domingo, 29 de septiembre de 2019

lazaga 101 (17)


Contra lo que pueda parecer, el extenso ciclo de cadetes en academias militares no fue una exclusiva de Ramón Torrado. Manuel Mur Oti, León Klimovsky o Agustín Navarro también incursionaron puntualmente en este territorio. Y, cómo no, Lazaga.

Los guardiamarinas (1966) se aleja tanto del modelo coral-juvenil de Quince bajo la lona (Agustín Navarro, 1959) como del patrón de la trinca de alumnos en una academia militar practicado por  Torrado desde Botón de ancla (1948). Desde su mismo inicio, la película de Lazaga se inscribe argumental y formalmente en el territorio del melodrama. Poco importan los abundantísimos fragmentos cómicos que recaen en Alfredo Landa o José Luis López Vázquez: son meros interludios en los avatares del díscolo caballero guardiamarina Enrique Andrade (Pepe Rubio) y su padre, el veterano contramaestre del buque-escuela Juan Sebastián Elcano (Andrés Mejuto). Como en el conflicto generacional también subyace uno de clase, el comandante Carlos Torres (Alberto de Mendoza) será el exponente de una oficialidad hecha a los tiempos de paz, cuando lo que Enrique admiraba en su padre era el espíritu de aventura, encarnado una vez más en la Guerra Civil y el mito de los "bous armados" promovido por el bando franquista y presente en otra película también protagonizada por Pepe Rubio y en la que lleva una vez más el nombre de Enrique: Cruzada en la mar (Isidoro Martínez Ferry, 1968). El alumno ejemplar es el ordenancista brigadier Miguel Montero (Manolo Zarzo), con el que Enrique mantiene un permanente enfrentamiento que se agudizará cuando Enrique pretenda seducir a Paloma (María Jesús Valdés), una amiga de Miguel. Claro que, a la hora del heroísmo, se verá de qué pasta está hecho Enrique.

No le busques tres pies... (1968) supone una falsa intrusión en el universo torradiano. En este caso, y Pedro Masó mediante, en el de los sofisticados pilotos de aviones a reacción en color y pantalla ancha. Pero en lugar de las aventuras cómico-dramáticas entrelazadas de tres caracteres complementarios, Lazaga –a partir del libreto de Masó y Coello- propone una historia de superación personal, de la conquista del autorrespeto y el amor. Miguel Aguirre (Axel Darna) renuncia a continuar sus estudios como piloto militar en la escuela de San Javier porque tiene miedo. Para sus padres (Mary Carrillo y Eduardo Fajardo) y su novia (Mary Francis) ha sido una decisión acertada. El único que se siente decepcionado es su hermano menor (Pedro Díez del Corral), que siente por él una admiración reverencial. Sin embargo, Miguel está dispuesto a demostrarle al teniente coronel (Alfredo Mayo) que es capaz de superar el miedo y convertirse en piloto de caza. Para lograrlo, llegará a robarle las joyas a su madre con tal de pagarse las horas de vuelo que le exigen para ctitularse como piloto civil y, de este modo, ingresar en el Ejército del Aire como piloto de complemento, de modo que el grado máximo que podrá alcanzar en su carrera militar será el de alférez. A pesar de ello, durante unas maniobras realizará una acción heroica que redondeará los aspectos folletinescos del argumento, lo que, ahora sí, sirve de vínculo con el ciclo de Torrado. La incorporación del hermano de Miguel a la siguiente promoción de pilotos militares refuerza una vez más el esquema de redención individual y transmisión familiar del espíritu militar, tan presente en el cine bélico fascista italiano.

La cinta –como alguna otra de Rafael Gil- es pura propaganda de reclutamiento, con una breve trama sentimental que sirve de excusa a un  publirreportaje sobre la tecnología militar norteamericana, con el F-104 como auténtica estrella del reparto y fetiche tecnológico. El breve segmento sobre las alarmas aéreas ya había sido narrado por Jerónimo Mihura en el cortometraje para No-Do Centinelas del aire (Pilotos de reactor) (1965). Es uno de esos momentos en los que Lazaga juega al doble juego de lo que está sucediendo –Miguel le muestra a su hermano los cazas- y lo que podría suceder –el simulacro de alarma-. El otro tiene lugar cuando Carlos (Manolo Zarzo) le cuenta a Miguel su relación con su novia, en la que lo que se nos muestra es absolutamente lo contrario de lo que dice.

