domingo, 30 de octubre de 2022

la antítesis del cine español de los años cuarenta

Al contrario que Rafael Gil, Luis Lucia o Juan de Orduña, Luis Marquina no es un “hombre de Cifesa”. Durante estos primeros años de la década de los cuarenta las trayectorias del cineasta y de la productora valenciana coinciden; luego, se separan. Santander, la ciudad en llamas (1944) es ya una producción de España Films. Félix de Pomés es don Pedro Bárcenas, un indiano enriquecido en México que vuelve a España tras escuchar por la radio la lectura del parte del 1 de abril de 1939 —“En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo…”—. Le anima la intención de “ayudar a la reconstrucción de la patria” con su capital. Durante el viaje en barco su imaginación vuela hasta España, pero es una imaginación con afán totalizador porque recorre, a golpe de imagen documental, paisajes, procesiones de Semana Santa, tradiciones, corridas de toros, gentes, la Virgen del Pilar… Todavía llega don Pedro a tiempo para presenciar en primera línea un Desfile de la Victoria. Lo que sigue luego es un melodrama salpicado con infructuosos intentos de emparejar, a base de maquetas, a la capital de la Montaña con San Francisco en la versión catastrofista de la cantarina Jeanette MacDonald.

Por esta época, en un momento de intensa actividad cinematográfica, Marquina se embarca como “asesor taurino” en el proyecto de Abel Gance de hacer una película protagonizada por Manuel Rodríguez “Manolete”. Problemas de liquidez impiden que el rodaje vaya más allá de unas pruebas iniciales, aunque el decorado de la plaza de toros de Ronda se mantiene durante varias semanas en los estudios CEA a la espera de que el productor reciba los créditos sindicales y bancarios que ha solicitado. [Julio Pérez Perucha: El cinema de Luis Marquina. Valladolid: Semana Internacional de Cine, 1983, págs. 67-70.]

Además, desde la creación en 1947 del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, Marquina forma parte del equipo docente, primero en la asignatura de Dirección y más adelante, hasta 1955, de la de Montaje. No obstante, saca tiempo para colaborar con su padre y con Antonio Mas Guindal en el guión de Serenata española (Juan de Orduña, 1947), para realizar Doña María la Brava (1948) —que no he podido ver— y para escribir y dirigir para Manuel del Castillo Filigrana (1949). Esta cinta es la quintaesencia de Antonio Quintero, Rafael de León y Manuel Quiroga en la pantalla. El terceto de compositores que dio sus más sonoros triunfos a la copla flamenca en la anteguerra y la posguerra, tenía en Concha Piquer, que no se prodigó demasiado en el cine, a una de sus intérpretes más señaladas. En su voz fueron éxitos: “Ojos verdes”, “Tatuaje”, “Antonio Vargas Heredia” o “Yo soy esa”.

La acción arranca en 1927, con la cantante gitana María Paz “Filigrana” (la Piquer) ya madura y desengañada de los hombres cosechando éxitos noche tras noche en un teatro bonaerense. Por vengarse del hombre que le destrozó el corazón, acepta la invitación del acaudalado Guillermo Harrison (Mariano Asquerino) y, al darse cuenta de que es un hombre cabal, le relata la historia de sus amores con el conde de Montepalma (Fernanda Granada). Un ballet al ritmo de unas sevillanas en las que se da la versión de la historia que corre por Sevilla durante la Exposición Iberoamericana de 1929, abisagra la cinta por mitad del metraje. Una elipsis nos traslada entonces a Sevilla en 1943, donde el conde de Montepalma ha perdido el palacio por sus muchas calaveradas. Ha sido Filigrana la que ha ido comprando sus deudas, a fin de vengarse del daño que le hizo. El amor entre el hijo de Filigrana (Miguel Gómez) y la hija del conde (Carmen Sevilla) supondrá la cicatrización de las viejas heridas.

Marquina rueda con afán clasicista, subrayando los efectos melodramáticos, como en la escena en la que Filigrana recuerda su humillación pública por parte del conde, en la que la voz en off, los filtros colocados en la cámara, la utilización del sonido y una puesta en escena que aísla a la protagonista o la muestra caminando a contracorriente de gentes vestidas de etiqueta, contribuyen a crear un clima de pesadilla.

Las dos últimas películas de Marquina han sido producidas por Manuel del Castillo, un vallisoletano de nacimiento, pero sevillano de adopción. Ha sido carpintero, viajante y corredor de seguros antes de ingresar en el mundo del cine como exhibidor y distribuidor a principios de la década de los treinta. Tras la Guerra Civil se convierte en uno de los productores de medio fondo, sin alcanzar el volumen de producción de Cifesa, Suevia Films o Emisora Films, pero con una labor continuada en un mundo en que las casas con una sola película eran abundantes. Su primera producción es Cancionera (Julián Torremocha, 1939). Luego establece acuerdos de producción con Cifesa, Suevia y CEA, lo que le permite mantener el ritmo de una película relativamente ambiciosa al año. Edgar Neville llega a un acuerdo con él para hacer en sucesión El crimen de la calle de Bordadores (1946) y El traje de luces (1947). Después de ésta, el alto costo de la producción histórica Doña María la Brava motivará que el rodaje de Filigrana sufra serios contratiempos, convirtiéndose en la última película de la marca del torreón.

Emilio Sanz de Soto resume del siguiente modo la trayectoria de Marquina en esta década:

Es difícil de captar y, menos aún, de definir el estilo de Luis Marquina. En las obras que de verdad le pertenecen, que son las menos, se nos aparece como la antítesis del cine español de los años cuarenta, enfático y altisonante. En él todo era reserva, sigilo. Dijérase que reflejaba la obra de un tímido. Ignoro si lo era, pero así me lo parece. Y este pudor no estaba exento de una cierta elegancia, detalle este siempre de agradecer, sobre todo en nuestro cine. Pero se echaba en falta el brío narrativo de los auténticos realizadores, que, curiosamente, era una de las características de su segunda y mejor película, rodada durante la II República, El bailarín y el trabajador (1936). Como le sucediera a muchos de su generación, la postguerra los desorientó; no era el mundo por ellos soñado, por muy hombre de derechas que fuera, pero tampoco podía identificarse con los intelectuales de izquierda, en su mayoría en el exilio. [Emilio Sanz de Soto: "1940-1950", en Augusto Martínez Torres (ed.): Cine español 1896-1983. Madrid: Dirección General de Cinematografía, 1984, pág. 113.]

domingo, 23 de octubre de 2022

los años cifesa

Tras su paso por Italia, Marquina regresa al cine español en 1941 de nuevo de la mano de Cifesa, compañía a la que su padre —Eduardo Marquina— ha vendido un original titulado Su hermano y él. El dramaturgo asegura que su hijo...

lo realizó a conciencia, pisando sendas vírgenes con tino y amor exquisitos. Estrenada con varia fortuna, la obra rozó el éxito sin conseguirlo. Era seguramente la película que convenía al guión; pero tal vez no era el guión que debe escribirse para una película. Además, llegó en el peor momento: cuando lo álgido de aquella absurda ofensiva contra la literatura en el cine que, afortunadamente (para el bien del cine y de la literatura en general), parece ir cediendo. [Eduardo Marquina: “Mis contactos con la pantalla”, en Primer Plano, núm. 210, 22 de octubre de 1944.]

