domingo, 24 de junio de 2018

ramón torrado (12)


Para Carlos Heredero, la seña de identidad del cine folklórico de Torrado es “una abstracción plana y colorista, sumisa cultivadora de los tópicos”. Pero hasta los lugares comunes se gastan. La última colaboración entre el director y Paquita Rico se produce en Las lavanderas de Portugal / Les lavandières du Portugal (Ramón Torrado / Pierre Gaspard-Huit, 1957), comedia ambientada en París en la que Torrado sólo aparece como codirector. Tanto ésta como María de la O (1959), en la que vuelve a dirigir a Lola Flores, son ya cintas en Eastmancolor. Aunque Torrado se dedica a géneros más acordes con los tiempos durante la década de los sesenta —peplums, spaghetti-westerns...— está claro que es capaz de reciclar el esquema que le había dado tan buenos frutos porque, a partir de 1965, se convierte en el artífice del lanzamiento de Manolo Escobar como ídolo cinematográfico mediante la puesta al día de los clásicos clichés andalucistas.

En su segunda película, Mi canción es para ti (1965), el cantante almeriense interpreta a dos personajes que se mueven en el mismo ámbito. Por una parte es Manolo de Lorca, humilde trabajador con voz de oro que viaja a Madrid en compañía de Tumbaíto (Ángel de Andrés) por un quítame allá esas pajas con el señorito que pretende a su novia (Alejandra Nilo) y con intención de triunfar… aunque ambos terminan dedicados a las tareas del hogar en la pensión en la que se alojan. El otro es Curro Lucena, prepotente cantante en una sala de fiestas para turistas americanas deseosas de tipismo (María Martín) al cual sustituye por incomparecencia gracias al formidable parecido que guarda con él.

A los mínimos apuntes sobre las condiciones de trabajo en el campo andaluz y la miseria generada por la emigración interior, le sucede una dinámica de ascenso social gracias al éxito y a la bonhomía del personaje popular al que presta voz y efigie Manolo Escobar. De este modo, Mi canción es para ti termina levantando una frágil armazón dramático más próximo a la picaresca que a cualquier otro género cinematográfico, cuya principal función es sostener el hilvanado de canciones que van pautando regularmente el metraje.

La España tradicional de Un beso en el puerto (1966) queda retratada en el habitual pregénerico humorístico, encuadrado además en un formato académico y en blanco y negro, en el que un hombre con un burro enfila un día y otro y otro… la misma calle, en un rito inmutable y eterno. El progreso queda representado por una pareja de turistas que se bañan en las aguas del Mediterráneo con unos bañadores minúsculos y que traen moneda extranjera… O sea, las tan ansiadas divisas. Aquel pueblecito de pescadores se ha convertido en el Benidorm de 1966 y el cromatismo y el anamorfismo invaden la pantalla panorámica. El procedimiento se denomina SuperScope y fue utilizado, sobre todo, por el triunvirato Arturo González (productor), Ramón Torrado (director) y Manolo Escobar (protagonista): Torrado filma mediante este sistema Bienvenido, padre Murray y todo el ciclo dedicado al lanzamiento de Manolo Escobar como estrella cinematográfica.

Manolo (Manolo Escobar) es el cantarín empleado de una gasolinera en la turística villa costera. Pero un playboy (Arturo López) le cuenta su sistema para ligar con las extranjeras. Basta con acercarse a ellas en el puerto, llamarlas Dorothy y plantarles un beso. Ya está roto el hielo y la turista con hambre de macho hispánico, en el bote. Manolo pone en práctica la estrategia de su amigo, con tan buena suerte que la chica a la que se acerca (Ingrid Pitt) se llama efectivamente Dorothy y cree que es su primo. Su encarcelamiento por suplantación de personalidad junto a un patriarca gitano (Antonio Cintado) propiciará una de esas fantasías onírica-musicales a las que tan dado es Torrado, que aquí recicla recursos que en Rumbo (1949) o Debla, la virgen gitana (1951) resultaban algo más justificables. Un breve ballet flamenco da paso a una canción que Manolo Escobar le canta a una Ingrid Pitt ataviada de zíngara. Tanto la puesta en escena como el arreglo “flamenco pop” del tema constituyen un auténtico anticlímax. No obstante, lo más delirante aún está por llegar, el enfrentamiento con sus rivales, interpretados por dos bufos como Manuel Alexandre y Antonio Ferrandis.