Las estrategias de planificación de Lazaga en pantalla ancha siguen siendo altamente imaginativas para el cine español de la época. Además de las composiciones con los personajes agrupados y de a dos -con proliferación de composiciones en diagonal y elementos en primer término-, organiza la imagen mediante reencuadres siempre que se le presenta la ocasión e incluye algunos inhabituales primeros planos en perfil absoluto. Un enfático travelling circular sirve de subrayado a la bronca que el teniente coronel le echa a Miguel por abandonar su puesto. Mediante este recurso y con la colaboración de la experiencia bélica de Alfredo Mayo y su protagonismo en el ciclo del cine de Cruzada –sobre todo en Escuadrilla (Antonio Román, 1941)- Lazaga regresa a uno de sus temas favoritos: las heridas aún abiertas de la Guerra Civil.

domingo, 22 de septiembre de 2019

lazaga 101 (16)


Al margen del ciclo dedicado a la Guerra Civil, Lazaga acomete en la segunda mitad de los sesenta la realización de dos obras de contenido esencialmente político, dos operaciones de hondo calado ideológico que intentan colar de matute su talante ultraconservador -el de los proyectos, no el de Lazaga- con la excusa del protagonismo infantil.

Desde finales de los años cincuenta Pedro Masó está a la que salta. La ilustración cinematográfica de las campañas oficiales resulta mejor que cualquier promoción y, de paso, rinde buenos réditos en la consideración oficial. El éxito de La ciudad no es para mí (1965) sella la alianza de Masó con Pedro Lazaga y propicia que el realizador de Valls ponga su oficio al servicio de la Operación Plus Ultra en 1966. A medio camino entre el paternalismo más vergonzante y la publicidad descarada del régimen, la campaña así denominada estaba organizada por la Cadena SER y patrocinada por Iberia y premiaba el heroísmo excepcional y la abnegación cotidiana de un grupo de niños que, en recompensa, eran enviados en un viaje por España con escalas también en Lisboa y Roma, con la audiencia papal como uno de los momentos culminantes de la gira. Lazaga arranca la película con imágenes del noticiario oficial No-Do, borrando desde el primer momento la linde entre lo que de realidad y ficción hay en la historia. Así se nos presenta a varios participantes en el viaje con acento fuertemente patético. Josefa Pérez Méndez, de Nigrán (Pontevedra) es una niña de once años que cuida de sus diez hermanos; uno de ellos es paralítico y ella lo transporta a sus espaldas a todos lados por lo que en el pueblo la han bautizado cariñosamente como "La Camioneta". La ficción irrumpe en el supuesto noticiario con la elección de Mari Carmen para el viaje, una niña de Sotillo de Adrada (Ávila). Mientras la maestra (Elvira Quintillá) corre a comunicarle la buena nueva, la imagen pasa del blanco y negro al color. El retrato de cada uno de los chicos, salpimentado con travesuras propias de la edad y con las mil diabluras que se les ocurren a muchachos que nunca han conocido la más mínima comodidad y se ven repentinamente alojados en el Hotel Plaza, se alterna con los recorridos turísticos (Sitges, Lisboa...), religiosos (el Vaticano) y patrióticos (la Escuela Naval de Marín). En alguna ocasión se inserta un flashback que es como una suerte de concentrado épico, resuelto a base de estilización. Como contrapunto las figuras cómicas de Pepe (Manuel Alexandre) y Rodríguez (José Luis López Vázquez) y el drama del organizador del evento, Juan Aguilera (Alberto Closas), que durante un mes ejerce de padre y madre de los niños que no ha tenido con Luisa (Julia Gutiérrez Caba). De este modo se produce una especie de continuidad natural entre Operación Plus Ultra y el díptico dedicado a La gran familia (Fernando Palacios, 1962-1965).

Los títulos de crédito de El otro árbol de Guernica (1969) aparecen sobreimpresionados sobre un montaje de imágenes de archivo de la Guerra Civil, convenientemente descontextualizadas, salvo por la inclusión de varios rótulos con localidades vizcaínas entre los que el de Guernica es el que más tiempo permanece en la pantalla. Inmediatamente después, el editorial, al modo de los que sirven de exordio a otras películas de Lazaga centrados en el conflicto bélico y que busca guiar la lectura del espectador hacia posturas conciliatorias y humanistas... que el vencedor concede al derrotado: "Esta película va dirigida a todos los españolas: a los mayores y a los pequeños, a los que lucharon en un bando y en otro, a los que han echado raíces en la tierra que les vio nacer y a los que viven lejos de la patria".

La operación de desmemoria se completa cuando, en los primeros compases de la cinta, los niños evacuados de Bilbao encuentran en la playa de Ostende un viejo casco bajo el que hay una calavera. El maestro que les acompaña (José Montijano) les explica entonces que en Ostende se libró una cruenta batalla durante la Gran Guerra. "¿Por qué la gente hace la guerra, don Segundo?", pregunta inocentemente Santiago (José Manuel Barrio), el púber protagonista. "No lo sé -contesta el adulto-, las guerras vienen muchas veces sin saber por qué?" Probablemente esto fue lo que más irritó a esos españoles que habían tomado el camino del exilio -exterior o interior, tanto da- a los que teóricamente también estaba dedicada la película.