Actualmente, podemos dar la película por desaparecida. [https://www.culturaydeporte.gob.es/cultura/areas/cine/mc/fe/icec/icecconservado.html]

En Torbellino (1940), el director de una emisora de radio de altas aspiraciones artísticas, Segundo Izquierdo (Manuel Luna) vive en un segundo izquierda. O sea, el astracán a pleno rendimiento. Si además, se monta una trama a partir de una confusión de identidades y se coloca en el centro del reparto a Estrellita Castro como una mocita sevillana con la voz de oro, ya tenemos una comedia de las de la primera etapa de Cifesa; para el caso, Torbellino. Álvaro de Esquivias (Arturo Marín) está dispuesto a hundir la cadena de radio que dirige don Segundo, un vasco amante del arte y la ciencia y serio como él solo. Para ello, sólo tiene que alentar las ambiciones artísticas de un director de orquesta enloquecido (Freyre de Andrade) y de una cantante lírica propensa al gorgorito (Irene Caba Alba). La llegada de Carmen Moreno (Estrellita Castro), con su ingenuidad, su gracia desarmante y su voz de oro, desbaratará sus planes. Carmen no sólo salvará la radio sino que conseguirá el amor del estirado Segundo.

Marquina intenta imprimir un pulso de comedia desenfadada a la acción y lo logra durante casi todo el metraje. La localización madrileña —aunque la acción tiene lugar exclusivamente en interiores— y la ambientación en una estación de radio otorgan cierto aire de modernidad a una trama construida a golpe de tópicos. Sin embargo, se echa de menos el aire decididamente cosmopolita y la imaginación visual que hicieron de El bailarín y el trabajador (1936) una de las mejores cintas del periodo republicano.

De la versión de Marquina de Malvaloca, la comedia de los hermanos Álvarez Quintero, lo más interesante es el trabajo del trío protagonista, con una muy sólida interpretación de Amparito Rivelles que contaba con sólo dieciséis o diecisiete años cuando rodó la película en 1942 y debía encarnar a la experimentada amante que se ha dejado arrastrar por todas las pasiones hasta que encuentra el amor verdadero. Pero los insertos documentales del trabajo en la fundición —al contrario que en El bailarín y el trabajador— no terminan de integrarse en el desarrollo de la trama y el personaje cómico interpretado por el gran Freyre de Andrade —Joaquín Carrasco en la versión de 1926 y Miguel Ligero en la de 1954— resulta excesivamente antipático. El galán por antonomasia del cine español de estos años, Alfredo Mayo, encarna al adusto y trabajador Leonardo, y el sevillano Manuel Luna al trueno Salvador.

Félix Fanés ha subrayado la filiación de la cinta con el “realismo poético” francés al modo de Marcel Carné o Jean Grémillon, antes que por su ambientación, por el pesimismo que impregna sus imágenes, insólito —continúa argumentando Fanés— en el cine español de la época. [Félix Fanés: El cas Cifesa: anys de cine espanyol 1932-1951. Valencia: Filmoteca de la Generalitat Valenciana, 1989, pág, 199.]

Jacinto Benavente presentaba su comedia Vidas cruzadas en 1929 como un “cinedrama”, dada la profusión de cuadros breves —trece y un epílogo— en los que se organizaba la acción dramática. Acaso por ello los estamentos cinematográficos pensaron que era una obra fácilmente “cinematografiable”. A ello se aplican en 1942 Antonio Mas Guindal y José Antonio Nieves Conde como guionistas y Marquina como director. Lo logran en lo que la película tiene de variedad de localizaciones. Marquina utiliza además numerosos artificios para reforzar el dinamismo interno, pero todo queda torpedeado por la acumulación de epigramas y diálogos de alta comedia:

—Vengo a solicitar algo de usted.
—¿De usted?
—El tuteo está de más entre nosotros. Somos dos orgullos frente a frente.
—Me gusta verte así, desafiando con la mirada.
—Las mujeres de mi raza saben perder.
—¿Y amar?
—¿Sabemos nunca lo que en realidad es el amor?
—Querer... Desear nuestro gozo.
—También odiar lo que nos atrae, buscar lo que nos humilla.
—¿Amas?
—¡Qué más da! 

Tal es el diálogo que mantienen Eugenia de Castrojeriz (Ana Mariscal) y Enrique (Enrique Guitart) cuando ella acude a su casa para ofrecérsele a cambio de que retire la denuncia de robo contra su hermano tarambana (Luis Peña). El conflicto de clase entre la aristocracia venida a menos y el nuevorriquismo de la posguerra constituye el meollo de la trama, una tesis que a ratos obliga a que los personajes actúen un poco como marionetas. Marquina no se arredra y procura proporcionar una ambientación plausible a la alta comedia benaventina. La supuesta localización en el sur de Francia coadyuva a tal propósito, así como el reconocido buen gusto de Marquina.

La concreción en imágenes de una fantasía oriental de Eugenia permite a Marquina desbordar los límites del relato a base de tableaux vivants y, sobre todo, lograr una serie de imágenes de impacto que fueron convenientemente aprovechadas en la promoción de la cinta. La utilización de éste y otros artificios formales —las cortinillas durante la escena del casino— ponía en cuestión la transparencia narrativa que el propio Marquina propugnaba en sus declaraciones y escritos programáticos. La sangre no llegó al río, pero el cineasta mantuvo un serio rifirrafe dialéctico con el crítico Domingo Fernández Barreira a propósito de esta evidente contradicción. [Domingo Fernández Barreira: “Los directores del cine español: Luis Marquina”, en Primer Plano, núm. 138, 6 de junio de 1943.]

Tanto Malvaloca como Vidas cruzadas son producciones de UPCE para Cifesa. Al parecer, la tal Unión de Productores Cinematográficos Españoles no figura en ningún registro, así que se trataría de un grupo de inversores anónimos o de profesionales que capitalizan parte de su trabajo a través de esta fórmula en un producto que Cifesa financia y distribuye.