Lo de que los curas se metan en camisas de once varas no es una novedad para el realizador de Bienvenido, padre Murray, así que, ni corto ni perezoso, le encasqueta la sotana al cantante almeriense en El padre Manolo (1967). Se trata de un padre Brown a la andaluza, metido en una investigación sobre un crimen camuflado como accidente de tráfico. Como además, el protagonista es Manolo Escobar, el sacerdote dedica a la susodicha investigación el tiempo que le dejan libre sus trucos de magia y  sus cantares. Claro que, si no fuera por las actuaciones exitosas del curita yeyé, ¿cómo iba a financiarse el colegio que el padre Manolo y el padre Pepe (Miguel Ligero) sostienen en un barrio del extrarradio tampoco especialmente necesitado? Porque ya sabemos que la educación pública no alcanza donde sí que llega la caridad cristiana.

El fallecido es Fernando (Mariano Vidal Molina), un empresario teatral cuyos tres primos estarían encantados de heredarle, aunque la bala que ha hecho que su coche se saliera de la carretera ha salido del rifle con mira telescópico de un facineroso (Fernando Sánchez Polack). ¿Quién le dio la orden de disparar y de hacer desaparecer a los testigos molestos?

Tras los tanteos de Torrado y a partir de Pero, ¿en qué país vivimos (José Luis Sáenz de Heredia, 1967), Sáenz de Heredia toma el relevo emparejando al cantante almeriense con Conchita Velasco y consolidando una fórmula de éxito a partir de la contraposición entre la España tradicional y la juventud yeyé, en la que la conciliación pasa por el sometimiento de la mujer aunque, en compensación, el cantante se vea obligado a actualizar su repertorio.

domingo, 17 de junio de 2018

ramón torrado (11)


Aunque el comandante John Bedford (Alex Scott) y el cabo Paul White (Frank Latimore) vistan casacas rojas, sus aventuras bien podrían haber tenido lugar en Fort Apache con casacas azules. La principal originalidad de esta nueva incursión de Torrado en el western tras la rareza –por híbrida- que supone Bienvenido, padre Murray (1964) es que tiene lugar en Canadá: La carga de la policía montada (1964). Así que su primer western estricto es, en realidad, un northern.

Los primeros compases presentan la rivalidad amorosa entre el cabo y el comandante por el amor de Valerie Jackson (María Silva), indecisa entre las atenciones y galantería del primero y los sentimientos del segundo, que, no obstante, pone el cumplimiento del deber por encima de todo. El conflicto entre colonizadores blancos y pieles rojas se presenta en el segundo acto con la llegada de los indios a negociar con un mercader de pieles Peter Barton (Tito García), dispuesto a proporcionarles whisky y rifles a cambio de la mercancía. Con el grupo llega Flor de las Cumbres (Diana Lorys), una bella piel roja a la que los tramperos contemplan con una lascivia que sólo logra contener la llegada del cabo. Sin embargo, la muerte de tres indios pone en el sendero de la guerra al gran jefe Oso Pardo (José Truchado). La Policía Montada tendrá que hacer valer su primacía a la hora de imponer la justicia en el territorio, haciendo saber a los indios que no permitirán acciones de venganza y Bedford encargará a White una misión suicida a fin de despejar el camino hacia el corazón de Valerie. Pero, cuando ya parecía que el conflicto amoroso estaba solucionado, el amor de la muchacha india por el cabo, la indecisión de Valerie y los celos del comandante, activan de nuevo el conflicto. De un modo harto artificioso, todo hay que decirlo.

El guión está firmado en solitario por Bautista Lacasa Nebot, autor de novelas de a duro con los seudónimos de John Lack y John Nebot, quien proporciona a Torrado un material estándar con el que el realizador parece sentirse a gusto. De su trabajo, merece una mención especial la secuencia que sirve de ecuador a la cinta, un típico asalto a la caravana de colonos escoltada por la milicia por parte de los enardecidos pieles rojas. Una planificación dinámica, el aprovechamiento del formato anamórfico mediante TotalScope, la abundancia de caballistas, que en muchas ocasiones se juegan la vida bajo los cascos de los caballos, y, de seguro, la labor de Joaquín Vera en funciones de ayudante de dirección y responsable de la segunda unidad, hacen de esta set piece uno de los mejores momentos de la dedicación al western de Ramón Torrado.

