domingo, 29 de diciembre de 2019

lazaga 101 (30)


Con la Transición ya en marcha, Lazaga emprende sendas incursiones en el universo de Mingote, vía José Luis Dibildos, el productor con el que despuntó en los años cincuenta y para el que no trabaja desde Trío de damas (1960). Empresas internacionales y Tercera Vía aparte, Ágata Films ha tenido que recurrir a los esfuerzos conjuntos de Fernando Merino y Javier Aguirre para agunatar el ritmo de producción de comedias que Lazaga ha seguido manteniendo para Pedro Masó y Filmayer.

Hasta que el matrimonio nos separe (1977) se rueda en Cantabria durante el segundo semestre de 1976 con un presupuesto declarado de veinticinco millones de pesetas. Cantidad razonablemente holgada para la época que permite a Lazaga un rodaje más tranquilo de los que suele –veintiún días en exteriores y diecinueve en interiores–, aunque poco se nota en el resultado final, tan querencioso de zooms y apresuramiento de la puesta en escena como en sus rodajes relámpago. La historia planteada es un auténtico esperpento, en el sentido estrictamente teatral del término. Estamos en las postrimerías del franquismo. La imagen televisiva del juramento de Carrero Blanco como presidente del decimotercer gobierno de Franco data el comienzo de la acción en junio de 1973. Miguel (José Sacristán) trabaja en los astilleros de Santander. Ann (Roxanne Bach), una estudiante de la Universidad Menéndez Pelayo, le anuncia de sopetón que va a tener un hijo suyo. Miguel, que tiene una hermana separada (Cristina Galbó), no ve claro lo del matrimonio, pero su amigo Satur (Emilio Gutiérrez Caba) le propone un matrimonio civil:
—¿Pero aquí dejan casarse por lo civil?
—¡Claro! ¿Dónde te crees que vives? Este país evoluciona vertiginosamente.

Pero para acceder a esta modalidad de matrimonio el párroco (Joaquín Roa en uno de sus últimos papeles) le informa que, como católico, necesita un certificado de apostasía. En uno de los frecuentes saltos temporales atrás que prodiga Lazaga a modo de flashes vemos al cura que aterrorizó la infancia del protagonista (José Ruiz Lifante) con amenazas de condena, azufre y fuego eterno. La apostasía le provoca pesadillas, y la relación con Ann se deteriora por momentos. Ella, que es más rara que un perro verde, resulta ser católica y por tanto no está dispuesta a apostatar, pero Miguel, con la experiencia de su hermana, no quiere pasar por el matrimonio canónico porque no existe la posibilidad de disolver el vínculo de un modo civilizado. Además, Ann quiere que su hijo nazca en América; no está dispuesta a que su hijo venga al mundo en un país de cafres. El argumento ha ido ganando altura poco a poco, con sus vueltas y revueltas, pero a partir de aquí va a lanzarse en caída libre en una serie de picados y loopings, cuyo primer aviso va a ser el incendio en el Astillero que provoca graves quemaduras a Miguel, entre unas llamas propias de “El Bosco” que evocan el infierno amenazado por el cura. Miguel imagina su tumba, sin símbolos religiosos, con un escueto “apóstata” escrito en la lápida y, en peligro de muerte, pide confesión. Pero el párroco no puede administrar el sacramento a un apóstata, de modo que Miguel accede a bautizarse de nuevo, para tranquilidad de su rígida madre (Mary Carrillo). A los sones de Antón García Abril la habitación del hospital se llena con un coro haendeliano de de aleluyas. Tal cual, y sin que Lazaga nos permita vislumbrar el más mínimo guiño de complicidad. En su ausencia, y ateniéndonos al tono de la interpretación de José Sacristán, no tenemos más remedio que tomarnos la escena en serio. Pero la cosa no acaba aquí, porque en estas circunstancias, Ann acepta casarse con Miguel in articulo mortis y luego se marcha a sus Estados Unidos. Entra ahora en juego Teresa (María Luisa San José), la enfermera que atiende a Miguel durante su recuperación. Desde el principio queda claro que su relación va a ir más allá de lo meramente profesional.
—Soy un tipo vulgar –se quita importancia Miguel.
—¿Vulgar? ¡Primero apostatas como un emperador bizantino y luego te casas in articulo mortis!