Noche fantástica (1943) vuelve a ser una producción ciento por ciento Cifesa. La cinta propone un carrusel de amores y desamores. Los personajes que viajan en un tren representan distintos estadíos románticos: la extranjera (Lily Vincenti), que sólo siente cariño por su perrito; dos recién casados (Fernando Fernán-Gómez y Cristina Yomar) que todo lo ven teñido de un romanticismo empalagoso; el viejo marqués (Mariano Asquerino) que vive del recuerdo de una historia que pudo ser y no fue; Alicia (Isabel de Pomés) que siente un amor puro por Pablo (Carlos Muñoz), que, a su vez, se deja querer pero no está seguro de que esta historia convencional sea la gran pasión que llene su vida. El descarrilamiento del tren, la estancia forzosa en una ciudad de la costa y la presencia en ella de la condesa Diana (Paola Barbara), trastocan las vidas de todos ellos.

Resuelta con soltura por Luis Marquina, esta nueva producción de Cifesa no pretende evitar lo literario de los diálogos ni lo teatral de la declamación. Noche fantástica se mueve en el ámbito de la alta comedia y a ella remiten decorados, personajes y réplicas. Si por algo destacan situaciones e intérpretes, es por su contención. También la resolución, abierta a reconciliaciones, perdón y renuncias, pero suspendida por la entrada del tren en un túnel, hace suyo este tono mesurado, civilizado y un puntín pirandelliano.

domingo, 16 de octubre de 2022

una película y pico en la italia de mussolini

El capitán de húsares Leonardo Núñez de Vargas (Luis Sagi-Vela) y Adelaida (Ana Mariscal) se separan en el portal de la casa de ella en la noche del 31 de diciembre de 1899. A pesar de su promesa de fidelidad, apenas la deja, Leonardo corre a encontrarse con una cantante (Carla Candiani). Esta vida de disipación tiene las horas contadas porque con el nuevo siglo, se casará con su prometida, Margarita de Peñaflorida (Conchita Montenegro). Pero, en la borrachera de fin de año, decide con sus compañeros de armas, matar al pobre mentecato que va a abandonar la vida de soltería, y escribe unas cartas de suicidio que Margarita y el juez reciben en la mañana de Año Nuevo. Leonardo le pide a Carlos (Armando Calvo), que su novia Clara (Lily Vincenti), interceda ante Margarita porque su amor es sincero y sólo le une a Adelaida la lealtad surgida del viejo vínculo. El problema es el carácter del conde de Peñaflorida (Alberto Romea), que se alegra enormemente del fallecimiento porque nunca ha visto con buenos ojos el noviazgo de su hija con un oficialillo. Prefiere al financiero Ismael Adams (Luis Hurtado), que intrigará sin tregua para separar a los enamorados haciendo que el conde se endeude en su casino y propalando el rumor de la relación entre los antiguos amantes.

El último húsar / Amore di ussaro (Luis Marquina, 1940) es una coproducción entre Cifesa y la Sovrania Film italiana, concebida y escrita por Antonio de Obregón. El escritor vanguardista y productor cinematográfico se ha trasladado a Italia para poner en marcha algunos de los proyectos que han quedado varados en el fragor de la propaganda bélica. La figura del húsar, oficial caballeresco a la antigua usanza, había protagonizado ya un cuento humorístico y vanguardista publicado en enero de 1935. Decía allí...

Su rojo, su azul cielo, su charol brillante, sus dorados intensos, constituían una verdadera ofensa personal para los funcionarios, contables, ordenanzas, viudas, etc., que caminaban por la calle. Él no se parecía nada a ellos. Era de una raza distinta y luminosa. Pertenecía al sexo brillante de las máscaras. [Antonio de Obregón: "Un húsar bajo la lluvia", en Civdad, núm. 6, 30 de enero de 1935.]

El guión aprovecha cualquier ocasión para que el barítono Luis Sagi-Vela luzca sus habilidades canoras.  No sólo los duetos y romanzas sentimentales encuentran acomodo en el metraje, sino que también las revistas y paradas militares se orquestan a los acordes de tonadas más o menos marciales. El vals, el inevitable vals de las películas de Ernst Lubitsch y Willy Fritsch, queda asociado a la historia de amor entre Margarita y Leonardo que tiene varias réplicas, no sólo en la antigua relación de éste con Adelaida, sino en el tormentoso tira y afloja entre Carlos y Clara, e incluso, en el tonteo entre Esther (Concha Catalá), el aya de Margarita, y el ordenanza del capitán (Fernando Aguirre). Sin embargo, esta estructura, que nos podía hacer pensar inicialmente en una comedia de enredo, queda contaminada de inmediato por el registro melodramático. El flashback relatado por Adelaida no deja lugar a dudas, por mucho que Ismael Adams, villano de folletín, se encargue de poner en solfa el relato tildándolo de “novelero”. Los tintes oscuros van apoderándose poco a poco de la pantalla, para culminar con la siniestra fiesta de carnaval con todos los húsares encapuchados en dominós negros danzando alrededor del padre y del futuro marido de Margarita hasta desalojarlos de la fiesta, permitiendo así el reencuentro entre las dos parejas principales. Sólo entonces vuelve a sonar el vals. Pero no es el baile atorbellinado y mareante del vértigo amoroso, sino una danza en que la pareja entona el dueto inmóvil en medio de un círculo formado por los húsares y sus damas con los brazos enlazados. La cámara de Carlo Montuori se eleva para mejor mostrar a los amantes cercados.

Desde la cartela inicial ya queda clara la ambivalencia de la operación. Por una parte, la nostalgia del XIX, en la que el cine italiano se sumergirá sin rebozo en estos mismos años, en un intento de olvidar el retumbar de los cañones. Por otra, la ambición de un cine fascista e imperial, en abierta contradicción con los temas elegidos. De ahí que podamos leer en el texto de apertura: “Los húsares fueron substituidos por las masas enorme y grises de las batallas modernas. Ahora 1900 con sus valses y habaneras tiene el encanto de una vieja estampa y acaso lo mejor de ella es que, efectivamente, haya pasado”. Y Marquina se deja llevar por este espíritu cuando resuelve —muy lubitschianamente— la llegada de Leonardo al baile al que tiene prohibida la entrada, ante la llamada irresistible del vals que canta Margarita. En ocasiones, se deja llevar por soluciones de montaje más propias del silente, como ese salto de agua sobre el que van apareciendo en sucesivos encadenados los correveidiles que propalan el rumor de la vigencia de la relación entre el capitán y Adelaida.

Sin embrago, no deja de haber algunos apuntes que nos remiten a la realidad contemporánea. Margarita se proclama “mujer moderna”, capaz de llevar por sí misma las riendas de su vida —en consonancia con la imagen que el público tiene de la propia Conchita Montenegro después de su divorcio de Raoul Roulien y de una agitada vida sentimental en Estados Unidos—, ante el escándalo mayúsculo de su progenitor. El pretendiente que éste busca para ella lleva por nombre Ismael Adams, lo que delata su doble condición de judío e inglés. De ahí, el enfrentamiento con el coronel del regimiento cuando se atreve a poner en duda el valor de un militar, aunque éste sea el díscolo Leonardo.