Lazaga recupera la vena caligráfica, un tanto olvidada en sus comedias recientes, reduce el uso del zoom considerablemente, o lo utiliza con fines enfáticos, como cuando la mirada del adolescente recién instalado en su nuevo domicilio en Bruselas se dirige hacia la foto de sus padres y al mapa de la península ibérica. Un álbum de cromos con imágenes de España que tiene su hermana pequeña (Inma de Santis) cumple la misma función evocadora y nostálgica. La reunión de chicos y chicas en el colegio de monsieur Fleury (Marcelo Arroita-Jáuregui) servirá de crisol de esta España constituida por madrileños de Chamberí, barceloneses amantes de las sardanas y valencianos dispuestos a armar una falla con lo primero que les venga a mano. Un árbol del jardín del colegio que les protege de la tormenta, se convertirá en su nuevo árbol de Guernica. La animadversión de una profesora belga, mademoiselle Jacquot (Mercedes Borque), o el enfrentamiento con un profesor de Historia que alimenta la "leyenda negra" sobre la colonización de América servirán para estrechar aún más los lazos nacionales entre los españoles y exaltar su sentimiento patriótico. Las tribulaciones del primer amor por una catalana recién llegada (Sandra Mozarowsky), la enfermedad de un compañero (Francisco Serrano), y, sobre todo, la relación de Santiago con su hermana, pondrán otras tantas notas sentimentales resaltadas siempre por la partitura de Antón García Abril.

La operación de vaciado ideológico, tras la campaña de los "25 años de paz", abrió heridas aún no cicatrizadas, de modo que la parte más agria de la entrevista que Antonio Castro realiza a Lazaga para su libro El cine español en el banquillo (1974) se centre en sus intenciones al realizar la cinta. Lazaga defiende que no se trata de una película de guerra, sino de amor, y que se ha limitado a trasladar a la pantalla el texto de Luis de Castresana -galardonado, por otra parte, con el Premio Nacional de Literatura en 1967-. No cuenta -lo hará Florentino Soria, que figura como coguionista del proyecto con Pedro Masó- que la adaptación fue promovida por la propia Dirección General de Cinematografía entonces bajo la responsabilidad de Carlos Robles Piquer. Masó, siempre atento a este tipo de proyectos que obtenían inmejorables calificaciones oficiales, asumió la producción y le confió su realización al siempre eficaz Lazaga. El sonrojante final, con los niños celebrando su regreso a España –o sea, la derrota del bando en el que, al menos geográficamente, vivían sus familias- en abril de 1939, supone una bofetada para cualquiera que treinta años después no se sintiera plenamente identificado con las consignas oficiales.

domingo, 15 de septiembre de 2019

lazaga 101 (15)


En el prólogo a Fin de semana (1963) el actor Fernando Rey entrevista a unos transeúntes sobre el significado del fin de semana en una sociedad en la que hombres y mujeres están condenados a ganarse el pan con el sudor de su frente. Aunque su impostado tono cómico nos pone sobre aviso de la intención de la encuesta, no deja de haber en este planteamiento una apuesta por la crítica de costumbres. Y se sigue para ello un modelo que en Italia ha dado estupendos resultados -recuérdese a Luciano Emmer y su Domenica d'agosto (1950)- el de los episodios encadenados, otro de los filones explotados por Lazaga en los sesenta.

Protagonizan los mismos los empleados de una oficina... Don Alberto (José Luis López Vázquez), el director, pega el esquinazo a su mujer (Laly Soldevila) con la excusa de una visita del director general para poder irse a cenar con su amante (Vicky Lagos), pero resulta que el director general (Ismael Merlo) se presenta de verdad en la oficina dando al traste con sus planes. Su secretaria es Ángela (Elvira Quintillá), una chica romántica que el domingo se encuentra con un viejo amigo (Jesús Puente) que ha decidido disfrutar de la soltería y de la vida. Ramírez, Luis y Tomás (Manolo Gómez Bur, Ángel Ter y Venancio Muro) andan locos por ligar con las camareras del bar de la esquina. Bernardo (Antonio Ozores) es un soñador irredimible que pretende pasar el domingo en el campo con una chica preciosa (Soledad Miranda). Antonio (Enrique Ávila) espera reunir el dinero para poder casarse con Pilar (Ángela Bravo). Don Joaquín (José Orjas) es un ogro en la oficina, pero en su casa vive sojuzgado por su mujer. Paco (Manuel Manzaneque), el botones, ha falsificado un cheque para hacerse con seiscientas pesetas con las que espera descubrir el mundo durante el fin de semana, escapando a la tutela de su madre.