Y Miguel tiene que reconocer que, efectivamente, no es un tipo tan vulgar y que es natural que ella se haya enamorado de él y que tienen derecho a rehacer su vida juntos. Ambos van a ser padrinos de boda de otros dos amigos (Antonio Casas y Silvia Tortosa) con una larga relación adúltera a sus espaldas que no se ha podido legalizar hasta la muerte –que da título a la película– de la mujer de Diego. Y Miguel, al llegarle la carta del Tribunal Eclesiástico de Brooklyn que sentencia la nulidad de su matrimonio con Ann, se proclama feliz sintiéndose soltero. Tanto como para poder casarse con Teresa, que le confiesa que también está separada. Por si hay dudas, traduce esta situación a términos prácticos: – O sea, que no tengo que pedir autorización a mi marido para comprar o vender un piso, que puedo residir en la ciudad que quiera, que no tengo que acostarme con él y que soy libre... Pero soy su mujer hasta que la muerte nos separe.
—Lo malo de tu marido —se mortifica Miguel— es que es muy joven y tardará mucho en morirse.

En fin, que uno no tiene más remedio que pensar en las reformas legislativas promovidas en Italia a raíz del estreno de un título tan decididamente cómico como Divorzio all’italiana (Divorcio a la italiana, Pietro Germi, 1961) y disentir dla cinta de Lazaga.

Cuando la Democracia llega a España para quedarse, Mingote lleva varios años publicando en el diario monárquico ABC unas series de viñetas dedicadas a los inmovilistas y, sobre todo a su ya celebérrimo personaje Gundisalvo, un carpetovetónico líder de masas en una situación predemocrática. Dibildos está intentando una aproximación humorística a la candente convocatoria electoral y propone a Mingote llevar a la pantalla a su personaje. Vota a Gundisalvo (1978) no es su primer trabajo conjunto: han escrito a cuatro manos ya varios guiones, entre ellos el de Hasta que el matromonio nos separe. Mingote acepta, el guión se resuelve sin mayores contratiempos y Pedro Lazaga se pone al mando en el rodaje. Su cinefilia queda patente cuando rueda la verja del chalet de la Costa del Sol como si de un nuevo Xanadú se tratara. El zoom a la reja debería ser un irónico guiño al principio de Citizen Kane (Ciudadano Kane, Orson Welles, 1941); penetrar en la intimidad del magnate español metido en política (Antonio Ferrandis) sería una operación análoga a la emprendida por Welles con William Randolph Hearst.

Gundisalvo entra en la carrera electoral de las primeras elecciones democráticas. Sus motivos están claros: es uno de los constructores más ricos de la Costa del Sol y cualquier cambio puede dar al traste con su negocio. Gundisalvo tiene señora (Laly Soldevila) y por supuesto amante (Silvia Tortosa), pero unas fotos comprometedoras con ésta hacen peligrar su futuro político. Su asesor y director de campaña (Emilio Gutiérrez Caba) le propone una solución directa: que su amante se acueste con su contrincante político para que, de este modo, no pueda publicar el informe. Se suceden los mítines playeros, las caravanas electorales y un striptease para suplir el parlamento de un candidato que se ha quedado afónico.

La de Ivonne Sentis sacando pecho ante un cartel de Felipe González fue una de las imágenes icónicas del cine transitivo, transitorio o de la Transición, como gusten.

domingo, 22 de diciembre de 2019

lazaga 101 (29)


En un cine tan apegado a lo cotidiano como el de Lazaga resulta extraño encontrar obras que se inscriban en el fantástico. Largo retorno (1975) lo hace sin tapujos. Con Love Story (Arthur Hiller, 1970), la adaptación de la novela de Erich Segal, arrasando en las taquillas de todo el mundo y el creciente interés del público español por los asuntos esotéricos, paranormales y fantacientíficos, no es de extrañar que la industria cinematográfica española decidiera apostar por la primera novela de Germán Ubillos, publicada en 1974 por Prensa Española después de que su autor hubiera recibido, a pesar de su extremada juventud, dos prestigiosos premios teatrales. Más allá de la tibieza en el tratamiento de la posible vertiente fantástica de la historia, Largo retorno está teñida de un sentimentalismo que no se atreve a explorar hasta sus últimas consecuencias el romanticismo de la historia que plantea. Las dos caras del amor más allá de la muerte que se atisban en el argumento se obvian por exceso de cautela, en tanto que un maquillaje lamentable se encarga de torpedear la credibilidad del relato en su último tramo.