Sanz de Soto afirma que El último húsar "fue sin duda alguna la mejor película española de las realizadas en aquel país en lis años del intercambio fascista cinematográfico".

Era obra de difícil realización, dado que el hilo argumental —y nunca mejor empleada la palabra hilo— era levísimo, pues lo que en verdad se trataba era de ironizar sobre el mundo del 1900 a través de los clichés de la opereta. Todo tenía que ser suave, sutil, vaporoso. Y lo fue hasta tal punto que el film escapó a la comprensión, no ya del público, sino también de la crítica. [Emilio Sanz de Soto: "1940-1950", en Augusto Martínez Torres (ed.): Cine español 1896-1983. Madrid: Dirección General de Cinematografía, 1984, pág. 113.]

Realizada como parte del programa de Cifesa de coproducciones postbélicas con Italia, Yo soy mi rival / L’uomo del romanzo (1940) se anunció desde el principio y según era costumbre con dirección bicéfala compartida por Mario Bonnard y Luis Marquina. Pero a partir de finales de 1940 el nombre del español desaparece de la promoción y cuando por fin se estrene por aquí —¡en 1947!— brillará por su ausencia tanto de la publicidad como de los créditos de la película, “en la que sólo ocasionalmente aparece como colaborador”. [Felipe Cabrerizo: Tiempo de mitos: Las coproducciones cinematográficas entre la España de Franco y la Italia de Mussolini. Zaragoza: Diputación Provincial de Zaragoza, 2008.]

El argumento, traído de una comedia de Guido Cantini, juguetea con la metaficción. Una escritora estadounidense se ha enamorado de un italiano (Amedeo Nazzari) y este amor le ha inspirado una novela. Una amiga suya (Conchita Montenegro), subyugada por la historia, viaja a Italia para conocerlo y termina enamorándose también de él. Pero el romance culmina esta vez en boda y los distintos caracteres de la pareja recién constituida no tardarán en chocar. Como no he encontrado copia de ninguna de las dos versiones, no me atrevo a entrar en otras valoraciones, más alla de la constatación del contraste entre el Nuevo y el Viejo Continente o entre la vida en ciudad y en el campo como motores de una comedia "con mensaje" probablemente grato al fascismo.

domingo, 9 de octubre de 2022

primeros pasos de luis marquina

En 1983, la vigésimo octava edición del Festival de Valladolid dedica una retrospectiva a Luis Marquina. Julio Pérez Perucha publica entonces una filmografía razonada de un director, productor y guionista con una trayectoria tan extravagante como ambiciosa en el cine español desde la irrupción del sonoro hasta el tardofranquismo. 

Luis Marquina —escribirá Pérez Perucha en otra ocasión— es una de las figuras más raras e inclasificables de nuestro cine, una de sus personalidades más opacas y escurridizas y al mismo tiempo más sugerentes, puesto que siempre vivió la paradoja de pretender por origen y vocación realizar un cine personal en el que inscribir con independencia rasgos autorales y hacerlo desde el territorio de los social e intelectualmente aceptable, tal y como le obligaba su formación (de carácter católico y conservador) y su personalidad discreta y sigilosa. [José Luis Borau (coord..): Diccionario del cine español. Madrid: Alianza Editorial, 1998, pág. 546.]

Hijo del dramaturgo Eduardo Marquina, nieto y sobrino de pintores, el joven Luis Marquina se decanta por la ingeniería industrial y obtiene el título en 1932. La necesidad de técnicos de sonido en el momento en que el cine ha empezado a hablar, le empuja a trabajar en dicha especialidad en los estudios CEA de Madrid, de los que su padre es socio fundador junto a lo más granado de los dramaturgos de su tiempo. De la coordinación de la producción se hace cargo, desde 1933, Enrique Domínguez Rodiño, un periodista con contactos con el cine alemán. De esta misma nacionalidad son los equipos de sonido Klangfilm que CEA compra a Tobis, con la que también firma un acuerdo para distribuir sus películas en España. Luis Marquina y León Lucas de la Peña son los responsables de esta dotación, con la que se han familiarizado en los estudios franceses de Tobis en Epinay. Marquina va afinando el oficio en algunas producciones de los propios estudios y en las películas cuyos rodajes tienen lugar en los mismos, como La traviesa molinera (Harry d’Abbadie d’Arrast, 1934), La Dolorosa (Jean Grémillon, 1934) o Doña Francisquita (Hans Behrendt, 1934).

Por ese tiempo —aseguraba Marquina— se fueron serenando mis impresiones sobre el cine; ya tenía de él un conocimiento técnico y directo. Me había aplicado fielmente a observarlo. Y el cine volvía a plantearme los viejos sueños literarios. [Domingo Fernández Barreira: “Los directores del cine español: Luis Marquina”, en Primer Plano, núm. 138, 6 de junio de 1943.]

Entretanto, su antigua amistad con Salvador Dalí y con otros miembros de la Residencia de Estudiantes, propician que Luis Buñuel le ofrezca —desde su puesto de director de producción de Filmófono en la sombra— la dirección de Don Quintín el amargao (1935), de la que ya hablamos aquí.

La buena acogida de su película de debut facilita que sean los propios estudios CEA los que financien su segunda incursión como director a partir de una comedia del presidente honorario de la sociedad, Jacinto Benavente: Nadie sabe lo que quiere o El bailarín y el trabajador. Esta “humorada en tres entreactos largos y tres actos cortos”, según la definía su autor, la estrenaron en el Cómico en marzo de 1925 Josefina Díaz y Santiago Artigas. Los personajes principales, son Luisa y Carlos. Ella es hija de un fabricante de galletas, un industrial que cree en el poder del dinero y en la fuerza del trabajo. Él es un joven de buena familia venida a menos, un tipo ocioso cuyo principal mérito es haber ganado un concurso de valses en Viena. Luisa y Carlos se pasan las noches en los locales de moda, pero el padre de ella le ofrece trabajo en la fábrica para disuadirlo. La cosa es que Carlos, no sólo acepta, sino que termina entregándose por entero al trabajo, sino que se excusa de sus salidas nocturnas, con lo que Luisa busca la diversión en compañía de un admirador antes desdeñado porque bailaba peor que Carlos. Como se trata de una comedia —por mucho que la tesis regeneracionista constituya el núcleo de la obra y el grueso del diálogo— al final el ocio y el trabajo encuentran su justa proporción y triunfa el amor verdadero.