Desde el punto de vista formal, lo más interesante de Fin de semana es el modo en que Lazaga da cuerpo a las fantasías de sus personajes. Cuando Ángela pide a la orquesta que toque "Bésame mucho", ella y su pretendiente se quedan solos en la boite y el mismísimo Antonio Marchín se materializa en el escenario, cantando sólo para ellos. Al lado de Sonsoles, Bernardo se sueña astronauta en misión espacial o el mismísimo Tarzán de los monos. Antonio y Pilar se extasían ante los escaparates de una tienda de muebles que les ofrecen la imitación de la vida que sería su vida de casados si tuvieran dinero para acceder al consumo en el que se cifra toda su felicidad, aunque al llegar al dormitorio se cierra la persiana del establecimiento... en un guiño a la censura. Apoyada la lectura en clave romántica de estas fantasías por la partitura de Antón García Abril, lo que la película termina mostrando es la sublimación del deseo que absolutamente ninguno de los personajes es capaz de satisfacer fuera del matrimonio. Ni siquiera dentro de él, como en el caso de don Joaquín o don Alberto, lo que preludia un final muy poco feliz para el resto de las historias.

Lazaga explotará grotescamente y con mucha menos fortuna la misma idea de partida en Tres suecas para tres Rodríguez (1975), en la que tres compañeros de oficina -encarnados por Tony Leblanc, Antonio Ozores y Rafael Alonso-, cuyas mujeres están en Benidorm, corren tras sendas nórdicas –interpretadas por Helga Liné, Marisa Medina y Erika Wallner-. Capeas, parque de atracciones y juergas en el apartamento de estas avispadas extranjeras que utilizan a los machos hispánicos en celo para encubrir un negocio de tráfico de drogas. Cuando las legítimas regresan inesperadamente a Madrid hay garrotazos para todos, como en un teatrito de guiñol, cuya ambición artística sea probablemente mayor que la de Lazaga en esta ocasión, una de las más lamentables de su carrera.

Protagonizan Novios 68 (1967) cinco parejas en las que Masó y Salvia pretenden cristalizar el espíritu de su tiempo… Por supuesto, las cinco historias terminan en matrimonio canónico y con el hombre ejerciendo todas las potestades a las que le da derecho el patriarcado. O sea, que los cambios en las costumbres -la minifalda, el trabajo femenino, la publicidad...- carecen de relevancia en cuanto a los roles que cada cual asume en la pareja, como queríamos demostrar. Emilio (Arturo Fernández) es un vendedor de coches que reparte su amor entre la azafata Susana (Mari Francis), la farmacéutica Teresa (Irán Eory) y la poliglota Gela (Sonia Bruno). Lolita (María José Goyanes), la hermana de ésta, sufre porque su novio Pepe (Alfredo Landa) no es nada más que fontanero, aunque “es de los que se casan”, según una compañera de ella. Conchita (Diana Lorys), que atiende al público en una floristería, ve cómo sus mejores años se marchitan al lado de Marcelino (José Luis López Vázquez), que se dedica a aporrear la batería por las noches en boites de moda y por el día a ensayar como percusionista con una gran orquesta. Julia (Teresa Gimpera), que trabaja en una agencia de publicidad, ha intentado colocar allí a Antonio (Juan Luis Galiardo), pero él se resiste a asumir cualquier tipo de compromiso, pero cuando Federico (Juanjo Menéndez), un fabricante de persianas supersticiosísimo, la atropella se le ofrece una nueva posibilidad de encontrar el amor en Barcelona.

Lucía (Gracita Morales) es empleada doméstica y su novio, Saturnino (José Sacristán) está haciendo la mili en Madrid y al licenciarse, se coloca en la construcción. De la comedia de enredo al sainete, del vodevil a la comedia cómica, la película va lanzando temas al espectador sin profundizar en ninguno. Saturnino terminará camino de la emigración en lo que podría ser el antecedente directo de Vente a Alemania, Pepe (1972), y en esa crónica subterránea de la motorización en España que constituyen las películas de Lazaga para Masó, Pepe compra un utilitario con su sueldo de fontanero para que a Lolita no le metan mano en el autobús. Lo que ocurre es que a estas alturas, el coche ya no es el sufrido 600, sino un flamante 850.

Verano 70 (1969) representa la guerra de sexos según Masó al filo de la década: matrimonios motorizados, con hijos y suegras, que acuden a Benidorm todos los años para que las mujeres hagan lo que les venga en gana y los maridos se excusen con el trabajo que han dejado en Madrid pendiente para echar una canita al aire. Las cuatro parejas -el calozonazos de Juan (Juanjo Menéndez) y la temible Luisa (Diana Lorys), el nuevo rico Enrique y la tiránica Lula (Trini Alonso), el atlético Mario (Luis Dávila) y la eternamente embarazada Julia (Marisol Ayudo) y el doctor Valverde (Jesús Puente) y la desatendida Merche (Mónica Randall)- responden más o menos al mismo patrón. La incursión de los hombres en Madrid con dos nórdicas no tendrá éxito, pero les costará una soberana paliza a cada cual cuando las dos jovencitas aparezcan casualmente por Benidorm. Lazaga utiliza entonces la cámara rápida -como ya ha hecho en la secuencia de precréditos, al modo de La ciudad no es para mí (1965)- e ilustra esta especie de colofón slapstick con unas aleluyas como las que Pedro Llabrés solía utilizar para la sonorización de los cortometrajes mudos de Larry Semon y Charles Chaplin. Un largo travelling por las sillas que ocupan las cuatro familias en el cine de verano para ver un western completa la mirada autorreferencial en un una nueva colaboración de Lazaga con Masó que, a estas alturas, parece mirarse más a sí misma que otra cosa. La colaboración estelar de La Polaca y las dos cancioncillas ñoñas de Marta Baizán van en esta línea.