La primera vez que comen juntos David (Mark Burns) y Anna (Lynne Frederick), él le espeta: "Hoy es el primer día del resto de tu vida". Y ella musita la frase buscándole un significado transcendente que sellará el destino de su amor.  David es un arquitecto comprometido con la calidad y la habitabilidad de los edificios que construye. Anna, la hija de unos padres riquísimos, está dispuesta a vivir la vida a tope. Se enamoran, se casan, pasan su luna de miel en Venecia, siguen siendo felices... pero ella empieza a tener extrañas ausencias. Poco después se descubre que padece una extraña enfermedad incurable y que la única solución es la crionización hasta que se encuentre una cura para su mal. Entre recuerdos de la luna de miel en Venecia y la veneración de la ausente pasan cuarenta años en los que David se convierte en un anciano, hasta que un buen día el doctor Aguirre (Juan Diego) le anuncia que ya hay curación y que se puede despertar a Anna. Queda entonces el choque con la realidad de un mundo que ha cambiado radicalmente -entre otras cosas porque todo el mundo viste con jersey de cuello cisne y chaleco- y de la vejez de David. El reencuentro requiere de cierta preparación para ambos...

Con Terapia al desnudo (1976) vuelve Lazaga a adentrarse en los dominios del fatástico, pero ahora desde la perspectiva de la comedia sexy. Va la cosa de que un hombre (Íñigo) sufre un accidente en un taxi cuando se dirige al aeropuerto de Barajas con un maletín lleno de dinero. La proximidad de la clínica del doctor López Armayor (Alfredo Mayo) hace que sea conducido allí, donde se manifestarán unos inesperados efectos secundarios. Le atiende la doctora Esteve (Carmen Sevilla) cuyo marido (Juan Luis Galiardo) se encuentra en Canadá en viaje de estudios. El hombre viajaba sin documentación y el maletín despierta las sospechas de la policía, aunque el inspector Sánchez (Manolo Zarzo) no consigue sacar nada en claro pues el paciente iba indocumentado, se ha quemado las manos -por lo que no se le pueden tomar las huellas dactilares- y dice sufrir una amnesia absoluta. Sin embargo, parece haber adquirido un poder hipnótico especial mediante el que cualquier mujer que cae bajo el influjo de su mirada siente la necesidad perentoria de desnudarse. Tanto va el cántaro a la fuente, que la doctora Esteve termina en la cama de su paciente y su marido... la alienta a que le cuente la experiencia para presentarla en un simposio internacional. En el sanatorio, el doctor Ríos (Ramiro Oliveros) contempla las idas y venidas a la habitación del convaleciente con profundo interés clínico. Además, la llegada de un nuevo médico al sanatorio (Fernando Hilbeck) aumenta las opciones de la combinatoria amatoria. Después de una apasionada cópula con una enfermera (María Salerno), al intentar escapar del hospital, el amnésico es atropellado por un taxi. la consiguiente conmoción cerebral le hace recuperar la memoria... pero a costa de recuperar la memoria y tener que enfrentarse a la realidad.

Lazaga aborda tardíamente la comedia sexy al modo italiano. Los planos en topless de María Salerno suponen un paso adelante en lo que se ha visto hasta este momento en las pantallas españolas, pero Carmen Sevilla, que sirve de reclamo para el público, aparece en todas las escenas púdicamente tapada con una sábana o en combinación. Los chascarrillos -"Acaban de operarlo". "¡Pobrecito mío, qué le habrán cortado!"- o las dudas del personaje interpretado por Fernando Hilbeck tras despertar en la cama del paciente, preludian los caminos por los que transitará la comedia "de destape". A todo esto, Lazaga apenas se prodiga como realizador imaginativo, como no sea en las escenas de las sesiones de hipnosis a las que el doctor Ríos somete a la doctora Esteve. El resto está rodado con la urgencia y desaliño ya, por desgracia, demasido habituales.