Sin apenas respiro, el gallego se embarca en la confección de otro western, Relevo para un pistolero (1964), que arranca cuando el pistolero “Relámpago” Harris (Alex Nicol) decide colgar los revólveres y rehacer su vida en el pueblo donde han frustrado su atraco al banco.Veinte años después llega allí Edwin Jackson (Luis Dávila), el hijo de su mejor amigo, procedente de Boston. Ahora que su padre ha muerto, Edwin pretende instalar una tienda de tejidos con la que empezar su fortuna. Por qué hacerlo en este remoto pueblo del Oeste es un auténtico misterio, aunque pronto tiene entre su clientela a Anna (Laura Granados), la cantante del saloon. Allí impone su ley del terror Jack Dillon (José Guardiola). Cuando éste abofetee a Anna, Edwin se enfrentará a él a puñetazos, pero Jack le amenaza de muerte. Los bandidos asaltan los dos comercios de Edwin, porque éste, prendado de los encantos de Carmen (Silvia Solar), ha decidido poner otra tienda para mexicanos y colocarla a ella al frente. Relámpago accede entonces a enseñarle cómo consiguió ser el pistolero más rápido del Oeste: unas cartucheras articuladas que le permiten disparar sin desenfundar. A pesar de la promesa de no utilizar este truco más que para enfrentarse al malvado, una vez desaparecido éste, Edwin se deja ganar por el lado oscuro. La conciencia del poder que le otorgan sus pistolas lo convierten en el nuevo matón del pueblo. Cuando abuse de Carmen, habrá llegado el momento en que deberá enfrentarse a su maestro en el arte de matar.

El ciclo llega a su conclusión en plena apoteosis del western mediterráneo, con Los cuatreros (1965). Torrado abandona el filón cuando los demás empiezan a explotarlo.

Del rancho de Thompson (Luis Induni) están saliendo caballos que se venden al sur de la frontera. La sospecha de que le están robando subleva al ranchero, que ordena al capataz el recuento de los caballos. Pero, cuando se dirige a cumplir las órdenes, el capataz es asesinado. Esa misma noche se presenta en casa de Thompson un desconocido (Edmund Purdom), que le avisa de que le van a secuestrar. Gracias a su ayuda, Thompson y su hija Mary (María Silva), salen indemnes del atentado, por lo que le ofrecen el cargo de capataz. Entre Mary y el hombre, que se llama nada menos que Jim James, no tarda en prender la llama del amor. Pero el padre de ella quiere que se case con su primo Lance (Frank Latimore), aficionado a la bebida y al juego, que debe una importante suma al dueño del saloon (Santiago Rivero).

Según se va desenvolviendo la trama a golpe de tópico –la cantante de saloon (Laura Granados) que ha conocido a Jim en el pasado, la falsa acusación de asesinato contra él con pruebas falsas….- también se va desplegando un juego de falsas identidades al que Torrado ha recurrido repetidamente con anterioridad –véanse, por ejemplo, La niña de la venta y Estrella de Sierra Morena- de modo que Jim no sólo se presentará en el cuartel vestido de uniforme, con lo que nos es revelada su auténtico propósito, sino que volverá al rancho disfrazado de sacerdote, fingiéndose hermano del fallecido a fin de hacer justicia.

Al contrario que en La carga de la policía montada, la acción de Los cuatreros se desarrolla en un puñado de decorados interiores –la casa de Thompson, el saloon, la oficina del sheriff…- y sólo muy ocasionalmente se arriesga en los auténticos escenarios que demanda el género: el aire libre de las espectaculares cabalgadas y las persecuciones a tiros. Torrado parece más cómodo en las escenas de comedia chusca -las chicas del coro admirando la galanura del reverendo...-, que en la acción por la acción, que constituye la médula del western de novela de quiosco, filón en el que Los cuatreros encuentra acomodo a pesar de sus divergencias con el canon.

