto, los medios especializados anuncian nuevos proyectos; entre ellos, Nuestra tierra, con producción de Manzanos y rodaje en los estudios Cinearte, una adaptación de El alcalde de Zalamea o una nueva cinta de ambientación africana producida por Procines, codirigida con uno de los actores de Gente sin importancia, Felipe Fernansuar, y con Elva de Bethancourt en el reparto. [“Una de cal y una de arena”, en Primer Plano, núms. 519 y 523, 24 de septiembre y 22 de octubre de 1950 respectivamente.] Ninguno de ellos llega a puerto y, tras su participación como guionista y escenógrafo en otra película producida por Eduardo Manzanos en Cinearte, Habitación para tres (Tono, 1952), el nombre de José González de Ubieta se va difuminando en la prensa cinematográfica. Apenas un par de carteles de Jano dan testimonio de que las dos películas dirigidas por él existieron alguna vez. La inaccesibilidad de su filmografía lo convierte en un cineasta fantasma, mero apéndice de sus compañeros de Popular Film con una trayectoria más sólida y fructífera en la industria cinematográfica española.

domingo, 10 de abril de 2022

juegos de apariencias gilianos en la segunda mitad de los cincuenta

La otra vida del capitán Contreras (1955) es otro de los ejemplos de la comedia fantástica de los años cincuenta, que era lo más próximo al género que por aquí se podía practicar entonces. Partiendo de una obra de Torcuato Luca de Tena ya se puede uno imaginar que lo que prima es la tradición y el conservadurismo sin tapujos. La cinta de Gil toma al capitán de los Tercios y corsario Alonso de Contreras —personaje real que nos legó sus memorias y fuente de inspiración de Alatriste— y lo resucita en el materialista siglo XX. La sátira abandona pronto el tono fantástico para convertirse en una crítica al american way of life mediante una especie de The Truman Show (El show de Truman, Peter Weir, 1998) avant la lettre. Este Contreras, Alatriste hibernado, que despierta en pleno siglo XX, es más bien una parábola sobre el viejo mundo y la nueva España, la que justo por estos momentos firmaba los acuerdos de colaboración con Estados Unidos, cuyas estrategias publicitarias se satirizan con más puntería para la paja en el ojo ajeno que para la viga en el propio. No obstante, quien tuvo, retuvo y Gil demuestra en muchos momentos que no había perdido mano para la comedia. La parte del león se la lleva un Fernando Fernán-Gómez que disfruta en su papel de matachín broncas y bocazas, pero el reparto está lleno de destellos puntuales por parte de Antonio Riquelme, Manolo Requena, Juan Calvo...

Aseguraba Rafael Gil desde la última vuelta del camino que Un traje blanco / Il grande giorno (1956) era una de sus películas favoritas de entre las que había realizado él mismo. Así lo estimaba porque veía en ella una limpieza en la anécdota y una pureza de intención que estaba ausente de otros títulos de su filmografía más alabados. Realizada por Aspa en una coproducción con Italia un tanto confusa, premiada con el Interés Nacional y acogida a los beneficios del cine destinado a la infancia y la juventud, premiada con varios galardones a la fotografía y a la interpretación, Un traje blanco no deja de ser una reescritura de Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1954) con Miguelito Gil —la estrella infantil de otra producción Aspa, Recluta con niño (Pedro L. Ramírez, 1955)— en lugar de Pablito Calvo. También aquí está presente la orfandad como motor del relato, la religión como parte fundamental del mismo, la magia y el terror del mundo de los adultos, la inocencia y el sacrificio de la infancia... Incluso, la escena del desván de ésta remite iconográficamente a aquélla.

¿Qué es lo propio entonces de Un traje blanco? La asimilación de los presupuestos consumistas y de los medios de comunicación de masas aplicados a la concepción española del catolicismo como una serie de consumación de ritos en los que impera la diferencia de clases. Marcos (Miguelito Gil) quiere un traje blanco como el de Polonio (Miguel Ángel Rodríguez). Para conseguirlo, mentirá a su padre (Luis Induni), defraudará la confianza de su maestro (José Ramón Giner), escapará en Madrid a la tutela de su hermana enferma (Julita Martínez) y ansiará la muerte de la señora más rica del pueblo (Margarita Robles)... Finalmente, tras la traición de su hermano (Julio Núñez), tendrá que optar por el trabajo clandestino en el escorial de una fundición, lo que terminará costándole la amputación de un brazo. Sólo entonces los medios de comunicación se ponen en marcha y, ante la desgracia, la compasión pública hace realidad el sueño del niño que no es otra cosa que el espectáculo que Rafael Gil planifica desde su punto de vista en la secuencia climácica. Como mandan las leyes del melodrama, el final feliz sólo se alcanza mediante el sacrificio. Es el precio que Marcos debe pagar por su obsesión fetichista.