domingo, 15 de diciembre de 2019

lazaga 101 (28)


Las últimas adaptaciones españolas de la obra de Álvaro de Laiglesia son dos cintas sobre un mismo personaje: la Mapi de Yo soy Fulana de Tal (1975) y Fulanita y sus menganos (1976). El moralismo exculpatorio y el recurso a la narración episódica de la picaresca con su invocación al lector en busca de su complicidad, tan habituales en de Laiglesia, encajan perfectamente en el esquema de la “comedia sexy” del tardofranquismo. Probablemente sea ésta la causa que empuja a la efímera productora Minerva Film a encargar un guión al cómplice de Dibildos en sus inicios, José María Palacio. La responsabilidad de la dirección recae en Lazaga.

Mapi (Concha Velasco) relata —y la película muestra— su “caída” en siete u ocho episodios. Se prescinde de los primeros de la novela, relacionados con su infancia —“película ya vieja, rota y olvidada, porque en el cine de la vida el material envejece pronto”—y se tergiversan y resumen otros. Se nos muestran en rápida sucesión las variopintas ocupaciones de Mapi: monaguillo travestido, chica para todo en un establecimiento de ultramarinos, el noviazgo con Afrodisio (Paco Algora), que debe marchar al servicio militar en África. En su ausencia y durante las fiestas, Mapi se emborracha y, en un pajar, pierde la virginidad.
—En este país todo el mundo da mucha importancia a los precintos de garantía... hasta tu propia madre.

De este modo, Mapi se traslada a Madrid y entra a servir en una casa, donde es seducida por don Rodolfo (Fernando Fernán-Gómez), el preceptor de los niños. Rodolfo le enseña a leer y la lleva a ver el mar, pero cuando descubre su embarazo también la deja tirada. Mapi busca en una farmacia algo para suicidarse y allí conoce a Merche (May Heatherly), que la acoge y le explica su método de supervivencia: “el 60/20”. Sesenta años, veinte millones. Ella es la mantenida del farmacéutico (José Riesgo) y no hay mejor sistema. Mapi encuentra su “60/20” en Marcelo (Antonio Ferandis), un pintor que le pide que pose para él como Eva. A renglón seguido, la mirada de Lazaga se encarga de desbaratar el aserto. El resultado del cuadro, en un estilo perfectamente pompier, es el correlato de la secuencia planificada por Lazaga, su operador y su montadora: exento, académico... Su ejecución, que en la versión literaria se resuelve mediante indicaciones precisas de Marcelo y una borrachera de absenta que culmina con un “y ocurrió lo que tenía que ocurrir”, en la cinematográfica se concreta en una serie de panorámicas encadenadas que muestran en paralelo las etapas de realización del cuadro –abocetamiento, coloreado...– y el cuerpo desnudo de Mapi, recorrido por el objetivo con delectación. La escena se convierte en un canto al voyeurismo, porque es imposible abstraerse de que quien se desnuda es Conchita Velasco, la chica de la Cruz Roja, la chica yeyé, aquella chulilla pizpireta que siempre conseguía esquivar los avances de Tony Leblanc. Mirada compartida, por otro lado, por el casi millón de espectadores que pasan por taquilla y a los que Lazaga retrata, no sin sarcasmo, en la escena prólogo de la película, donde Mapi y Nati son asaeteadas por las miradas de los rijosos clientes del bar de alterne.