La adaptación de Marquina destaca antes que nada por su ritmo trepidante. Nada queda de teatral en la cinta salvo lo literario de buena parte del diálogo en cuya confección colabora el propio Benavente. Aún así, en boca de Pepe Isbert, Antonio Riquelme o Antoñita Colomé los epigramas cuelan. Por lo demás, las acciones paralelas, los números musicales o las elipsis funcionan a la perfección y buscan inscribir la producción en las últimas tendencias internacionales rehuyendo un casticismo que, independientemente de su sofisticada puesta en escena, el espectador aún podía encontrar en el gran éxito del musical cinematográfico español de la temporada anterior: La verbena de la Paloma (Benito Perojo, 1935). Los modelos de El bailarín y el trabajador debemos buscarlos en las cintas de la RKO protagonizados por Fred Astaire y Ginger Rogers, en los musicales de la Ufa como Die Drei von der Tankstelle / Le chemin du paradis (El trío de la bencina, Wilhelm Thiele, 1930) y, para ciertas soluciones formales, en las películas de Ernst Lubitsch y René Clair. Cierto que llega un poco tarde, pero Marquina, más que un alumno aplicado, demuestra haber asimilado plenamente todos estos recursos y no los utiliza como meros resortes puntuales.

Ya desde su mismo arranque, Marquina pone en escena la dualidad que va a presidir la película: a unos planos, más propios del cine industrial, que muestran la maquinaria de la fábrica de galletas a pleno rendimiento le suceden las escenas en el suntuoso night club donde Carlos y Luisa (Roberto Rey y Ana María Custodio) son los reyes de la pista. Esta alternancia se prolongará más adelante en el número musical “La vida trabajando”: las diversas estrofas de la canción pasan del protagonista en el tren que le conduce de Biarritz a su puesto de trabajo, con las chicas de la sección de empaquetado capitaneadas por Pilar (Antoñita Colomé) y de las máquinas de fabricación de galletas a unos niños en lo que podría ser un spot publicitario de Galletas Romagosa. A lo largo de toda la película, el ritmo vivo de esta canción y el vals que representa el pasado de irresponsable de Carlos —pero también su amor por Luisa— se contraponen en un juego que busca no sólo el contraste entre los decorados, el modo de comportarse de cada cual según a qué clase pertenece e, incluso, dos tipos de mujer, sino una especie de subtexto musical que subraya las emociones de cada personaje. Esta elección de ingeniero de sonido Marquina —en esta película se hace cargo del sonido León Lucas de la Peña— cobra especial relevancia en la ensoñación de Luisa en la que se le aparece un Carlos escindido, vestido de etiqueta o con mono de trabajo.

Más allá del ambiente que se respirara en la España republicana del Frente Popular, El bailarín y el trabajador propone una fábula en la que la convivencia de clases se da de manera totalmente pacífica. Mientras que los ociosos e improductivos amigos de la caprichosa Luisa son mostrados como una excrecencia, cuando Pilar proclama que “la aristocracia baja y el proletariado se impone”, una de las chicas de la cadena de empaquetado pregunta con ingenuidad: “Oye, ¿y qué es el proletariado?”. Al final son el señor Romagosa (Pepe Isbert) y Carlos los que saldrán victoriosos del enredo: o sea, el empresario implacable y el emprendedor —Carlos ha inventado unas galletas nuevas— capaz de conciliar jornadas de trabajo maratonianas con las imprescindibles veladas de baile y diversión sin las cuales adivinamos que el matrimonio se irá al traste.

Florentino Hernández-Girbal, que asiste al rodaje, describe a Marquina como “un muchacho joven, fuerte, simpático y muy serio. Tiene aspecto de ingeniero alemán, por sus maneras corteses, su voz amable, pero enérgica, y su físico inmóvil”. [Florentino Hernández-Girbal: “Tras la cámara: Viendo rodar El bailarín y el trabajador”, en Cinegramas, núm. 79, 15 de marzo de 1936.]

Dejemos que sea José Luis Gómez Tello el que resuma su labor y su actitud durante la Guerra Civil: 

Preparaba el rodaje de La hora mala cuando llega nuestro Alzamiento, y Luis Marquina, con los decorados de una película en pie, logra abandonar el decorado sangriento de la zona roja para unirse a su ladre en la Argentina. Su paso por Buenos Aires deja huella en el prestigio literario del cine argentino en Así es la vida y La chismosa [codirigida con Enrique Susini]. Viajero de tercera, su fidelidad a los destinos de España le trae en seguida a las filas combatientes de Franco. Su tarea cinematográfica de entonces se registra en noticiarios realizados en los cráteres de la guerra”. [Gómez Tello: “Quién es quién en la pantalla nacional: Luis Marquina”, en Primer Plano, núm. 423, 22 de diciembre de 1946.]

El Catálogo general del cine de la Guerra Civil detalla entre esos “noticiarios realizados en los cráteres de la guerra” su participación en la sonorización de dos reportajes producidos por el Departamento de Propaganda de FET y de las JONS postsincronizados en 1937 en los estudios Lumitón de Buenos Aires y la supervisión técnica de los Celuloides Cómicos finalizados por Enrique Jardiel Poncela en San Sebastián. [Alfonso del Amo (ed.): Catálogo general del cine de la Guerra Civil. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1997.] Pérez Perucha incluye en su filmografía también otros títulos avalados por Falange Exterior con destino a Argentina y al resto de Latinoamérica. 

Addenda del 20 de octubre de 2022:

El 19 de octubre de 2022 se presenta en el cine Doré una nueva digitalización de la copia de Filmoteca Española de Don Quintín el amargao, con todos los problemas de continuidad y cortes de censura señalados en la edición en DVD, pero que, al menos, permite su preservación y su proyección pública. Este proceso ha sido realizado por el Centro Buñuel de Calanda y Filmoteca Española con la colaboración de Filmoteca de Zaragoza. La copia que en la entrada previa denominábamos "de archivo", procedía de un pase televisivo a partir del material conservado en la Filmoteca de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México).

domingo, 2 de octubre de 2022

próximamente en esta sala

A José Luis Salvador Estébenez, sin cuyas precisiones
este documentito habría estado mucho más indocumentado

El pasado 23 de septiembre se celebraba en el cine Doré de Madrid la quincuagésima sesión de Sala:B, el programa que mensualmente comisaría Álex Mendíbil para Filmoteca Española. Precedida por la emisión en directo de El Sótano, de Radio3, la sesión consistió en una selección de tráileres de películas afines al espíritu de la programación. Era una ocasión única para ver en su formato original una serie de piezas que los expertos definen como “narraciones promocionales que cuentan y venden simultáneamente una versión reconfigurada de un relato cinematográfico”. [Lisa Kernan: Coming Attractions: Reading American Movie Trailers. Austin: University of Texas Press, 2004.]