A pesar de ser producciones estrictamente nacionales, Los cuatreros y La carga de la policía montada tuvieron distribución internacional con los nombres del equipo convenientemente anglosajonizados. Es así como Torrado se convierte en Ray o Raymond Torrad, a quien se acredita la realización de Savage Charge y Shoot to Kill. Eso sí, en esta trilogía western –tetralogía, si contamos Bienvenido, padre Murray- Torrado se muestra refractario al modelo impuesto por el éxito sin precedentes de las películas de Sergio Leone. Ni por temática ni por estilo visual se apunta al carro, permaneciendo fiel a unos modos que a estas alturas tienen más de rutinario artesanado que de maestría clasicista.

domingo, 10 de junio de 2018

ramón torrado (10)


El gran éxito popular de Botón de ancla (1948) propicia que el mismo equipo y, sobre todo, el mismo trío protagonista –Jorge Mistral, Fernando Fernán-Gómez y Antonio Casal- intervenga en La trinca del aire (1951), remedo de aquélla en el que la Escuela Naval de Marín se veía sustituida por la de Cazadores Paracaidistas de Alcantarilla. Jabato (Casal) y Zanahoria (Fernán-Gómez) se dedican a embromar al tenorio Alberto (Mistral), que lleva tiempo intentando conquistar a Irene (Carmelita González) pero la deja de lado por la bella Nati (Helga Liné). Entre aventuras románticas, bromas cuarteleras, lecciones teórico-prácticas y ejercicios de salto en paracaídas se va desarrollando la vida en la Escuela de los tres tenientes. Torrado se atreve, incluso, a introducir sin la más mínima justificación una fantasía oriental a modo de sueño, lo que permite a Helga Liné lucir sus encantos y sus habilidades como bailarina, y a Fernán-Gómez ejecutar el clásico número cómico de la odalisca. El último acto presenta una acción heroica, como en Botón de ancla: cuando un hangar se incendie, Alberto que estaba a punto de desertar en pos de Tina, regresa para salvar a Jabato, sólo que esta vez todo se resuelve felizmente.

El mismo esquema argumental de aquéllas sirve como punto de partida para Héroes del aire (1957). Tres hombres se incorporan a la escuadrilla de cazas del comandante Gonzalo Rivas (Alfredo Mayo). El más descarado del grupo es Alfredo Soler (Julio Núñez), de cuya hermana (Lina Rosales) se enamora el heroico comandante. Pero este esquema argumental constituye sólo el primer flashback de un relato que adopta sucesivos esquemas genéricos -algo muy habitual en Torrado- para constituir un melodrama en toda regla construido en torno a dos historias de amor cuyo foco de atención se ve continuamente desplazado. A esta lógica del punto de vista alterno corresponden los otros dos flashbacks carentes de interés en lo relativo a la progresión dramática, suerte de piezas exentas con autonomía propia. Si el primero, focalizado en el comandante, corresponde a este esquema bélico, propicio a la aventura heroico-aeronáutica y a la diversión polifónico-cuartelera, el segundo, que se centra en Isabel, desarrolla la trama romántica del militar convaleciente y la mujer de pasado infeliz. El colofón melodramático será la reaparición del marido al que Isabel creía muerto (Tomás Blanco) quien la chantajea para desaparecer definitivamente de su vida. Ambas analepsis se encuadran en la investigación que se sigue en el presente contra Soler por haber estrellado su aparato y negarse a revelar a dónde voló con él. La tercera y última presenta el encuentro de Soler con Herminia (Maria Piazzai) una bella azafata y sus planes de boda. Ha sido precisamente durante el último vuelo transatlántico de ésta, que Isabel le ha pedido que vaya a pagar al chantajista y por lo que él no puede revelar la verdad al ahora coronel Rivas, su superior en el servicio de Búsqueda y Salvamento de Aviones. El último acto tiene lugar en el marco de este servicio, del que Soler ha sido relevado. No obstante, decidirá abordar en pleno vuelo el avión de pasajeros en el que viaja Herminia, al sufrir el piloto un desvanecimiento, haciéndose acreedor así a la redención de cara a sus superiores. Encuadrable plenamente este último dentro del cine de catástrofes, con un razonable trabajo de maquetas y fotografía en brillante Eastmancolor, Héroes del aire termina siendo una de las mejores películas de Ramón Torrado, en la que, a pesar del desgalichado armazón argumental, puede lucirse en todos los registros.