Las desventuras literarias de Mapi continúan en Fulanita y sus menganos, Cuatro patas para un sueño y Réquiem por una furcia. La segunda también llega a las pantallas de la mano de Lazaga, aunque ahora Concha Velasco pasa el testigo a la emergente Victoria Vera, en una suerte de relevo generacional que dice más de la voracidad de la pantalla española que de la habilidad de la “musa de la Transición” para orientar su carrera cinematográfica. Los nuevos episodios acuden a su memoria durante la asistencia a un congreso europeo de prostitutas que se celebra en París, lo que otorga a la película una construcción aún más episódica, si cabe, que la precedente. Para lubricar estos saltos en el tiempo y el espacio insertados en el “travelogue” parisino, el montador, Antonio Ramírez de Loaysa, organiza unos breves “staccatos” de insertos de la secuencia marco y de la correspondiente analepsis, aprovechando, de paso, los recursivos zooms con los que Lazaga planifica la película. Toda su originalidad se reduce a esto. Las viñetas de la vida de Mapi se yuxtaponen sin orden ni concierto dramático y resultan rutinarias y tediosas —el primer pecado, tratándose de Lazaga—, cuando no chabacanas. Como la esforzada interpretación de Victoria Vera no da para tanto, en sus primeras aventuras hace que la acompañe la veterana Elisa Montés y, luego, todo se confía al protagonista de cada episodio en cuestión: Manolo Gómez Bur como empleado de una empresa de refrescos que tiene que recurrir a una colchoneta hinchable en el almacén; Manolo Zarzo como el celestino de un jeque que necesita media docena de mujeres para pasar la noche porque su harén se ha extraviado; Alberto de Mendoza en el papel de un chulo que estafa a Mapi y a la hija de un militar necesitada de un marido; Antonio Vilar en un aristócrata homosexual que la utiliza como tapadera para poder seguir manteniendo relaciones sexuales con su chófer; y Pedro Osinaga como un policía parisino con el que se supone que habría encontrado el verdadero amor en un impostado “happy end” ante la torre Eiffel.

El clímax carpetovetónico tiene lugar, no obstante, durante la intervención de Mapi en el congreso. Argumenta aquí de Laiglesia —la cita de Sor Juana Inés de la Cruz en boca de Mapi carece de otro sentido— que si la Comunidad Europea sigue rechazando a España por su bajo desarrollo industrial —sin que, al parecer, cuenten lo más mínimo las carencias democráticas—, en cuanto a la productividad de las trabajadoras del amor nuestro país se encuentra al frente de las potencias mundiales y reclama por tanto la integración de pleno derecho en el Mercado Común de la prostitución. Inefable.

domingo, 8 de diciembre de 2019

lazaga 101 (27)


En 1974, por quién sabe qué conjunción astral, Lazaga se pone al servicio de dos divas: Sara Montiel y Carmen Sevilla.

Cinco almohadas para una noche (1974) es uno de los productos más acartonados de la acartonada Sara post-El último cuplé. Nada que ver con aquella princesa mora y seductora de Locura de amor (Juan de Orduña, 1948) ni la muchacha independiente de El capitán Veneno (Luis Marquina, 1950). Mucho menos aún la pizpierta heroína screwball que encarnó en su primera etapa bajo la tutela de Enrique Herreros y Miguel Mihura.

Cuando acude a casa de su prometido para ser presentada a su futuro suegro, Ana (Sara Montiel) descubre una foto de su madre en actitud bastante íntima con él. La consternación que le produce este hecho, le lleva a concertar una investigación con la agencia de investigación Águila. Un detective privado (José Riesgo) localiza a cinco ancianos acaudalados, entre los que se encuentra el hombre de la foto. Cualquiera de los cinco podría ser su padre. Ana invita a los cinco hombres a su finca para averiguar la verdad. La acción se retrotrae entonces a febrero de 1936, al momento en que gana las elecciones el Frente Popular. Al hilo de los recuerdos de cada cual vamos obteniendo un retrato fragmentario de Rosa (Sara Montiel), desde sus inicios como mantenida de un señor ya talludito (Erasmo Pascual) hasta su triunfo en los escenarios de medio mundo. Como en el resto de las películas de Sara Montiel cada escalón hacia el triunfo estará tachonado por un amor desgraciado: Enrique (Manolo Zarzo), el estudiante de medicina con inquietudes sociales; Leandro (Rafael Arcos), un agüista mimado por sus tías; un hombre casado (Manuel Tejada); un político demagogo (Ricardo Merino); y don Andrés (Craig Hill), un juez y futuro suegro. Todos ellos están en el balneario de Fuencaliente, lo que da lugar a un vodevil en el que Rosa va saltando de cama en cama en un metraje salpimentado con sus actuaciones musicales. Se supone que ninguna de ellas provocó el golpe militar del 18 de julio, que deja a Rosa sola en el balneario y sin haber conseguido que ninguno de sus amantes se haga cargo de la criatura que espera.