La gran mentira (1956) es la mentira del cine. Más aún, del cine español según lo entiende Vicente Escrivá, argumentista, guionista, dialoguista y productor de la cinta. El equipo habitual de Aspa Films se hace cargo de su plasmación en la pantalla. Gil dirige al reparto con las preceptivas dosis de sátira, melodramatismo o caricatura, según los casos; Alfredo Fraile lo fotografía en un progresivo claroscuro que se ciñe al contexto dramático de la historia; y Enrique Alarcón echa el resto en el diseño de las oficinas del megalómano productor encarnado por Juan Calvo. 

La cinta arranca con el estreno de la última película del magnate del cine español, protagonizada por la pareja del momento: Raúl Estrada (Ángel Jordán) y Sara Millán (Jacqueline Pierreux). Dos años antes el protagonista masculino hubiera sido César Neira (Paco Rabal), ahora caído en desgracia. Para proporcionarle un poco de publicidad. de la que tan necesitado está, su representante (Manolo Morán) le obliga a que asista a un concurso radiofónico en el que se va a elegir a una especie de Cenicienta que gozará durante dos semanas de una vida de ensueño en la capital. Resulta elegida Teresa (Madeleine Fischer), maestra en un pueblecito extremeño y postrada en una silla de ruedas. Su tío (Rafael Bardem), fotógrafo del lugar ha enviado su retrato al concurso sin que ella lo sepa. De modo que cuando renuncia, César se presenta en el pueblo cual nuevo príncipe azul dispuesto a convencerla... y a hacerse de paso un poco de promoción gratuita. Pero las cosas se tuercen... Resulta tan convincente en su papel que Teresa y su tío deciden fundirse los ahorros para quedarse en Madrid y Paulino Sándalo, el productor, está dispuesto a hacer la película de la nueva Cenicienta. Ahora sí que César ve llegada su oportunidad de volver al cine por la puerta grande y vengarse de Sara, que ha estado intrigando con Sándalo para quitárselo de en medio. Pero la expiación de César y el sacrificio Teresa tendrán que llegar a lo más hondo para que del artificio de la imitación a la vida surja un amor verdadero. De este modo, en su séptima película para Aspa, Gil juega todos los recursos del cine dentro del cine para confeccionar un melodrama sin tapujos, una senda por la que transitará repetidamente a principios de los sesenta, olvidados ya los ciclos religioso y anticomunista que constituyen el grueso de su filmografía en esta década.

Camarote de lujo (1957), su postrer desempeño en Aspa Films, supone el reencuentro de Gil con el mundo desencantado de Wenceslao Fernández Flórez. La ausencia de Vicente Escrivá en el equipo literario denota también que se trata de una obra de transición. La inspiración en el humoristra gallego parece indicar un regreso a los orígenes, a sus comedias de principios de los años cuarenta, a lo que también contribuye el protagonismo de Antonio Casal. Han pasado tres lustros y, a pesar de su final más o menos feliz y de que el realizador rueda ahora en Eastmancolor para su propia productora, Coral P.C., la vitalidad y la limpieza de aquellas primeras comedias se ve sustituida por un ambiente de hambre, frío y corrupción que dibujan un clima muy poco halagüeño de la España y la Galicia predesarrollistas, abocadas a la emigración económica como única posibilidad de supervivencia.

La producción de Coral P.C. ¡Viva lo imposible! (1958) conforma un díptico con la anterior, como si Gil no quisiera pegar este salto sin red. Miguel Mihura coescribió con Joaquín Calvo Sotelo el primer acto de la comedia ¡Viva lo imposible! o el contable de estrellas en 1939 y luego se desinteresó un poco de ella, por su humor más próximo al humanismo que a la deshumanización que entonces preconizaban los humoristas de La Codorniz. Gil realizó la adaptación cinematográfica en 1958. Una familia, harta del trabajo y la rutina, ingresa en un circo sólo para darse cuenta de que la rutina es igual en todas partes. El final, levemente subversivo en la comedia original, queda chafado por una llamada al orden familiar bien poco mihuresca. Si en la obra original Manolito terminaba escapándose con su abuelo en el circo ambulante en busca de una vida al margen de cualquier convencionalismo, en la película la escena final muestra a la familia reunida —niño incluido— cantando un villancico mientras los artistas del circo se alejen con sus carromatos. Como tantas veces ocurre con estas componendas, en el pecado va la penitencia. Porque el niño sigue con su familia, pero la carga de profundidad contra la institución ha hecho impacto en la línea de flotación cuando sus padres (Paquita Rico y José María Rodero) discuten cómo pasar la tarde del domingo.