Como colofón a este ciclo de películas de episodios enlazados, trae uno aquí a colación la única participación de Lazaga en una película de sketchs, que no fueron tan frecuentes en España como en Italia. Ni siquiera en la producción de Pedro Masó, que cultivó, sin embargo, la veta de las subtramas entrelazadas con parecido peso en el argumento y repartos corales. Las viudas (1966), a pesar de partir de un guión que escribe él mismo con Rafael J. Salvia se decanta por la modalidad de los episodios independientes encomendado cada uno a un director ditinto, lo que propicia ciertas modulaciones en el tono a las que se suelen achacar el fracaso de esta modalidad de películas. "Luna de miel", de que se responsabiliza Lazaga, narra el intensísimo viaje de novios de Enrique y Sofía (Arturo Fernández e Irán Eory), tan intenso que en el hotel de Roma se acumulan en la puerta de su habitación del hotel los carritos con la comida de varios días en un gag de inspiración lubitschiana bien resuelto por Lazaga con un tavelling en lugar de unos de sus recursivos zooms. La insaciabilidad de Sofía va minando poco a poco la salud de Enrique, que, de joven pletórico de vigor se convierte en apenas un año en un cadáver que camina. Sin embargo, el episodio flojea cuando queda confiado a la capacidad histriónica de Artuto Fernández, en tanto que sube de interés en las escenas que comparte con su mujer o sus socios en la inmobiliaria (Juanjo Menéndez, Antonio Garisa y el sempiterno lazaguista Arroitia-Jáuregui). El epílogo muestra a uno de ellos (Menéndez) dispuesto a inmolarse en el ara del amor, al contraer matrimonio con la viudita.

domingo, 8 de septiembre de 2019

lazaga 101 (14)


El tímido (1964) es la aproximación de Lazaga a la comedia negra, al tiempo que propone el análisis de una patología: la del “tímido, el poquita cosa, el no sé si atreverme, el que acepta el último puesto desde el principio, el que se come las ambiciones y se muerde las uñas… un servidor”. Al menos, así es como se ve Pablo (Adolfo Marsillach) y se explica a sí mismo ante las cinco chicas a las que piensa asesinar gracias a los métodos con los que se ha familiarizado trabajando en el gabinete de figuras de cera en el que conviven el verdugo de Valladolid, el atracador de Atarazanas, el vampiro de Claudio Coello o “El Sacamantecas”, que ya había inspirado la figura del asesino de Cuerda de presos. Por supuesto, el asesinato no llegará a buen término… o malo, según se mire. Ni siquiera la violación quíntuple de las cinco muchachas que se han aprovechado de la timidez de Pablo para  que en sus casas las dejen salir y luego poder irse con sus auténticos novios resulta cierta al final y Pablo terminará asumiendo su condición de imbécil perpetuo, sometido a la tiranía de su madre (Mari Carmen Prendes) y ejerciendo de padrino de los cinco niños nacidos de los honestos matrimonios a que ha dado lugar su aventura.

La crítica de costumbres que podía llevar implícita la película y que varias veces llega a verbalizarse, se disuelve, no obstante, en la tragicomedia individual de este personaje grotesco. En la construcción del mismo se advierte la mano de Marsillach, que escribe el guión al alimón con Lazaga. Para entonces ya había dirigido las series Silencio, se rueda (1961) y Silencio, vivimos (1962), que le habían dado una inmensa popularidad en la incipiente Televisión Española. Lazaga rueda una vez más en pantalla ancha. La quintuplicidad de la historia –cinco chicas, cinco novios, cinco estrategias para deshacerse de ellos, cinco parejas de padres acusadores, cinco bodas…- parece favorecer la alineación en el encuadre de los personajes, aunque casi siempre se aproveche la composición en diagonal para evitar el estatismo de las tomas frontales. Sin embargo, la estructura repetitiva de los bloques narrativos termina dotando al conjunto de un carácter parsimonioso que acaso hubiera resultado más contundente con un ritmo que no hubiera tenido que ceñirse –como Lazaga hace sin duda conscientemente-, a la premiosidad de la interpretación de Marsillach.