Una mujer de cabaret (1974) es, antes que nada, parte del proceso de reciclaje de Carmen Sevilla como actriz cinematográfica. Todo lo demás -guión, fotografía, el resto del elenco...- queda supeditado a ello. Es un proceso que se ha iniciado a principios de la década de los setenta y que la ha llevado a protagonizar películas dirigidas por Pedro Olea, Eloy de la Iglesia o Gonzalo Suárez. Y si en esta ocasión la producción corre a cargo del veterano Eduardo Manzanos y la dirección del no menos avezado Pedro Lazaga, el guión queda en manos de los "jóvenes" Miguel Rubio y Juan Cobos, procedentes de la revista Film Ideal y ya fogueados en estas lides al haber escrito al alimón alguna de las películas en las que Mario Camus dirigió -es un decir- a Raphael. El modelo es, sin duda, el melodrama estadounidense. Y con un Pigmalión como el que encarna José María Rodero no hay más remedio que referirse a A Star is Born (Ha nacido una estrella, Rouben Mamoulian, 1937), aunque en la relación de la estrella emergente encarnada por Ágata Lys con el personaje de Carmen Sevilla se trasparenta la falsilla de All About Eve (Eva al desnudo, Joseph L. Mankiewicz, 1950) y la recaída en el alcoholismo de la cantante está tomada de Days of Wine and Roses (Días de vino y rosas, Blake Edwards, 1962). Claro, que todo ello está salpimentado con las canciones que para Carmen Sevilla compone Augusto Algueró y algún reciclaje del repertorio de la actriz, como El morrongo, cuya interpretación había sido censurada en La guerrillera de Villa (Miguel Morayta, 1967).

Visto el repertorio de referencias del que se nutre el argumento, pasemos al mismo... Rita Medina (Carmen Sevilla) es una cantante en horas bajas debido a su alcoholismo. Una noche acude al tugurio en el que trabaja Adolfo Muntaner (José María Rodero), un representante que cree que en ella hay madera como para hacer una estrella internacional. La pone entonces en manos de Jaime (Armando Calvo), un músico que educará su voz y le compondrá un repertorio a la medida. Pero el tema "Enamorada" carece de sentimiento hasta que Adolfo se convierte en su amante. El triunfo en un festival en Lanzarote, supone la aparición de dos amenazas, la del pasado y la del futuro. La del pasado es Rodrigo (Alejandro de Enciso), el que fuera padre de su hijo, cuya muerte ha purgado ella durante diez años a base de coñac 103 y de cancioncillas picantes es tabladuchos dedicados a las variedades. La del futuro, Laura (Ágata Lys), ambiciosa aspirante a estrella que no duda en ofrecer su cuerpo juvenil a quien pueda ayudarla a ascender, incluido, por supuesto, Adolfo. Mientras Jaime sufre en silencio su imposible amor de lisiado por Rita, ésta alcanza el reconocimiento como figura musical del año en Montecarlo al tiempo que ve cómo todas ilusiones de recomenzar una nueva vida se vienen abajo.

Lazaga descansa en el buen oficio de Rodero y Armando Calvo y se aplica a obtener una interpretación solvente de Carmen Sevilla, lo que no siempre logra: las escenas en las que ella está borracha apenas tienen recorrido debido a su limitaciones como actriz. También la situación en Montecarlo está resuelta con oficio pero sin convicción ninguna. El paseo nocturno por la ciudad a base de carteles luminosos carece del más mínimo interés debido a que ni vemos a Rita en su descenso a los infiernos, ni tampoco tenemos como referencia el punto de vista de Jaime, que la busca desesperado para que acuda a la gala de su consagración. Hay, en cambio, una alusión puramente verbal a un tema caro a Lazaga: la cojera de Jaime y su lealtad sin fisuras al canalla de Adolfo tiene su origen en la batalla del Ebro, cuando el primero fue herido y el segundo no le abandonó, sino que cargó con él por el frente y evitó que le amputaran la pierna en un hospital de sangre. Es sólo una más de las cicatrices que marcan el alma de unos personajes guiados o bien por un masoquismo extremo o bien por un egoísmo sin tasa. En el melodrama chez Lazaga, los matices están de más.

domingo, 1 de diciembre de 2019

lazaga 101 (26)


La producción de Mundial Film y la participación en el guión de Luis G. de Blain, invitaban a encuadrar Black Story (La historia negra de Peter P. Peter) (1971) con el díptico jardieliano, por mucho que en esta ocasión se trate de un argumento original de Santiago Moncada. Pero la recreación continua de las fantasías de sus personajes hace que encuentre mejor acomodo junto a El amor empieza a medianoche (1974).