La selección resultó tan heterogénea como lo son habitualmente las propuestas de Sala:B. No podían faltar alguno de los títulos clave del fantaterror ni del pajarestesismo; hubo películas nacionales y también tráileres locales de películas foráneas, como la warholiana y neoyorquina Flesh (Flesh (Carne), Paul Morrissey, 1968) o la comedia erótica italiana La sculacciata (Un cachete en el culete, Pasquale Festa Campanile, 1974). Por eso no es extraño que lo que arrancó con el avance de la racialísima Rumbo (Ramón Torrado, 1949) —del que algo diremos inmediatamente— culminara al ritmo de un paródico temazo soul de Nico Fidenco con el desquiciado tráiler de Crash! Che botte strippo strappo stroppio (Hong Kong 3 Supermen: Desafío al Kung Fu, Bitto Albertini, 1973), en el que Jacques Dufilho se dirige al espectador para espetarle que si no acude a ver la película anunciada, él se lo pierde.

Rumbo no es únicamente un avance de la película en cuestión, sino una promoción del procedimiento cromático empleado en su realización, el autóctono Cinefotocolor. Por eso, la pieza arranca con unas imágenes en blanco y negro de unas muchachas con su bata de cola bailando unas sevillanas. La locución —el medio más habitual de dirigirse al público en este medio y en estos años— nos informa de que hasta ahora la cinematografía española se había visto constreñida al monocromatismo, pero que esta situación se ha acabado. “¿Cómo? ¡Así!” Y las chicas de las sevillanas lucen de pronto toda la policromía de sus batas de cola. También se nos muestran varios paisajes y monumentos hispalenses antes de entrar en la materia argumental: la guerra de sexos entre el gitano Rumbo (Fernando Granada) y la pimpante Dulcenombre (Paquita Rico), que lo mismo canta una copla que se sube a un caballo con pantalones de montar. Las canciones, las situaciones cómicas y las dramáticas se suceden para que el espectador se haga cargo de la variedad de atractivos que la película le ofrecerá. Tras varios planos exentos de los protagonistas con sus nombres rotulados —otra norma del tráiler de ésta década y las siguientes, como manda el star system—, la cinta se anuncia con el título de Sevilla de mis ensueños, en una extraña maniobra que atenta contra el buen sentido comercial. S. Huguet / Selecciones Capitolio, la productora, se anuncia como garantía de éxito, pero inmediatamente aparece un rótulo en el que se proclama que es “Un avance Cánovas”. Ya fuera éste un exhibidor o un distribuidor local; cabe dentro de lo posible que el responsable de Cánovas pensara que nadie iba a recordar la comedia de Antonio Quintero y Rafael de León en la que se basaba la película y en cambio el nuevo título evocaba el de estreno en España de la cinta alemana en Agfacolor Immensee - Ein deutsches Volkslied (Veit Harlan, 1943): El lago de mis ensueños.

La década de los sesenta estuvo representada por la coproducción Hércules contra los hijos del sol / Ercole contro i figli del sole (Osvaldo Civriani, 1964) y el artefacto pop Juan y Junior... en un mundo diferente (Pedro Olea, 1967). El primer tráiler se presenta en su correspondiente formato de pantalla anamórfico, al tiempo que la locución nos informa de que se trata de “una superproducción en Eastmancolor”, o sea, que el procedimiento cromático debía de seguir siendo relevante a mediados de los sesenta para atraer al público. A juzgar por el avance, la cinta es un péplum tardío de carácter mitológico, de esos en los que los héroes de la antigüedad corrían aventuras en civilizaciones precolombinas en feliz promiscuidad pulp, digna de los tebeos de aventuras que constituían el principal alimento intelectual de la chavalada. Aunque se nombra a los actores —el culturista Mark Forest, un Giuliano Gemma con pelucón de inca y una bella Anna-Maria Pace cuya carrera fue un visto y no visto—, no aparecen individualizados con su rótulo y se pone en cambio el énfasis en los miles de extras que habrían intervenido en la producción y en los espectaculares decorados. “¡Luchas! ¡Acción! ¡Batallas! ¡Lealtad!” clama la voz en off sin reparar en la distinta naturaleza de los conceptos utilizados como argumentos de venta.

La mitad del tráiler de Juan y Junior... en un mundo diferente está dedicada al número musical más psicodélico de los ex-Brincos, tanto por la composición musical como por el tratamiento visual a base de solarizados que le imprime Olea. No obstante, la naturaleza híbrida del argumento se trae a primer plano mediante una batería de preguntas retóricas que el locutor lanza a los espectadores: “¿Es una comedia musical? ¿Una historia de amor? ¿Una película de ciencia ficción?”. La respuesta es que se trata de “una película diferente, joven y actual”. Maribel Martín, Francisco Merino, Conchita Rabal e, incluso, el veterano Erasmo Pascual cuentan con su plano exento con su nombre rotulado, y Juan y Junior, que ya se habían separado musicalmente cuando la cinta llegó a las pantallas, permiten a los publicistas proclamar un tanto apocalípticamente que ... en un mundo diferente es “su primera y última película”.

En lo de la mixtura genérica el tráiler de la cinta de Olea comparte estrategia con el avance del tercer largometraje profesional de Pedro Almodóvar: Entre tinieblas (1983). Han pasado tres lustros y la locución ha sido sustituida por unos escuetos rótulos en amarillo que también se interrogan sobre las etiquetas: ¿drama sicológico, policial, musical...? El número tropical de las monjitas y la mujer "recogida", a partir del tema salsero Salí porque salí, abarca el último tramo del breve metraje antes de que otro rótulo concluya que estamos ante “una película inclasificable”. Ciñéndose a un mismo modelo comunicativo, el avance de la película de Almodóvar parece dar por descontada la complicidad del público al que va dirigido y no ve necesario apelar a amplias capas de la población que ven con temor el desmelenamiento juvenil pre-sesentayochista, como ocurría con la película de Olea.

La primera muestra de promoción aplicada al fantaterror recayó en El ataque de los muertos sin ojos (Amando de Ossorio, 1973). Los momentos “fuertes” de acción, pánico colectivo y efectos especiales marcan el ritmo del tráiler, pautado cada tanto por un zoom a una calavera —José Luis Salvador Estébenez, mantenedor del blog La abadía de Berzano nos explicaba a la salida que este plano no sale en la película y sí en la posterior El buque maldito (Amando de Ossorio, 1974)— que hace funciones de cortinilla entre los diferentes bloques. La locución se permite la humorada de presentar los hechos como algo ocurrido en realidad en la localidad portuguesa de Bouzano que las cámaras cinematográficas habrían registrado por casualidad, como si ante una película de la serie Mondo de Jacopetti, Cavara y Prosperi nos halláramos.