El protagonista de El cálido verano del señor Rodríguez (1964) es otro caso patológico. La imposibilidad de ver la película nos lleva a recurrir a la socorrida crítica del estreno, que al menos nos permite pulsar el pulso de la recepción en el momento de su estreno. Se puso entonces el énfasis en el protagonismo de López Vázquez:
Un guión ligero, que sólo busca la cómica eficacia de las situaciones, cuenta con sencillez las aventuras fingidas del inocente y maduro tenorio. Todo esto, que en sí mismo no es nada o es bien poco, basta, bien manejado, para dar una sensación visual de complaciente alborozo. El actor, seguro en su postura, que él acomoda por sí mismo a la mayor agudeza de cada trance, le da suelta con fruto risueño a toda la vena cómica que lleva dentro. [...] El cálido verano del señor Rodríguez, película para los calores y no apta en la invernada, repite con modestia encantadora ese largo juego de lugares comunes que amanecen en los estíos al amparo de las soledades conyugales. ¡Pobre señor Rodríguez, bueno, casto, sacrificado y soñador, que sueña que vive la imaginada aventura sin vivirla y se conforma sólo con soñarla! [ABC, 14 de julio de 1965.]

En Cómo sois las mujeres (1968) Mario (Arturo Fernández) está dispuesto a casarse con Teresa (Teresa Gimpera) y a hacerla la mujer más feliz del mundo. Claro, que otro cantar es la vida de casada. Apenas transcurridos dos minutos de metraje de este almíbar fotonovelero, Lazaga nos sumerge en la rutina matrimonial mediante una elipsis brutal. Los títulos de crédito -acelerados, según su costumbre habitual- y una serie de flashbacks reconstruyen la vida polarizada de la pareja: Teresa, sola en casa, atendiendo a los niños; Mario, dedicado a la venta de parcelas en una urbanización de la sierra madrileña en compañía de otro vendedor tan fullero como él, Enrique (Juanjo Menéndez).

La ensoñación fantástica presente en prácticamente todas las películas de Lazaga adopta en esta ocasión la forma de un sueño de Teresa, que no sabemos si es una pesadilla o un sueño húmedo. La guerra de sexos adquiere en él la forma de un combate de boxeo con abundancia de planos subjetivos rodados cámara al hombro. En realidad, se trata de un sueño premonitorio, porque al día siguiente se planta en su casa Julia (Laia Orfei) y la convence de que tiene que vivir su vida. El consiguiente cabreo de Mario sirve de trampolín al cambio de roles. Teresa se desenvuelve perfectamente en el negocio inmobiliario en tanto que Mario no da pie con bola en la casa, lo que da lugar a un segundo ensueño –esta vez de él- en el que se ve a sí mismo convertido en chófer y mayordomo de Teresa, convertida en una eficiente mujer de negocios. El guión de Masó y Salvia conjura así los miedos del hombre contemporáneo, que veía peligrar su condición de macho cazador que traía el sustento a casa. Se trata de un temor atávico puesto que la legislación vigente seguía manteniendo a estas alturas el sometimiento de la mujer casada a su marido, sin posibilidad de trabajar, tener una cuenta corriente, obtener el carné de conducir o el pasaporte e, incluso, aceptar una herencia. Cómo sois las mujeres juega cómicamente con estas desigualdades a fin de desactivar su potencial crítico.

El crítico cinematográfico Alfonso Sánchez proclama 1968 "año Lazaga":

Las películas con más fácil acceso a las pantallas y las que en su conjunto han rendido el mejor porcentaje do taquilla pertenecen a la llamada "fórmula Masó". Son esas comedias que parten de una realidad inmediata y la desorbitan más o menos con anotaciones burlescas, saineteras, sentimentales o un poco dramáticas. Es un cine que disfruta de amplias audiencias populares, nada desdeñable cuando está bien hecho. El cinema italiano acertó a explotarlo a fondo y le sacó excelentes dividendos. Pedró Lazaga, que es realizador con sentido del cine y de muy experto oficio, parece haber tomado bien la medida a este género. Por el número de películas que ha estrenado —entre las que elegimos como más significativa Cómo sois las mujeres— y por su éxito en taquilla se puede considerar a Pedro Lazaga el director del año. [Alfonso Sánchez: Crónica de cine: Las películas españolas en 1968", en Hoja del Lunes, 30 de diciembre de 1968, pág. 5.]

El otro tímido patológico de la filmografía lazaguiana es el protagonista de El abominable hombre de la Costa del Sol (1970), aunque más que las tribulaciones del emasculado Federico (Juanjo Menéndez), un joven acomplejado por las mujeres y por la absorbente iniciativa de su padre (Jorge Rigaud), lo que nos interesa de la cinta es el carácter soñador y romántico de Cecilia (Mary Francis / Paca Gabaldón), prometida a él desde la cuna y espectadora de cómo se lo rifan en la Costa del Sol tres devoradoras de hombres. Como relaciones públicas del hotel Meliá Don Pepe, Federico deberá atender a los caprichos de  la sofisticada griega Sophia (Mónica Randall), la millonaria americana Mrs. Bell (Margot Cottens) y la hija del rey del platino chileno Irma Palacios (La Polaca). Las situaciones propias del landismo se suceden, pero son las fantasías de Cecilia las que nos transportan al descubrimiento de América o a la Sevilla del Tenorio. Así es como ella ve a su amado –nuevo don Juan, Romeo, Otelo…- sin que Lazaga se decida a cruzar la línea de la parodia, manteniéndose siempre del lado de la verosimilitud teatral. Estas ensoñaciones durante la vigilia entroncan el muy manido argumento con lo más interesante de la inmediata Black Story (La historia negra de Peter P. Peter) (1971).