domingo, 3 de abril de 2022

religioso, bíblico, piadoso, social y, a ratos, anticomunista

Como soy católico —declaraba Rafael Gil—, siempre he hecho un cine dentro de la moral católica, y si durante algunos años hice varias películas concretamente religiosas fue porque Vicente Escrivá me ofreció unos guiones que sinceramente me gustaron [...] Algunos es posible que piensen que ese cine era simplemente piadoso y no católico. Éstos suelen ser los que se esfuerzan por encontrar sentido religioso en ciertas turbias películas en las que todo es depravado y equívoco, y en las que lo religioso sólo es perceptible para los que no practican religión alguna [...] creo que a la fe se llega por caminos simples y se pierde por los complicados.

Aunque el ciclo católico-piadoso entreverado de anticomunismo de Rafael Gil para Aspa P.C., la productora de Vicente Escrivá, ha venido bautizándose peyorativamente como “cine de estampita”, Fernando Alonso Barahona, que se ha encargado de la reivindicación de Gil como escritor cinematográfico y cineasta, conceptúa las películas del ciclo del siguiente modo: La señora de Fátima (Drama religioso), La guerra de Dios (Drama social y religioso), El beso de Judas (Drama bíblico) y El canto del gallo (Drama religioso). [Fernando Alonso Barahona et al.: Rafael Gil, director de cine. Madrid, Centro Cultural Conde Duque, 1997.]

La señora de Fátima (1951) inaugura el ciclo y lo hace aprovechando la anécdota de los pastorcillos de Fátima para construir un alegato anticomunista en el que el Portugal de 1917 sirve a la construcción de un discurso oficial que va a permitir a España integrarse en el bloque occidental mediante la firma del Concordato con el Vaticano y de los acuerdos militares con Estados Unidos. Rafael Gil orquesta un eficaz cuento en el que la Virgen es el hada buena y el diputado comunista, el ogro.

En algunos materiales —vaya uno a saber por qué— se decidió en algún momento mutilar una panorámica vertical en la que  la Virgen adevertía a los niños que "Rusia esparcirá sus errores por el mundo". Una de estas copias fue la utilizada para crear el máster digital que TVE emitió en marzo de 2018 en el programa Historia de nuestro cine, creando la consiguiente polémica:

En estos tiempos de ley mordaza, persecuciones y falta de libertades ha sorprendido la censura espontánea de una película española de 1951 de la que se ha suprimido un fragmento anticomunista muy significativo. Me refiero a La señora de Fátima, emitida esta semana en TVE. Allí, la Virgen aparecida en una encina prevenía a los tres pastorcillos de que Rusia esparciría sus errores por el mundo provocando guerras y desastres pero si la gente mirase a la virgen con fe todo ello se podría evitar. “Rusia se convertirá y habrá paz”.
Un mensaje muy típico de la época del primer franquismo, al igual que la película toda, como bien recuerda este programa, Historia de nuestro cine, que nos da sorpresas y alegrías al margen de disgustos como este de intentar enmendar la plana a un discurso de posguerra. ¿Con qué fin? Si era ridículo el mensaje virginal, así es la historia por mucho que alguien intente disimularla. [Diego Galán: "Cámara oculta: Ganó Putin", en El País, 22 de marzo de 2018.]

El prólogo de Sor Intrépida (1952) nos sitúa en una India de cartón-piedra en una de cuyas chamarilerías se encuentra una figurilla de San Roque. Un salto en el espacio y en el tiempo nos conduce al hogar de Emilia (Julia Caba Alba), dama acaudalada y cicatera, tía de una cantante de éxito que ha decidido ingresar en un convento con el nombre de sor María (Domonique Blanchar). Nada sabemos de sus motivos —en algún momento se mencionará un accidente— pero sí que el apodo de "sor intrépida" le cuadra perfectamente, porque no se para en barras a la hora de lograr sus objetivos. Y así conseguirá la conversión de un moribundo descreído (José Nieto) o la cantidad exorbitante de medio millón de pesetas de un empresario de televisión (Fernando Sancho) a cambio de unas grabaciones clandestinas a fin de que el hospital de la orden no tenga que cerrar. De todos modos, su obsesión es trabajar en una de las leproserías que las hermanas tienen en la India y allá que se va con su talla de san Roque. Una pareja de indígenas (Francisco Rabal y Nani Fernández) que esperan un hijo la ayudan a instalarse, pero sus vidas se ven en peligro por el ataque de unos bandidos. El bautismo del recién nacido significará el sacrificio de su vida.