La primera es una comedia negra que juega a la metaficción, en la línea de How to Murder your Wife (Cómo matar a la propia esposa, Richard Quine, 1965) o la posterior Le magnifique (Cómo destruir al más famoso agente secreto del mundo, Philippe de Broca, 1973). Arranca con una parodia de serial o del cine de gánsteres, al modo que Lazaga ya había practicado en Sabían demasiado (1962), pero ahora en colores rabiosamente pop. El agente secreto Peter P. Peter (López Vázquez) consigue salvar su vida y la de su bella compañera (Mary Francis) de una explosión de gas y ordena a la policía que intercepte el coche de la mujer que ha intentado asesinarlos (Analía Gadé). En realidad, Pedro Ortúzar (López Vázquez) es un escritor de novelitas de a duro, con una vida de lo más prosaica y una secretaria, Carlota (Mary Francis), enamorada de… su talento. Todo lo contrario que Beatriz (Analía Gadé), mantis devoradora con la que se ha casado apenas olvidadas sus respectivas viudedades y que mantiene un idilio con un pintor bohemio (Manuel de Blas). No por ello el escritor logra la tranquilidad porque le vigilan un perro sanbernardo con un micrófono y la metomentodo tía Ágata (Mercedes Prendes), quien, como su tocaya, escribe novelas policiacas sin descanso, aunque no haya conseguido publicar ninguna. A partir de ahí, las ensoñaciones y fantasías de los personajes se multiplican y el humor negro se va adueñando de la pantalla, hasta convertirla en una tira de chistes macabros.

En la segunda se produce un nuevo encuentro de la pareja protagonista en el camposanto. Elena (Concha Velasco) y Ricardo (Javier Escrivá) se conocen en el sanatorio donde sus respectivos cónyuges están a punto de expirar. Pero mientras el marido de ella le recomienda que rehaga su vida cuanto antes, la mujer de él promete arrastrarlo por los pies al otro mundo si hace alguna vez el amor con otra mujer. Luego, coinciden también en el cementerio donde inician una conversación que termina en matrimonio fulminante. Pero durante el tercer aniversario el naufragio es evidente y los amigos de Ricardo no dejan de cortejar a Elena. Entre ellos, está Javier (Fernando Guillén) un psiquiatra al que ella acude para confesarle sus problemas matrimoniales y que concibe esperanzas de conquistarla. En su vida irrumpe entonces Andrés (Chris Avram), un hombre acusado de estafa al que Ricardo toma como ayudante por recomendación de su jefe. La volcánica imaginación de Andrés le hace fantasear con un romance con Elena. Tampoco Ricardo se queda atrás y cuando Elena se le ofrece se ve a sí mismo como un reo camino del patíbulo en el que ella le espera con el hacha. Y aún hay más, el detenido al que tiene que defender con la asistencia de Arana (Saturno Cerra) está acusado de asesinar al amante por un delito de adulterio en una situación análoga a la que se encontrará él cuando Elena, al fin, decida acostarse con Andrés. A partir de ese momento la fantasía, la declaración del reo y la realidad se entremezclan sin solución de continuidad.

Acaso sea esta construcción fragmentaria lo más interesante de la película, en un juego de cajas chinas al que Lazaga recurre en numerosas ocasiones a lo largo de su filmografía. Las voces interiores, las apariciones, los relatos y los delirios de los personajes se materializan en la pantalla en un juego al que sólo le haría falta un poco más de coherencia en la elección del punto de vista para que la satisfacción fuera completa, porque en esta ocasión el final contiene las suficientes dosis de humor y lirismo como para que, si es capaz de superar el empalago de la moraleja y la atosigante melodía de Antón García Abril, el espectador quede razonablemente satisfecho.