Cierra este capítulo de tribulaciones psicológicas de nuevo López Vázquez con El vikingo (1972). Ramón (López Vázquez) y Ana (Concha Velasco) son un matrimonio fracasado a pesar del éxito profesional de él. Pero Ramón todo lo basa en las apariencias, hasta el extremo de que cuando comienza la película hace ostentación de penitente en una procesión de Semana Santa. Continuamente reprocha a Ana su mal gusto, su falta de elegancia... Y, sin embargo, es ella la que le consigue los ascensos en la cama de Luis (Javier Escrivá), el hombre al que auténticamente ama y que cree que haciéndole ascender en la empresa, lo alejará de ella. No tardarán en empezar a llegar los ánimos en los que se le tilda de "vikingo", por la cornamenta, claro. Una serie de flashbacks remiten tanto a los traumas infantiles de Ramón, donde se supone que se encuentra el origen de su fijación con las mujeres de formas opulentas, como a los primeros tiempos de la pareja en un pisito modesto donde tienen como vecinos al tan fogoso como celoso Tomas (Manolo Zarzo) y a la resignada Lola (Mary Francis). Es entonces cuando Ana se convierte en amante del director de la constructora (Máximo Valverde) del piso en el que viven y empieza el ascenso profesional de Ramón. Esta estructura de saltos atrás en el tiempo gana peso inopinadamente, acaparando la mayor parte del metraje. Sin embargo, el hecho de que los dos puntos de vista convivan a pesar de su naturaleza heterogénea y la poca coherencia en su empleo -Ana no está presente en buena parte de las escenas que se supone que es ella quien las evoca- termina abocando al fracaso lo que en principio podría haber sido una buena idea de construcción. La otra debilidad es genérica. Sobre un argumento de vodevil, el guión de Leonardo Martín propone una cierta sátira de la tecnocracia opusdeísta -sin que la sangre llegue al río, por supuesto- y ejemplificada en las secuencias con el ministro tenista (José Carlos Plaza) o la de la conferencia que Ramón dicta para un grupo de empresarios. Sin embargo, cuando Ramón pide consejo al ministro sobre el anónimo, éste le recomienda que satisfaga sexualmente a Ana, si es preciso mediante la fuerza. Nada nos ha preparado para la escena de la violación, de una obscenidad moral insólita, aunque uno se pregunta si existía alguna posibilidad de que los protagonistas la interpretaran de otro modo. Se trata de una deriva cada vez más frecuente en la filmografía de Lazaga y que llevará al paroxismo en Hasta que el matrimonio nos separe (1977).

Quede constancia para el anecdotario del cine español, la fugaz visión de un pecho de Concha Velasco, tres años antes de su publicitado desnudo en Yo soy Fulana de Tal (1975).

domingo, 1 de septiembre de 2019

lazaga 101 (13)


Apenas sabemos nada de La corrida (1965), un documental de viente minutos producido por el ex-futbolista Nazario Belmar, con locución de Matías Prats y en el que intervinieron como asesores taurinos Perico Beltrán y Antonio Díaz Cañabate. En la pantalla aparecían Antonio Ordoñez, Diego Puerta, Juan García "Mondeño" y los hermanos Peralta, probablemente en el campo. Pero el acercamiento de Lazaga al mundo taurino a mediados de los sesenta, aunque mediatizado por la popularidad de los toreros al servicio de los cuales pone su oficio, resulta bastante coherente con el resto de su obra.