Los ojos azules de la muñeca rota (Carlos Aured, 1973) y No profanar el sueño de los muertos / Non si deve profanare il sonno dei morti (Jorge Grau, 1974) siguen un patrón análogo. La cinta de Aured utiliza cortinillas a partir de fotogramas congelados y virados a un solo color sobre los que se han dibujado manchas de sangre o los ojos de los cadáveres. Paul Naschy, Diana Lorys y Maria Perschy reciben tratamiento estelar. Aured repitió en la sesión con el tráiler doblado en inglés de La noche de la furia (1974), que figuraba bajo el título de Cop-In, y que emplea el mismo recurso de las imágenes convertidas en dibujos o viceversa.

En el avance de la película de Grau la presencia de Arthur Kennedy no guarda proporción con su cometido real en la película, pero es lo que tiene contar con una estrella internacional. En esta ocasión la voz en off pierde protagonismo frente a la partitura de Giuliano Sorgini y a los efectos de sonido que sirven de soporte al montaje de buena parte del metraje. De este modo, el “mensaje” ecologista del largometraje queda diluido en la iconografía del cine de terror nacido en la estela de Night of the Living Dead (La noche de los muertos vivientes, George A. Romero, 1968). En cualquier caso, nos hallamos ante un formato consolidado que elude cuestionarse sobre el producto que está anunciando y busca proporcionar al espectador el mayor número de emociones fuertes por segundo, despertando en él la necesidad de reconstruir la narrativa completa de la que se han destacado estos montos privilegiados asistiendo al cine cuando se estrene la película.

Rodada en régimen de coproducción con Italia y con localizaciones en la campiña británica, No profanar el sueño de los muertos anuncia ya el carácter mimético que adquirirá la filmografía transalpina a partir de finales de los setenta y de la que pudimos ver los avances de Hercules (El desafío de Hércules, Luigi Cozzi, 1983) —“que trata de emular al cine de superhéroes de comienzos de los ochenta, con Superman (Superman, Richard Donner, 1978) a la cabeza, al tiempo que homenajea al cine de Ray Harryhausen”, Salvador Estébenez dixit— y, sobre todo, la madmaxiana I predatori di Atlantide (Los invasores del abismo, Ruggero Deodato, 1983).

Nada que ver con Un verano para matar / Meurtres au soleil / Ricatto alla mala (Antonio Isasi, 1972), sólida película de acción con rodaje internacional y con un tráiler realizado desde la convicción, que utiliza la fragmentación de la pantalla para subrayar el carácter al tiempo romántico y trepidante de la realización. La única anomalía es la introducción de un flashback que en la película justifica el comportamiento del personaje interpretado por Chris Mitchum: los tráileres a estas alturas eludían sistemáticamente exponer el argumento para centrarse en los valores comerciales de la película, como la espectacularidad, el dramatismo o los gags y, casi siempre, el reparto. La locución no elude la ironía cuando se refiera al protagonista como un joven amante de las motos, los perros y las chicas que, no obstante, se diferencia del resto de los chavales de su edad en que los demás “no van por ahí matando”. El contraste entre imágenes romantizadas, escenas de violencia y persecuciones en moto deviene así la figura retórica predominante de un tráiler canónico que destaca convenientemente su reparto internacional y repite insistentemente en pantalla el título del largometraje para que al público no le quede la más mínima duda de qué se anuncia.

Del ineludible —si de Sala:B hablamos— Jesús Franco pudimos ver el tráiler Sangre en mis zapatos (Jesús Franco, 1983), mezcla de película de aventuras y policial protagonizado por Antonio Mayans y Lina Romay, que su realizador firma como Clifford Brown. Con un humor chusco bastante próximo al de Las chicas del tanga (Jesús Franco, 1987), el avance hilvana algunas escenas cómicas con un digest del enfrentamiento final entre la avioneta y el mehari en el que huyen los protagonistas. La falsedad de los planos del avión en vuelo y la pobretonería de las explosiones desataron el entusiasmo del público contemporáneo, fiel a estas sesiones, lo que nos permite retrotraernos a los tiempos en el que el Doré era conocido como “El Palacio de las Pipas”.

El avance de El calor de la llama (Rafael Romero Marchent, 1977), en cuyo reparto también está presente Mayans, descarta los desnudos femeninos presentes en la película —acaso para que fuera autorizado para todos los públicos y ampliar así el número de pantallas en las que podía proyectarse— y el travestismo del personaje interpretado por Pedro Mari Sánchez, que podría haber incurrido en lo que hoy se considera spoiler aunque eso entonces solía importar un rábano. La escena del asesino disparando contra alguien que vuela en un ala delta debió considerarse entonces lo suficientemente espectacular como para que abriera y cerrara el tráiler.

El cine quinqui estuvo representado por un ejemplo atípico: Perras callejeras (José Antonio de la Loma, 1985), de la que ya dijimos en otra ocasión que estaba más próxima a Las alegres chicas de El Molino (José Antonio de la Loma, 1977) y Nunca en horas de clase (José Antonio de la Loma, 1978) que a la serie protagonizada por el Torete. Por ello, apenas hay acción —aunque el tráiler arranque con el atraco en la discoteca— y el tráiler parezca buscar el equilibrio entre los diálogos de los polis panolis que encarnan Martín Garrido y Gabriel Renom y la exhibición de los cuerpos de Sonia Martínez, Teresa Giménez y Susana Sentís. Tony Isbert apenas comparece como invitado estelar y la pieza concluye con el tema techno El último hombre sobre la tierra que interpreta en la discoteca la ignota banda barcelonesa Cristal Oscuro.

El drama erótico corrió por cuenta de Bacanal en directo (Miguel Madrid, 1979), con su final a lo Salò o le 120 giornate di Sodoma (Saló o los 120 días de Sodoma, Pier Paolo Pasolini, 1975), presente en el Semana Internacional de Cine de Barcelona en octubre de 1978, pero cuyo estreno comercial fue prohibido por el juzgado número 14 de Madrid; el veto se mantuvo hasta mayo de 1980 cuando por fin llegó a las pantallas con la calificación “S”. De todos modos, se trata de meros ecos visuales, ya que la película de Miguel Madrid es un melodrama sobre la liberación sexual que termina de modo trágico. Tras renegar de su parentesco con La orgía (Francesc Bellmunt, 1978), la locución concluye con el eslogan “Sólo los países libres pueden expresarse como en Bacanal en directo”.