En Un paso al frente (1960) Torrado se atiene una vez más a un clásico esquema que ya devenido clásico y reúne a tres aspirantes a paracaidistas bisoños en la academia. Gabriel Linares (Julio Núñez) es un chico humilde dispuesto a salir adelante en la vida, Rafael Aguirre (Germán Cobos) el típico donjuán, y Miguel Ibarra (José Campos), el hijo de papá que se cree que el mundo es suyo y ha llegado allí por una apuesta. Bajo la paternal tutela del comandante Guzmán (Alfredo Mayo) y la severa vigilancia del sargento Canuto Bermúdez (Tomás Blanco), se desarrolla el periodo de formación que, como en otras películas del ciclo, se convierte en una especie de publirreportaje para que la juventud española se aliste al cuerpo. Vida saludable, sana camaradería y alguna gamberrada, que alternan con secuencias en las que el páter canta las excelencias arquitectónicas e históricas de Alcalá de Henares. Una vez pagado el peaje al estilo plateresco y al ejército español, se desarrollan una serie de aventuras sentimentales en los que juega el papel principal Milagros (Charito Maldonado), la chica del estanco de la plaza. De este modo, Torrado tiene ocasión de mostrar su aseo a la hora de hilvanar secuencias sin que el cambio de registro continuo parezca importarle demasiado. A algunas escenas resueltas con cierta habilidad les suceden otras cuya comicidad forzada no termina de rendir los dividendos pretendidos, como por ejemplo el larguísimo gag del puro explosivo, cuya resolución nos escamotea. La operación de salvamento durante el desbordamiento del río en el pueblo de Gabriel proporciona el clímax. Cuando el comandante (José Nieto) pide voluntarios para tan arriesgada misión, toda la compañía de “un paso al frente”. La reconfiguración del ejército español a dos décadas de la finalización de la Guerra Civil exige la misma eficacia en la guerra que en la paz y el proceso de maduración de los tres jóvenes no exige ya, como en Botón de ancla, el sacrificio de uno de ellos. España puede mirar al futuro con optimismo.

El ciclo tiene su estrambote en Ella y los veteranos (1961). La cinta arranca con un grupo de abueletes que juega a la guerra con el hijo de la dueña de la pensión en la que viven. En el ardor de la batalla han olvidado que es uno de abril, el día del Desfile de la Victoria, en el que las fuerzas armadas renuevas su adhesión al régimen y a quien lo personifica: el Caudillo. En la tribuna de veteranos, aunque tarde, ocupan sus puestos, mientras ante ellos se exhibe el más moderno armamento militar. No por ello dejan los ancianos de representar las dos Españas: si unos militaron en el carlismo, los otros estuvieron en el bando isabelino cuando la insurrección carlista de 1872. Eso sí, hace unos años que firmaron su propia paz para juntar sus ahorros y poder llevar una vejez más o menos digna en una pensión. Pero todo enfrentamiento termina cuando llega de Zamora Ana María (María Luz Galicia), la sobrina de don Joaquín (Jesús Tordesillas). A pesar de las reticencias iniciales, pronto los cuatro cascarrabias se rinden a los encantos de la sobrina. Las batallas, a partir de este momento, se libran en el campo de los sexos, porque Ana María se ha enamorado de un teniente de infantería (Javier Armet). La vigilancia de los ancianitos, el miedo a quedarse solos y, luego, la guerrilla de celos entre los jóvenes va acumulando incidentes sin que aquello tenga mayor interés que las inocentes meteduras de pata de los cuatro vejetes a la hora de reconciliar a la pareja.
Una vez casada la pareja, hay una coda patética: la muerte de don Joaquín, el primero de ellos en abandonar a sus camaradas. Si el desfile militar remitía a Un paso al frente, esta muerte que sirve para reconciliar a los demás es herencia de Botón de ancla, sólo que aquí no hay heroísmo, ni verdadera rivalidad, ni nada.

domingo, 3 de junio de 2018

ramón torrado (9)


El éxito de Molokai, la isla maldita (Luis Lucia, 1959) provocó una avalancha de hagiografías cinematográficas entre las que cabe destacar Rosa de Lima (José María Elorrieta, 1961), Teresa de Jesús (Juan de Orduña, 1963), Isidro el labrador (Rafael J. Salvia, 1964), Aquella joven de blanco (León Klimovsly, 1964)...