Por ejemplo, Aprendiendo a morir (1962) constituye una entrada un tanto anómala en la filmografía taurina. No cuenta la historia de un ascenso y una caída, como tantas otras. Ni la trastienda de la fiesta, como las demás. Probablemente debido a que Manuel Benítez "El Cordobés" era en 1962 un novillero con una prometedora carrera por delante, Lazaga se enfrenta a la tarea de crear una ficción en torno al ansia de triunfo. Manolo lo busca para salir de la miseria. La pobreza, el analfabetismo, la prepotencia de los que lo tienen todo ante los que nada tienen, aflora irremediablemente a lo largo de un argumento que conjuga el reportaje taurino -la película nos permite contemplar el estilo tremendista del Cordobés en su etapa de formación- con una historia romántica -la relación del maletilla con una maestra (Maruja Bustos)-. La estrategia queda clara desde la secuencia de apertura: Manolo se cuela por la noche en un cercado para darle unos pases a un toro bravo. El mayoral lo descubre, lo persigue a caballo con sus hombres, lo derriba con la garrocha y cuando está en el suelo le propinan una paliza brutal. Luego, lo echan al camino. Creen que ha aprendido la lección. Sin embargo, Manolo se cuela en un galpón, roba un estoque y da muerte al toro. La escena carece de música y casi de diálogo. A pesar de lo poco convincente que resulta hoy el efecto de noche americana utilizado por Alfredo Fraile, Lazaga apura todas las posibilidades de la planificación y la edición: planos-secuencia, angulaciones extremas, montaje analítico... Tiempo habrá de recurrir al estilo más directo del reportaje e, incluso, al collage de recortes periodísticos. La última escena, en la enfermería de la plaza de toros, está resuelta con un estilo expresionista que no casa con el final feliz. Le cuadra en cambio al triunfo de la perseverancia, la lucha por seguir adelante del que no tiene nada que perder.

A principios de la década de los setenta, cuando Lazaga dirige una media de ocho películas al año, defiende que hasta en las peor de ellas siempre hay una o dos secuencias con las que puede plantearse algo distinto. Magra aspiración para quien había aspirado con Carlos Serrano de Osma y José G. de Ubieta a revolucionar el anquilosado lenguaje con el que se desenvolvía el cine español de la época. En el tópico biopic que constituye Nuevo en esta plaza (1966) se cuenta el ascenso del matador Palomo Linares de acuerdo con una escaleta desarrollada por Vicente Coello y Pedro Masó. La rutinaria filmación de faenas del diestro que puntúa el metraje es obra de Elás Querejeta, acaso con la colaboración de Antonio Eceiza: diez mil metros de negativo rodado por toda España, que venden a Dipenfa y que le deja a Lazaga las manos libres para centrarse en escenas como aquélla en que el zapatero para el que trabaja como aprendiz (José Bódalo) revive la muerte de Manuel Rodríguez Manolete casi veinte años antes en la plaza vacía. El relato del torero fracasado se resuelve en una serie de zooms, panorámicas y barridos por los tendidos subrayadas por efectos de sonido y por la música de Antón García Abril. Todo lo demás es ilustración de la lucha de los maletillas por una oportunidad, el triunfo como novillero, la redención económica de su familia humildísima y la ñoña trama romántica con la hija del ganadero (Cristina Galbó). Los apuntes cómicos corren a cargo del mozo de estoques (Alfredo Landa) y de la camarera que le da de comer por la cara (Gracita Morales); los más esforzadamente dramáticos, de la madre (Julia Gutiérrez Caba) que sufre en silencio y el padre (Andrés Mejuto) que queda ciego a consecuencia de un accidente en la mina.

Tras sus películas al servicio de El Cordobés y Palomo Linares, Lazaga colabora con José Antonio Cascales en el lanzamiento cinematográfico de Pedrín Benjumea. El vehículo se titula Las cicatrices (1967). El año en que se pone ante las cámaras, Benjumea ha tomado la alternativa como matador en Castellón y la ha confirmado durante la feria isidril en Las Ventas. Si ya como novillero había recibido numerosas cornadas –una de ellas de un novillo de Enriqueta de la Cova, en cuya ganadería se había criado- en este año es empitonado de nuevo en los sanfermines y en la temporada americana, en Cali. Este sentido trágico del toreo tiene bien poco que ver con los flequillos yeyés de El Cordobés y Palomo Linares, con los que Lazaga había bregado hasta ese momento. El guión, cocinado por demasiadas manos, junta los tópicos habituales del género –el asalto nocturno al cercado para torear un novillo, el amigo gracioso interpretado por Alfredo Landa, el empresario sin escrúpulos…- con algunos elementos biográficos e invenciones imaginativas, como el personaje de Reyes (Conchita Núñez), hermana de Pedrín que no duda en glosar el arte de su hermano cada vez que le abren el micrófono de la emisora de radio en la que trabaja, el padre (José Bódalo), que se niega a que su hijo sea torero, o su amigo Curro (Manuel Manzaneque), cuya muerte en lugar de disuadirle de que siga su vocación, le empuja a triunfar. El resto es el sempiterno cuento de la búsqueda de la gloria en Madrid: las tientas, la búsqueda del apoderado, los éxitos como novillero… Para que haya un poco de intiga, Simón Valeiro (Pepe Rubio), el hijo del empresario más importante de España (Carlos Lemos), pone palos en las ruedas de la carrera de Pedrín debido a su orgullo y al desplante de Reyes. De todo ello se vale Lazaga para hurtar la figura del torero del encuadre como no sea en los abundantes segmentos documentales rodados en las plazas de toda España, consciente de que su difícil fotogenia y su inexperiencia como actor son el principal escollo para conectar con el público.