El clímax psicotrónico se produjo hacia la mitad de la sesión, cuando se proyectaron consecutivamente los tráileres de Autopsia (Juan Logar, 1973) y Crisis mortal (La sombra del girasol) (Luis Revenga, 1970). El primero tiene la desfachatez de presentar las imágenes de archivo de los bombardeos estadounidenses con napalm en Vietnam y casarlos con un contraplano en el que Juan Luis Galiardo simula estar rodando en directo tan terrible escena. Luego le vemos, micrófono en ristre, encuestando a la gente por la calle a propósito de la muerte. La voz en off va desgranado frases grandilocuentes sobre la asunto puntuadas por conceptos no menos transcendentes: “¡Odio! ¡Injusticia!”... Todo ello para que de repente aparezca Jack Taylor vestido de cirujano y, en una nueva pirueta de montaje, se nos ofrezca el inicio de una autopsia auténtica. El locutor se cura en salud al tiempo que excita el morbo del posible espectador al decir que se siente obligado a advertir que la película “contiene situaciones impresionantes”.

El avance de Crisis mortal es de un amateurismo inconcebible. Además de las situaciones deslavazadas, es como si el texto hubiera sido leído por el primero que pasara por el estudio. Para colmo, la invasiva locución no deja de lanzar frases que parecen extraídas de una fotonovela. Un botón de muestra: “¡El amor puro era imposible porque su turbio pasado lo encadenaba a otra mujer!”. Parodia de tráiler antes que tráiler, imagino que el resultado debía de disuadir al público de ver la película entonces igual que hoy apela a los degustadores de rarezas en el seno del cine popular. O sea, la subversión radical de su naturaleza promocional.

Este doblete había tenido un preámbulo con la promoción de Un día en el triángulo (Fernando de Bran, 1984), tan naif como la propia película a cuyo lanzamiento debería contribuir. ¿Pensarían sus artífices que los atuendos pretendidamente punk, el lenguaje "cheli" a lo Ramoncín y algunos apuntes de slapstick atrajeran a un público objetivo plenamente consciente de la impostura? No hay duda de que la definición de la cinta como un “cómic con personajes animados” pretendía convocar a los cines a los miles de lectores de El Víbora y El Jueves. Dos observaciones finales: a) fue el único tráiler de la noche de una película que ya había formado parte de la programación de Sala:B; y b) a tenor de lo visto, es más que posible que se montara a partir de tomas descartadas, una estrategia habitual en los tráileres de la época, ya que ahorraba el tiraje en laboratorio de materiales de reproducción intermedios.

He querido dejar para el final los avances de las dos películas de Mariano Ozores porque son las únicas que se aproximan al concepto contemporáneo de teaser. En lugar de una narración que sirva para hilvanar situaciones cómicas, diálogos de doble sentido y desnudos femeninos, ambas recurren a situaciones rodadas ex profeso en que los protagonistas se dirigen a cámara. En ¡Qué tía la CIA! (Mariano Ozores, 1985) es su protagonista, Fernando Esteso, el encargado de invitar al público a acudir a las salas donde se proyecte la cinta. Yo hice a Roque III (Mariano Ozores, 1980) es mucho más sofisticado, tanto desde el punto de vista metanarrativo como en el aspecto técnico. En un arrebato insólito, Ozores rueda con sonido directo —o aprovecha la grabación del registro de referencia, tanto da—, lo que proporciona una inmediatez al diálogo entre Esteso y Andrés Pajares poco habitual en este tipo de piezas promocionales. Tras un intercambio verbal sobre el título al estilo de Abbott y Costello y algunos gags procedentes del largometraje, Esteso aprovecha para recomendar a los espectadores que “visiten mi bar”. “Será ‘nuestro’ bar”, replica Pajares aludiendo a la clásica imagen que se proyectaba en la pantalla durante el intermedio de los programas dobles. Esteso vuelve a la carga diciendo que en la anterior película de la pareja Pajares había dicho que él no quería saber nada del bar, a lo que el aludido contesta que si dijo tal cosa era porque no quería tener problemas con Hacienda. Puntualiza Salvador Estébenez que "los títulos de todas las películas que hicieron juntos hacían referencia a los dos para que no hubiera malos rollos. Es decir, Los bingueros se refería a ambos, en La Lola nos lleva al huerto igual y el de Yo hice a Roque III es el más currado, ya que lleva implícitos a los dos de forma activa y pasiva”. Todavía irrumpirá en el encuadre Antonio Ozores para anunciar que él no puede quedarse a hacer el tráiler porque aún tiene que hacer la compra. La pieza termina con los protagonistas en una balsa de cemento sin fraguar.

Las dos piezas promocionales urdidas por Ozores se constituyen así en tráileres "de autor", aunque éste se ponga al servicio de sus estrellas. El espectador obtiene un plus de comicidad al contemplar el avance, ya que sabe positivamente que lo que verá cuando vaya al cine va a ser el encadenado de gags verbales y chicas despelotadas, de lo que las breves muestras insertadas en la narrativa autónoma que constituye el tráiler no son más que un anticipo.

La lluvia de rayas en la imagen delata los cientos de pases que ambos tráileres debieron sufrir, lo que resulta un dato elocuente de la inmensa popularidad de la que gozaron las cintas en su momento y de la bien engrasada maquinaria promocional de Ízaro Films en complicidad con Mariano Ozores. En otros avances de los proyectados en la sesión conmemorativa de Sala:B los problemas no procedían tanto de la suciedad y la fatiga del material como de la degradación del color, acusadísima, por ejemplo, en El ataque de los muertos sin ojos o en No profanar el sueño de los muertos. Es probable que las copias de ambas películas sufran el mismo mal.

Al parecer fue el tráiler de Jaws (Tiburón, Steven Spielberg, 1975) el que dio el vuelco a un modelo que se había mantenido prácticamente intacto en el cine estadunidense desde principios del sonoro. [Lisa Kernan: Op. cit., pág. 167.] Spielberg y Universal decidieron comprimir en dos minutos y medio el argumento de la película... obviando el desenlace, claro. Estaban convencidos de la condición de blockbuster de la cinta y del buen pulso narrativo del realizador como para confiar en que los espectadores acudirían a las salas sabiendo perfectamente qué iban a ver. Pero la producción media española no podía alardear de valores que se daban por supuestos en una superproducción yanqui y las estrategias comunicativas fueron siempre mucho más conservadoras. Habrá que esperar a que Paloma Chamorro le ofrezca a Almodóvar rodar un cortometraje que se emitirá en el programa de Televisión Española La Edad de Oro para que el manchego perpetre una relectura musical y a posteriori de su última película Qué he hecho yo para merecer esto (1984). Tráiler para amantes de lo prohibido (1985) es lo que los lingüistas llaman un paratexto, con algunas concomitancias argumentales con el largometraje y la presencia en la pantalla de numerosos materiales publicitarios del mismo e, incluso, un reportaje televisivo del multitudinario estreno en el cine Proyecciones de Madrid. Programarlo como colofón de la sesión en sustitución de tres o cuatro tráileres foráneos un poco traídos por los pelos acaso hubiera sido desvirtuar el tan sugestivo como didáctico programa.