Durante la primera parte se alternan las viñetas cómicas —las protagonizadas por José Isbert y Julia Caba Alba, o las de Antonio Riquelme como decano de los pacientes— y las patéticas. Rafael Gil pone su maestría narrativa al servicio del dramatismo de la falsa Navidad y de la curación del muchacho inválido en el trigal. En cambio, un tercer acto precipitado, escaso de medios y de metraje, y, sobre todo, huérfano de motivación dramática, convierten a Sor Intrépida en una de las entregas más flojas del ciclo. A pesar de ello la película recibió toda clase de parabienes oficiales, incluido el Interés Nacional y el primer premio del Sindicato Nacional del Espectáculo.

La guerra de Dios (1953) es un tenso drama en un pueblo minero. La llegada de un curita dispuesto a poner la otra mejilla cuantas veces haga falta provoca rechazo entre los trabajadores, que mantienen un fuerte enfrentamiento con la empresa por las condiciones de trabajo. El rodillo Rafael Gil (dirección) / Alfredo Fraile (fotografía) / Enrique Alarcón (decorados), funciona a la perfección. Dos peros: la blandura de Claude Laydu —claro que había sido el "cura campestre" de Bresson— y un final más falso que un billete de 15 euros.

El momento de tensiones internas que se vivía en el seno del franquismo con la firma de los acuerdos hispano-norteamericanos y la relectura estrictamente anticomunista de la Guerra Civil, lo que dejaba de lado los principios falangistas y nacional-sindicalistas que le habían servido de andamiaje ideológico, propicia la lectura en clave política de El beso de Judas (1954). Judas (Rafael Rivelles) intriga alrededor de Jesús para preparar el levantamiento del pueblo judío contra el dominio de Roma. El centurión Quinto Licinio (Paco Rabal) se compromete a ayudarle pues ha visto los milagros que obra el rabí. Pero el sacerdote Misael (Félix Dafauce) ve peligrar su poder, así que es partidario de entregar al falso rey a Poncio Pilato (Gerard Tichy). Para ello, explota las dudas que corroen al apóstol que cree que el reino anunciado pertenece a este mundo.

Como apuntando al fin del filón, El beso de Judas destaca por dejar de lado las soflamas anticomunistas y tomar como modelo el cine histórico de Cecil B. DeMille. A pesar del esfuerzo de producción, la película le viene un poco grande a Rafael Gil. Lo más memorable quizás sea el trabajo de Rafael Rivelles en el papel titular y lo más anecdótico la presencia de un primerizo Arturo Fernández en el papel de uno de los apóstoles. Gil y Alarcón realizaron un viaje a Palestina por cuenta de Aspa Films para documentarse y luego reconstruir en estudio y en Mojácar más de cincuenta decorados, todo un alarde de producción en el cine de la época. Algunos historiadores han apuntado la novedad del punto de vista adoptado —el del traidor—, aunque la intención pudiera ser subrayar lo inconveniente de cualquier tipo de disidencia. [Elizabeth Scarlett: Religion and Spanish Film: Luis Buñuel, the Franco Era, and Contemporary Directors. University of Michigan Press, 2014, pág. 68.] O sea, que incluso en este caso habría lugar a una lectura política.

El canto del gallo (1955) —uno de los más preclaros ejemplos del cine anticomunista hecho en España— ambienta en un país imaginario de detrás del Telón de Acero una persecución religiosa que pretende poner al día un argumento que bien podría situarse en la Guerra Civil del Madrid, de corte a cheka de Agustín de Foxá. Como en otras ocasiones, el trío Gil-Fraile-Alarcón cumple con las expectativas, pero todo el último tramo del metraje, cuando el miedo del cura interpretado por Paco Rabal deja paso a la redención, la cinta degenera en una modestísima ilustración de una tesis improbable. ¡Ay, Nazarín!