La contribución de Ramón Torrado al ciclo es Fray Escoba (1961), biografía del beato Martín de Porres, ambientada en el virreinato de Perú en 1580. Martín lleva sobre sí el doble baldón de ser mulato e hijo natural de un noble (Alfredo Mayo), que lo lleva a Guayaquil junto a él para que reciba educación de hidalgo. Pero, al regresar a Lima, el muchacho ingresa en el convento de la orden de los dominicos, donde su ejercicio continuo de la caridad y la humildad le llevan a realizar las tareas más humildes y a que algunos desalmados lo bauticen como "Fray Escoba". Su ejemplar bondad pronto comienza a traducirse en hechos prodigiosos. Como aprendiz de barbero (Roberto Rey), le saca la muela a un blasfemo (José Sepúlveda) sin que éste sienta el más mínimo dolor. Luego, en el mercado, el contenido de su cesta se multiplica para que pueda conceder a cada cual de acuerdo con sus necesidades... Y se desdobla para poder limpiar la habitación del incrédulo fray Cirilo (Francisco Bernal) y atender a los enfermos. Y levita para poder hablar íntimamente con Cristo crucificado. Prodigios todos, que Torrado rueda sin énfasis ninguno de efectos especiales incidiendo en el carácter cotidiano de los milagros que obra el fraile mulato.

El progresivo encanecimiento de fray Martín –y un maquillaje bastante pobre, todo hay que decirlo- sustituye a una estructura dramática que se organiza como mera sucesión de estampas piadosas. Es por ello que, discurridas tres cuartas partes del metraje, los guionistas recurren al expediente de enviarlo a un retiro para frailes enfermos y de convocarlo desde allí al lecho de muerte del arzobispo de Lima. En un quid pro quo ejemplar, la salvación del arzobispo supondrá la muerte terrenal de fray Martín y la conversión definitiva de fray Barragán (Juan Calvo), quien, como Balarrasa, ha sido militar blasfemo antes que fraile. Este milagro postrero se hace por fin acreedor de un modestísimo efecto especial, una sobreimpresión del espíritu del frailecillo, tan humilde en su ejecución como el personaje al que retrata.

Cristo negro (1962) es una película maniquea. Todo es blanco o negro. Todas las almas, no los cuerpos. Alma inmaculada la de Mikoa / Martín (Muñoz) atrapada en un  cuerpo oscuro que convierte en aberración su amor por Mary (María Silva), a quien conoce desde niña. Alma negra la de Charles (José Manuel Martín), que asesinará al padre de Mikoa y volverá años después a esta región del África ecuatorial para ayudar interesadamente a quienes manipulan a los nativos para que se rebelen contra la metrópoli. Alma tan blanca como su toca la de la siempre risueña sor Alicia (Charo del Río) a la que un negro ebrio intentará violar. Si acaso, está en un sí es no es, el terrateniente Janson (José Bódalo), el padre de Mary, que mantiene unas excelente malas relaciones con el misionero y se resiste a dejarse chantajear por sus trabajadores. La mismísima cruz que preside el pueblo será el símbolo de la labor civilizadora de España, pues el padre Braulio es el único español de los contornos

Segunda de las tres producciones dirigidas por Ramón Torrado y protagonizadas por René Muñoz para la cooperativa Copercines, Cristo negro no oculta su intención de seguir explotando el filón hallado con Fray Escoba. Tanto es así, que el padre Braulio no dudará en bautizar a Mikoa con su nombre y el joven se postrará a rezar ante sí mismo en efigie.

El ciclo se agotará un año más tarde con el fracaso del western mediterráneo Bienvenido, padre Murray (1964). El sacerdote titular (Muñoz) llega a un pueblo tejano para ejercer su ministerio. Pero el cura es negro y hace tiempo que allí se linchó a uno de su raza acusándole de un crimen que en realidad había cometido Ray Terris (Howard Vernon). Caroline (de nuevo Charo del Río), la hija de un comerciante puritano (Jesús Tordesillas), es la única que está por encima de los prejuicios raciales. Al pueblo llega de incógnito el hijo del asesinado hace años (Ángel del Pozo), enamorado de Caroline, y un grupo de vaqueros que van a participar en el rodeo. Todo ello mientras Ray Terris planea un nuevo robo y busca a quien inculpar.

Con situaciones y diálogos de novela de a duro, Bienvenido, padre Murray sitúa su acción en la frontera con México a fin de justificar la presencia en la comunidad de un cura católico que no siempre ofrece la otra mejilla. No obstante, a pesar de su protagonismo, los hechos más violentos para defender la ley de Dios y la de los hombres recaen en personajes secundarios, lo que hace progresar la intriga con no pocos tropiezos. La presencia en las pantallas poco tiempo después de violentos predicadores más querenciosos del colt que de la cruz, sitúan a la película de Torrado en una especie de limbo genérico, ajeno a los códigos a los que pretende remitirse. Hoy en día sólo puede apreciarse de ella su condición de rareza.